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Ojalá no lo entiendas

David Medina
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaKhogué Tobène, Senegal

Querida Gertrudis:

Me complacería mucho que a la llegada de esta carta te encontraras ya totalmente recuperada; pero de no ser así, desearía que al menos mis cavilaciones te permitieran olvidar las tuyas, aunque sólo fuera por unos momentos. A todos nos aturde siempre algo, y para sobrevivir tenemos que probar de hacernos amigos de nuestros fantasmas. Me encuentro lejos, pero estoy contigo. Lo sabes y no hace falta que te lo recuerde. Más que nunca presiento que nos une un nuevo sentimiento, una nueva situación. Estoy lejos, pero como dicen algunos de aquí, del país, el cielo es para todos el mismo, y la Luna y los astros nos alumbran a todos más o menos de la misma manera. ¿No te recuerda...? Sí, seguramente. ¿Lo sabes, no? Aquí la Luna se ve desde un ángulo totalmente diferente. Hay días que de noche, en el cielo, se dibuja una sonrisa resplandeciente, amable y acogedora que, con mirarla, a menudo se nos pega. Es entonces cuando todas juntas nos sentimos bien, como si nos hubiéramos reconciliado con nosotras mismas y, a la vez, con el mundo. Esa sonrisa colgada de vez en cuando en el cielo nos proporciona una energía que nos fortalece y nos ayuda en las adversidades. Cada día que pasa son más, y más difíciles de superar. Cuando la sonrisa divina se vuelve y cambia la Luna, por el contrario, parece que todo se nos apague, que haya más nubes en el cielo y en nosotras. La Luna, entonces, es una silueta triste que, a muchas, nos recuerda que nos encontramos muy lejos de casa, de la tierra donde crecimos y, sobre todo, de nuestra pequeña comunidad. Por la noche, rostros lejanos nos asaltan la memoria y una nostalgia fría se nos arraiga al fondo del alma. Y es entonces cuando me pongo a mirar fotografías y a escribir. A escribirte. Sí, porque cuando estoy sola y escribo, te veo. Te tengo ante mí, en la penumbra. Me miras; y cuando miras es cuando a mí me parece verte realmente. Es en momentos como éste que puedo hablarte de mis cosas con más sinceridad que si te tuviera al otro lado del teléfono. Siempre me ha ocurrido, con todo el mundo. Te escribo, pero me escribo.

¿Ves? Ahora, sin que tú lo advirtieras, me he parado. He levantado la mirada a la ventana que tengo delante y, como fuera está completamente oscuro, he visto mi reflejo. Me he mirado unos instantes, pero sin fijarme. Como a través de mí, buscándote. No sé cuánto tiempo he estado así, quizá unos minutos. Acto seguido he bajado la mirada al papel y he visto mi letra. Me ha costado reconocerla. Me he preguntado qué estaba haciendo y qué escribía. De repente he descubierto que volvía a mover la pluma. Me ha resultado extraño. Escribía sin saber qué. Esto. La mano iba sola. De hecho, me va sola, y decido que no me da miedo, porque sólo podrás saber lo que yo quiera explicarte.

Debo de parecer un poco rara, ya lo sé. Hace unos quince días que nos atenaza un calor horrible, insoportable. Parece que te sudan los huesos y que toda tú tengas que deshacerte como un pedazo de mantequilla. Hoy la Luna no ha sonreído. Ni siquiera se ha podido ver. Sólo ha llovido y llueve. El cielo no está, sólo se intuye. A media mañana, las calles del pueblo ya se habían convertido en un enorme charco de agua y, como el techo del comedor es de madera, hemos tenido que trasladar las mesas a la iglesia para poder comer sin goteras y con menos humedad. Las paredes de las casas son de tierra tupida y, esponjadas de agua, parece que se ablanden, con los poros de un pan de molde. Aquí el pan de molde no me sale. Lo he probado todo. Con mucha suerte conseguimos un pan seco y apelmazado que te irrita los labios y las encías. La levadura se resiste a subir y antes se chamusca pegándose al molde. Las plantas también. Crecen enclenques, o resquebrajadas tendría que decir. Una lechuga que se atreve a medir más de un palmo de diámetro es una iluminada. Un milagro, ya me entiendes. Un ser iluso que ha renunciado y se ha lanzado. Pero una vez deshidratadas y exprimidas, el agua de la lluvia repentina las ahoga y, en lugar de avivarlas, las pudre. Es así como aquí, el alimento, el objeto ansiosamente deseado, a menudo nos da la espalda. Llueve, ofuscadamente, como si esto fuera el trópico; como si incluso el clima hubiera perdido el norte. Los chavales, los que aún gozan de buena salud, continúan mostrándose risueños. En períodos como éstos, son nuestra secreta fuente de vida, nuestro verdadero alimento. Son las risas inocentes y tiernas de los más pequeños las que nos recuerdan que aún sirve de algo sobreponernos a este aguacero y mantenernos firmes al pie del cañón. Ante la adversidad son el consuelo y la esperanza; el que a media voz me hace repetir cada vez más a menudo «Sin embargo, aún...». Sí, porque si no fuera por ellos, a veces...

