La mirada de los otros tuvo la vigencia de una fría puñalada. Se detuvo en el umbral, indeciso, con la bochornosa sensación de ser alguien raro o completamente ajeno en ese lugar. Pero al fin continuó la marcha, baja la cabeza, imaginando las preguntas que debían de formularse ellos para tratar de comprender o justificar su presencia allí.
No era por parentesco, obligación o curiosidad. Lo impulsaba otro sentimiento. Sutil, delicado. Sin duda le resultaría difícil explicarlo, definir el carácter de la comunicación que se había establecido entre ella y él. Libre de los demás. Algo íntimo, casi.
Vaciló al observarla. Con un escalofrío, súbitamente mareado. Debió reprimir un grito mientras retrocedía un paso, no tanto para reponerse sino más bien para borrar la punzante visión. No. No es así como quiero verla. Tampoco recordarla. Y permaneció quieto, los puños apretados, acosado por la imperiosa búsqueda de la máscara —tierna, sugestiva, hermosa— que desde ahora deseaba conservar de Beatriz.
Había sido su tía Nélida la primera en hablar de ella. Estaban almorzando cuando dio la noticia: una mujer joven acababa de mudarse a la vieja, bastante abandonada casa de los Vecchio. Ni su tío ni él efectuaron comentario, tanto por la falta de interés por esa novedad como por el desdén y cansancio que siempre experimentaban ante la charla apabullante. Por espacio de dos o tres días no volvió a mencionar el asunto hasta que, con la pícara sonrisa que esbozaba cuando era dueña de un dato valioso, reveló que la mujer se llamaba Beatriz y ya en el pueblo circulaban múltiples interrogantes por el enigma de no saber de dónde procedía ni por qué estaba allí.
Tal vez eso avivó la curiosidad por conocerla. Pudo hacerlo una tarde en que, como era habitual, andaba en el pesado triciclo repartiendo mercaderías del almacén de don Bautista. Luego de visitar varios clientes, los vio: apostados en una esquina, con las bicicletas formando un muro, la actitud desafiante. La sorpresa se confundió con el miedo mientras se esforzaba por frenar el triciclo. Paseó la mirada por los tres —Barboza, el Cacho Funes, Sampietro— en busca de un signo revelador de lo que proyectaban hacer. No pudo eludir un estremecimiento al recordar el modo como solían actuar ellos (arteros y casi crueles al concretar los juegos y bromas con que pretendían divertirse a costa de los otros, más débiles o temerosos) y menos cuando el Cacho Funes preguntó cuántos paquetes llevás allí, qué te parece si los repartimos entre todos. La noción del peligro se impuso abruptamente. Al tiempo que estallaba la risa de ellos, dio vuelta al triciclo y se acomodó en el asiento y comenzó a pedalear con premura; pero las piernas no respondieron al voluntarioso afán y el avance se hizo lento, agobiador, que acrecentó la inseguridad por la cada vez más cercana presencia de los perseguidores, provocativos en las carcajadas y las palabras soeces. Condujo sin rumbo y dificultosamente, tratando de sortear no sólo los obstáculos de la calle sino sobre todo el roce de las bicicletas, los rudos empujones. Cuando al fin una rueda se hundió en un pozo y perdió el equilibrio, el grito de furia y dolor se confundió con el estruendo del golpe. Después, caído junto al triciclo y el canasto de mimbre y los paquetes desparramados, los vio alejarse, rientes y victoriosos por la proeza realizada. Tardó bastante en levantarse, más que por los magullones en el cuerpo, por la impotencia, el total desánimo; y maquinalmente colocó el canasto en el triciclo y luego se dedicó a recoger los tarros y cajas de mercaderías. Te ayudo, la voz afirmativa, más que mera pregunta. Confundido, al volverse, sin saber si era por descubrir a la mujer recién llegada al pueblo, por el cálido gesto de colaboración o por quedar encandilado por la sonrisa, la belleza del rostro. Sin esperar respuesta, ella fue colocando algunos paquetes en el canasto, son unos bárbaros, cómo te van a hacer eso, alguien tendría que darles un escarmiento. Mirarla. No pude ni quise hacer otra cosa. Nada más hermoso. Sólo después de quedar todo acomodado reparó en la mancha rojiza en su brazo, vení, te voy a limpiar esa herida. Tampoco dijo nada, agradecido por surgir otro motivo para tenerla cerca, dejándose tomar de la mano y conducir la media cuadra que había hasta la casa de ella. El frescor del ambiente contrastaba con la sofocación de la calle y, aliviado, se sentó en