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Ficción incluida en el libro Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (Ediciones Carena, Barcelona, 2005).

Nuevas leyes inmobiliarias

Fernando Sorrentino
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A mi entender, el Estado no brinda suficiente publicidad a las nuevas leyes que promulga.

En época reciente se introdujeron en la legislación inmobiliaria innovaciones bastante importantes; pese a ser asiduo lector de diarios, sólo ayer me enteré de la existencia de nuevas leyes inmobiliarias, y, aun así, mediante un conducto semioficial.

Hace quince días me casé con Susana. Es una muchacha instruida, despierta y trabajadora; está empleada en un estudio jurídico de la zona de los Tribunales: a pesar de la índole de sus tareas, tampoco ella sabía nada de las nuevas leyes inmobiliarias.

Entre los dos, con muchas privaciones e interminables cuotas, logramos adquirir un modesto departamento en el barrio del Pacífico. Nos casamos, nos fuimos de luna de miel y, al cabo de dos semanas, volvimos a Buenos Aires.

En nuestro dormitorio encontramos una jaula; en la jaula, un hombre encerrado.

Para hacerle lugar a la jaula en el dormitorio, habían desalojado la cama; para hacerle lugar a la cama en el comedor, habían comprimido la mesa y las seis sillas contra una pared. En seguida vi que había en el comedor más muebles que los que hubieran cabido en una distribución normal, y que, obstruidas por la cama, jamás podrían abrirse las puertas de los armarios. Aquellas operaciones tampoco habían sido realizadas con un mínimo de cuidado, de manera que muebles, pisos y paredes mostraban rayaduras y golpes.

En el dormitorio sólo estaba la jaula. Ésta guardaba, en escala mayor, un diseño parecido al de las jaulas para loros. Tenía una base circular, de tres metros de diámetro, y rejas verticales que, a modo de meridianos, se iban uniendo hacia arriba, hasta culminar en una cúpula puntiaguda, que rozaba el cielo raso de la habitación.

El preso, sentado en su cucheta, era un hombre pálido y triste, con un rostro ancho y brillante, como recién rasurado. Daba la impresión de extrema pulcritud y también de algo antiguo o anacrónico. Los engominados cabellos negros, peinados hacia atrás, se aplastaban brillantemente contra su cráneo. Vestía traje cruzado, negro, con finas rayas grises, de solapas y bocamangas muy anchas; camisa almidonada, de impecable blancura; corbata oscura y sobria; zapatos negros, muy lustrados; sobre las rodillas, y entre ambas manos, sostenía un sombrero gris, tan limpio, tan antiguo y tan nuevo como el resto de su persona. Esos elementos de otras épocas que parecían recién fabricados me inspiraron una idea molesta de utilería, de disfraz, de reconstrucción arqueológica.

Todo esto lo fuimos viendo más tarde. Al principio, Susana y yo experimentamos, sin duda, una conmoción: yo no sé qué habremos dicho en los primeros momentos de sorpresa. Sí sé que el preso aguardó que nos calmáramos y dijo:

—No los esperaba hoy. Según mis informes —consultó una carpeta de aspecto legal—, ustedes deberían haber regresado mañana por la noche. El cronograma es bien claro —leyó—: «viernes 12, instalación del tutelado; sábado 13, jornada de adaptación física y psicológica; domingo 14, arribo de los tutores». Y hoy, si no me equivoco, es sábado 13.

—Es cierto —respondí—; adelantamos la fecha de regreso. Pensándolo bien, siempre resulta desagradable volver pocas horas antes de reintegrarse al trabajo.

—También resulta desagradable recibir gente antes de lo previsto.

—Tal vez. Pero nosotros contábamos con descansar todo el día de mañana y volver el lunes a nuestros empleos.

—Sin embargo, no les hubiera costado un esfuerzo excesivo enviar un telegrama para informar del cambio de fecha. Yo no creo que al señor Rocchi le agraden estas informalidades que, en cierta medida, introducen un factor de perturbación en mis proyectos para esta noche.

—¿El señor Rocchi? ¿Usted se refiere al propietario de la empresa inmobiliaria?

—¿A quién, si no? Él en persona se ha encargado de efectuar todas las gestiones, incluso las más engorrosas e irritantes. No ha querido dejar nada librado a las posibles negligencias de sus empleados. Y le aseguro que no son trámites placenteros ni rápidos. El señor Rocchi se ha visto obligado a descuidar la atención de su empresa. Esto le inferirá, tarde o temprano, perjuicios económicos de importancia. Pero el señor Rocchi sostiene la idea de que todos los ciudadanos deben extremar su celo para cumplir y hacer cumplir las leyes.

Había una incongruencia en el preso. Por su aspecto, uno esperaba oírlo hablar como cantor de tangos de película argentina de la década de 1940; en cambio, hablaba sin levantar la voz, con burocrática precisión, con cierto desdén hacia mí, con servilismo hacia el señor Rocchi.

Decidí poner las cosas en su lugar.

—¿Leyes? ¿Qué leyes son ésas? —dije, exagerando mi desprecio—. ¿Y desde cuándo el tal Rocchi, un mero comerciante, tiene poder para hacer cumplir las leyes?

Sin querer advertir la carga agresiva de mis preguntas, continuó con su tono indiferente:

—Paso por alto la expresión mero comerciante, sobre la que prefiero no abrir juicio, aunque le hago saber que no la comparto en absoluto. Usted es una persona joven, una persona que aún no conoce la vida. Es, además, una persona recién casada: preocupaciones vinculadas con su casamiento le han impedido interiorizarse de ciertos cambios introducidos en la legislación inmobiliaria.

