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Las cartas

Gustavo Albanece
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaAvenida Santa Fe, Buenos Aires
197301260017

Cuando recibió la primera carta (por llamarla de la manera más cercana a lo que en realidad era, para lo cual no existe en castellano un nombre), no se puede decir que no se asombrara, pero sí que no le fue difícil encontrar alguna explicación más o menos lógica, o más o menos convincente a tan extraño suceso.

Con el sobre desgarrado y el papel en blanco en su mano se rascó la cabeza, los miró a ambos exhaustivamente y se dijo que tal vez el anónimo remitente hubiera confundido la hoja a introducir dentro del sobre y hubiera tirado al cesto de la basura la hoja escrita, sin advertir su error. Si bien, como decíamos, el hecho no dejó de asombrarlo e intrigarlo durante varios días, no le dio más importancia que la que representan estas pocas líneas.

Pasaron algunos meses, durante los cuales esperó que un día cualquiera alguien reclamara la respuesta a esa carta y así se desvelara el secreto, pero al no suceder esto terminó casi olvidando el incidente. Pero dos años después, una mañana otro sobre se deslizó por debajo de su puerta e inmediatamente recordó y reconoció la caligrafía cuidada de aquella primera carta en blanco.

—Ahora sí —se dijo mientras abría el sobre con ansiedad—. Nadie comete dos veces el mismo error...

No pudo evitar cierto temblor en sus dedos al rasgar el nuevo sobre, temblor que se transformó en un gesto de asombro primero y en un grito de furia luego, al descubrir una nueva hoja en blanco como único y desconcertante contenido. Desarmó el sobre con la esperanza de encontrar algún otro pedazo de papel en su interior, miró a trasluz la hoja para asegurarse de que no tenía marcas de ningún tipo y terminó arrojándola con odio a la basura.

Cuando, tres meses después, la tercera carta en blanco llegó a a su casa (que con la misma impecable caligrafía enunciaba en el frente del sobre su nombre y dirección), se convenció de que no se trataba de un error o un descuido de la persona que la enviaba, sino que la intención era, justamente, enviarle ese tipo de cartas.

Ya no pudo olvidarlas como había hecho con la primera. Comenzó a pasar largas horas acomodando los tres sobres sobre la mesa y comparando cada milímetro de papel, cada rasgo de la fina escritura, cada detalle de los matasellos. Descubrió así que las tres cartas habían sido enviadas desde una oficina del correo ubicada en la avenida Santa Fe y pensó que tal vez allí pudieran ayudarlo.

La empleada lo miró extrañada cuando le contó lo que necesitaba.

—Señor —le dijo—, yo recibo aquí miles de cartas por día. ¿Cómo podría recordar la cara de quien envió estos tres sobres?

Se sintió ridículo y comprendió lo inútil de su visita y se marchó.

Una noche despertó en medio de la madrugada creyendo haber encontrado en su sueño un detalle de esas hojas en blanco; detalle que, supuso, podía ayudarlo a descubrir la identidad del remitente. Corrió entonces al cajón donde las guardaba, pero se decepcionó al comprobar que eran tan blancas como podían serlo, y que ese detalle revelador sólo había existido en su afiebrada imaginación. Volvió a doblar cuidadosamente las hojas blancas. Esa noche ya no pudo volver a dormir y el día lo descubrió despierto pensando en sus cartas.

Con el paso de los días, la frecuencia con que nuevas cartas llegaban se incrementaba aceleradamente, de manera que luego de apenas unos cuantos meses los sobres guardados en los cajones se contaron por cientos, y llegó un momento en que raramente pasaba un día sin que una de esas cartas sin palabras llegara a sus manos, e incluso hubo mañanas en que llegaron de a dos o hasta de a tres juntas.

No podía, a esa altura, pensar en otra cosa: durante el día, en su trabajo, pasaba largas horas aislado en sus conjeturas y rehuía del contacto con cualquier clase de sobre o papel en blanco. Por la noche, acompañado de innumerables cigarrillos y vasos de licor, pensaba en la manera de terminar con esa pesadilla extraña y sin sentido.

Mientras tanto los sobres seguían llegando y se amontonaban, a veces sin siquiera ser abiertos, en todos los rincones de su casa.

Trató de imaginar al perverso remitente: ¿Sería alguno de sus amigos, gastándole una broma absurda y macabra? ¿Sería algún desconocido que, al azar, había elegido su nombre y su dirección en la guía de teléfonos? ¿Quién podía odiarlo tanto como para someterlo a semejante torura? Terminó sospechando de todos cuantos lo rodeaban; en cada rostro creía adivinar un gesto de burla, una sonrisa irónica que disfrutaba con esa locura.

El alcohol de las noches hizo estragos en su ánimo, en su cuerpo y en su vida: a la mañana, cuando lograba dormirse, lo esperaban vanamente en su trabajo. Finalmente fue despedido.

Y los sobres, implacables, siguieron llegando.

En alguna oportunidad dejó pasar varios días bebiendo y fumando sin levantarse de su cama con el único fin de evitar enterarse de la llegada de nuevos sobres, pero lo torturaba la certeza de que el proceso continuaba.

Cuando al levantarse encontró su buzón nuevamente colmado, juntó todos los sobres que había recibido hasta ese momento y los prendió fuego sobre la alfombra del living. Poco tiempo después la montaña había vuelto a crecer. Paulatinamente dejó de ver a todos sus amigos y parientes, con la seguridad (o al menos la sospecha) de que entre ellos estaba el culpable de su desgracia.

Finalmente se internó en su casa y no vió la luz del sol durante semanas enteras en las que lo único que hizo fue permanecer tirado en un sillón, emborracharse y fumar.

Cuando lograba dormir, soñaba con cartas escritas con tinta de colores, cartas de amor llenas de palabras, cartas con noticias, saludos, revelaciones, firmas y encabezamientos.

Tres meses duró esta agonía.

Murió una mañana de invierno, rodeado de miles de sobres que contenían hojas en blanco.

Días más tarde, cuando su cuerpo inerte yacía aún sobre el sillón, un último sobre se deslizó por debajo de su puerta. En él, una hoja esmeradamente doblada contenía unas pocas palabras escritas con letra cuidada y prolija. Un nombre de mujer como firma y, arriba, un texto corto y simple: «Al fin me animé a confesarlo: yo también te amo.»

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Copyright ©Gustavo Albanece, 1998
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Fecha de publicaciónSeptiembre 2000
Colección RSSFabulaciones
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