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Cada uno en su lugar

Carlos García Santos
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Ya se ve en lontananza, por el este, la primera luz del sol. Ya era hora, la madrugada ha sido bastante fresca, pese a hallarnos ya a principios de verano. Varias veces, desde que ha empezado mi guardia al toque de maitines de los monjes de la abadía, he tenido que golpear los pies contra el suelo para que entraran en calor. Pero el cielo está despejado; las miles de estrellas que han lucido hasta ahora lo demuestran. Sí, va a ser un buen día, como ayer. Sigo caminando por el estrecho sendero de piedra en lo alto de la muralla, el patio del castillo a un lado y el mundo exterior al otro. Distingo en alguna de las pequeñas granjas más cercanas las primeras luces del fuego que las mujeres están encendiendo. Los campesinos son los más madrugadores, después de nosotros, los guardias, y por supuesto los monjes. Me cruzo con el otro guardia, que hace el camino inverso por todo el perímetro de la muralla del castillo. Nos saludamos con un fugaz movimiento de cabeza. Aún nos cruzaremos un buen número de veces durante las horas que nos quedan de nuestra guardia. El sol asoma ya por el horizonte. También veo a través de una de las ventanas de la torre que en las cocinas los cocineros han encendido los fuegos. De las cuadras salen dos criados del amo. Llevan de la brida uno de los caballos favoritos del conde, un espléndido alazán tostado, el que más le gusta para ir a cazar. Así debe de ser hoy, pues uno de los criados ha sacado agua del pozo del patio y ambos han empezado a restregar el hermoso animal con las bruzas empapadas. El bruto se deja hacer, acostumbrado como está a tal tarea, aunque por el nervioso respirar que los rápidos chorros de vaho que su nariz exhala dejan adivinar y por el movimiento impaciente de sus patas, se nota que está deseoso de entrar en acción, pues intuye, por su experiencia, que este frotamiento es la antesala de un día de cacería, de cabalgar por los bosques que se hallan a poca distancia de aquí. Hoy olfatearás animales salvajes, pienso, y galoparás a tu gusto, aunque siempre guiado por la mano de tu señor en la brida. Éste debe de haberse levantado también, pues en lo alto de la torre se han abierto los postigos de las ventanas de sus aposentos. Uno de sus lacayos asoma, mira al cielo y vuelve al interior. Seguro que el conde le ha preguntado por el día. Hoy va a tenerlo bueno, mi amo. Ni una sola nube en el cielo, y un sol espléndido que sin duda va a brillar toda la jornada. Cuando él vuelva, yo acabaré la guardia. La hora de descansar nos va a llegar a ambos al tiempo. Miro hacia el otro lado. Ya hay varios campesinos agachados sobre los productos de sus huertas, realizando alguna de las tareas propias de la estación. Me molesta la correa de la espada; me detengo un momento para reajustármela. El calor, que va aumentando por momentos, hace que la cinta de cuero que me rodea la cintura se clave incómodamente en la piel incluso a través del jubón de tela.