Más de una vez he pensado en dejarlo y volver, que aquí, como dicen algunos del país, todavía se hace más patente que la vida se reduce a vivir esperando la muerte. Es así de simple, así de vacío y de patético; y a esto, aunque no lo confiesen, se ha resignado mucha gente. Llenar un vacío con otro vacío. Pero, ahora, esto, no es el momento de pensarlo, y menos de decírtelo. Ni por un solo instante, porque entonces no encontraría sentido a nada de lo que estamos haciendo, a nada... y tampoco sabría por qué decidí venir.

Perdona, me he vuelto a parar. Me invade una sensación extraña. No te tendría que escribir, no esta noche. No tengo sueño y no sé adónde puedo llegar. Esta bombilla sólo es de veinticinco y, aún con las gafas, me veo obligada a forzar la vista. A veces, lo reconozco, hay algo que me lo desmonta todo, un extraño magnetismo que enloquece la brújula de la razón y que permite pensarlo casi todo. Todo se me encapota y se me desmonta. Me aliena. Sólo veo sangre y quiero huir. No debo de ser la única. Son ataques de lucidez. Ya lo hice, esto de huir. Mañana, probablemente no entenderé qué he estado escribiendo, pero siento que necesito decirlo. Al final siempre lo olvido cuando pienso en los enfermos, y siempre me vuelve, otra vez. Es el influjo de la Luna y de su sonrisa maliciosa y amable. Lejos de la tempestad, todo continúa igual a sí mismo. Algo me engaña y la mentira se rehace. No estoy segura. Siento que tengo algo que comunicarme y todavía no sé bien qué es, pero también siento que estoy inclinada a ello y que me atrae. Hay algo que tengo que decirme y te utilizo a ti como excusa, como si no estuvieras, o como si estuvieras demasiado. Las fotos también miran.

No, esta carta no te la enviaré. No tengo el derecho de hacerlo. Eres mi mejor amiga y confidente. Nos conocemos desde hace doce años, Gertrudis. ¿Te habías dado cuenta? ¿Te has preguntado alguna vez qué se le puede llegar a hacer o a confesar a una verdadera amiga sin que por ello deje de serlo? Ahora se me ocurre que quizá muy poco, quizá casi nada. ¿Qué es la amistad, entonces? Me da igual. Todo es ficción. Pero no te lo puedo hacer esto. Eres mi amiga. La voy a quemar. Mañana la utilizaré para encender el hogar donde cocinamos. Papel, tinta y palabras. Un objeto que arde, sin más.

¿Estás segura? De una vez, el mal puede que sea menos doloroso, quizá porque sin pensar también se piensa, como también se sueña, se habla, como se hacen tantas y tantas cosas. Como también se vive.

No hay duda: si aciertas a mirarlo como es debido, sin prejuicios, el pueblo es bonito; más bonito de lo que puede parecerle a cualquiera que venga aquí de turismo, si es que alguien puede venir aquí sólo para hacer turismo. Cuando lleves el carrete que te envío a revelar, pide que te las hagan en un formato mayor. Así podrás ver los colores vivos en que trabajamos, y como, a pesar de las sacudidas, se refleja en ellos el anhelo por una vida digna y feliz. ¿No te lo había descrito? El pueblo está a pocos kilómetros de la ciudad; bueno, esto depende del conductor, porque aquí el trazado de los caminos y de las carreteras se improvisa. Todo es llano y, cuando el viento sopla, los remolinos empañan de arena cualquier indicio de asfalto. Las únicas montañas son las que vemos allá a lo lejos, en el horizonte. Aquí es frecuente ver cómo alguien se para en la mitad del camino y levanta la mirada hacia la sierra, recortada sobre las cabañas y las casitas de barro y de madera. De esto me di cuenta al cabo de pocas semanas de haber llegado. Acostumbraba a preguntarme, entonces, qué buscaban y qué querían ver; hasta que un día fui yo quien se paró en aquel mismo lugar, entre la iglesia y el hospital. Traía unas sábanas en las manos, entre las cuales acababa de morir un chico de unos veinte años, para lavarlas y desinfectarlas. Estaban manchadas de sangre, sangre que el chico había vomitado. Lo recuerdo muy bien, era mediodía, el Sol estaba en la vertical y el bochorno mareaba. No te lo sabría definir, pero sé que entonces lo entendí y, desde aquel día, en lugar de sentir curiosidad al ver que alguien miraba hacia las montañas, he percibido, desde entonces, un sobresalto que me ha dejado helada, me ha anudado la garganta y me ha inundado los ojos. Nunca, todavía, nunca he visto que ahí se parara un niño, no de la misma forma que lo hacen los adultos; y no es que a la altura de los niños, las casitas tapen las montañas, no; porque son bien visibles desde cualquier lugar. Los niños sanos juegan y no sienten la necesidad de mirar más allá; y creo que el día que uno lo haga, sólo uno, aunque sólo sea uno, el primero, querrá decir que nuestras intenciones y esfuerzos han fracasado, irremediablemente. Del todo. No, no tienen ningún motivo para mirar hacia el norte, todavía. No deberían tenerlo. En Europa no les espera nada especial. Todo lo que puedan necesitar tienen que poderlo buscar aquí, en la tierra que les ha visto nacer, la primera que les ha mordido la carne de los pies. Estos chicos pueden viajar, pueden dar la vuelta al mundo, si quieren, y relacionarse con millones de personas de otras culturas; pero entonces se vuelve necesario cerrar el círculo y morir en casa. Hace falta saber volver para probar que se ha sabido marchar: la vuelta confirma el viaje.

