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Portada Biblioteca Relatos cortos Las excepciones cotidianas

Olor a incienso

Evelyn Aixalà
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Tratas de no saber y sabes
que ya todo está maniatado,
allí
donde pernocta el irascible
lastre del desamor, sombra
partida por olvidos, desdenes,
llave que ya no abre ningún sueño.
J.M. Caballero Bonald, Diario de Argónida

Esta mañana, durante la mudanza, los encontré, intactos como si no hubiera pasado el tiempo, esperando el pincel que nunca pintó sobre ellos. Cuando partí, hace ya muchos años, sabiendo que toda mi vida debía reducirse a una maleta para no cargar con más peso ni más recuerdos de los convenientes, metí dos lienzos, una paleta y un par de pinceles, con la esperanza de poder pintar algún día algo realmente hermoso, como esas mujeres inmaculadas de Rossetti, o un beso largo y entregado como el de Klimt. Nunca fue así. Mi creación me abandonó en el exilio y se quedó del otro lado del mundo, en una ventana con vistas al mar, un mar de gaviotas, plateado y manso.

En esta ciudad de cielo plomizo, de nubes que tocan el suelo y empañan la mirada de quienes deambulamos por sus calles, he dejado pasar las horas, esperando la muerte que debería haber llegado hace ya mucho tiempo. ¿Por qué tarda tanto? Quizás aún espere en aquella curva donde no se atrevió a tocarme.

Flabio se ha quedado dormido en la cama que está sin tender desde hace varios días. Tiene los ojos entreabiertos y los puños cerrados como un bebé de pecho. Debe de estar muerto de trasladar cajas y más cajas a su piso, adonde esta misma tarde nos mudamos. Ha sabido aceptar mi no-amor a cambio de mi eterno agradecimiento. No le he engañado. No me voy a vivir con él porque le ame. Lo he elegido porque no soporto por más tiempo la soledad de este apartamento que huele a tiempo detenido y a colillas de cigarros. Camino por él con mis babuchas negras, arrastrando los pies como hacía mi abuela y huyendo, igual que un vampiro, de los espejos que me muestran el vientre orondo, los pechos caídos como flores ajadas, la mirada mortecina. No le amo, pero me gusta que cocine para mí, que me tape de mañana, que me abrace cuando estoy a punto de llorar, que respete mi silencio y mi tristeza y no me exija mayor compromiso que cuidarnos, como dos viejecitos que se ofrecen su compañía y, en nuestro caso, alguna noche de sexo.

La muerte me ha dejado sola.

Admiro a mi madre, que en paz descanse, como me enseñaron a decir de chiquita. La admiro porque ella supo llenar la ausencia que dejó mi padre con paseos a media tarde y oraciones dirigidas a un Dios que yo nunca tuve. Recuerdo su paulatina vejez que tanto me dolía. Con los años, sus piernas se acartonaron y no podía subir las escaleras de casa sin detenerse en cada escalón, sujetándose a la baranda con las dos manos y con los pulmones saliéndosele por la boca. Por esa razón, decidió acondicionarse una pequeña guarida en lo que durante mucho tiempo había sido la bodega donde guardábamos las botellas de vino, los manojos de laurel, la cecina y los chorizos que impregnaban todo con su olor. En ese pequeño cobijo pasó los últimos años de su vida mientras la parte de arriba de la casa se convirtió en un museo sin visitantes que sólo yo ocupaba cuando iba por vacaciones. Subía a mi vieja habitación, todavía con mis cartas y mis cuadros, me sentaba sobre la cama y fijaba mi mirada entornada en el cuadro de Millais. Ahí estaba Ofelia, tan hermosa como siempre, su cuerpo muerto flotando sobre las aguas cristalinas del río, con las manos vueltas hacia arriba como si clamara al cielo por su padre asesinado, por el amor traicionado, por la inocencia mutilada. Sólo para ese cadáver exquisito no había pasado el tiempo. La miraba e, irremediablemente, desataba en un llanto incontenible. Después, me sentaba en la cocina a fumar y recordaba a mi padre afeitándose, haciendo gañotas como Chaplin frente a un pequeño espejo que teníamos colgado en la pared, al lado de la pica. Yo lo miraba desde la silla conteniendo la risa que me producían esos movimientos de bigote a derecha e izquierda, y él me miraba a través del espejo y sacaba su enorme lengua roja para desatar mi sonrisa. «Deja de hacer el bobo», decía mamá que no perdía detalle, «te acabarás cortando y luego sí que nos vamos a reír todos.» Y él fingía un profundo tajo en una de sus mejillas mientras perseguía a mamá por la cocina pidiendo clemencia. El recuerdo humedece mis ojos.

