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Doña Perfecta

Capítulo XIX

Combate terrible. Estrategia

Benito Pérez Galdós
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Los primeros fuegos no podían tardar. A la hora de la comida, después de ponerse de acuerdo con Pinzón respecto al plan convenido, cuya primera condición era que ambos amigos fingirían no conocerse, Pepe Rey fue al comedor. Allí encontró a su tía que acababa de llegar de la catedral, donde pasaba, según su costumbre toda la mañana. Estaba sola y parecía hondamente preocupada. El ingeniero observó que sobre aquel semblante pálido y marmóreo, no exento de cierta hermosura, se proyectaba la misteriosa sombra de un celaje. Al mirar recobraba la claridad siniestra; pero miraba poco, y después de una rápida observación del rostro de su sobrino, el de la bondadosa dama se ponía otra vez en su estudiada penumbra.

Aguardaban en silencio la comida. No esperaron a don Cayetano, porque éste había ido a Mundo Grande. Cuando empezaron a comer, doña Perfecta dijo:

—Y ese caballero, ese militarote que nos ha regalado hoy el Gobierno, ¿no viene a comer?

—Parece tener más sueño que hambre —repuso el ingeniero sin mirar a su tía.

—¿Le conoces tú?

—No le he visto en mi vida.

—Pues estamos divertidos con los huéspedes que nos manda el Gobierno. Aquí tenemos nuestras camas y nuestra comida para cuando a esos perdidos de Madrid se les antoje disponer de ellas.

—Es que hay temores de que se levanten partidas —dijo Pepe Rey sintiendo que una centella corría por todos sus miembros— y el Gobierno está decidido a aplastar a los orbajosenses, a aplastarlos, a hacerlos polvo.

—Hombre, para, para por Dios, no nos pulverices —exclamó la señora con sarcasmo—. ¡Pobrecitos de nosotros! Ten piedad, hombre, y deja vivir a estas infelices criaturas. Y qué ¿serás tú de los que ayuden a la tropa en la grandiosa obra de nuestro aplastamiento?

—Yo no soy militar. No haré más que aplaudir cuando vea extirpados para siempre los gérmenes de guerra civil, de insubordinación, de discordia, de behetría, de bandolerismo y de barbarie que existen aquí para vergüenza de nuestra época y de nuestro país.

—Todo sea por Dios.

—Orbajosa, querida tía, casi no tiene más que ajos y bandidos, porque bandidos son los que en nombre de una idea política o religiosa, se lanzan a correr aventuras cada cuatro o cinco años.

—Gracias, gracias, querido sobrino —dijo doña Perfecta palideciendo—. ¿Conque Orbajosa no tiene más que eso? Algo más habrá aquí, algo más que tú no tienes y que has venido a buscar entre nosotros.

Rey sintió el bofetón. Su alma se quemaba. Érale muy difícil guardar a su tía las consideraciones que por sexo, estado y posición merecía. Hallábase en el disparadero de la violencia, y un ímpetu irresistible le empujaba, lanzándole contra su interlocutora.

—Yo he venido a Orbajosa —dijo— porque usted me mandó llamar; usted concertó con mi padre...

—Sí, sí es verdad —repuso la señora interrumpiéndole vivamente, y procurando recobrar su habitual dulzura—. No lo niego. Aquí el verdadero culpable he sido yo. Yo tengo la culpa de tu aburrimiento, de los desaires que nos haces, de todo lo desagradable que en mi casa ocurre con motivo de tu venida.

—Me alegro de que usted lo conozca.

—En cambio tú eres un santo. ¿Será preciso también que me ponga de rodillas ante tu graciosidad y te pida perdón?...

—Señora —dijo Pepe Rey gravemente dejando de comer— ruego a usted que no se burle de mí de una manera tan despiadada. Yo no puedo ponerme en ese terreno... No he dicho más sino que vine a Orbajosa llamado por usted.

—Y es cierto. Tu padre y yo concertamos que te casaras con Rosario. Viniste a conocerla. Yo te acepté desde luego como hijo... Tú aparentaste amar a Rosario...

