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Gris de tiempo gris

Pedrarias

Nicolás Soto
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John Lennon escondía una sonrisa sardónica detrás de una armónica protegida por sus manos, soplándola cadenciosa y rítmicamente. El entusiasmo se desplegaba irreprimible, sazonado por agudos chillidos rayanos en histeria de las nada flemáticas fans londinenses. Las imágenes de llanto, aún en blanco y negro, tenían algo de primitivismo animal y de connotación lúdica con ribetes de sexualidad a punto de desborde.

Paul McCartney meneaba la cabeza a semejanza de un metrónomo en descontrol, redondeaba los labios y dejaba escapar un agudo y cortante «uuuuh». Se desencadenaba, de seguidas, la gritería con renovado vigor, a la par que George Harrison desgranaba, con pulso atildado, un rabioso y metálico sonido en su guitarra Grestch, conectada por un cordón umbilical a un gótico amplificador Vox.

Pedrarias miraba ensimismado a Ringo Starr desde una butaca de la sexta fila, llevándose a la boca mecánicamente un puño de maní salado. Las manos llenas de anillos del baterista narizón sostenían las baquetas con que golpeaba, marcando regocijadamente el compás, el redoblante, los platillos y el cimbal.

I-I-I should have known better
with a girl like you...

La letra le era incomprensible, pero el sonido se le metía por los poros y le estaba provocando síntomas de adicción. En sus catorce años de vida, nunca había visto una película tres veces como era el caso presente. Ni siquiera Ben Hur o Sansón y Dalila, sus favoritas hasta entonces, le habían causado aquella irresistible inquietud que ahora experimentaba. El sonsonete rasposo de aquellas guitarras eléctricas y aquellas voces de aquellos ingleses de tacón alto amalgamaban en su interior una vibración inefable. Nunca, como en ese momento, la música le había afectado de manera tan vital. Y lo peor era que, luego de disfrutar del film por primera vez, le pidió dinero al señor Viera, su padre, a quien se encontraba acompañando en Caracas, y había comprado el disco con la música de la película. Lo ponía incontables veces en el radiotocadiscos Phillips de su tía Fátima, gustándole más y más. Una escapada furtiva al cine y la vio de nuevo.

Yeah yeah yeah rezaba la carátula del acetato con una foto en lo que aparecían los cuatro miembros del combo, vestidos con unos raros sacos sin solapa y mostrando una actitud provocativa y sarcástica, como Pedrarias nunca había observado antes en ningún otro artista. Usualmente, las películas calificadas como juveniles no pasaban de meras comedias romanticoides, pletóricas de playa y surf, protagonizadas por encopetados y carilindos galanes, intérpretes de amelcochadas tonadillas que provocaban los suspiros de las teenagers gringas que los rodeaban a montones. Incluía, en esta desdeñosa clasificación, desde a Elvis Presley hasta las copias mexicanas tan en boga entonces, como a Enrique Guzmán y a César Costa, con cuyas películas se engolosinaba en los vermuts dominicales. Pretexto ideal, por lo demás, para encontrarse a escondidas con María Enriqueta.

Ahora, por tercera ocasión, asistía a la proyección, de la primera aventura en el celuloide de «Los Melenudos de Liverpool», como ya se dignaban en llamarlos en las radios caraqueñas que daban preferencia a la música proveniente del Norte por sobre los boleros, rancheras, guarachas y joropos. Había invitado a David, su mejor amigo, para que le acompañara, ya de regreso en Santa Narda de Miguaque. Le había hablado con entusiasmo de «Los Bitles», pero temía una reacción no tan expansiva como la suya propia. David tocaba el arpa y el cuatro en un conjunto criollo. Nada hacía presagiar que tan siquiera le llamase la atención una música con sonoridades y armonías tan disímiles a las que interpretaba en instrumentos tan llaneros.

