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Los mares de adentro

Nicasio Urbina
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Después de instalarse en la cabaña y desempacar las cosas Tomás consiguió ponerse la calzoneta y meterse un rato al mar. Desde hacía meses había estado deseando darse un buen baño en el mar, sentir el agua salada en los labios, sentir las olas reventándole en el pecho y la arena bajo los pies como una inmensa alfombra de algodón.

Había estado planeando el viaje desde noviembre: unos cuantos días en la playa, tomar el sol, caminar por la costa, tumbarse en la arena sin pensar en nada, dormirse en la noche escuchando las olas reventar en la playa. Lo había soñado en las mañanas de la oficina, cuando recibía los reportes y analizaba las ventas, lo había pensado por las tardes cuando regresaba a casa y en la carretera los autos se movían con la lentitud de una enorme serpiente, lo había vivido en las noches cuando los niños finalmente se dormían y Susana se entretenía leyendo una revista de pintura. Después de algunos meses había logrado que finalmente las vacaciones de la oficina coincidieran con las demandas de la clientela de Susana, con el receso de las clases de piano de Esther y los partidos de béisbol y las competencias de natación de Edgardo. Tomás llamó rápidamente a la agencia de viajes para hacer las reservaciones, empacó todo lo necesario antes de que Susana pensara en otros compromisos y metió a todo el mundo en el coche.

Tomás corrió hasta la playa y respiró profundamente el aire oloroso a mariscos, se quitó de un tirón la camiseta y caminó hasta el mar. La bahía era amplia y hermosa, y el mar, de un azul profundo, se veía límpido y espumoso. Tomás pensó que todo era mejor de lo que había soñado. En sus sueños el sol no era tan cálido ni tan brillante, ni la arena tan blanca, ni las olas tan grandes y hermosas y se sintió maravillado al comprobar que siempre la realidad era mejor que la imaginación.

Tomás estaba contento. No había sido fácil pasar a un compañero de trabajo los asuntos más importantes y posponer otros que podían esperar, había tenido que convencer al jefe de que necesitaba tomarse unos días de vacaciones, de que no se sentía bien y de que algunos días en la playa cambiarían su estado anímico, que volvería rejuvenecido y que a su regreso empezaría a trabajar en el reporte de fin de año. No había sido fácil convencer a Susana de que cancelara algunos compromisos con sus clientes, que las casas y los apartamentos podían esperar un poco, que dejara instrucciones a los operarios para que avanzaran en los trabajos mientras ella se ausentaba. No había sido fácil porque Esther tenía una fiesta a la semana siguiente y todas sus amigas estarían ahí, sólo ella faltaría al cumpleaños de Margarita y no se lo perdonaría jamás. Tomás la llevó a la tienda para que le comprara un regalo y se lo diera por adelantado y Susana la llevó a casa de Margarita para que la felicitara. Con Edgardo no había tenido mucho problema para convencerlo de que nadar en el mar era la prueba máxima de todo nadador, y que la piscina era cosa de niños comparado con el océano inmenso, con las olas gigantescas en las que uno se podía sumergir y sentir que el mundo le pasaba a uno por la cabeza. Así que no había sido fácil, pero aquel sábado había montado a toda la familia en el coche y había partido por la carretera del Este.

Tomás sintió un escalofrío cuando la primera ola rompió entre sus piernas y la espuma le subió hasta la cintura. El agua estaba templada y sentía entre los dedos la arena pesada y fina. El mar era tan cristalino que podía ver claramente el fondo, las conchas de colores, las piedras, las puntas de los pies flotando como un par de peces a la deriva. El océano llenaba la playa con las olas y la vaciaba con fuerza y alegría, llevándose con ímpetu el agua que generosamente traía de regreso, cargado de espuma y sal.