—Perdóneme usted —objetó Pepe—. Yo amaba y amo a Rosario; usted aparentó aceptarme por hijo; usted, recibiéndome con engañosa cordialidad, empleó desde el primer momento todas las artes de la astucia para contrariarme y estorbar el cumplimiento de las promesas hechas a mi padre; usted se propuso desde el primer día desesperarme, aburrirme y con los labios llenos de sonrisas y de palabras cariñosas, me ha estado matando, achicharrándome a fuego lento; usted ha lanzado contra mí en la oscuridad y a mansalva un enjambre de pleitos; usted me ha destituido del cargo oficial que traje a Orbajosa; usted me ha desprestigiado en la ciudad; usted me ha expulsado de la catedral; usted me ha tenido en constante ausencia de la escogida de mi corazón; usted ha mortificado a su hija con un encierro inquisitorial, que le hará perder la vida, si Dios no pone su mano en ello.

Doña Perfecta se puso como la grana. Pero aquella viva llamarada de su orgullo ofendido y de su pensamiento descubierto pasó rápidamente dejándola pálida y verdosa. Sus labios temblaban. Arrojando el cubierto con que comía, se levantó de súbito. El sobrino se levantó también.

—¡Dios mío, Santa Virgen del Socorro! —exclamó la señora llevándose ambas manos a la cabeza y comprimiéndosela según el ademán propio de la desesperación—. ¿Es posible que yo merezca tan atroces insultos? Pepe, hijo mío, ¿eres tú el que habla?... Si he hecho lo que dices, en verdad que soy muy pecadora.

Dejóse caer en el sofá y se cubrió el rostro con las manos. Pepe, acercándose lentamente a ella, observó el angustioso sollozar de su tía y las lágrimas que abundantemente derramaba. A pesar de su convicción no pudo vencer el ligero enternecimiento que se apoderó de él, y sintiéndose cobarde, experimentó cierta pena por lo mucho y fuerte que había dicho.

—Querida tía —indicó poniéndole la mano en el hombro—. Si me contesta usted con lágrimas y suspiros, me conmoverá pero no me convencerá. Razones y no sentimientos me hacen falta. Hábleme usted, dígame serenamente que me equivoco al pensar lo que pienso, pruébemelo después, y reconoceré mi error.

—Déjame. Tú no eres hijo de mi hermano. Si lo fueras no me insultarías como me has insultado. ¿Conque yo soy una intrigante, una comedianta, una harpía hipócrita, una diplomática de enredos caseros?...

Al decir esto, la señora había descubierto su rostro y contemplaba a su sobrino con expresión beatífica. Pepe estaba perplejo. Las lágrimas, así como la dulce voz de la hermana de su padre, no podían ser fenómenos insignificantes para el alma del matemático. Las palabras le retozaban en la boca para pedir perdón. Hombre de gran energía por lo común, cualquier accidente de sensibilidad, cualquier agente que obrase sobre su corazón, le trocaba de súbito en niño. Achaques de matemático. Dicen que Newton era también así.

—Yo quiero darte las razones que pides —dijo doña Perfecta, indicando al sobrino que se sentase junto a ella—. Yo quiero desagraviarte. Para que veas si soy buena, si soy indulgente, si soy humilde... ¿Crees que te contradiré, que negaré en absoluto los hechos de que me has acusado?... pues no, no los niego.

El ingeniero se quedó asombrado.

—No los niego —prosiguió la señora—. Lo que niego es la dañada intención que les atribuyes. ¿Con qué derecho te metes a juzgar lo que no conoces sino por indicios y conjeturas? ¿Tienes tú la suprema inteligencia que se necesita para juzgar de plano las acciones de los demás y dar sentencia sobre ellas? ¿Eres Dios para conocer las intenciones?

Pepe se asombró más.