Después de la muerte de mi padre, dos profundas fosas se cavaron bajo los ojos celestes de mamá, y ella les fue lanzando tierra para cubrirlas: cambió los atavíos negros por ropa en tonos oscuros con flores minúsculas, dejó la clausura para salir a pasear por el pueblo, se convirtió en la más devota de la comunidad sin faltar ni una sola tarde a misa, salvo que la artritis o un fuerte resfriado se lo impidieran. Si llovía, se enfundaba en un amplio chubasquero, con la gorra calada hasta las cejas, y emprendía el camino hacia la iglesia con paso lento y melancólico. Adoptó un gato callejero con quien mantenía eternos monólogos mientras el felino dormía recostado en su regazo o lamía con su lengua de lija la mano no menos áspera de mamá, castigada por los rosales que cuidaba con devoción.

Un mal día sonó el teléfono y me anunciaron que me había quedado huérfana. Murió de un desmayo en el pórtico de la iglesia, el mismo lugar donde yo me besé por primera vez. No quise verla en esa cajita de cristal donde encajan a los muertos para exponerlos a la mirada compasiva y, a menudo grotesca, de quienes los velan: «pobrecita, qué hinchada quedó», «si parece que esté dormida». ¡Cállense!

Me pasé la tarde fumando en casa hasta que llevaron el cadáver al cementerio. Esperé detrás del muro a que todos se fueran. No quería verlos. Después lloriqueé como una niña a quien le han robado la vida. De fondo estaban sus voces: «Mira que no haber venido. Si su madre supiera. Ella que no tenía más que palabras buenas cuando hablaba de su hija.»

Se viene la noche, oscura y silenciosa. Hace tanto frío. Yo no quiero morirme sola.

Cada vez que decido salir a la calle, tengo la sensación de descender al infierno. Los observo, pobres condenados, caminando con pertinacia como si supieran a ciencia cierta adónde van. Se engañan. Me pregunto: ¿por qué parecen tan tristes? Pero mi rostro reflejado en algún escaparate me demuestra que se puede estar todavía mucho más triste. Observo a los tortolitos enamorados y me digo: ¿cuánto les durará? Si se lo dijera, se reirían de mí: «Vieja chocha», dirían. Porque para ellos, a mis cuarenta y pocos, ya estoy en las puertas de la vejez. Yo también tuve esa mirada, pero no van a entenderlo.

Me enamoré la primera vez cuando tenía quince años. Fue esa inolvidable ilusión adolescente que hace que todo parezca una señal de amor eterno. La misma que nos hacía sufrir creyendo que no podía haber dolor mayor que el primer desamor, sintiéndonos incomprendidos por los mayores que, ante nuestras súbitas lágrimas a mitad de la cena, sentenciaban: «Chiquilladas». Arturo era un muchachito de enormes ojos verdes y mirada perdida. Me besó por primera vez en el pórtico de la iglesia y pensé que Dios estaba bendiciendo esa promesa que tan sólo yo contraje. Hubo algún otro beso furtivo y luego me abandonó. Salió de mi vida de puntitas, sin hacer ruido. Cuando murió mamá, me lo encontré. Sus ojos ya no tenían luz. Estaba panzón y unas prominentes entradas anunciaban calvicie incipiente. «Ojalá nos hubiéramos conocido más tarde y más pronto —me dijo—. Con quince años no sabía qué hacer contigo, y ahora hay demasiado ruido a roto.» Me abrazó y lloré. Lloré por todos los muertos que me habían abandonado, incluido el Arturo adolescente de los besos furtivos. La segunda vez seria que alguien me abandonó, no lo hizo en silencio.

Miguel tocaba la guitarra para mí, «cómo me haces hablar en el silencio, cómo no te me quitas de las ganas». Yo me sentaba frente a él, con los ojos bien abiertos y le escuchaba sin rechistar, entonando la melodía como una niña que recita las tablas de multiplicar. Aún hoy, su recuerdo me hace llorar. Sigo buscándolo entre la gente y grito invocando el pasado, un pasado que quizás jamás existió, que tal vez es una mentira de mi memoria, que vuelve con el sabor de la cecina, con el olor del mar, con el tacto de los lienzos, pero deformado. «Existió, Martina, existió.»