Yo no quiero morir aquí, por vieja que me haga. Lo tengo muy claro: éste no es mi sitio. No sé cuál es. Hay quien sí. Se quieren quedar y no las comprendo; pero no se lo discuto porque siento que no tengo el derecho de hacerlo. El derecho es un invento de ley y la ley, entre personas de verdad, me parece que es sólo un estorbo y crea desasosiego. Aunque hay días en que me quedaría aquí para siempre, hay otros en que me gustaría volver, y cuando digo volver no me refiero al simple hecho de subir a un avión y cruzar este escupitajo de mar, sino todo lo contrario, se trata de un retorno en el tiempo, en los años, que me permita reconstruir de alguna forma este presente. Querría poderlo ver con otros ojos, no con los ojos de otro, sino con los míos; diferentes. Desde otra experiencia. Y si de verdad esto fuese posible, pediría también conservar este presente en el recuerdo, para poderlo añorar. ¿Lo ves? Quizá me preocupe demasiado. Pero reconozco que a veces no puedo evitar pensar qué o quién podría haber sido en la vida, con un pasado diferente. Tan pronto me doy cuenta de esto, sacudo de mí esta idea venenosa y me resigno a intentar mejorar y enderezar el camino de la vida que un día escogí. De esta vida. Éste es el error más grave de mi carácter. El verdadero virus de mi consciencia, la inevitable consciencia de la costura que, sobre todo a las mujeres, nos hace coser y recoser los ojales y los desgarros de un vestido viejo, en lugar de deshacernos de él y escapar de la pieza. Nunca en la vida he apedazado y recosido tantos disfraces como aquí. Tantos vestidos hechos de trapos y sábanas reventadas en un lugar donde las enfermedades desnudan a los más miedosos y avergonzados. Faldas deshilachadas, blusas abiertas, chicos en paños menores. Hay instantes, reconozco, en que he deseado estar aquí siendo otra. Instantes como éste en que ahora te escribo. Escribir es coser, recoser, remendar.

No es suficiente rezar. El deseo de hacer algo o el de pedir que algo ocurra es insuficiente. Incluso más, a la larga es frustrante. Aquí hay mucho tiempo para pensar y para desear hacer o haber hecho cosas que, al mismo tiempo que parecen muy lejanas, parecen más factibles. Creo que esto lo propicia el distanciamiento, tanto del propio hogar como del propio pasado. Aquí la memoria funciona de otra manera. Cuando hace sol, hace sol todo el día, sin cambiar perceptiblemente de intensidad. No hay mañana o tarde, hay tan sólo días y noches. Excepto cuando llueve, el tiempo parece mantenerse en un estatismo indiferente. A veces, esta indiferencia es difícil de soportar. A veces tienes la sensación de que no importa lo que pienses, qué digas, sino tan sólo lo que hagas. A veces, el Sol calienta y el suelo luce tan ocre que, cuando vas hacia un sitio, a medio camino ya no recuerdas qué te ha hecho dirigirte hacia allí. Todas sufrimos de este mal, y todas nos defendemos con más o menos dignidad. A pesar de no haber hablado de ello nunca abiertamente, sólo con una mirada cómplice, cuando alguien llega tarde o se despista completamente, tenemos suficiente. Aquí no se perdona con palabras, aquí se hace con la mirada: mirando con curiosidad y, seguidamente, dejando de mirar como comprendiendo y olvidando. El perdón es el olvido. Acompañar a un enfermo que está cerca de su fin no es hablarle, sino cogerle la mano y apretársela muy fuerte, mirándole a los ojos con una firmeza medio fingida mientras deja de luchar. Las palabras aturden; y pueden llegar a doler. Cuando hay tanto por decir, hablar cansa, como cansa escribir. En ningún lugar como aquí, los hechos borran los deseos, los sueños y las palabras.