—¿No es lícito emplear alguna vez en la vida medios indirectos para conseguir un fin bueno y honrado? ¿Con qué derecho juzgas acciones mías que no comprendes bien? Yo, querido sobrino, ostentando una sinceridad que tú no mereces, te confieso que sí, que efectivamente me he valido de subterfugios para conseguir un fin bueno, para conseguir lo que al mismo tiempo era beneficioso para ti y para mi hija... ¿No comprendes? Parece que estás lelo... ¡Ah! ¡Tu gran entendimiento de matemático y de filósofo alemán no es capaz de penetrar estas sutilezas de una madre prudente!

—Es que me asombro más y más cada vez —dijo el ingeniero.

—Asómbrate todo lo que quieras; pero confiesa tu barbaridad —manifestó la dama, aumentando en bríos—, reconoce tu ligereza y brutal comportamiento conmigo, al acusarme como lo has hecho. Eres un mozalbete sin experiencia ni otro saber que el de los libros, que nada enseñan del mundo ni del corazón. Tú de nada entiendes, más que de hacer caminos y muelles. ¡Ay!, señorito mío. En el corazón humano no se entra por los túneles de los ferrocarriles, ni se baja a sus hondos abismos por los pozos de las minas. No se lee en la conciencia ajena con los microscopios de los naturalistas, ni se decide la culpabilidad del prójimo, nivelando las ideas con teodolito.

—¡Por Dios querida tía!...

—¿Para qué nombras a Dios sino crees en él? —dijo doña Perfecta, con solemne acento—. Si creyeras en él, si fueras buen cristiano, no aventurarías pérfidos juicios sobre mi conducta. Yo soy una mujer piadosa, ¿entiendes? Yo tengo mi conciencia tranquila, ¿entiendes? Yo sé lo que hago y por qué lo hago, ¿entiendes?

—Entiendo, entiendo, entiendo.

—Dios, en quien tú no crees, ve lo que tú no ves ni puedes ver, las intenciones. Y no te digo más; no quiero entrar en explicaciones largas porque no lo necesito. Tampoco me entenderías si te dijera que deseaba alcanzar mi objeto sin escándalo, sin ofender a tu padre, sin ofenderte a ti, sin dar que hablar a las gentes con una negativa explícita... Nada de esto te diré, porque tampoco lo entenderás, Pepe. Eres matemático. Ves lo que tienes delante y nada más; la naturaleza brutal y nada más; rayas, ángulos, pesos y nada más. Ves el efecto y no la causa. El que no cree en Dios no ve causas. Dios es la suprema intención del mundo. El que le desconoce, necesariamente ha de juzgar de todo como juzgas tú, a lo tonto. Por ejemplo, en la tempestad no ve más que destrucción; en el incendio estragos, en la sequía miseria, en los terremotos desolación, y sin embargo, orgulloso señorito, en todas esas aparentes calamidades, hay que buscar la bondad de la intención... sí señor, la intención siempre buena de quien no puede hacer nada malo.

Esta embrollada, sutil y mística dialéctica no convenció a Rey; pero no quiso seguir a su tía por la áspera senda de tales argumentaciones, y sencillamente dijo:

—Bueno; yo respeto las intenciones...

—Ahora que pareces reconocer tu error —prosiguió la piadosa señora, cada vez más valiente—, te haré otra confesión, y es que voy comprendiendo que hice mal en adoptar tal sistema, aunque mi objeto era inmejorable. Dado tu carácter arrebatado, dada tu incapacidad para comprenderme, debí abordar la cuestión de frente y decirte: «sobrino mío, no quiero que seas esposo de mi hija».

—Ése es el lenguaje que debió emplear usted conmigo desde el primer día —repuso el ingeniero, respirando con desahogo, como quien se ve libre de enorme peso—. Agradezco mucho a usted esas palabras, querida tía. Después de ser acuchillado en las tinieblas, ese bofetón a la luz del día me complace mucho.

—Pues te repito el bofetón, sobrino —afirmó la señora con tanta energía como displicencia—. Ya lo sabes. No quiero que te cases con Rosario.

Pepe calló. Hubo una larga pausa, durante la cual uno y otro estuvieron mirándose fija y atentamente, cual si la cara de cada uno fuese para el contrario la más perfecta obra del arte.

—¿No entiendes lo que te he dicho? —repitió ella—. Que se acabó todo, que no hay boda.

