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Kensington Gardens

Capítulo V

Tiger Lily

Xavier B. Fernández
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLondres, Kensington Gardens

Y ahora ha llegado el momento de hablar de los jamaicanos. Los conocí pocos días después de unirme a los niños perdidos. Al anochecer, cuando los turistas y los paseantes ociosos abandonaban el parque y éste quedaba silencioso y solitario, verde y tenebroso como un páramo escocés, con las farolas iluminándolo suspendidas en el aire como gigantescas luciérnagas, otras gentes aparecían.

—¡Hay fiesta! ¡Hay fiesta! —empezaron a cantar los chicos en el refugio, mientras se ponían sus mejores andrajos, erizaban sus cabellos y los teñían de azul, verde, rojo y morado, rediseñaban sus rostros con rímel y lápiz de labios negro y se adornaban con sus mejores imperdibles. Peter se rodeó los ojos de rímel negro y se dibujó sendas líneas rojas en los pómulos, como un jefe indio preparándose para caminar por el sendero de la guerra, o como el mendigo que me atacó la noche en que nos conocimos. Se adornó la oreja izquierda con una pluma blanca sujeta al lóbulo con un imperdible y se engominó el pelo hasta formar una erizada cresta verde en la bisectriz del cráneo.

—¿Por qué os estáis acicalando tanto? —pregunté.

—Porque vamos a una fiesta. ¿Es que no te has enterado? —contestó Peter.

—No. ¿Qué fiesta es ésa?

—Una que dan unos amigos nuestros aquí, en el parque.

—¿Qué amigos?

—Los jamaicanos.

—¡Vaya! ¡Por fin voy a conocer a los famosos jamaicanos!

—Sí. Así que arréglate un poco. Nos lo pasaremos bien.

Me pinté el pelo de violeta y los labios de negro. Me anudé al cuello el pañuelo de leopardo, me enfundé las medias de malla llenas de agujeros y me uní a los chicos. Todos se habían engalanado a conciencia, lucían sus mejores imperdibles y sus ropas más destrozadas. Curly se había vestido de barón Samedi, el loah vudú de los cementerios: llevaba un frac con faldones de grillo, una chistera y guantes blancos como la máscara de calavera que se había pintado en la cara. Se puso a danzar a nuestro alrededor, haciendo fintas con un bastón rematado por el cráneo de un pájaro, mientras cantaba «soy el barón Samedi, soy el barón Samedi». Los gemelos, tan niños aún, coreaban el estribillo, entusiasmados. Hasta que Peter, muy serio, muy en su papel de capitán del grupo, mandó silencio. Salimos del refugio antiaéreo y nos dirigimos al lugar de reunión apiñados, con Curly danzando a nuestro alrededor la danza del barón Samedi. Peter había liberado a su luciérnaga de la caja de cerillas, así que el insecto también revoloteaba a nuestro alrededor, como Curly. Nunca he sabido cómo logró Peter amaestrar a un insecto. ¿Cómo puede nadie amaestrar a un insecto? Y sin embargo la luciérnaga nunca se escapaba, siempre revoloteaba como una minúscula estrella alrededor de su amo y volvía dócilmente a la caja cuando éste se lo ordenaba.

El lugar elegido por los jamaicanos para su fiesta era un pequeño claro entre los árboles, que desde lejos refulgía con la luz de una fogata encendida dentro de un bidón, aunque antes de ver la luz ya se oían los ritmos hipnóticos de los tambores ska.

—¡Vaya, ya han llegado los niños perdidos! —bramó un gigante de ébano vestido con una túnica verde y amarilla, tan grande como una tienda de campaña, nada más vernos. Luego supe que se llamaba, o se hacía llamar, Prince Capone III y era un avezado guerrillero urbano y un rastafari devoto de Marcus Garvey que siempre pedía perdón a Jah tras cometer un acto de violencia, como por ejemplo abrirle la cabeza a un rapado. Realmente, se pasaba media vida pidiéndole perdón a Jah.

El saludo gritado por Prince Capone III dio la señal para iniciar la fiesta: inmediatamente alguien puso en marcha el radiocassette, y los ritmos cansinos de un ska interpretado por los Wailers empezaron a sonar. Una muchacha gritó «¡Peter!», salió corriendo de entre el grupo de caras oscuras y se echó en los brazos del interpelado. Era hermosa como una pantera negra: ojos de fuego verde, dientes de nácar, y una melena de largas serpientes de azabache derramándosele por la espalda. Tras abrazar a Peter clavó en mí sus pupilas verdes y preguntó: «¿quién es la del pelo violeta?». Se lo preguntó a Peter, como si yo no estuviera ahí. Odio a la gente que hace eso.

—¿Quién es la negrita, Peter? —pregunté yo a mi vez, haciendo como si ella no estuviera ahí. Yo también sé jugar a eso.

—Oh, ella es Tiger Lily. Y ésta es Gwen. Gwen, te presento a Tiger Lily. Tiger Lily, te presento a Gwen.

