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La revelación

Ariel Urquiza
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaFlorida, Buenos Aires

Nunca olvidaré la mañana que dividió mis días. Me desperté con la luz del sol que alumbraba mi cara. No había dormido mucho pero me levanté sin chistar. Uno es más renuente a molestarse con un hecho de la naturaleza que con un vecino; si mi vecino me despertara con ruidos tras la pared, así fuera por un arreglo necesario en el departamento o por un merecido momento de placer, lo putearía, al menos en la soledad de mi habitación.

Me dirigí hacia la cocina a preparar café y al pasar frente a la puerta de entrada vi un sobre en el suelo. Lo recogí y lo abrí automáticamente sin prestar demasiada atención a lo que hacía. Era la foto de una mujer de espaldas. No era una foto artística, era más bien la foto de un portarretratos. La mujer estaba vestida de manera corriente, parada así nomás, sin ninguna pose. Ni siquiera parecía haber sido tomada sorpresivamente por la cámara, sino que aparentaba aguardar el «click» de la máquina, sólo que mirando hacia la dirección opuesta.

Miré detenidamente su cabello, su ropa, sus piernas que aparecían confusas bajo una falda larga; también una oreja que se dejaba ver entre el cabello lacio. Pensé en cada mujer que conocía sospechando que se trataba de una extraña broma, pero no recordé a nadie con ese aspecto. Quedé muy sorprendido y en espera de algún acontecimiento que aclarara el significado de esa foto absurda.

La llevaba conmigo a todas partes y la miraba a cada instante, en el trabajo o en el bar, como intentando resolver un problema u obtener una respuesta de esa mujer que de espaldas me decía algo, sutil e indefinido tal como su porte de persona insegura. Al carecer de un rostro, prestaba atención en cada detalle de la fotografía, que más allá de la silueta se perdía en una calle fuera de foco e irreconocible.

Le imaginaba una cara y luego otra, y también una y otra personalidad. Le inventé nombres, empleos, tristes pasados y apasionados romances. ¿Me conocería? ¿Sería ella quien había arrojado el sobre? ¿Por qué, si se trataba de un juego, no aparecían más pistas?

Al pasar las semanas me obsesioné con la imagen. De tanto escrutarla fotografié a la mujer en mi memoria. Entonces observé que si no miráramos a la gente tan a menudo a la cara, si miráramos por ejemplo, las manos de los otros tan asiduamente como lo hacemos con sus rostros, terminaríamos por reconocer a una persona con sólo observar sus manos, y al ver a éstas expresar emociones reconoceríamos a sus dueños como cuando oímos una voz en el teléfono.

Una tarde caminaba por Florida y mi mirada tranquila tropezó con la figura de una mujer que caminaba delante de mí a quien creí conocer. Antes de que me diera cuenta yo, lo advirtió mi corazón (¿acaso «yo» no es mi corazón sino mi cabeza porque piensa?): la mujer era ella, no cabían dudas. Tenía exactamente la misma tonalidad de castaño claro en su cabello, el mismo porte y aunque la ropa era otra el mal gusto era el mismo. Incluso la oreja, la derecha, asomaba nuevamente entre el cabello lacio.

Mi corazón latía a toda marcha. Pensaba en cómo acercarme a ella sin asustarla, mientras la seguía de cerca. Estaba dispuesto a todo para no perderla de vista, ya fuera parar el tránsito, esquivar colectivos o empujar a quien se interpusiera en mi camino.

Tenía que simular un encuentro; adelantarme para luego dar la media vuelta y enfrentarla. Si me conocía todo sería más fácil, pero si no, ¿con qué excusa detenerla? Contarle todo y pedirle una explicación podía resultar una catástrofe. Además, debía dejar un margen para el error.

Me adelanté e hice lo pensado sin saber qué haría después. Sólo me importaba conocer su rostro y, en lo posible, cruzar las miradas.

Así fue. Nuestras miradas se cruzaron y, mientras observaba su cara y me perdía en sus ojos, descubrí que ya había recreado su rostro en mi mente, no con exactitud pero sí con relativo atino.

Cuando cada uno de nosotros dejó al otro atrás, aún nos mirábamos y semejantes sonrisas crecieron en nosotros. Entonces, volviéndome me acerqué y le dije cosas que se dicen comúnmente en la calle a chicas lindas, entre piropos y frases que intentan provocar una risa o una mirada de aceptación, porque ya en ese momento sabía que la quería; muy en el fondo de mi ser quizás lo supe antes aun de conocerla.

Lo que sucedió después paso a paso no hace a este relato. Sólo importa decir que esa mujer se convirtió en mi mujer. Nunca me atreví a preguntarle por la foto, la guardé muy bien y ya no acostumbré a mirarla. Ahora estaba ella conmigo y todo era tan bueno que para qué arruinarlo con historias extrañas, o para qué enterarse de un pasado poco fortuito que sus labios prefirieron callar. Siempre existieron en mí mil dudas pero eso no importó mientras hubo felicidad. Por las noches, mientras ella dormía tendida a mi lado, observaba su espalda y recordaba la mañana en que una enigmática foto había cambiado mi vida.

Tiempo después las cosas comenzaron a andar mal. Ella me pedía que cambiara; me decía que yo no la comprendía, que ni siquiera la conocía bien. Que no la conocía bien yo, que la conocía desde antes de conocernos, paradójicamente; que la conocía de espaldas como nadie conoce a otra persona. Cuando le recriminaba algo, me decía que yo no tenía idea de lo que ella había dejado atrás; pero si le pedía que me contara más de su pasado se iba por otro tema. Y así de un momento a otro amenazó con cortar la relación, y yo desesperado, creyéndolo el último recurso, le conté de la foto, de cómo llegó a mí y del largo camino que me llevó a encontrarla una tarde. Le expliqué que el destino nos había unido de la manera más increíble pero más hermosa, y corrí a mostrarle la fotografía. Ella lloraba y meneaba la cabeza, y cuando vio la foto su llanto cayó por un salto y luego en una catarata que la precipitó en palabras ahogadas. Luego se dirigió a la puerta y se fue.

Yo no sabía qué hacer y cuando al fin decidí ir a buscarla presagiando que ya no regresaría, la vi alejarse por la vereda pero no me animé a ir tras ella. Por un instante se detuvo antes de llegar a la esquina, quizás porque adivinó mi presencia. Supongo que consideró la posibilidad de regresar y decirme algo, pero nunca miró hacia atrás. Entonces la vi idéntica a como la conocí en la foto aquella mañana, con la misma ropa y el mismo aire inseguro.

Desapareció en la esquina y yo volví angustiado a mi departamento. Una vez en mi cuarto, tomé la foto para ver a mi mujer una vez más, tal cual la vi la última vez y también la primera. Pero ya no estaba, era una foto negra, velada. En ese instante supe que se había ido para siempre.

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Copyright ©Ariel Urquiza, 1998
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Fecha de publicaciónFebrero 2001
Colección RSSFabulaciones
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