el comedor mientras ella desaparecía por una puerta; al volver, de una caja extrajo algodón, vendas y una botella de alcohol. Diecisiete, dijo sin atreverse a confesar los quince apenas cumplidos, aunque la sonrisa maliciosa de ella le hizo adivinar que no le creía. El silencio estableció una íntima complicidad. Formuló otras preguntas, dónde vivía y para quién trabajaba y cuáles eran sus gustos, al tiempo que pasaba un trozo de algodón humedecido sobre la herida y él respondía con monosílabos o frases escuetas, ajeno, sin querer que nada le robara el hechizante placer de mirarla, de embriagarse con el aroma de su cuerpo, de sentir el tibio y suave roce de las manos. Bruscamente hubo un cambio. Se calló, erizado el cuerpo, con una mueca de preocupación. Atraída por algo —tal vez un golpe o una voz que él no llegó a oír—, ella se dirigió ansiosa hasta la ventana y, abriendo un poco el cortinado, observó la calle. Los ojos, escrutadores, trataron de descubrir el motivo de la sorpresa o alarma. Después, desistiendo o ya más tranquila, regresó a su lado. Bueno, creo que ya está, la forzada sonrisa no consiguió disimular la turbación mientras terminaba de vendarle el brazo, será mejor que te vea un médico. ¿Qué le pasa? Se asustó por algo. De pronto abstraída, casi olvidada de él. Tuvo la sensación de molestar y optó por marcharse. Esperá. Fue a buscar dos vasos con refresco. Luego de entregarle uno, se desplomó en un sofá dejando escapar un suspiro como cauce aliviador a un estado de pesar. Me hablaba y sonreía, pero estaba pensando en otra cosa. Preocupada. Lamentó que se hubiera destruido el clima de bienestar. Al terminar la bebida, se levantó. Cuidate, mientras lo acompañaba hacia la puerta apoyó un brazo sobre sus hombros en actitud protectora o de afecto, vení a visitarme cuando quieras, resultándole más que una simple despedida, la promesa de nuevos y gratificantes momentos.
Después fue su secreto. Personal. Inviolable. Sin querer compartirlo con nadie. Por eso fingió desconocer a la mujer que en el pueblo todos comenzaron a individualizar como Beatriz o adoptaba un aire distraído cada vez que oía hablar de ella, pero estaba siempre atento para detectar cualquier referencia a su mundo. Algo grave o malo la perturbaba. Me hubiera gustado ayudarla. Procuró, a través de diversas fuentes, develar el enigma. Pero sólo pudo ir armando un cuadro bastante abigarrado: el desconcierto de don Bautista por notarla rara e intranquila y sobre todo verla un día salir del negocio corriendo, sin causa justificada; los airados comentarios de la gente porque permanecía aislada, sin desear ni permitir ninguna intrusión en su vida privada; el gesto indignado de su tía al imaginarle un pasado borrascoso y aun sórdido debido al creciente rumor de que por las noches recibía la furtiva visita de algunos hombres.
Se vio obsesionado por la duda, por descifrar la verdadera imagen de ella. Durante el diario recorrido por el pueblo, cada vez que pasaba frente a su casa, reducía la marcha, vigilaba puertas y ventanas, abrigaba el anhelo de verla aparecer de pronto. A pesar de la invitación, esperaba que un hecho fortuito provocara el nuevo encuentro. Temía golpear la puerta, ser observado, descubrir abiertamente su secreto. Necesitaba conservar en el sitio más recóndito de su ser lo ocurrido entre ellos. El tesoro más precioso. Dispuesto a preservarlo de cualquier arremetida. Y así sucedió aquella tarde en que estaban echados sobre la gramilla del enorme patio de los Iturre —donde todas las siestas unos diez muchachos trataban de probar su habilidad con una pelota—, en una pausa para descansar y charlar y reír por las bromas, cuando alguien la mencionó y Zanola dijo sería bueno hacerle una visita, parece que le gusta tener compañía por las noches. La carcajada se hizo general, tal vez sea mejor que la Clotilde o la Alemana, la malicia y el regocijo iluminaron la cara redonda de Godoy al evocar momentos compartidos en promiscua y fascinante aventura. No. Están equivocados. No es igual. El grito que no se atrevió a proferir para aplacar las risas procaces, evitar la ofensiva comparación con las dos mujeres que merecían una actitud de repudio en el pueblo. Incapaz de enfrentarlos para revelarles que la conocía y asegurarles que no era como la imaginaban, sólo atinó a salir corriendo, sin atender las exclamaciones de sorpresa ni el llamado para regresar con ellos.
