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Kensington Gardens

Capítulo XII

Tictac

Xavier B. Fernández
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Durante los primeros meses, después de irme a vivir con Margaret, aún asistía con cierta frecuencia a los locales de ambiente punk. Me teñí el pelo de violeta, me compré un montón de ropa en Swanky y en Boy, y un montón de cachivaches extravagantes en la tienda de Malcolm McLaren. Me hice un piercing en la nariz y un tatuaje en el trasero. Margaret, madre tardía, todo me lo consentía.

Pero los tiempos seguían cambiando, y para peor. El movimiento punk se iba disolviendo como un terrón de azúcar en el té. Su orgulloso grito de guerra original, no future, fue sustituido por el patético punk not dead. Y es una mala señal que tengas que ir gritando a la gente que no estás muerto: quizá es porque realmente lo estás.

Johnny Rotten fundó un nuevo grupo, llamado Public Image Limited, ya alejado de la estética punk. Estaba bien, pero no consiguió reproducir el éxito de los Pistols ni de lejos. Sid Vicious caminó cuesta abajo por el lado salvaje de la vida, en compañía de su novia Nancy, de fracaso en fracaso, hasta que una noche, en una habitación del hotel Chelsea de Nueva York y con mucha heroína de por medio, Sid apuñaló a Nancy en el vientre. Poco después Sid moría de sobredosis en la cárcel. Su madre, una vieja hippie, le había suministrado una dosis excesivamente pura. De esa forma consiguió el movimiento punk su mártir y su epitafio. Tres meses después la bruja del este Margaret Thatcher ganó las elecciones e inició su virreinato. Empezaban tiempos amargos. Los Clash habían publicado un disco doble que era una obra maestra, London Calling, pero después empezaron a dar tumbos. Aún publicarían otro álbum muy bueno, Sandinista, pero se separarían a las malas dos años y dos discos más tarde. Todos los demás, The Dictators, The Jam, The Pogues, Generation X, Siouxie & the Banshees, fueron abandonando el escenario lenta y silenciosamente. Yo dejé de teñirme el pelo y entré en la universidad. Para entonces los pechos ya me habían crecido bastante, y tensaban mi blusa como los hocicos de dos hurones que pugnaran por salir de sus madrigueras. Y descubrí que Tiger Lily tenía razón: ahora que los tengo, no me parecen tan gran cosa. Más bien son un engorro, a veces. El día en que cumplí veinte años fui a Kensington Gardens y me senté en aquel banco cerca de la estatua del fauno que toca la flauta. Al cabo de un rato se me acercó un chico de unos dieciséis años. Llevaba el pelo teñido de naranja y los ojos ocultos tras unas RayBan Wayfarer muy oscuras. Vestía un abrigo negro que le llegaba hasta los tobillos, de ésos que se pusieron de moda durante la primera mitad de los ochenta.

—¿Gwen? ¿Eres tú? —dijo.

—Sí, Peter, soy yo.

—¡Vaya! Estás muy cambiada.

—He crecido. Tú, en cambio, estás como siempre.

—Pues sí, ya ves.

—No lo entiendo. ¿Por qué no creces?

—Porque no quiero.

—¿Es tan sencillo como eso?

—Es tan sencillo como eso. Y tú, ¿por qué estás tan empeñada en crecer?

—Porque no me queda más remedio. Es ley de vida, no tenemos más opción que ir envejeciendo.

—No es cierto. La gente envejece porque quiere. Llega un momento en que se dicen a sí mismos: «ahora ya tengo tantos años, ya soy mayor, y debo acomodar mi aspecto y mi actitud a la edad que tengo» y por eso envejecen. Envejecer es un acto de voluntad, Gwen.

—No es verdad. La vida tiene sus etapas. Hay que saber adaptarse a ellas —respondí, pero Peter ya no me escuchaba. Miraba en todas direcciones, impaciente. Impaciente como un niño.

—Sí, bueno, no sé —dijo—. Quizá. ¿Quieres comprar éxtasis?, ¿Centraminas?, ¿Vinavil?

—No, no quiero comprar nada.

—Lástima. Bueno, ahora debo irme —y se levantó y echó a correr, sin previo aviso.

—¡Peter! —grité, y yo también me levanté del banco de un salto, pero demasiado tarde. Peter ya era un bulto en la lejanía.

Y el tiempo pasó. Tictac, tictac, tictac, tictac.

Me gradué como asistente social. Entré a trabajar en una oficina gubernamental desabastecida y descapitalizada por los constantes recortes del presupuesto para gastos sociales que realizaba la bruja del este. Me desesperé viendo tanta miseria y estupidez como crecía bajo la brillante fachada del neoliberalismo triunfante, tantas familias rotas y vidas desperdiciadas por la ignorancia y la marginación. Al principio traté de arreglar las cosas, mientras el gobierno de la bruja del este nos estrangulaba yo aún intenté salvar el mundo. Bueno, al principio. Porque el tiempo seguía corriendo. Tictac, tictac, tictac, tictac, tictac.