Los mechudos británicos bajaron la energía y desde la pantalla surgía una canción más lenta titulada «If I fell». Ésta sí le parecía a Pedrarias una verdadera melodía de amor. No como las que se escuchaban por ahí que hablaban de copas rotas, venas desangradas y demás menudencias mórbidas. María Enriqueta se le venía al pensamiento. Hubiera querido estrecharla y besarla, tal como había visto a tantas parejas en no sé cuántas matinées. Aquel sentir recurrente, mezcla de nostalgia y alegría decisivas, no lo dejaba desde que se sabía dueño de aquella presencia opalina. Se imagina un trillón de cosas. Ahora era un inveterado soñador despierto. La conseguiría en la oscuridad parroquial del vermut de los domingos. Le tomaría la mano y compartiría el temblor de ella, el nerviosismo de ella, el temor de ella de ver descubierto el secreto idilio de ambos. Y, enseguida, él la reconfortaría, creyéndose rey de las galerías estelares, y procuraría robarle un beso fugaz de adolescente enfiebrado con el amor.

Pedrarias observó de reojo a David. Notó la concentración de su amigo. La pantalla estallaba con el ritmo trepidante. «De seguro que está pasando por lo mismo que yo», pensó, no sin atisbos de duda. ¿No se había tomado él demasiado a pecho esta nueva experiencia? Tanta era la impresión que había surgido en su espíritu, desde hacía apenas quince días, que leía con avidez en la prensa todas las noticias acerca de «Los Cabeza de Mopa»: los tumultos provocados en sus presentaciones, las multitudes en frenesí con la sola mención de su arribo a cualquier urbe norteamericana, los millones de discos que se vendían como nunca antes, sus poses desembarazadas, sus humoradas irreverentes. A uno de los primos de su papá que vivía en Caracas por los lados de La Candelaria, zapatero de oficio, le había encargado un par de botines puntiagudos y con el tacón extra alto, a la usanza de Los Beatles. ¡Ya se imaginaba el efecto que causaría entre sus amigos en Miguaque! ¡Y en María Enriqueta! Sobre todo en ella, tan amante de los atuendos inusuales y tan poco atraída por los convencionalismos.

Esa misma tarde había sido regañado por el señor Viera por no haber ido a cortarse el pelo. Ya comenzaba a cabalgarle las orejas. La señora Clea también le había refunfuñado a la hora de la cena, con resoplidos, bufidos y siseos, en medio de la confusión lingual producto de la monserga portuñola. En ese momento sintió repulsa por ella, por reclusiva e ignorante, por sus perennes accesos de mal humor, por sus fobias campesinas, por sus prejuicios biliosos, por sus borrascas mentales, por el dominio tiñoso que hacía doblar la cerviz y triplicar la palidez de las hermanas de Pedrarias. El señor Viera era su cámara de eco. Pero, ¿qué se podía esperar de él? No era sino una bestia de brega programada, casi genéticamente se podría argüir, para madrugar todos los días y trabajar doce, catorce, dieciséis horas diarias —domingos incluidos— en la arepera, en el bar, en el negocio que tuviese en ese momento. Los ratos de expansión eran escasísimos, por no decir inexistentes. De vez en cuando, algún traslado a Caracas visitando familiares, sobre todo a la tía Fátima.

¡La tía Fátima! ¡Cuán diferente a su madre con quien, de paso no se llevaba muy bien! Pedrarias sentía por ella un afecto extraespecial porque era la única persona, dentro de su familia, con la cual podía explayarse y sentirse plenamente a gusto. La tía Fátima era comprensiva y, aunque su rostro siempre estaba engalanado de una adustez proverbial, se podía percibir que de su interior emanaban una alegría y un júbilo de alondra primaveral. Mientras Pedrarias se extasiaba poniendo una y otra vez el larga duración de sus recién descubiertos ídolos, ella permanecía en su vieja mecedora de paletas con su labor de bordado, aparentando indiferencia, aunque una imperceptible oscilación de su índice derecho dejaba adivinar que el contagioso ritmo no le era del todo desagradable. Y cuando el señor Viera gruñía dejando translucir su irritación ante el excesivo apego de su retoño por tal manifestación de degeneración, la tía Fátima le imprecaba, cortante:

—¡Coquinho eshtá vivo!

Coquinho era Pedrarias. O Pedro Wilson Viera Leitão.

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Fecha de publicaciónNoviembre 2001
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