Ahí sale ya el conde. Los criados le esperan con el caballo enjaezado y ensillado. El conde se acerca al animal y lo palmea en el lomo. El corcel se agita nervioso. El conde coloca el pie en el estribo y de un salto que denota su costumbre se alza sobre el enorme animal. Con un gesto imperioso demanda sus armas, que el criado le tiende solícito. Tras el conde, están ya listos los demás caballeros y los criados con la jauría. El ruido de sus ladridos se hace ensordecedor, incluso aquí arriba. Por fin, la comitiva comienza a cabalgar y, cuando pasan por debajo de donde me encuentro, el conde levanta la vista hacia mí. Cortésmente inclino la cabeza en señal de saludo y sumisión e inmediatamente dirijo mi mirada hacia el exterior. Al fin y al cabo, soy un guardia, y mi misión no es vigilar el patio del castillo. Pocos momentos después los veo salir a campo abierto, donde toman un trote ligero en dirección al bosque. Buen día, me repito, van a tener buen día. En el patio, las mujeres ya sacan agua del pozo para las diversas tareas de limpieza y para la de los hombres. La jornada comienza para todos. Los humos de las chimeneas anuncian el pan que se cocerá en ellas, la actividad lo invade todo. Incluso los chiquillos han asomado ya la nariz y han comenzado sus juegos y correrías. Creo que ahí está también mi hijo. Sí, el pillastre anda también correteando. Seguro que su madre le ha dado ya las gachas del desayuno y ella está limpiando nuestra habitación de la torre. No me puedo quejar, al menos dispongo de un lugar aislado donde dormir con mi mujer y mi hijo, cosa que otros en el castillo no pueden ni soñar. La mayoría de los criados y lacayos duermen en el gran salón de la torre, cada uno buscando un sitio donde aislarse, cosa harto difícil. Pero si los salarios fueran más altos, si el castillo pudiera recaudar más impuestos a los ciudadanos y campesinos de las aldeas del condado, si el condado fuera más rico, entonces ellos y yo mismo podríamos aspirar a construir una casa para cada familia, y vivir en ella, y llevar una vida más digna.

Un hondo suspiro se escapa de mi pecho. No puedo evitarlo, me enerva pensar, como me sucede cada día, como me sucede cada vez con más frecuencia, en la triste vida de este castillo y su condado. Mi señor, el conde, que ya va para viejo (se dice que pasa de los cuarenta inviernos), consiguió el título tras la última batalla de la última guerra, hace muchos años ya, cuando yo era aún un chiquillo, tras una actuación se dice que muy valerosa. Su familia, sin embargo, fue enteramente aniquilada, y sólo sobrevivió él. De esta forma, al serle concedido este condado, reemprendió sin más su vida aquí y al poco casó con una muchacha de la aldea más próxima, lo cual, aunque no fue muy bien visto, según he sabido, por los demás nobles del país, tampoco es cosa de mayor importancia, pues estamos lo suficientemente alejados de cualquier otro lugar habitado como para que nuestras costumbres o problemas no molesten al resto del país, ni desde luego a nuestro señor el rey. Sin embargo, este pequeño condado, que podría ser próspero y rico, se consume en una suerte de vida lacia y casi estéril, debido a la nefasta desidia y desinterés que el conde pone en su gestión. Las tierras, nada malas a mi entender, no producen lo que podrían, y con ello no se genera riqueza más que para pagar al rey los impuestos y diezmos que son de ley; pero con ellos se van las pocas ganancias que el condado genera, y así todos los que aquí vivimos, en el castillo y en las aldeas de los alrededores, tenemos tan sólo lo justo, y a veces ni eso, para vivir. No digamos cuando el año viene malo, seco, o las plagas invaden las escasas cosechas o atacan a las escuálidas reses. Pero el conde no toma interés; recauda lo que precisa para vivir, y al carecer de familia (su mujer no le ha dado hijos, aunque a él parece no importarle), no se preocupa por lo que pueda dejar tras de sí. Con tener a mano su caballo y listas sus armas para ir de cacería, es feliz. Claro que la suerte le acompaña; tan largos años de paz han hecho que las necesidades de la corona no hayan sido excesivas, con lo que el rey no se ha preocupado demasiado de si sus condados le proporcionan más o menos rentas al cabo del año. Y este condado, perdido en el extremo más alejado del país, del que probablemente nadie sabe casi ni de su existencia, vive, merced a tal circunstancia, casi abandonado a su suerte. Por otra parte, los campesinos no son gente que sepa cómo sacar más provecho a sus tierras. Necesitan que alguien les enseñe nuevas formas de cultivo de las que ni tan siquiera han oído hablar. El ganado padece enfermedades que, si bien podrían curarse con ciertas hierbas medicinales, diezman cada temporada su número. Y los que habitamos el castillo malvivimos de míseros sueldos, mientras el conde se contenta con tener lo necesario para su único placer, sin la más mínima ambición por mejorar no ya nuestra situación, sino la suya propia. Los pobres mercados semanales de las aldeas languidecen, los niños están cada vez más flacos, y muchos de ellos, cuando llegan a mozos, no tienen más alternativa que echarse a los caminos, oculto el rostro tras un antifaz y armados de la primera daga o espada con la que consiguen hacerse en su primera andanza de su nueva profesión. El único consuelo es que, a fuer de pobres, los aldeanos no tienen mucho que ofrecer a un salteador, y estos jóvenes perdidos emigran para desarrollar su innoble oficio en otros condados donde la prosperidad les da garantía de mejores resultados.

