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Kensington Gardens

Capítulo II

Peter

Xavier B. Fernández
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Durante el día, Kensington Gardens es un lugar refinado. Por allí se pasean los turistas y los vecinos ociosos del cercano West End. Hay aficionados a la equitación que calbalgan a lo largo de Rotten Row, el camino que atraviesa el parque de punta a punta. Las parejitas de enamorados se arrullan sobre un bote de remos en el lago Serpentine, un brazo de agua largo y sinuoso que también atraviesa el parque, entrelazándose con el Rotten Row. Los ornitófilos vienen a visitar el santuario de los pájaros, los gourmets con mucho dinero se acercan para solazarse en los dos elegantes restaurantes situados a orillas del lago (nada de ordinaria comida inglesa: au contraire, tout de la haute cuisine) ; los aficionados al arte moderno atraviesan el puente sobre el Serpentine para visitar la Kensington Gallery, los más cultos incluso visitan el Kensington Palace. Pero la mayoría de los visitantes tan sólo gandulean por el césped o admiran el monumento al niño fauno, y hacen comentarios sobre lo poco que se parece al que salía en la película de Walt Disney, los muy imbéciles.

Sin embargo durante la noche la cosa es muy diferente. Porque entonces Kensington Gardens es el bosque tenebroso donde los druidas realizan sus sacrificios, el reino de los elfos del que hablaba Tolkien, la selva donde resuenan los lejanos tambores de las tribus y las sordas pisadas del leopardo. El vapor de agua que transpiran los árboles se condensa en jirones de niebla, formando una capa de algodón frío sobre el césped. Hasta los duendes tallados en la madera del tronco del Elfin Oak, el roble cercano a la estatua del niño fauno que tan poco se parece a la película de Disney, parecen cobrar vida. Alrededor de ese roble tallado vi reunidos por primera vez a los niños perdidos, los alegres secuaces de Peter. Como dijo él, Slightly era el más viejo, casi tenía dieciocho, aunque parecía menor. Los gemelos tendrían, no sé, catorce o quince años quizá. Todos ellos eran o huérfanos o prófugos del siniestro hogar paterno que habían encontrado otro hogar entre la fronda de aquel oasis verde en mitad de la metrópoli, junto con una vida excitante hecha de pequeños latrocinios, escaramuzas guerreras con los cabezas rapadas o la policía y tráfico de drogas, sobretodo tráfico de drogas: los niños perdidos eran famosos en los alrededores del Roxy y el Cabaret Voltaire por la buena calidad de la hierba que mercaban, proporcionada por los contactos jamaicanos de Peter. En especial, aquella vaca de Tiger Lily, a la que yo conocería poco más tarde. El número de los niños perdidos variaba. Algunos abandonaban el grupo porque de repente se veían a sí mismos demasiado mayores —todos los niños crecen— y decidían volver a la selva de cemento y semáforos. Unos regresaban a sus hogares, otros se enrolaban en el ejército para conseguir un plato en la mesa, una cama bajo techo y un salario. Algunos volvieron a estudiar, y llegaron a ser abogados, ejecutivos, políticos o diáconos. Otros nunca dejaron de ser proletarios en paro crónico, vegetales que cultivaban una abultada barriga cervecera ante el televisor mientras una mujer amargada les gritaba de la cocina. Pero la mayoría pasaron a engrosar las filas del ejército de mendigos alcoholizados que duermen en las calles de Londres. Algunos niños perdidos abandonaron el grupo antes de crecer: la policía les atrapó y les llevó a algún hospicio público donde no se volvió a saber nada de ellos. Otros murieron en alguna de las escaramuzas con los skins o los gangsters (luego hablaré de los gangsters), con la cabeza abierta por un bate de béisbol, con el vientre perforado por una navaja, o con todo el cuerpo machacado por las duras punteras de las botas Doc Martins. O acribillados a balazos, aunque esta forma de muerte era menos frecuente. En aquel momento, los niños perdidos eran seis. Vinieron a nuestro encuentro blandiendo amenazadores navajas, cadenas de bicicleta y botellas rotas. Pero se mostraron más amistosos cuando reconocieron a su líder.

—¡Ah, eres tú, Peter! —dijo el primero en llegar. Era Tootles, el más melancólico del grupo. Cuando tenía diez años las autoridades le separaron de su madre por alcohólica y le metieron en una casa de acogida, de la que él se escapó cuatro años más tarde. A veces hablaba de ir a buscar a su madre a la clínica de desintoxicación, pero callaba en cuanto Peter le llamaba niño de mamá a través de la media sonrisa despectiva que siempre ponía cuando alguien sacaba el tema de las madres. Las madres, solía decir Peter, eran unos seres muy sobrevalorados.

Tras Tootles vino Nibs. Había huido del hogar paterno el día después de que su padre, un electricista en paro aficionado al alcohol y a pegar a la familia, tratase de pasar con él de los bofetones a los tocamientos. Le seguía Slightly, el que pronto cumpliría dieciocho años. Slightly sabía tocar muy bien la armónica, podía imitar con ella el sonido del tren, como John Lee Hooker. Era el único que venía de una familia acomodada, de la que huyó, como Nibs, para evitar los abusos sexuales. En aquel momento sangraba por la nariz.