Siempre le había gustado el mar. Desde chico, cuando iba con sus padres los fines de semana a los balnearios cercanos, y se pasaba las horas construyendo castillos de arena y represas que luego el mar arroyaba sin compasión. A Tomás aquello no le causaba pena y más bien veía con deleitación cómo el agua llenaba el foso y subía por los murallones, cómo destruía el torreón y se colaba por los laberintos infinitos que durante horas había construido con minuciosa paciencia. Mientras los otros chicos lloraban cuando el mar destruía sus maltrechos almenares, Tomás sonreía al ver el agua entrar por el portón central, invadir el patio de armas, penetrar las galerías interiores y salir por las puertas laterales. Tomás gozaba viendo la destrucción de su obra con la misma pasión con que la había erigido, durante horas. En cierta forma era para él la culminación del proceso que empezaba con escoger el lugar adecuado de forma que el agua sólo llegara al final, con la marea alta; que seguía con el mezclar arena con diferentes grados de humedad, de forma que tuviera la solidez y la cohesión apropiada para cada uso y situación; con diseñar el tipo de castillo que se deseaba, orientar bien los puentes y los torreones para resistir los embates de la guerra y abrirse estratégicamente al asalto del mar. El mar era el enemigo temido, al que en todo instante se tenía en mente, al que se atacaba por todos los flancos pero ante el que se sabía que, inevitablemente, se habría de sucumbir.

Tomás y Susana habían estado en el mar por última vez el año antes del nacimiento de Edgardo, hacía ya cinco años. Habían estado en un hotel de Buenavista y Esther se había quedado con los abuelos. Tomás lo recordaba muy bien pues en aquella oportunidad había sido más feliz que en su luna de miel. Hacía ya cinco años de aquello y ahora entraba poco a poco en aquel mar cálido y celeste, sintiendo la espuma subirle por la cintura y el agua arremolinarse en sus espaldas.

Mientras se lanzaba de cabeza por encima de una ola pensó en sus compañeros de trabajo en la oficina, probablemente cerrando el escritorio y escribiendo los reportes de las transacciones del día, balanceando las cuentas y contando las ganancias, haciendo planes para ir a celebrar al Bohème o al Punto Cinco. Había entrado en la compañía hacía nueve años, recién graduado, y había pasado de oficial de contaduría a jefe de ventas y se rumoraba que próximamente lo ascenderían a vicepresidente ejecutivo. Le gustaba su trabajo y aunque pensaba que en el futuro le gustaría independizarse y poner su propia compañía, se sentía satisfecho de lo que había logrado en esos años. Su jefe lo apreciaba y lo respetaba, a menudo le consultaba en forma privada decisiones y asuntos de la empresa que no estaban directamente vinculados con su responsabilidad, y Tomás se sentía alagado por esa confianza.

Cuando empezó a trabajar en la compañía la empresa pasaba por tiempos malos, la producción era bajísima debido a los métodos obsoletos que databan de los tiempos de la fundación de la empresa, al terminar la Segunda Guerra Mundial; los medios de distribución y mercadeo eran deficientes y se carecía totalmente de instrumentos de control financiero; pero el jefe estaba dispuesto a sacar adelante la compañía que había fundado su padre y eso significaba modernizarla. Contrató a dos ingenieros que reestructuraron la planta principal, reemplazaron las máquinas viejas por modernos equipos controlados por ordenadores y mejoraron la calidad de los productos. Se puso al frente del departamento de ventas e introdujo innovadores modelos de mercadeo que dieron nueva apariencia a los productos y expandieron el mercado y reestructuró el departamento de contabilidad, sustituyendo los viejos métodos de facturación por un innovador diseño computarizado que les permitía saber exactamente el estado de cuentas de la empresa en cualquier momento dado. Tomás demostró desde el principio ser un empleado eficaz e inteligente que llevaba al día las finanzas de la empresa, que siempre tenía sugerencias e ideas para mejorar el control financiero y aumentar las ganancias de la compañía. Fue él el que propuso diversificar la producción y entrar a competir en otros campos con compañías que tenían tradicionalmente el monopolio, con las que nadie había pensado competir. Al cabo de dos años Tomás pasó al departamento de ventas y demostró su habilidad para el tratamiento del personal, su imaginación para crearle mercado a los productos y su talento como publicista. Al cabo de seis años la compañía era una de las más grandes del país, tenía varias subsidiarias y las ventas ascendían a varios millones de pesos anuales. El día en que inauguraron el nuevo edificio en la calle Corrales, Tomás se sintió dichoso. Aunque la compañía no era suya sabía que gran parte del triunfo se debía a su trabajo y su talento, gozaba de buen sueldo y buenas bonificaciones y poco a poco iba ahorrando capital para instalarse algún día por su cuenta. Mientras tanto había aprendido mucho, ahora conocía mejor el mercado y sus necesidades, había aprendido a lidiar con el gobierno y a sacarle buen partido a las leyes de protección empresarial, y sobre todo, tenía todas las conexiones y los contactos que necesitaría un día para instalarse por su cuenta. Aunque parecía no prestarle importancia, sabía que en cualquier momento el jefe le comunicaría su decisión de ascenderlo a vicepresidente ejecutivo, y aunque había planeado decirle que tenía que pensarlo, sabía que aceptaría el nuevo puesto.