Tiger Lily y yo nos miramos mutuamente de arriba abajo, cada una olisqueando la rivalidad de la otra. Peter dijo que teníamos la misma edad. Yo miré las rotundas caderas y los tiesos pechos de Tiger Lily, que tensaban la tela de su camiseta multicolor como los hocicos de dos hurones asomando por el agujero de su madriguera, y me resistí a creerlo. Me pasé una mano disimuladamente por mis caderas de muchacho y mis apenas insinuados pechos. La misma edad. No era justo. Tiger Lily reparó en mi gesto, y esbozó una sonrisa de victoria.

—No te preocupes, querida —dijo—. El día menos pensado te empezarán a doler y te saldrán, plop, plop, como dos espinillas gigantes. Y entonces quizá ya no te guste tanto tenerlas grandes.

Entre tanto, la fiesta había comenzado. Los jamaicanos y los niños perdidos danzaban alrededor de la hoguera al ritmo de los Wailers, de Bob Marley, de Peter Tosh y de Jimmy Cliff. Los jamaicanos bailaban con balanceos hipnóticos, los niños perdidos con violentos espasmos. Curly seguía muy metido en su papel de Barón Samedi, y hacía girar su bastón sobre la cabeza como una majorette macabra. Un par de inmensos cigarros de ganja pasaban de mano en mano, aromatizando el aire con su humo.

—¿Qué me has traído, Tiger Lily? —preguntó Peter.

—A mí misma. ¿Te parece poco?

—¿Y además?

—Cinco libras de hierba jamaicana de la mejor calidad, recién llegada de la isla.

—Espero que tus chicos no se la fumen toda en la fiesta —observó Peter, mirando cómo uno de los grandes canutos de ganja pasaba de mano en mano.

—Ésa es aparte, cielo. La tuya está empaquetada y reservada.

—Estupendo. ¿Hablamos del precio?

—Luego habrá tiempo para eso. Ahora ven conmigo, vamos a bailar.

Peter sonrió, se abrazó a ella y bailaron juntos. Y mientras bailaban se reían, y se reían y se reían, sin acordarse ya para nada de mí. Yo me quedé allí sola, de pie, con una botella de cerveza que alguien me había pasado en la mano. Dios, cómo odiaba a Tiger Lily. Odiaba su piel de azabache bruñido. Odiaba sus dientes de perla. Odiaba sus ojos de pantera. Odiaba su pelo de serpientes. Pero, sobre todo, odiaba sus pechos, que en aquel momento se aplastaban contra el pecho de Peter. Dios, cómo odiaba sus pechos. Cómo me alegré cuando, de pronto, un grupo de gangsters salió de la oscuridad y cayó encima de nosotros, blandiendo porras de cuero rellenas de arena, bates de béisbol y nudilleras de acero, interrumpiendo la fiesta, interrumpiendo el baile de Peter con Tiger Lily.

Peter gritó: «¡Descarriados!», el nombre de guerra de nuestro grupo, y, con un clic, hizo crecer en su puño la afilada hoja de su navaja de resorte, justo a tiempo para hundirla en el vientre de un maltés con la cara llena de cicatrices que se abalanzaba sobre él haciendo girar una cadena de bicicleta.

Slightly también blandía una cadena de bicicleta. Normalmente colgaba sobre su vientre como la cadena de un reloj, pero en ocasiones como aquélla demostraba su verdadera utilidad. Nibs se las arreglaba con una botella de cerveza rota, y se las arreglaba muy bien, a juzgar por el rostro ensangrentado del gángster más cercano a él. Curly le vació un ojo a otro con un golpe de su bastón de barón Samedí. En adelante tendría que usar un parche, como un pirata. Los gemelos, demasiado pequeños para pelear, se escabulleron entre los arbustos. En cuanto a los jamaicanos... bueno, ellos hacían lo que podían, que no era demasiado, excepto en el caso de Prince Capone III, cuyos puños grandes como mazas rompían cráneos como si fueran nueces.

Y más allá de la luz de la hoguera, una figura alta y oscura gesticulaba y gritaba. Decía: «¡Dejad a los negros! ¡Coged a los chicos blancos!». La luz de la hoguera arrancó un destello de su mano derecha, por un instante.

Siguiendo las instrucciones de su jefe, los gangsters apartaban a empujones a los jamaicanos y trataban de coger a los niños blancos, o sea a nosotros. Pero Peter gritó una orden y de repente todos nos escabullimos en la oscuridad, hacia alguna de las múltiples entradas secretas a nuestro refugio. En menos tiempo del que se tarda en estornudar, todos habíamos desaparecido bajo tierra, dejando que los morenitos se las entendieran con los energúmenos. Pero a Peter aún le dio tiempo de agarrar el paquete de cinco libras de hierba. Cuando llegamos al refugio lo mostró orgulloso, como un trofeo. Nunca se lo pagó a Tiger Lily. Días después le dijo que no sabía nada de la hierba, que seguramente se la habrían llevado aquellos tipos, que obviamente habían venido a interrumpir aquella transacción porque nosotros éramos la competencia. Sospecho que Tiger Lily no se lo acabó de creer, porque era público y notorio que los niños perdidos seguíamos vendiendo hierba de primera calidad por todas partes como si nada, pero nunca más volvió a sacar el tema, ni se enfadó con Peter. Es difícil enfadarse con Peter.

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Copyright ©Xavier B. Fernández, 1994
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Fecha de publicaciónAgosto 2000
Colección RSSNarrativas globales
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