Me he detenido otra vez, pero ahora ya no creo que te importune. Tengo la manía de sostener la pluma con tal fuerza que me deja una marca en la punta de los dedos, un trozo de piel hundida. No debería continuar, y tampoco sé si quiero, pero ya ves, escribo aunque sea para decirte que no quiero continuar esta extraña carta. Nunca, creo, me había puesto a escribir cosas como éstas. Ahora me parece que no digo nada. Sin embargo, nunca había creído que escribiendo pudiera sentirme tan... satisfecha, tan contrariada también. Si cosiendo te pinchas, te duele, pero también despiertas. Es como hablar con alguien con quien no hace falta justificarse ni razonar porque ya te entiende, y porque en el fondo eres tú misma; con lo cual, escribiendo, me doy placer. Es por este motivo que no abandono todavía, porque sé que si aún quiero enviártela, todo esto no tendrá el mismo sentido, no para ti. Lo que digo ya no será tan real como yo lo siento ahora. ¿O sí? Se habla en un silencio y se escucha en otro silencio, igual de íntimo. Se me ocurre que quizá el grado más alto de comunicación al que se puede aspirar con una persona a quien no ves sea el que proporciona una hoja de papel escrito, a media noche, más para ti misma que para la otra persona. ¿Por qué no puede ser suficiente un sencillo abrazo? Esta noche sólo la lluvia rompe el silencio.

Esto, como dicen algunos, no es el tercer mundo. Esto es el paraíso. Aquí, ya te lo he dicho, las carreteras se pueden improvisar, en todos los sentidos. O, mejor dicho, las circunstancias piden que se improvisen. Esta hipótesis ya la había advertido, pero se me confirmó hace una semana. Quizá pensarás que me he vuelto completamente loca, pero constaté que, efectivamente, el mundo es tan pequeño como un pañuelo. Y ahora, a estas horas, me parece que no he viajado tanto en el espacio como en el tiempo. No se puede huir del pasado porque está donde estás tú, ineludible. El pasado eres tú. Estoy hecha de él.

Ahora veo mi vida mucho más compacta, mucho más lógica. Y ahora me pide que vuelva a escoger. ¡No, no!: he podido volver a escoger. Me lo dice todo lo que me rodea. Miro allí a la sierra y me atrae, más que nunca y nunca como ahora, más que a cualquiera del país. Yo sé que se esconde detrás, porque yo vengo de allí. Ellos no. Ellos, en cambio... Ellos sólo se lo imaginan llevados por una esperanza y una ilusión vagas. Ficción pura. Esto no es el tercer mundo, esto es el paraíso. Vuelvo. Aquí está permitido extraviarse y volver a encontrar el camino del cual sin darnos cuenta hemos ido apartándonos. Aquí nunca retumba nada si te paras y das media vuelta para cambiar de dirección. Sí, algo me dice que aquí, aquí, ese chico, con quien había jugado tantas veces en la calle de la iglesia, en el pueblo, en casa, puede volver a ser ese chico, a pesar de haberse convertido en un médico con treinta y cinco años más sobre su espalda; y que yo, al mismo tiempo, puedo volver a ser esa chica que ahora es monja misionera y que sólo ve enfermedades, sangre y miseria, y que el mayor placer del que goza es el de sentir dentro de sí su voz mientras se vierte en palabras en el primer papel que encuentra. Esta carta, por ejemplo. Algo me dice que puedo volver a la vida, a la mía, sin abandonar el compromiso de vivir también por los demás. Una vez reencontradas las piezas y tallada la primera piedra, la verdad no puede tener obstáculo, ningún otro obstáculo.

¿Pero qué digo? ¡Ilusiones, quimeras...! Escribir en presente lo que tendría que estar en pasado es hacer ficción, nefasta. Amargo consuelo.

Lo he dicho y me he detenido. Ya está, he pensado. Pero no. Hay más. Hay lo que cuando vine ya sabía que habría: lo mismo. Vine aquí para volver a encontrarme conmigo misma, pero ahora no me gusta lo que he encontrado. Siempre ha sido así. De hecho, venir era sólo una excusa para alejarme de un estilo de vida que cada día me pesaba y me ahogaba más. Necesitaba hacer algo, sentirme más útil a pesar de que la gente continuase sufriendo y muriendo. No vamos a solucionar nada con nuestra intervención aquí; más bien estar aquí nos ayuda a nosotras. Una excusa con la que engañarnos, con la que decirnos que realmente tenía un sentido la opción que un día tomamos y con la cual nos sentimos cada día más prisioneras. Cuando alguien mira más allá de las montañas es que se siente prisionero de algo, muy probablemente de sí mismo. La libertad. ¿Qué es? ¿Qué tendría que ser? A veces he pensado que la libertad es una manifestación del egoísmo. Allí no estaba bien, pero aquí tampoco. Menos. Lo que me frenó a venir unos años antes fue el miedo a verificar esto, esto que ya sabía, esto que siempre he sabido. Lo tengo delante. Ahora. Tal como me tengo a mí misma delante si intento mirar más allá de la ventana. De día, una ventana es una puerta abierta al mundo, pero de noche se convierte en un espejo que te devuelve tu imagen en la intimidad. La propia verdad, desnuda, cruda, solitaria. Ante ti, a ratos el mundo, a ratos tú misma. Quisiera volver a huir, pero sería un gesto en vano. Todo regreso es ficción.