Tomás estiraba el brazo por encima del hombro y lo dejaba caer suavemente al agua, juntaba los dedos y describía un semicírculo perfecto sintiendo la presión del agua y la tensión de los músculos, movía las piernas con un balanceo constante y suave y torcía el cuello sacando la cara del agua y respirando por la boca. Tenía los ojos cerrados pero sentía la sal en los labios y las olas pasándole por la espalda. Pensó que no había traído los anteojos de nadar y que le hubiera gustado poder ver la arena del fondo en aquella agua tan clara y cristalina. Nadaba paralelo a la costa y regresó nadando despacio, moviendo ambos brazos al mismo tiempo, estirando y encogiendo las piernas y tomándose tiempo en la superficie para respirar. Cuando veía una ola, se sumergía un poco y podía sentir el torbellino de agua pasándole sobre la cabeza, para surgir de nuevo a la superficie en un mar tranquilo y brillante.

A Susana la había conocido en los últimos años de universidad, cuando él terminaba la maestría en Administración de Empresas y ella se graduaba de Decoradora de Interiores. Aunque le gustó desde que la conoció e inmediatamente la invitó a salir, su amor se había desarrollado con el tiempo, a medida que se fueron conociendo y Susana demostró tener una capacidad especial para encontrar lo mejor que había en él. Lo que en un principio le pareció frivolidad y pragmatismo, resultó ser más adelante serenidad ante las cosas de la vida y madurez en su visión del mundo. Susana tenía un gran sentido estético de la vida y las cosas de mal gusto le repugnaban, no sólo por su apariencia exterior, sino por el espíritu que alentaba esa falta de coordinación y de estética. Amaba las cosas simples y era capaz de descubrir belleza en los asuntos más cotidianos y rudimentarios. Odiaba las complicaciones y los afeites pero sabía darle a todo un toque original y atractivo. Era así en su vida amorosa y en sus trabajos profesionales, nunca se quejaba por las condiciones o el estado de las cosas sino que trataba de sacar el mejor partido de ello. No era coqueta ni voluptuosa, y a Tomás, a quien siempre le habían atraído las mujeres llamativas, le resultó al principio un poco insípida e impersonal, pero al poco tiempo descubrió que la imaginación y la alegría podían más que la ilusión del deseo y la codicia. Se amaron la primera noche sin mucha pasión, después de salir varias veces a cenar y al cine, porque Susana tenía una forma de llevar la conversación por senderos inusitados, de forma que se encontraban a las tres de la mañana, sentados en la mesa de un café, conversando sobre la película de Pasolini que acababan de ver, sin que Tomás hubiera tenido la oportunidad de empezar su cortejo sensual. Pero a medida que siguieron acostándose Susana fue sacando poco a poco sus dotes de seductora, de forma que ninguna noche era igual a la anterior, descubriendo siempre nuevos caminos en su búsqueda del placer, siempre con un sentido exacto de la elegancia y la distinción, pero con suficiente fuego en sus entrañas para mantenerlo enamorado el resto de su vida. Se casaron una noche de septiembre, año y medio después de haberse conocido, y después de ocho años y dos hijos Tomás se sentía más enamorado que el día en que se casó.

