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Breve dicha

Eduardo Protto
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El hombre apuraba la marcha abriéndose paso entre el gentío del centro de la ciudad, deseoso de llegar cuanto antes. Había comprendido la situación y estaba al tanto de su importancia, así que dobló en la esquina y enfiló hacia el edificio alto. Al llegar al umbral se paró frente a la botonera del portero eléctrico y circunspecto, como si trazara un rumbo, alineó la letra con el número, apretó el timbre y avanzó cuando la chicharra amistosa le franqueó el paso, llamó al ascensor que estaba arriba y lo aguardó fastidiado. Nunca le gustó esperar. Ya en la cabina cerró la puerta con energía y subió.

Durante la travesía, con su empaque de toro, se sacó el sombrero oscuro y se alisó el pelo engominado, acomodó el nudo del pañuelo blanco que llevaba al cuello y junó de reojo, con un vistazo experto, el resto de la pilcha lustrosa reflejada en el espejo consabido. Un tufillo a perfume barato le aureolaba la cabeza y el tac-tac de su corazón ansioso se acompasaba con el rítmico tac-tac que el elevador golpeteaba al sobrepasar cada piso. Cuando la máquina se detuvo, lo hizo precisamente, con una brusquedad marcial que sacudió al pasajero.

Al descender prendió un cigarrillo. ¡Estaba tan cerca! Faltaban unos pocos pasos y un par de botones. Uno era el de la luz que iluminaba el largo pasillo blanco, y el otro, unos metros más adelante, incrustado junto a la sólida puerta de madera, correpondía al llamador gangoso que anunciaba sin pompas ni oropeles, con indiferencia de lacayo malpagado, la llegada puntual de la visita.

Intuía que tras los muros ella aguardaba impaciente, plagada de abrazos y besos arduamente contenidos. Presentía las caricias pródigas, la conversación casual y alguna risa breve flotando sobre los deleites del encuentro. Luego del liviano copetín degustado con parsimonia, recorrería despacio, como quien templa el cordaje de una guitarra, la piel suave de la naifa, erizada al contacto de sus dedos furtivos.

Se sentía afortunado, aunque sabía de sobra que la suerte, como toda hembra, tenía sus caprichos y no había que confiar mucho en ella.

No acostumbraba a magnificar los eventos, pero a decir verdad esos encuentros diferían de otros por un pequeño detalle. La mina no sólo le daba su afecto —al menos eso creía— sino que le brindaba por añadidura su casa y su cama. No era poca cosa y debía reconocer, a fuerza de ser justo, que la ofrenda era valiosa, particularmente en aquellos tiempos difíciles en que las mujeres trancaban con igual celo tanto el corazón como la alcoba.

Ensayó una sonrisa canalla que arqueó el bigote gris cuando por la puerta entreabierta vio que la señora, envuelta en un batón color de rosa saludábalo amablemente y lo invitaba a pasar. Entró con aire canyengue, dejó la daga sobre una mesita y se dispuso para el ceremonial de rigor.

Había en esos preámbulos del amor una solemnidad de catedral y, como supliendo las graves notas del armonio religioso, una victrola junto al sillón, raspando el disco con púa desgastada, mandaba con fondo de bandoneones un tango de Arolas.

Horas más tarde, cuando salió del coqueto bulín, sus ansias estaban provisionalmente saciadas. Por el empedrado húmedo caminó hacia los arrabales del sur, buscando el mistongo cafetín de siempre para tomarse una ginebra. La noche era tibia y el aire olía a jazmines. Poco antes de llegar a la vía, en una bocacalle oscura, atisbó una sombra, luego un fogonazo y enseguida sintió la quemazón en las entrañas. La vida se le escapó por el orificio del balazo mientras oía, como en un sueño, el insulto que le infringía el marido de su querida...

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Copyright ©Eduardo Protto, 1999
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Fecha de publicaciónEnero 2001
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