He encontrado lo que quería encontrar. No puedo quejarme. La enfermedad de Kemali era diferente a todas las que habíamos visto. Era un tipo de infección que parecía inmune a cualquiera de los medicamentos de que disponíamos. Esa semana Sor Eulalia, la única de nosotras con estudios médicos, no estaba, y para cuando volviera el niño ya podría hallarse muerto. Aquélla era, sin duda, la enfermedad más rápida y voraz a que nos habíamos enfrentado. No sabíamos qué padecía, y por esto padecíamos todas. Tomamos la medida de aislarlo, para que no se diera el caso de que todos la contrajesen. Cuando lo trasladamos del recinto que, sin serlo, llamamos hospital al antiguo almacén de madera, ya deliraba. Decía cosas sin sentido, jadeaba. Temblaba y se movía tanto que lo tuvimos que atar al lecho de ruedas. Tenía moretones por todo el cuerpo, como si lo hubiesen apaleado. Alguna se atrevió a murmurar que podía tratarse de un nuevo brote de peste; pero los síntomas no acababan de coincidir. Los moretones iban y venían. La fiebre aumentaba. Algunas rezaron por el alma de la criatura. Yo no. El día que me tocó pasar la noche con él, toda la noche con los ojos abiertos mirando al techo, decidí que no quería ver morir ni a un niño más. No. Aunque tuviese que morir, yo no lo quería ver morir. A la mañana siguiente dije a las demás que probablemente en la ciudad nos podían ofrecer ayuda. Era evidente que la criatura no sobreviviría más de una semana. Por radio pedimos si había algún médico que pudiese venir a atenderlo. Al cabo de unas horas recibimos la respuesta. Un convoy de ayuda humanitaria pasaría al día siguiente por la ciudad, pero no tenían previsto estar allí más de tres o cuatro horas, el tiempo imprescindible para descargar el material que unos días después iba a ser distribuido y nos sería enviado, como se había hecho siempre, como correspondía. Después, el convoy proseguiría la ruta. Otra vez, lo que era habitual era insuficiente; de la misma forma que con demasiada frecuencia lo que empieza siendo provisional acaba siendo definitivo. Trasladar allí al enfermo era imposible. Si queríamos un médico debíamos ir a buscarlo. Casi teníamos que secuestrarlo. Siendo yo la única que había aprendido a conducir, me pusieron al frente del atrofiado y único camión y puse rumbo hacia la ciudad. Sola. Cuando hube dejado el pueblo ya se encontraba a unos cuantos kilómetros detrás de mí, empañado de polvo, me di cuenta de que era la primera vez que el vehículo en el que me trasladaba estaba bajo mi absoluta voluntad; hasta entonces siempre había conducido otra persona. Subir a un avión es dejarse llevar. Taxista de mí misma, me dije, y pensarlo me descolocó un poco. La ruta fue tortuosa, pero esquivé todos los obstáculos, toda la afilada pedrisca, sin perder la noción del espacio ni la dirección. Kemali podía morir mientras yo conducía y yo no me enteraría hasta la vuelta. Por unos instantes deseé que así fuera, que muriese mientras yo no estaba. Me gustaba la idea de que aquel viaje no tuviese ninguna finalidad. Tan sólo un pequeño viaje, un viaje porque sí. Un viaje. Pero ahora creo que ningún viaje puede ser tan sólo un viaje. Hay cosas que sólo se entienden cuando las sentimos. Fui egoísta. Mucho.