—Permítame usted querida tía —dijo el joven, con entereza— que no me aterre con la intimación. En el estado a que han llegado las cosas, la negativa de usted es de escaso valor para mí.

—¿Qué dices? —gritó fulminante doña Perfecta.

—Lo que usted oye. Me casaré con Rosario.

Doña Perfecta se levantó indignada, majestuosa, terrible. Su actitud era la del anatema hecho mujer. Rey permaneció sentado, sereno, valiente, con el valor pasivo de una creencia profunda y de una resolución inquebrantable. El desplome de toda la iracundia de su tía que le amenazaba no le hizo pestañear. Él era así.

—Eres un loco. ¡Casarte tú con mi hija, casarte tú con ella, no queriendo yo!...

Los labios trémulos de la señora articularon estas palabras con el verdadero acento de la tragedia.

—¡No queriendo usted!... Ella opina de distinto modo.

—¡No queriendo yo!... —repitió la dama—. Sí... y lo digo y lo repito: no quiero, no quiero.

—Ella y yo lo deseamos.

—Menguado: ¿acaso no hay en el mundo más que ella y tú? ¿No hay padres, no hay sociedad, no hay conciencia, no hay Dios?

—Porque hay sociedad, porque hay conciencia, porque hay Dios —afirmó gravemente Rey, levantándose y alzando el brazo y señalando al cielo—, digo y repito que me casaré con ella.

—¡Miserable, orgulloso! Y si todo lo atropellaras, ¿crees que no hay leyes para impedir tu violencia?

—Porque hay leyes, digo y repito que me casaré con ella.

—Nada respetas.

—No respeto nada que sea indigno de respeto.

—Y mi autoridad, y mi voluntad, yo... ¿yo no soy nada?

—Para mí su hija de usted es todo: lo demás nada.

La entereza de Pepe Rey era como los alardes de una fuerza incontrastable, con perfecta conciencia de sí misma. Daba golpes secos, contundentes, sin atenuación de ningún género. Sus palabras parecían, si es permitida la comparación, una artillería despiadada.

Doña Perfecta cayó de nuevo en el sofá; pero no lloraba, y una convulsión nerviosa agitaba sus miembros.

—¿De modo que para este ateo infame —exclamó con franca rabia— no hay conveniencias sociales, no hay nada más que un capricho? Eso es una avaricia indigna. Mi hija es rica.

—Si piensa usted herirme con ese arma sutil, tergiversando la cuestión e interpretando torcidamente mis sentimientos, para lastimar mi dignidad, se equivoca usted, querida tía. Llámeme usted avaro. Dios sabe lo que soy.

—No tienes dignidad.

—Ésa es una opinión como otra cualquiera. El mundo podrá tenerla a usted en olor de infalibilidad. Yo no. Estoy muy lejos de creer que las sentencias de usted no tengan apelación ante Dios.

—¿Pero es cierto lo que dices?... ¿Pero insistes después de mi negativa?... Tú lo atropellas todo, eres un monstruo, un bandido.

—Soy un hombre.

—¡Un miserable! Acabemos: yo te niego a mi hija, yo te la niego.

—¡Pues yo la tomaré! No tomo más que lo que es mío.

—Quítate de mi presencia —exclamó la señora, levantándose de súbito—. Fatuo, ¿crees que mi hija se acuerda de ti?

—Me ama, lo mismo que yo a ella.

—¡Mentira, mentira!

—Ella misma me lo ha dicho. Dispénseme usted si en esta cuestión doy más fe a la opinión de ella que a la de su mamá.

—¿Cuándo te lo ha dicho, si no la has visto en muchos días?

—La he visto anoche y me ha jurado ante el Cristo de la capilla que sería mi mujer.

—¡Oh escándalo y libertinaje!... ¿Pero qué es esto? ¡Dios mío, qué deshonra! —exclamó doña Perfecta comprimiéndose otra vez con ambas manos la cabeza y dando algunos pasos por la habitación—. ¿Rosario salió anoche de su cuarto?...

—Salió para verme. Ya era tiempo.