Y aquella noche no pudo dormir. No. No es como ellas. Más que la certeza, era el anhelo, la empecinada necesidad de rechazar todos los comentarios y críticas aviesas que pretendían enlodarla. El tiempo pasado juntos le resultaba suficiente para saber que era distinta de las otras mujeres. Al menos de la Alemana. Decidite, vení con nosotros, y una vez más evocó la reiterada invitación de los muchachos para penetrar en una zona que siempre había considerado con un halo secreto y misterioso, algún día tenés que empezar, viejo, vamos. Y por fin fue con ellos, la pertinaz aprensión superada por la curiosidad, por el deseo que latía en todo su cuerpo; y no supo definir claramente si quería alcanzar un voluptuoso placer o más bien realizar el acto que lo iba a equiparar con ellos y lo dejaría libre de burlas y ofensas. No pudo relegar un estremecimiento mientras entraban en la casa pálidamente iluminada, durante la silenciosa espera, al quedar solo frente a ella. En el cuarto se mezclaba el pegajoso olor a perfume, sudor y humedad. Desvestite, la orden más que la invitación o sugerencia que hubiera deseado, tal vez para sacarlo de la inmovilidad, entre ausente y avergonzado. La miró. Recostada sobre la cama, sonriente, un brazo tendido hacia él. Obedeció maquinalmente. Desabrochándose la camisa caminó hasta que, junto a la cama, se detuvo, cohibido por el pudor o por la fijeza de los ojos vigilantes. Parece que es la primera vez, vení, impaciente, algo burlona por su timidez o torpeza. Un simple muñeco. Sin voluntad, aceptando todo pasivamente. Quizá por eso no llegó a disfrutar los anhelados instantes de goce; y aunque procuró disimularlo ante los otros muchachos, los posteriores encuentros con la Alemana —en el cuarto casi en penumbra, abrumado por el cosquilleo de su risa, con el roce de los dedos hábiles y suaves—, sólo le dejaron una sensación de malestar y desencanto. No. Ella es diferente. Estoy seguro. Y pasó la noche en lucha incesante por atrapar la verdad, debatiéndose entre la zozobra y un pertinaz temor.
Muy pronto supo que nunca llegaría a saberla. Por la mañana, cuando fue sobresaltado, no tanto por la hiriente luz de la ventana sino por la voz chillona, destemplada, de su tía al decirle que habían matado a Beatriz.
Ahora, casi aislado en el cuarto asfixiante, trataba de recobrar la mejor, más agradable imagen de ella. Aún no había logrado superar la conmoción provocada por el hecho sorpresivo, brutalmente violento, cuyo indescifrable origen sirvió para despertar variadas opiniones: la venganza del novio o marido engañado; el feroz ataque de un ladrón; los celos homicidas de alguno de los hombres que solían visitarla por las noches. Nadie pensó en ella. Si estaba asustada o tenía un problema grave. Dolorido por el manifiesto desdén de los demás, por la predisposición para convertirla en el centro de morbosos comentarios. Ninguno siente lo mismo que yo. Tal vez a nadie le importe realmente que haya muerto.
Por fin salió. Mientras el aire de la noche lo despejaba, comprendió el modo como quería recordarla: la tarde del único encuentro, igual que dos viejos amigos, embriagado por el dulce perfume, gozando el delicado roce de sus manos.
Copyright © | Ángel Balzarino, 1985 |
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Fecha de publicación | Septiembre 2000 |
Colección | El tiempo recuperado |
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El cuento lo leí inmediatamente de recibido pero apenas hoy el tiempo me alcanza para releerlo y escribir algo. Ha sido un verdadero gusto hallar un texto así, tan cálido a la par de sintético, de una economía de recursos que hace sentir más profundamente los sentimiento que laten tras las palabras. El tema de la iniciación (sexual y en el amor, que son cosas diferentes) de los muchachos y una sensibilidad especial del joven frente a los prejuicios y limitaciones de una sociedad pueblerina cruel están plenamente expresos. Y más allá, el dolor de una mujer que de algún modo ha sido dolorosamente golpeada, hasta pagar con su muerte, el "delito" de simplemente ser mujer en una sociedad machista.
Después de leer Las máscaras de Beatriz, lo encuentro como siempre a Angel Balzarino con su estilo y su altura, perfecto en trazo como cuento y en sintaxis. Me gustaría seguir leyéndolo. ¿Cómo y donde puedo hacerlo?
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