El buen lector se preguntará cómo es que yo, un simple y humilde soldado, soy tan crítico con su señor, a quien debe lealtad y obediencia, y del cual no se espera que se plantee cuestiones que sólo a los señores toca resolver, ni mucho menos que aspire a enseñar a su amo cómo gobernar su condado. Probablemente sería reo de muerte, si mi señor llegara a enterarse de las lucubraciones a que me entrego mientras se me supone ocupado tan sólo en la noble tarea de vigilar que nuestro castillo no se vea asaltado inopinadamente por huestes enemigas. Pues bien, sí, reconozco que estas ideas mías, tan poco esperables en un soldado cuya misión es defender a capa y espada a su señor, son dignas de causar asombro en quienes las lleguen a conocer. Pero hete aquí que, en parte por la libertad de pensamiento que me permiten las largas horas de guardia en el castillo, paseando y pateando el perímetro de las murallas, en una época tan pacífica como la que me ha tocado vivir, y donde la mayor de las sorpresas es que llegue algún forastero al castillo, algún ciego contador de historias, algún grupo de farándula, titiriteros o saltimbanquis, cosas que, por otra parte, y como es de esperar, dada nuestra lejanía de las grandes ciudades y nuestra poco menos que ruinosa situación económica, no se prodigan mucho; y en parte por mi formación intelectual, pues me precio de saber leer (aunque despacio todavía) todo libro que caiga en mis manos, habilidad que aprendí y continúo practicando y desarrollando en la biblioteca del monasterio, ayudado y guiado por el padre prior, ávido de compartir sus conocimientos y prudente hombre para transmitirlos, y de cuya amistad me precio, he podido, en fin, conocer en los libros que nuestro monasterio guarda celosamente y en los que copia procedentes de otras abadías e incluso de algunas universidades, los más modernos avances en agricultura y ganadería, las más avanzadas técnicas que el mundo moderno conoce para manufacturar tejidos, fabricar herramientas, diseñar máquinas variadas que hagan más fáciles ciertas aburridas o dificultosas tareas diarias, o, y quizá es lo más importante y lo que más íntimas satisfacciones me ha causado, las habilidades y virtudes que todo buen gobernante debe poseer y utilizar para hacer la vida de sus súbditos más productiva, generando para sí y para su señor cada año más riqueza, y sabiendo reinvertir las plusvalías en nuevas fuentes de riqueza que hagan aumentar geométricamente el volumen de las ganancias. Todo ello me permite, pues, ser muy crítico con lo que veo y vivo a diario, pues, conociendo sus causas profundas y siendo asimismo conocedor de los remedios que se deberían aplicar para su corrección, estoy capacitado para llevar a cabo un análisis crítico, sopesando variables que a todos mis conciudadanos, pero también a mi señor el conde, ni de lejos les pasan por el cacumen.