A media tarde llegué a la ciudad. Solamente me había parado para comer un poco y fertilizar el desierto. Recuerdo, medio agazapada entre lo que habían sido unos matojos vivos, la imagen del camión, allá inmóvil, como abandonado en el centro de la pista, inerte a los embates del viento y la arena. Me recordó una escultura que había visto de pequeña: un elefante de piedra, un gigante estático a la trompa del cual me habían sentado, con la faldita arremangada y los zapatitos colgando, para tomarme una fotografía en blanco y negro. Sé que hay una conexión anímica entre una imagen y la otra, pero no la sabría describir con palabras. No quiero. Traicionaría lo que me hizo sentir. De alguna forma me habían sentado sola en los dos lugares y, a pesar de no quererlo especialmente, me había divertido. Al igual que me hizo cierta ilusión y gracia entrar en una ciudad de hombres al volante de ese viejo camión. Un gigante de hierro medio desvencijado pero con un motor poderoso. Fui directamente hacia el centro, a la plaza donde se suponía que debía de haberse estacionado el convoy. Vehículos grandes y nuevos, mucha gente, gente blanca y gente negra, cajas con medicamentos, manos en el aire, nervios, alboroto. Me acerqué a pie y pregunté por un médico a un hombre que me daba la espalda. Cuando se dio la vuelta me dijo que él era médico, que él era él, aquél. Le hablé de Kemali y le indiqué con el dedo el camión con el que había ido a buscarle, medio escondido en una esquina pero con el morro visible y solícito. Dos horas, me dijo. Esperé dando tumbos y, cuatro horas más tarde, sentado a mi lado, me pidió que me detuviera un momento porque necesitaba... y frené. Sola otra vez. Sola para poder dar con aquel rostro en mi memoria. Los años habían pasado para ambos de la misma manera, pero de lejos, de espaldas al camión, esa camisa grisácea, esos pantalones cortos, esos cabellos rubios greñudos y sucios me retornaron el chico con quien ingenuamente una vez había imaginado compartir una buena parte de mi vida. El nombre, ¡no nos habíamos dicho el nombre! Sólo habíamos hablado de Kemali, de la enfermedad, de las dificultades que tenemos con los enfermos, de la educación de los niños... Su nombre. No quería saberlo. ¿No me había reconocido? Fue entonces cuando me miré en el retrovisor. ¡Cómo quería que me reconociese con esa pinta! A mí sí que me habían cambiado, tanto por dentro como por fuera. Tengo que reconocer que volvieron a pesarme los años y la lejanía, y el período de tiempo que nos había separado se me tiñó de vacío, pero también de una tenue esperanza. Se había dado la vuelta y volvía. ¿Qué tenía que hacer? ¿Qué tenía que decirle? ¿Cómo podía justificarme? Se acercaba. Pensé tantas cosas en tan poco tiempo que no le entendí cuando, desde fuera de la ventanilla, se ofreció a conducir el resto del trayecto. Acepté, podía ser peligroso conducir y pensar al mismo tiempo y, además, empezaba a sentirme cansada. Algo pasó o había pasado, porque ninguno de los dos no se atrevió a abrir la boca sino para decir alguna obviedad sobre el país y el clima. Un abismo. El abismo.

Llegamos al pueblo cuando ya era de noche y la Luna sonreía, torcida, pero sonreía. Kemali dormía y jadeaba ruidosamente. No lo acompañaba nadie. Él lo desnudó y abrió la caja con los medicamentos. Kemali se encogió y se enroscó como si tuviese pereza para levantarse. Le palpó todo el cuerpo, acariciándolo, sacudiéndolo levemente. Se estremeció y le empezó el estertor. Le puso el termómetro y, mientras esperábamos, le sacó sangre y le administró dos inyecciones. Kemali, ahondado en sí mismo, ni se despertó. Estaba a cuarenta y uno de fiebre. Nos quedamos unos minutos en silencio, observándolo soplar. Se le anegó un gemido. Inmóvil y desnudo sobre la cama, lucía, parecía una estatua de una fuente, el lomo de una foca. Horrible. Un cuadro barroco, de luz tenebrosa; de calidez eléctrica. Nos miramos a los ojos, él y yo, y sin hablarnos nos dijimos que sabíamos quiénes éramos, el uno y el otro, y que cualquier comentario sobre la situación resultaría superfluo. Quizá lo odiaba. Quizá lo amaba. Quizá sólo recordaba lo que me había faltado, lo que su presencia me ratificaba. Quizá sentía asco de mí misma y de mis remordimientos y de mi egoísmo. Ahora me doy cuenta de que sólo estuve pensando en mí. El silencio podía pincharse como un globo de feria y reventar, como las venas inflamadas del cuello y los brazos de Kemali amenazaban hacerlo. Sudábamos. Conteníamos la respiración para no hacer ruido. Nos ahogábamos. Mañana por la mañana, tan pronto como el Sol borrara la Luna del cielo, él se iría, como un buen médico, sin fronteras. Era su trabajo y su vida. Marchar. Mi vida era quedarme y ayudar. Los dos ayudábamos, pero de manera muy diferente; y a mí ya no me ayudaba ayudar. ¿Pero qué me obligaba a quedarme? ¿Qué me obliga, todavía? La piedra tallada dentro de mí, la membrana... El recosido. ¡Qué hice aquella noche! No, no puedo escribirlo. Esto no. No esto. Me dolerá más la mano y lo sabré menos.