Creo que fui feliz en aquel coche en lo alto de un acantilado en Cadaqués despojándonos de la ropa a destajo porque había que volver a casa antes de que anocheciera. Creo que fui feliz en nuestro pequeño piso frente al mar. Sé que fui feliz en nuestra cama con sonido de ola. También sé que fui infeliz cuando todo se empezó a desbaratar y no supimos recuperarlo. Quizás era imposible y ya estaba maniatado, como dice el poema. Sé que ahora lo querría a mi lado, diciéndole lo sola y triste que estoy, lo largos e insípidos que son los días, siempre iguales, plomizos como este tiempo. Él me miraría con sus ojos avizores y esbozaría una sonrisa triste y algo socarrona, pero que me reconfortaría. Querría que supiera que, ante su vacío, prefiero esos silencios dolorosos que nos postraban en el sofá mirando hacia la nada, sintiendo la ausencia de ese hijo que no quisimos tener y que luego nunca más llegó. Cada día era una queja, una crítica sin más fundamento que la angustia de vernos morir el uno para el otro y cada uno para sí mismo y presentir que no había salvación posible. Sólo éramos capaces de demostrarnos amor en continuas escenas de celos que acababan en gritos, en llantos, en risas locas que tan sólo a veces nos devolvían la capacidad de abrazarnos y amarnos con el peso del dolor, nuestro más fiel inquilino. A menudo nos agredíamos, luego él se ponía sobre sus estrechos hombros la cazadora roída, «no lo soporto más, estás enferma», y se iba, desoyendo mi llanto. Yo golpeaba las paredes enloquecida para que volviera, y volvía y me abrazaba como si nada hubiera pasado, como si todo estuviera por venir. «Tranquila, chiquitúa, tranquila», pero la locura ya se había instalado en mi morada. Nos mentíamos creyendo consolarnos en otras camas, o a veces tan sólo creando la sospecha en el otro de que lo habíamos hecho. Nos encontrábamos de madrugada bajo las sábanas, dos cuerpos fríos y sucios. Tras horas de distancia e insomnio, sentía su brazo rodear mi cuerpo y en esa posición, con su cuerpo acoplado al mío como un par de fetos, deseaba que nunca llegara la mañana, que pudiéramos vivir así el resto de nuestros días. Tan sólo quiero volver a estar atrapada en el laberinto sin salida de sus ojos que ya no podré ver nunca más.

Aquella mañana yo me empeñé en viajar, creyendo que eso nos iba a salvar. Emprendimos la ruta cansados, no de las horas de sol sofocante que nos esperaban, sino de las que ya habíamos recorrido por carreteras que nunca llevaban a destino, como si alguien hubiera despedazado el mapa de nuestras vidas. Íbamos en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos absurdos, y llegó aquella curva. Sólo recuerdo su chillido que salía de las entrañas, ese adiós tan estremecedor, sus ojos mirándome asustados, sus ojos... Después se cerraron y no se volvieron a abrir. Un reguero de sangre bajó por su rostro. «Llave que ya no abre ningún sueño».

Día tras día bajaba a la playa. Era invierno y me clavaba en la arena esperando algo. Lo sentía llegar por detrás, abrazarme, soltar su aliento contra mi cuello, ese aire que hervía. Pero estaba sola, sola con mi soledad. Durante años me sentí culpable (quizás ese sentimiento aún hoy perdura). No podía dejar de pensar que nada de lo que nos habíamos dicho en las horas precedentes tenía sentido, y ahora ya no podríamos decírnoslo. Cuánto tiempo malgastado.

Flabio se despereza igual que un gato. Alza la guitarra, arrastra sus dedos por las cuerdas y empieza a cantar sin ritmo, en una farsa que me resulta hiriente. «Déjala, no la toques», le grito. Se queda absorto. No me entiende. «Yo la llevaré», le digo. Abrazo la guitarra y rompo a llorar.

Ahora estoy en el balcón tratando de retener en mi memoria los balcones que me miran desde enfrente y que ya empiezan a estar teñidos del color del recuerdo: la casa de la viuda que pasea todas las noches un trozo de carne por su boca desdentada, la de los viejos que contemplan ensimismados a su canario azul que no sabe piar, la de la madre que enseña a caminar a su hijo y que no desiste a pesar de la torpeza del niño. Y pienso que, al menos, el piso de Flabio está frente al mar y la noche volverá a tener sonido de ola y gaviotas.

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Copyright ©Evelyn Aixalà, 2001
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Fecha de publicaciónAbril 2002
Colección RSSLas excepciones cotidianas
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