La otra cara de la moneda es que tales ingentes movimientos cerebrales, semejantes arquitecturas del pensamiento, han de permanecer encerradas, enclaustradas en mi cabeza, con la misma vigilancia e imposibilidad de salir a la luz que los pobres prisioneros que ven (es un decir, porque están a oscuras) pudrirse sus huesos en las mazmorras del castillo. ¿A quién podría yo contar mis ebulliciones craneales? ¿Con quién compartir estos vastos conocimientos, esta clarividencia que me permite no sólo conocer los males que aquejan a mi querido condado, sino también poseer el secreto de las soluciones para su definitiva curación? ¿Quién con la misma capacidad que yo? Ya, sí, el padre prior. Pero él es un monje, un hombre alejado del mundanal ruido, a quien sólo le es dado tener la capacidad teórica del conocimiento, pero a quien le está vedado por su propia cualidad religiosa el mezclarse con el lodo terrenal. Y de mi mujer no es posible sacar nada, analfabeta como todos los demás habitantes del castillo; sólo se le ocurriría pensar en lo que me habría de sobrevenir de llegarse a saber que dedico mi tiempo libre a semejante entretenimiento. Su única preocupación sería verse privada de quien, con razonable holgura, dados los tiempos que corren, asiste a su sustento y al de su hijo con un salario de soldado que, forzoso es reconocerlo, al menos da para vivir. Pero su temor no sería baladí; a mí tampoco me apetece nada que me desmonten de un certero tajo el recipiente en el que almaceno todas mis teorías y desarrollo mis cábalas. Y, por otra parte, si espero a que mi hijo, de apenas cuatro años aún, tenga la edad y la capacidad suficientes como para iniciarle en esta suerte de magia negra que es el conocimiento, temo que su padre no llegara a ver nunca realizado su sueño. Mi sueño. Mi secreta ambición. La tarea para la que cada día me siento más llamado, convocado, diría yo, desde las alturas o desde el centro mismo del universo; la sagrada tarea de liberar a mi pueblo, de erigirme en su líder, de guiar al rebaño por senderos de prosperidad y gloria, caminando felices tras su mentor y padre, su pastor y guardián, hasta las paradisíacas tierras de la felicidad por el trabajo generoso y productivo, bajo leyes justas salvaguardadas por mano de hierro en guante de seda, blando con los buenos, duro con los malvados. Ése es el trabajo de Hércules que me asigna el destino, el esfuerzo que el futuro me exige realizar, la actividad para la que soy convocado en este valle de lágrimas. Soy consciente de mi importancia, aunque me abruma el peso de mi responsabilidad. No flaquearé, empero. La historia juzgará a este humilde servidor que ha de erigirse en cabeza visible para cumplir su cometido; el juicio de los siglos me hará justicia, aunque no dudo que la satisfacción que he de ver reflejada en los rostros de todos mis súbditos me compensará con creces de mi esfuerzo cada día de mi vida.

Un sordo rumor de galope me hace girar bruscamente la cabeza en la dirección de la que proviene el ruido. Entrecerrando los ojos, consigo distinguir las huestes que se avecinan. No son tales, pues se trata, ni más ni menos, de mi señor conde y sus caballeros y criados, que ya regresan de un día más de caza. Es increíble cómo se me ha pasado el día de guardia. En fin, como decía antes, esta calma chicha permite a la imaginación volar alto, y, no habiendo peligros reales de los que ocuparse, se entretiene dando vueltas a aquello que constituye para cada uno sus motivos de preocupación, en mi caso los altos designios que me marca el hado, y a los cuales pronto daré cumplimiento.

He decidido que el día ha de ser hoy, hoy mismo. ¿A qué más esperar? La decisión, el arrojo, virtudes propias de almas nobles y valerosas, y de las que creo no carecer, vendrán en mi ayuda. Todo sea por mi pueblo.