Durante un tiempo escribí sobre temas sociales en un periódico anarquista que apenas se vendía. Acabé dejándolo, desengañada. Tuve un novio que murió de sobredosis. Tuve otro que era un estudiante indio de una familia musulmana acomodada de Bombay. Un día volvió a su país sin decirme nada y desde entonces no he vuelto a verle. Supongo que se casó con una buena chica musulmana, después de pagar la correspondiente dote, y ahora debe tener un montón de hijos. Y el tiempo seguía corriendo. Tictac, tictac, tictac, tictac. Tuve otro novio, menos interesante, pero en principio más estable. Me casé con él. Me divorcié. Luego estuve saliendo durante un tiempo con un hombre mayor que, además, estaba casado. Un día me dijo que lo sentía mucho, que me quería, pero que él ya tenía un hogar, unos hijos, y que no pensaba abandonarlos. Rompimos. Y el tiempo seguía corriendo. Tictac, tictac, tictac, tictac, tictac.

Un día me descubrí una cana al mirarme en el espejo. Luego fueron dos. Luego más. Empecé a teñirme el pelo otra vez, pero ya no de violeta o morado, sino de un discreto castaño rojizo. Cada vez lo hago con más frecuencia. Y el tiempo sigue corriendo. Tictac, tictac, tictac, tictac.

Ya hace tiempo que he rebasado los treinta, y los cuarenta están cada vez más cerca. Se me empiezan a formar arrugas alrededor de los ojos. Margaret murió, y me dejó en herencia esta casa tan grande y tan vacía. El tictac del reloj que compré en aquella subasta de Sotheby’s resuena por todas las habitaciones. A veces me imagino sus manecillas en forma de guadaña segando los segundos uno tras otro, inexorablemente. Tictac, tictac, tictac, tictac. Cada segundo segado es un segundo menos de mi vida.

Una noche, hace poco, pasé por delante del Royal Albert Hall justo en el momento en que se acabó el concierto y el público salía a la calle. Y pasando por entre aquella muchedumbre tropecé con un viejo alto, seco y sarmentoso como el árbol de las brujas de Macbeth. El viejo me miró con su único ojo azul, traspasándome. El otro lo llevaba cubierto por un parche negro. Probablemente, no había ojo bajo el parche.

Era el capitán James el Oscuro, alias Black James, alias Hook. Yo creía que había muerto aquella noche en el parque. Pero ahí estaba, mirándome, con la locura brillando en el fondo de su único ojo como una llamita azul de gas. Tenía el pelo casi completamente blanco, la cara arrugada y la espalda encorvada por el peso de la vejez. Se apoyaba en su bastón con pomo de plata en forma de calavera.

El corazón me dio un vuelco al verle.

Antes de que yo pudiera reaccionar, él atrapó mi hombro con su garfio. Había sustituido la garra metálica prensil por un único gancho, como los piratas de las películas. Y su mirada azul de loco seguía taladrándome.

—¿No le oyes? —me dijo—. ¿No le oyes?

—¿Qué? ¿Quién?

—Detrás de ti. Reptando.

—¿El qué?

—El cocodrilo. Tictac, tictac, tictac, tictac.

De pronto su mirada se extravió y se deslizó sobre mí y más allá, como si de repente yo ya no existiera. El capitán me soltó el hombro y se alejó cojeando, haciendo tac, tac, tac con el bastón contra la acera, murmurándole a las sombras.

Ahora vivo sola. No salgo con nadie. Voy a la oficina, cumplo con mi trabajo, procuro no implicarme demasiado en las desgraciadas historias de las madres solteras adolescentes, los delincuentes juveniles y las mujeres maltratadas que son mi material de trabajo cotidiano. Sé que no puedo ayudarles gran cosa, así que me conformo con rellenar los impresos oficiales adecuadamente para que ellos cobren los subsidios a los qe tengan derecho, y a final de mes yo, por mi parte, cobro mi nómina y me doy por afortunada.

Tengo los seis álbumes de los Clash en formato CD, más el recopilatorio de los singles, más su álbum grabado en directo. Pero no los escucho nunca. Acumulan polvo en una estantería, junto a Paddy. Después de que el capitán me lo destripara para encontrar la mercancía lo recogí y lo volví a coser. Ahora ostenta orgulloso sus cicatrices en el estante de los discos.

A veces voy a Kensington Gardens con una bolsa de papel marrón llena de sándwiches y un termo lleno de té. Una sola vez más vi a Peter, de lejos. Seguía teniendo aspecto de chico de dieciséis años. Llevaba puesta una gorra de béisbol, una sudadera con capucha y unos pantalones anchos, el uniforme distintivo de los rappers. Parecía tan alegre y despreocupado como siempre. Yo me levanté del banco y le llamé a gritos.

—¡Peter!

Pero él salió corriendo en cuanto me vio.

FIN
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Copyright ©Xavier B. Fernández, 1994
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Fecha de publicaciónNoviembre 2000
Colección RSSNarrativas globales
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