Sí puedo. Tengo que poder. Ahora he estado a punto de romper estos papeles. Los he doblado y les he hecho una rasgadura, pequeña. Los he herido pero no los he matado, todavía. No, no me he matado, todavía. De hecho, son ellos los que me han herido a mí: cuando los he estrujado me han abierto la piel de la punta de dos dedos. Ahora he sangrado un poco. No los he roto del todo porque, de pronto, he tenido la idea de que describir primero lo que pasó después me puede facilitar las cosas. Supongo que si finalmente te lo envío, podrás ver la marca que les acabo de hacer, es aquí, en la parte superior derecha, cerca de la gota de sangre que con un extremo humedecido del pañuelo he intentado borrar. Como una raya, una estrella fugaz, una chispa de fuego. La tinta muda en sangre, pero de los papeles, no sale nunca sangre, ni tinta. Son árboles hechos añicos y nada más. Fragmentos de vida.

Podría decir que a partir de ahora escribo con sangre, pero es innecesario exagerar. Las palabras nos hacen exagerar las ideas; cuando hablamos, también. Aunque estoy cansada y ahora me duele aún más la mano, quiero controlarlo hasta el final y quiero acabar de decir la verdad como si no fuera mía. Tampoco sería capaz de meterme en la cama y dormir. Tengo la sensación de que esta carta es lo único que de momento me mantiene viva. No sé, a estas horas, qué puede haber más allá de estos papeles, de estos márgenes. No lo quiero saber. Me da miedo saberlo. No quiero que la Luna sonría. No quiero que el Sol salga mañana.

Bien. Ahora vuelve a llover más fuerte. Mucho. Me parece que he tardado cinco minutos para trazar la palabra «mucho». Tengo la cabeza espesa, pero en calma. Calma lúcida. Calma falsa y desleal. El agua golpetea contra los cristales de la ventana como si quisiera abrirse paso, como si quisiera hacerlos estallar. Gotas de agua lagrimean sobre mí reflejo, pero por el otro lado. Truena a lo lejos. Mañana voy a levantarme sola, y me iré a dormir sola. Otra vez, como hoy, como ya hace poco más de treinta años. Sí, como si nada... Sí. ¡Ja, ja! ¡Ríe! Sí. Ríete de todo esto como lo hago yo. ¿Quieres saber qué hice la mañana siguiente? ¿Quieres que te lo escriba? A la mañana siguiente Kemali ya no tenía casi fiebre, lo cual no es tan esperanzador como pueda parecerte. A los enfermos, antes de morir, muy a menudo les baja la fiebre, es uno de los indicios que su cuerpo empieza a perder la batalla contra la enfermedad. Daba la sensación de que Kemali no abandonaba, sino que se recuperaría, pero lentamente. Él podía vivir otra vez. Hurgar. Improvisar. Yo, en cambio, ya me figuraba que no. Fue entonces cuando recordé que durante todos los minutos que había pasado a su lado no había llevado puesto nada que denunciase la opción que un día me comprometió. Cuando ya de madrugada abrió la puerta de la habitación donde aún tenemos a Kemali, vi como un pequeño resplandor se le extinguía en los ojos. O bien esto es lo que quise ver. Llevaba otra camisa, blanca, me atrevería a decir que vaporosa, como el vendaje de una momia, y resplandeciente como la de un camarero. Fue en ese momento que me cayó encima el peso de un sentido de la responsabilidad que a pesar de sentirlo como propio, lo había heredado, no sé de dónde ni de quién con exactitud, pero que me cerró cualquier atisbo de esperanza y de sueño. El peso. Me miré las manos. Él, indeciso, se me acercó y me besó en la mejilla. El beso de Judas, pensé. Había sido una noche seca, adusta, sin embargo el día se había levantado muy ligero. Hacía viento, pero en lugar de molestar, acompañaba. Era evidente que se había producido algún tipo de reconciliación. Extraña. Turbadora. Resplandeciente. Durante unos instantes se repitió un silencio análogo al del atardecer anterior, un silencio que, atronador, dolía en los oídos. Profundo. Sanguinolento. Pero blanco. Le tomó otra vez la temperatura y la presión, y le volvió a sacar sangre. Esta vez era menos espesa y fluía más. Todo aparentaba fluir más. Los pensamientos fluían más. Todo fluía tanto que todo se me escapaba. Quise caer al suelo, mareada, pero hacía años que la sangre no me afectaba en absoluto. Sólo es capaz de hacerlo el dolor. Sólo descubrir en los demás o en mí la pugna de las dudas y las contrariedades con que se empuja la vida me ha arrancado de vez en cuando una lágrima o me ha quebrado la voz. Alcé la mirada hacia la bombilla del techo, desnuda y fría, y me quise ver reflejada en ella, cercana. De pequeña había tenido la idea de que las bombillas nos miraban desde el techo, como ojos. Lo saben todo, lo ven todo, y no dicen nada. Hay cosas que sólo pueden suceder a la luz del fuego, otras, a la cálida luz de una bombilla colgada a media altura. Estirada en la cama, a menudo la miro y la tomo como confidente. Se me ocurre ahora que quizá he mirado siempre la bombilla del techo como la gente de aquí mira más allá de los límites del pueblo. Escribo bajo la misma luz, artificial. Ensucio estas hojas, y ella, indulgente como siempre, me acompaña y no se atreve ni a temblar, como tampoco se atrevió a decirme nada esa noche. Nada. Nunca existe, sin embargo, lo que designa fielmente esta palabra. Nada es nada. Nunca. Cuando he dicho «nada» ha sido siempre porque no quería o no me atrevía a decir qué pensaba realmente. De hecho, decir «nada» a menudo es decir mucho. Y nada fue lo que le dije a él cuando, antes de retirarse de la habitación donde Kemali se recuperaba, me preguntó si me sucedía algo. Nada, dije. Pero me desgarraba a gritos por dentro. No, no sólo estaba cansada porque había velado al chico toda la noche, estaba cansada porque... no, todavía no puedo decirlo. Resultaría demasiado sencillo, demasiado falso. Fue entonces cuando me besó en la mejilla. Entonces y no antes.