Cuando el sol declina, doy un beso a mi buena mujer y salgo del cuarto en el que moramos, al pie de la torre. Entro en ésta y subo el primer tramo de escalones hasta el gran salón central, donde a esta hora varias docenas de hombres, mujeres y niños se disponen a tomar la cena. Me dirijo resueltamente hacia la esquina del salón donde se encuentran las escaleras que permiten el acceso a los aposentos del conde y la condesa. Un guardián está recostado contra el arco de acceso. Al aproximarme a él, hace un vago ademán de asir su alabarda, pero al reconocerme relaja la mano de inmediato. Con expresión de aburrida curiosidad, formula la pregunta de rigor, a la que respondo que necesito ver a nuestro señor para un asunto privado de su sola competencia. No se extraña, el pobre palurdo; los tiempos de paz son así de permisivos. De manera que, sin más obstáculos, inicio la ascensión del tramo de escaleras que conducen a las habitaciones superiores. Ante la puerta de trabajada madera de nogal, me detengo un instante para tomar aliento. Los altos designios que mi destino marca merecen que los afronte con pulso firme y corazón relajado. Llamo con suavidad, mas con firmeza. La voz que de dentro responde me invita a entrar. Es uno de los lacayos personales del conde, por cuya habitación debo pasar antes de acceder a la del señor. La misma razón que abajo, la misma aquiescencia, y se me franquea el paso. Ya estoy ante la puerta guarnecida de roblones plateados, ante la cual el corazón me da un vuelco. ¿No merece perdón una debilidad semejante en el supremo momento, incluso para los espíritus más templados? Empujo la pesada puerta, entro y cierro a mi espalda. Dos pares de ojos se clavan en mí con más curiosidad que preocupación o alarma. Los avellanados de la condesa, joven aún (no eligió mal mi señor) y los arrugados y apáticos de mi amo. A él me dirijo. En pocas palabras, le expongo la situación, haciéndole partícipe de mis preocupaciones y reflexiones, sacando a la luz lo que hasta ahora tan sólo había sido materia de íntima reflexión. No omito nada, no dejo nada escondido. Desgrano ante él todo un rosario de argumentos perfectamente tramados, de razones de peso, de evidencias imposibles de rebatir. Su expresión pasa por todas las gamas primero de la sorpresa y después del terror, al ver cómo, con qué sangre fría, con qué aplomo, pero a la vez con qué manifiesta decisión, con cuánta seguridad en la bondad de mis actos, extraigo una preciosa daga con empuñadura recamada de gemas (no merece menos mi señor conde) y me acerco a él, directo a su pecho, y le hundo la justiciera herramienta, sin darle tiempo a exhalar un solo sonido, por debajo de las costillas. La noble sangre empapa mi mano. Antes de que la condesa consorte pueda percatarse de lo sucedido, y con harto dolor de mi corazón, hago lo propio en su dulce y redondo pecho.

Durante unos minutos, contemplo satisfecho, si bien algo acongojado, esta primera parte de mi tarea, este inevitable sacrificio previo, que no puedo por menos que contemplar como un sacrificio ritual, antesala de tiempos mejores. Mis ojos se posan en la condesa consorte. En fin, espero que mi mujer haga un papel mínimamente digno en su nueva posición. En definitiva, tampoco ésta, cuyo cuerpo yace a mis pies, era de sangre noble.

Abro la puerta con un súbito tirón y, de piernas abiertas, como clavado en el suelo, enraizado en las losas, llamo a voces al lacayo que me abrió la puerta de lo alto de la escalera. Aparece y contempla atónito la estremecedora imagen que se le ofrece, y en la que no he olvidado la daga ensangrentada en mi mano. Antes de que pueda abrir la boca, comienzo el discurso que durante tantas horas he estado preparando, convincente y claro, explícito y contundente. Tal es la fuerza de mis palabras, tanto se ve corroborada por mi apostura y mi evidente decisión, que el hombre no puede por menos que agachar la cabeza y rendir pleitesía a su nuevo señor, aceptando sin protestas la nueva y prometedora situación. Ahora sé que sucederá así con todos, que todo va a salir bien. Una nueva época comienza en el condado, y si para ello ha sido preciso un sacrificio doloroso, pronto todos comprenderán su necesidad y entenderán que a veces un paso difícil abre camino para seguir una senda feliz, que desde el nacimiento de un niño hasta la matanza del cerdo por San Martín, todos los grandes sucesos de la vida comienzan envueltos en sangre, que el primer paso de una caminata es siempre el más costoso. El conde ha muerto, viva el conde.

