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Chilangos oficiales

Georgina Wilson González
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaCiudad de México

Federico lanzó un grito de triunfo:

—Ahora sí, ya no hay para dónde hacerse. Oficialmente podemos decirles «chilangos», y no se deben enojar, porque así lo dice el nuevo diccionario español, avalado por las academias de lengua de veinte países latinoamericanos, incluido México, y la de Filipinas.

Y, mientras decía esto, señalaba el periódico donde daban la noticia de que el gentilicio oficial para los habitantes de la Ciudad de México era, a partir de ese momento, «chilango».

Julián y yo nos encogimos de hombros, acostumbrados a ser minoría en nuestra propia tierra.

—El siguiente paso —continuó— será que por fin admitan que a los gringos sólo se les puede llamar «gringos», porque norteamericanos lo somos también nosotros y los canadienses.

—Yo siempre digo «estadounidenses» —apunté.

—Mal hecho. ¿Que no son éstos los Estados Unidos Mexicanos? —Me puso en las narices una moneda de diez pesos, como si hiciera falta—. Ya ves, nosotros también somos estadounidenses.

—La Real Academia no es más que un vestigio de la colonia —dijo Julián—. Yo sólo le hago caso cuando me conviene.

Eso nos dio risa a todos, porque además lo dijo con acento capitalino, alargando las vocales.

—Pues yo estoy dispuesto a doblegarme ante el imperialismo —dijo Federico—. Ya es tiempo de llamar a cada quien por su nombre.

Yo estaba leyendo la noticia y entonces noté algo más:

—¿Se fijaron que ya también podemos decirle «tuleño» a David?

—Momento —interrumpió David—. Yo no soy de Tula, sino de Mixquiahuala.

—Da igual —apuntó Federico— ni Mixquiahuala ni Tula aparecen en el mapa.

Esto no era cierto, todos hemos ido alguna vez a Tula invitados por David, menos Federico, a quien no le interesa la arqueología. Tula está siempre llena de gringos que van a ver los atlantes, y en estos días basta con eso para que una ciudad sea importante.

—Federico, necesitas comprar mapas mejores —dije yo, y señalé el mapa de la República que tiene pegado en su cubículo, como trofeo, con una flechota roja señalando Monterrey.

—¿Qué opinas de tu nuevo gentilicio? —le preguntó Federico a Julián.

—Siempre será mejor que «defecado» o «defectuoso».

Eso nos hizo reír de nuevo, porque él siempre dice que es «del D. F.»

—Comoquiera la palabra «chilango» no es insulto —añadió Julián—. Viene del náhuatl y significa: «gente que vive tierra adentro».

—Uy, pues si en ésas quedamos, todos los aquí presentes son chilangos menos yo —dijo Salvador, el de Tampico, que no suele participar mucho en nuestras conversaciones.

—Pues yo no —dijo Julián—, porque estrictamente hablando, yo nací en Veracruz, o sea que soy costeño.

Federico se burló:

—Eso es típico de los chilangos: siempre encuentran algún pretexto para negar que lo son.

—No son pretextos —argumenté—. A ver, ¿dónde van a nacer tus hijos? Porque no me vas a decir que te vas a llevar a tu esposa a Monterrey a parir. Y aunque lo hicieras, te guste o no, tus hijos van a crecer aquí y los van a llamar «chilangos».

—Eso es cierto —dijo David—. Por eso a mis niños no les gusta ir a mi pueblo, y eso que nacieron ahí.

—A mi hija le pasa lo mismo —añadió Salvador— pero peor, porque ella sí nació aquí. Claro que ella dice que es de Mante, porque de ahí es mi mujer y pasamos Navidades con su familia.

—Entonces, ¿qué? —preguntó Federico— ¿Los únicos chilangos son los nacidos en el D. F. de padres chilangos?

—Pues te guste o no, así es como funciona la cosa, porque hoy en día nadie admite que es chilango —le dije—. Supongo que eso te dará mucho gusto, porque bajo ese esquema tus hijos no tienen por qué llamarse chilangos, aunque te quedes aquí.

La cosa no convencía del todo a Federico, quien odia a la capital y que goza burlándose de sus habitantes, pero en tres años no ha vuelto a Monterrey a pesar de habérselo propuesto desde un principio. Finalmente concedió:

—Pues sí, pero entonces los chilangos no existen, o por lo menos yo no conozco ninguno. Eso significa que la Real Academia de la Lengua Española ha desperdiciado tiempo y esfuerzos en asignar un gentilicio que no sirve para nada, más que como insulto —concluyó.

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Copyright ©Georgina Wilson González, 1999
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Fecha de publicaciónNoviembre 1999
Colección RSSComplicidades
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