Estoy convencida de que, a partir de esta noche, recordaré aquellos momentos de otra manera, porque la memoria manifiesta siempre el atrevimiento de cambiar la verdad de las cosas. El presente transmuta siempre el pasado. Si esto tuviera que ser un cuento, alguien diría que le falta una estructura clara y que es repetitivo en los motivos. Y quizá incluso reivindicativo. Pero es que a mí, para recrearlo, no me basta con decírmelo una vez. No hay orden más lógico que el desorden de las emociones. Las emociones nos arrugan el alma, nos embrollan, nos transportan a estados de ilusoria lucidez. La inteligencia no existe. No tendría que existir. Los humanos somos demasiado racionales, ahora que lo pienso. Estúpidamente racionales. No hay día en que con la ayuda de la prudencia de la razón no perpetremos un pequeño atentado contra nosotros mismos. La cosa siempre se acaba derramando. Se produce una liberación tan grande que podría incendiar estas paredes de madera, estos papeles. Queman ya, de alguna manera. Me queman a mí, en las manos. Ardo yo, de rabia. Me odio y le odio. Le odio y me odio. Lo amo como nunca Dios ha amado a nadie. Siento que todo me da igual. ¿Merezco el infierno? ¿Me ofrezco a él? Podrían morirse todos los enfermos, ahora. Ojalá desapareciesen. ¡Vivan los virus! Quiero que se mueran. Si yo los matase ahora, sin embargo, caería en su juego. ¡Oh, no! Envenenaría la sangre de todos. Kemali podría morir y yo ahora no sentiría nada de nada. Nadie quiere a los enfermos. Nadie espera «nada» de nadie. Nadie se echa en falta. No hay nada que se eche en falta cuando se carece de lo esencial. No tengo lo esencial. Me han quitado lo esencial. Han conseguido que olvidara lo esencial. No consigo ver nada a mí alrededor que merezca un sacrificio como el que la maldita racionalidad del miedo que heredé me ejecutó. Sólo he podido gozar del espectáculo de la vida desde la lejanía de la última fila de un anfiteatro. Tan sólo una vez más pude gozar de su sonrisa y de su leve caricia antes de que volviera a subir a un camión, el del carnicero, que sólo pasaba por el pueblo en dirección a la ciudad, el único improvisado medio de transporte minímamente regular. Carne que se lleva carne. Polvo que se queda con el polvo. Y ahora la sonrisa de la Luna ríe.

No puedo más. Abandono. Bien podría ser que mañana por la mañana alguien abriese esta puerta y me encontrase aquí, en el suelo, caída de la silla, con estos papeles a mi alrededor, todavía con la luz encendida y la pluma en la mano, medio ahogada aún en el sueño. En el fondo no te lo quería decir, Gertrudis, pero te lo diré de la manera más gélida posible. No pienses mal, evita el esfuerzo y la exaltación. Esa noche no hice nada, nada en el sentido en que concibo la palabra. Lloré toda la noche, sin lágrimas, pero tampoco sin sollozos. Todo lo hice con la imaginación y el deseo; y es por esto que, con la imaginación, mi cuerpo se nutrió y se hartó de una manera tal que por la mañana me levanté saciada pero vacía. Completamente. Él pasó la noche en la caja del camión y yo aquí, como siempre. Y es por esta arraigada indolencia emocional, por este lamento, contra el que he intentado acometer muchas veces, que ahora se me inundan los ojos y me empiezan a saltar las lágrimas al papel, abultándolo, difuminando grotescamente la letra, diluyendo la tinta y la sangre, volviéndomelo todo otra vez...

Basta, ya es tuyo.

Un abrazo, hermana, para ti.

Recuerdos a todas,

Rosa
Khogué Tobène, Senegal, 12 de agosto de 1979

P.S.: Tengo miedo. Me tengo miedo. Te lo envío, pero deseo que no lo entiendas, ojalá; no tanto como yo.

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