No podía ser menos. Así como la tierra removida se oxigena y da más fruto, el cambio en la cabeza visible de nuestro querido condado y su sustitución por otra más despierta y ágil han dado lugar a una nueva era, donde la prosperidad y, por ende, la felicidad de sus moradores son la mayor recompensa que se podría esperar para quien, como yo, ostenta la pesada pero dulce carga de la responsabilidad de liderar esta transformación. Los campos rinden más, el ganado vive por más tiempo y da más producto, los mercados se han reavivado, nuevas casas se construyen por doquier, las gentes visten ropas elegantes, los niños tienen las mejillas sonrosadas, hasta los canes aparecen lustrosos y contentos. El milagro se ha producido; nuevas formas de entender la gestión del condado, nuevas formas de cultivar la tierra, de atender a los rebaños, de dar a conocer nuestros productos allende nuestras fronteras. Los últimos recelos que aún subsistían en algunas mentes cerriles han terminado por desaparecer, subyugados por la evidencia diaria. Yo, el conde, he sido aceptado recientemente por nuestro señor el rey, tras unas semanas de incertidumbre en las que pendió sobre mi cabeza la espada de Damocles de su amenaza de enviar contra mí a sus soldados, si no para reponer al antiguo conde, cosa un tanto difícil, sí al menos para otorgar estas tierras a alguno de los que aún andan detrás de nuestro señor como perrillos falderos en espera de recompensa por quién sabe qué ignotas batallas ganadas o servicios presuntamente prestados a la corona. Mi promesa formal de acatamiento de su soberanía, y el anuncio de más y mejores rentas para sus arcas por parte de este hasta ahora humilde condado, tuvieron su efecto, y el rey, tras hacerme saber que me otorgaba un plazo de unos meses, hasta la próxima cosecha, desistió de sus propósitos bélicos y hoy es el día en que se halla casi tan contento de haberlo hecho como yo mismo y mis queridos súbditos.

Por lo que a mí respecta, tras el enorme esfuerzo que me supuso acometer tamaña empresa como fue cambiar la mentalidad y las costumbres de los aldeanos, me llega por fin el tiempo de descansar, sin descuidar la vigilancia, por supuesto, pues constantemente debo poner a prueba mi ingenio para redactar nuevas leyes que se aplicarán a nuevos supuestos o situaciones, o para dirimir casos que surgen casi a diario entre lugareños o incluso entre habitantes del castillo. La política, en fin, que no deja a sus servidores descansar tanto como desearan. Pero el condado va viento en popa, y puedo decir con orgullo que, antes desconocidos, somos ahora, sólo pocos años después de la infausta época anterior, conocidos por la calidad de nuestras pieles, tejidos y productos agrícolas no ya en el país, sino allende los mares, de donde cada cierto tiempo nos llegan noticias de las alabanzas que nuestros productos suscitan. Todo ello revierte en riquezas, para los aldeanos y campesinos, para los ganaderos y obreros, para mí y mi familia, y para nuestro señor el rey. Me aturde pensar que esta cascada de beneficios sea obra tan sólo de la humilde cabeza que descansa sobre mis hombros, y ello me lleva a pensar que tan sencilla tarea no fue abordada por el antiguo conde no por falta de capacidad, sino simplemente por desidia. Pensar lo contrario sería adjudicarme elogios que no creo merecer. Así pues, en los ratos libres que mi diaria actividad me demanda, ocupo el tiempo en el noble arte de la caza, a la cual me entrego cada vez con más asiduidad y gusto. En esto sí debo darle toda la razón a mi antecesor. Largas jornadas en el bosque, buen vino de nuestras cosechas en los pellejos, perros hambrientos y expertos ojeadores que ponen las piezas a tiro de perfectamente tensadas ballestas; ¿qué más se puede desear para pasar un día inolvidable? La vida nos sonríe, y mi único pesar es no haber tomado este duro camino antes, no haber actuado el mismo día en que empecé a pensar en la simple posibilidad, no haber acortado el antiguo sufrimiento de mis paisanos más pronto. Tal es mi solo motivo de arrepentimiento.