Curly era el cuarto. Era mulato, de madre irlandesa y padre jamaicano. Se hartó de las peleas entre ambos y de que en el colegio le llamaran «café con leche» y se unió al grupo de Peter en cuanto los conoció, porque a ellos no les importaba que fuera un niño de café con leche. Le llamaban Curly por su cabello rizado.

Los últimos en llegar fueron los más pequeños, los dos gemelos. Dos querubines rubios exactamente iguales. Cuando quedaron huérfanos los dieron en adopción por separado, cada uno a una familia diferente, pero ambos se fugaron para volver a estar juntos. Peter tenía razón, era imposible distinguirles. Y además, actuaban de una forma tan perfectamente coordinada que parecía que se comunicasen telepáticamente. No importaba lo separados que estuviesen, el uno siempre sabía dónde estaba el otro.

—Compañeros —dijo Peter, cuando todos estuvieron reunidos a nuestro alrededor— os presento al nuevo miembro de la banda.

Y así entré a formar parte de los niños perdidos, de los descarriados, de los hijos de Margaret Thatcher o como quisieran llamarse. Sólo Curly puso alguna objeción al principio, señalando lo obvio: «es una chica», dijo. Pero enmudeció después de que Peter contestara con un «Bueno, ¿y qué?». Tras las presentaciones, Peter se interesó por la nariz sangrante de Slightly.

—Es que hemos tenido visitas —dijo Curly—. Un grupo de cabezas rapadas ha venido por aquí de cacería, con sus bates de béisbol, sus tuberías de plomo y, algunos, con sus navajas. Encontraron un grupo de jamaicanos que estaban sentados en aquel banco, cerca de la estatua del niño fauno. Los jamaicanos tocaban sus bongos y fumaban su mandanga sin meterse con nadie, cuando de repente los calvos cayeron sobre ellos.

—¿Vosotros estabais con los jamaicanos? —preguntó Peter.

—No —dijo Nibs—, nosotros estábamos entre los arbustos, mirándolo todo de lejos. Pero uno de los calvos vió a Curly, y gritó «eh, aquí hay otro de esos berenjenas» y entonces todos los calvos vinieron para dónde estábamos nosotros y claro, tuvimos que intervenir, no hubo más remedio. Tendrías que haber visto la cara de sorpresa que pusieron cuando nos vieron salir de entre los matorrales con nuestras navajas y nuestras cadenas de bicicleta.

—¿Alguna baja? —preguntó Peter.

—Sólo la nariz de Slightly —contestó Nibs.

—¿Y entre ellos?

—Curly le señaló la cara a uno con una botella rota —siguió Nibs—. Y yo perdí mi navaja porque se la llevó otro clavada en el muslo. Los demás abandonaron la lucha para llevarse los heridos a urgencias.

—Bien —dijo Peter—. Pero con tanto jaleo, es probable que vengan los cabeza de bala —él llamaba así a los bobbies— a hacer un reconocimiento. Así que todo el mundo al refugio, ¡rápido!

El refugio era la vivienda de los niños perdidos. Era un refugio antiaéreo de cuando la segunda guerra mundial, excavado bajo el Elfin Oak y posteriormente olvidado. Se accedía a él por una boca de alcantarilla oculta entre los setos, y en el interior se disponía de agua corriente y luz eléctrica. No había sido difícil hacerse con el suministro, ya que los cables y las tuberías pasaban, enterrados, por allí cerca. Estaba amueblado con desechos del basurero, pero era bastante cómodo, dejando de lado las ratas, el olor a cerrado y la ausencia de luz natural. En el rincón donde dormía Peter se guardaba, en un arcón, la mercancía: bolsas y bolsas de marihuana de la mejor calidad, frasquitos de anfetaminas blancas, rojas y azules y algunos ácidos.

Ahora, recordando todo aquello con la perspectiva que da el paso del tiempo, me doy cuenta de lo feliz que fui allí. Sí, realmente me gustaba ser un niño perdido, vestirme con ropa negra rescatada del basurero o del economato del Ejército de Salvación, adecuadamente reformada a base de escribir con brochazos blancos frases lapidarias y símbolos anarquistas. Era lo que tenías que hacer entonces para ir a la moda. También nos maquillábamos hasta parecer vampiros de ciencia-ficción o clowns malvados salidos de una pesadilla de Halloween, y nos adornábamos con imperdibles, candados y chapas de cerveza a guisa de joyas. Pero sólo Peter tenía derecho a llevar una cazadora de piel: era el símbolo de su liderazgo. Sí, creo que fuimos felices entonces. ¡Eramos tan jóvenes! Jóvenes y libres. Estábamos en esa edad en que a uno le parece que va a seguir siendo joven para siempre. Éramos alegres, inocentes y despreocupadamente crueles como sólo pueden serlo los niños. Y el tictac del cocodrilo aún se oía muy lejano. Pero no hay paraíso sin serpiente, y la nuestra era la sombra alargada del bogeyman, con su garfio de acero presto a arrancarnos el hígado. Todos teníamos miedo de él. Incluso Peter, aunque él jamás lo reconocería, claro.

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Copyright ©Xavier B. Fernández, 1994
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Fecha de publicaciónJunio 2000
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