—¡Qué vil conducta la tuya! Has procedido como los ladrones, has procedido como los seductores adocenados.

—He procedido según la escuela de usted. Mi intención era buena.

—¡Y ella bajó!... ¡Ah!, lo sospechaba. Esta mañana al amanecer la sorprendí vestida en su cuarto. Díjome que había salido no sé a qué... El verdadero criminal eres tú, tú... Esto es una deshonra. Pepe, Pepe, esperaba todo de ti, menos tan grande ultraje... Todo acabó. Márchate. Ya no existes para mí. Te perdono, con tal de que te vayas... No diré una palabra de esto a tu padre... ¡Qué horrible egoísmo! No, no hay amor en ti. Tú no amas a mi hija.

—Dios sabe que la adoro, y me basta.

—No pongas a Dios en tus labios, blasfemo, y calla. En nombre de Dios, a quien puedo invocar porque creo en él, te digo que mi hija no será jamás tu mujer. Mi hija se salvará, Pepe, mi hija no puede ser condenada en vida al infierno, porque infierno es la unión contigo.

—Rosario será mi esposa —repitió Pepe Rey con patética calma.

Irritábase más la piadosa señora con la energía serena de su sobrino. Con voz entrecortada habló así:

—No creas que me amedrantan tus amenazas. Sé lo que digo. Pues qué, ¿se puede atropellar un hogar, una familia, se puede atropellar la autoridad humana y divina?

—Yo lo atropellaré todo —dijo el ingeniero empezando a perder su calma y expresándose con alguna agitación.

—¡Lo atropellarás todo! ¡Ah! Bien se ve que eres un bárbaro, un salvaje, un hombre que vive de la violencia.

—No, querida tía. Soy manso, recto, honrado y enemigo de violencias; pero entre usted y yo, entre usted que es la ley y yo que soy el destinado a acatarla, está una pobre criatura atormentada, un ángel de Dios sujeto a inicuos martirios. Este espectáculo, esta injusticia, esta violencia inaudita es la que convierte mi rectitud en barbarie, mi razón en fuerza, mi honradez en violencia parecida a la de los asesinos y ladrones; este espectáculo, señora mía, es lo que me impulsa a no respetar la ley de usted, lo que me impulsa a pasar sobre ella, atropellándolo todo. Esto que parece desatino es una ley ineludible. Hago lo que hacen las sociedades, cuando una brutalidad tan ilógica como irritante se opone a su marcha. Pasan por encima y todo lo destrozan con feroz acometida. Tal soy yo en este momento: yo mismo no me conozco. Era razonable y soy un bruto, era respetuoso y soy insolente, era culto y me encuentro salvaje. Usted me ha traído a este horrible extremo, irritándome y apartándome del camino del bien por donde tranquilamente iba. ¿De quién es la culpa, mía o de usted?

—¡Tuya, tuya!

—Ni usted ni yo lo podemos resolver. Creo que ambos carecemos de razón. En usted violencia e injusticia, en mí injusticia y violencia. Hemos venido a ser tan bárbaro el uno como el otro, y luchamos y nos herimos sin compasión. Dios lo permite así. Mi sangre caerá sobre la conciencia de usted, la de usted caerá sobre la mía. Basta ya, señora. No quiero molestar a usted con palabras inútiles. Ahora entraremos en los hechos.

—¡En los hechos, bien! —dijo doña Perfecta más bien rugiendo que hablando—. No creas que en Orbajosa falta guardia civil.

—Adiós, señora. Me retiro de esta casa. Creo que nos volveremos a ver.

—Vete, vete, vete ya —gritó ella señalando la puerta con enérgico ademán.

Pepe Rey salió. Doña Perfecta después de pronunciar algunas palabras incoherentes que eran la más clara expresión de su ira, cayó en un sillón con muestras de cansancio o de ataque nervioso. Acudieron las criadas.

—Que vayan a llamar al señor don Inocencio! —gritó—. Al instante... ¡pronto!... ¡que venga!

Después mordió el pañuelo.

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Fecha de publicaciónMarzo 2002
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