Esta mañana, al salir a cazar, conforme avanzaba por el patio del castillo, caballero en un soberbio ejemplar blanco, regalo de nuestro señor el rey, y recibiendo el homenaje de cuantos vasallos estaban en ese momento realizando alguna tarea en el patio, levanté la mirada hacia las almenas, guiado por los recuerdos de mis tiempos de soldado, y allí, con su espada envainada, estaba el de guardia contemplando el paso de la comitiva. Mi ceño se frunció al ver su expresión. Un simple movimiento de cabeza fue el saludo que me dirigió, y durante unos segundos más me miró directamente a los ojos desde la altura de la muralla. Después volvió la cabeza hacia el exterior, como es su deber, y yo seguí cabalgando, aunque un tanto intranquilo. Al salir a campo abierto busqué su silueta entre las almenas, y a pesar de la distancia podría jurar que su mirada era la misma, fría y calculadora, desdeñosa y altiva. No pude abandonar el recuerdo de esa mirada durante toda la jornada. Hasta las piezas más fáciles se me han escapado, pues mi puntería estaba afectada por el recuerdo del insolente soldado. Temo que la tropa esté relajando su atención por falta de actividad, y, lo que es aún peor, temo que esa misma falta de actividad los lleve a entretener la monotonía con pensamientos que no son de su competencia. Un soldado debe entregarse en cuerpo y alma a su trabajo, a mantenerse en forma, a estar dispuesto a dar la vida por su señor. No es bueno que se entregue a cábalas que a lo más que pueden llevarle es a plantearse interrogantes cuya respuesta está fuera de su alcance. Cada uno a su cometido; el soldado a luchar y defender a su amo, el señor a pensar por el bien propio y de su comunidad. Como primera medida impondré severos turnos de ejercicio que mantengan el cuerpo de mis soldados fuerte, musculoso y ágil, y les haga agotarse a diario para que no les quede tiempo ni ganas de pensar en otra cosa. Mañana mismo hablaré con el oficial al mando y le pondré al corriente de las nuevas instrucciones.

Esta noche he corregido el brote de insurrección que percibí por la mañana. El fruto podrido no debe dejarse cerca de los sanos. He hecho llamar al insolente soldado. En el salón de la torre, a la vista de todos los que allí se hallaban, le he recriminado su actitud, conminándole a manifestar en voz alta los pensamientos que cruzaban por su cabeza al osar aguantar la mirada de su señor y además en horas de servicio. Ni que decir tiene que no ha abierto la boca, aunque en sus ojos había la misma mirada que vi en ellos por primera vez esta mañana, e incluso juraría que podía leer en ellos el desafío y la arrogancia. Un rápido movimiento de mi diestra y el puñal se ha hundido en su pecho hasta la empuñadura. No ha tenido tiempo ni de levantar un brazo para protegerse. Haré que su cuerpo permanezca unos días colgado en el patio para que sirva de escarmiento al resto de la tropa y al personal del castillo. Todos han de saber quién es el amo, y el bien común seguirá siendo nuestra estrella y guía. Los malos tiempos pasados no han de volver. Mientras el cuerpo inerte del bravucón caía al suelo en el silencio de la sala, no pude evitar que mis labios se distendieran en una sonrisa.

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Copyright ©Carlos García Santos, 1999
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Fecha de publicaciónFebrero 2002
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