Boca arriba, con las piernas juntas y los brazos estirados Tomás flotaba en el océano con los ojos cerrados. A través de los párpados veía la luz violeta del sol descomponerse en aros blancos y estelas, sentía su cuerpo subir y bajar en cada ola con una suavidad ingrávida que lo sacaba de esta órbita y lo depositaba más allá de la galaxia, donde las cosas no tienen peso y la velocidad es estática. Sintiendo en su rostro los rayos del sol Tomás recordó la mañana en que su padre le enseñó a flotar, cuando él tenía cinco años, en una trajinada piscina de Puerto Azul. Recordando escuchó la voz intermitente de su padre, sus manos tibias sosteniéndolo por los brazos hasta ponerlo horizontalmente en el agua, sus dedos imperceptibles sosteniéndolo por la espalda, diciéndole que se relajara, que no hiciera ningún esfuerzo, que respirara suavemente, sin moverse, sin preocuparse de los otros chicos que gritaban y se zambullían a su lado, y la sensación de que todavía estaba ahí, al lado suyo, sosteniéndolo, cuando su padre ya se había apartado a una orilla y lo veía flotando con satisfacción.

Esther había nacido al año siguiente del matrimonio, un cuatro de agosto, y Tomás todavía recordaba la cara de Susana que hasta en los momentos del parto, mientras pujaba con todas las fuerzas de sus entrañas, se mantenía bonita y arreglada, contrayendo los labios y cerrando los ojos de dolor, pero con toda la prestancia de una mujer para quien los aconteceres de la vida eran una oportunidad para lucir sus gracias. Tres años más tarde nació Edgardo y Tomás se sintió el hombre más dichoso de la tierra cuando al domingo siguiente se reunió toda la familia en la casa que habían comprado en las afueras, y Susana, adolorida aún por el embarazo, se movía entre los invitados recibiendo con sencillez los cumplidos de los familiares, con su hijo recién nacido entre los brazos, y Esther, que cada día se parecía más a su madre, doblando las servilletas en el bar y asegurándose que todos estaban bien servidos.

Tomás nadaba un poco mar adentro, observaba el comportamiento de las olas y esperaba la más grande. Cuando empezaba a crecer, levantándose poco a poco y formando una depresión verdosa Tomás se impulsaba con los brazos y los pies y empezaba a nadar rápidamente en dirección de la costa, entonces sentía cómo la ola iba cobrando fuerza por debajo de él, lo levantaba al vuelo con dulzura y lo suspendía en el aire, con medio cuerpo fuera del agua, las manos estiradas y la cabeza recta entre los brazos, sentía que poco a poco la ola empezaba a romper y la espuma se estregaba en su dorso y sus costados, sentía en el cuerpo las convulsiones del agua, escuchaba el rugido del océano en sus huesos y la potencia con que el mar lo sacaba en vilo, impulsándolo con la fuerza misteriosa de la luna hasta morir poco antes de llegar a la playa, lleno de sal y alegría, desorientado, sin saber en dónde se encontraba, renacido de las entrañas mismas del mar.

Qué linda que era la vida. Ser feliz no era tan difícil como saber que se era feliz, tener conciencia plena del momento de felicidad, saber que en ese momento se era feliz, y no simplemente poder recordarlo en un pretérito borroso y tener la certidumbre de haber sido feliz en aquel entonces. Tomás se escurrió la cara con las dos manos y miró hacia la playa. Edgardo lo veía desde la costa con el pelo sobre la cara y el balde y la paleta en la mano. Tomás creyó verse en aquel momento, hacía muchos años, con el mismo balde plástico y la paleta de construir castillos, miró más allá y vio la cabaña de madera, vio a Susana en el pórtico con los anteojos oscuros en la mano, dejando que el sol invadiera su cara, que penetrara plenamente su epidermis cremosa, y a su lado vio a Esther, delgada y sonriente, con su traje de baño de colores. Tomás los saludó con una mano y se tiró de espaldas en el agua, con los brazos abiertos y los ojos cerrados, cayendo como cae un astronauta en el vacío infinito. Dejó que el mar lo abrazara con todos sus tentáculos, dejó que la resaca lo impulsara iracundo mar adentro, dejándose llevar como se deja llevar un hombre por el triunfo, sin mover un solo dedo, sin pensar un solo pensamiento para que nada interrumpiera ese viajar inenarrable por la epopeya marítima, ese deslizarse ingrávido por el tiempo de las olas, envuelto en la felicidad plena e insuperable del regreso, del inevitable retorno de los seres a su ser, del encuentro consigo mismo en la comunión de las aguas, del éter impertérrito, de la felicidad consciente y de la nada.

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Copyright ©Nicasio Urbina, 1991
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Fecha de publicaciónMayo 2002
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