—Comprendo: el señor Rocchi ha sido designado magistrado.

—Yo no he dicho tal cosa —con rítmicos golpes del sombrero sobre las rodillas fue subrayando los diversos puntos de su explicación—. Me he referido, sí, a algunos cambios introducidos en las leyes inmobiliarias. Ahora bien, en un sentido lato, podríamos admitir que el señor Rocchi es ahora un magistrado. Esto es tan cierto como que también usted es, dentro de ciertos límites, un magistrado.

—¿Yo, un magistrado? —ensayé una risita incrédula.

—Desde un punto de vista amplio y dentro de ciertos límites, sí. En el sentido estricto del término, usted no alcanza la jerarquía de magistrado, sino apenas la de una especie de auxiliar de los magistrados.

—¿Un auxiliar del señor Rocchi, entonces?

—A mí no se me ha hecho llegar comunicación oficial sobre el carácter de magistrado del señor Rocchi, y sería imprudente adelantarme al informe de las autoridades. Sin embargo —bajó la voz y me hizo señas de que me acercara a la jaula—, creo que, en efecto, el señor Rocchi es ahora un magistrado; aunque, desde luego, no tiene usted derecho de hacer uso público de esta confidencia.

—¿Y por qué me hace usted esa confidencia a mí, un desconocido?

—Mi regla de oro, señor, es Vivir y dejar vivir. Y a ésta podríamos agregarle una segunda regla, que la complementa y perfecciona: saber convivir. Puesto que pasaremos bastante tiempo bajo un mismo techo, deberíamos procurar ser amigos. Y una confidencia es una buena puerta para llegar a la amistad.

—¡Bastante tiempo bajo un mismo techo!

—Así es, señor. Tratemos de acostumbramos a nuestra nueva situación. Yo soy mayor que usted: treinta años, quizá cuarenta, o aún más. Sin embargo, observe qué poco he progresado en mi vida; tras tantos años, me encuentro aún en el grado más bajo del escalafón carcelario: sólo soy un preso. En cambio, usted, pese a su juventud e inexperiencia, todavía es un hombre libre y ya logró el primer honor en la carrera de los magistrados carcelarios: el grado de auxiliar.

Susana, que había escuchado en silencio este diálogo, estalló:

—¡Jamás en mi vida he oído tantas estupideces juntas! ¿Cómo pueden hablar de temas secundarios, en vez de ir al problema básico? O sea: ¿qué demonios está haciendo este hombre con su horrible jaula en nuestro dormitorio? Y además: ¿por qué han llevado la cama y demás muebles al comedor, y quién pagará los daños que les produjo la mudanza?

—Señora, su inquietud es justificable y tiene derecho a manifestarla, si bien no aplaudo que la exprese con ese tono un tanto áspero. En sus dos últimas preguntas hay cuestiones de orden práctico, cuyos detalles no domino de manera total. Sé que el traslado de la cama al comedor era una posibilidad hacia la cual los magistrados sintieron renuencia hasta el último instante, y sólo claudicaron cuando se convencieron de que, de lo contrario, sería imposible ubicar la celda en la forma que prescribe el reglamento. ¿Quién pagará los daños?: tengo entendido que las autoridades han creado (o, al menos, proyectan crear) una comisión asesora formada por obreros de diversas especialidades que, en poco tiempo y por una suma módica, dejarán sus muebles y paredes en óptimo estado. Pero antes usted preguntó qué demonios hago yo con mi horrible jaula en su dormitorio. Permítame que sea yo quien le pregunte a mi vez: ¿cree usted que yo estoy aquí por mi propia voluntad?, ¿piensa que me agrada más ser un presidiario que un hombre libre? ¡Qué no daría yo por salir mañana a caminar por el bosque de Palermo!

—Sí —dijo Susana, en un tono menos imperioso—, pero a nosotros no nos interesa si usted está preso por su propia voluntad o por la ajena. Lo que no podemos soportar es su jaula en nuestro dormitorio.

—En realidad, se trata de una celda y no de una jaula; este término posee connotaciones desagradables, ya que la mente tiende a representarse animales en cautiverio: fantasías opuestas al espíritu humanitario que guía a nuestras autoridades.

Esta rectificación volvió a irritar a Susana; repitió varias veces:

—¿Por qué en nuestro dormitorio? ¿Por qué en nuestro dormitorio?

—A eso voy, señora, a eso voy —respondió el preso, con suavidad—. Cuando salió a colación el nombre de nuestro querido señor Rocchi, dejé entrever que se habían promulgado nuevas leyes, a las que, familiarmente, llamé inmobiliarias. En realidad, lo correcto es llamarlas leyes carcelario-inmobiliarias, ya que les son inherentes ambas cualidades.

—En síntesis —interrumpí—, esas nuevas leyes, cualquiera que sea su nombre, determinan que esté usted preso en nuestro dormitorio.

—Mi querido señor, el suyo es un esquema demasiado simplista, ya que reduce, de manera arbitraria, lo general a lo particular. Para responderle con claridad: ninguna ley dispone (y, en virtud de su mismo carácter de ley, jamás podría disponer) que yo, en cuanto individuo particular, cumpla mi condena en este dormitorio: las leyes no se dictan para los individuos sino para la comunidad.

Colocó el sombrero, por su parte interior, sobre el índice izquierdo y, tomándolo del ala con la mano derecha, le imprimió un veloz movimiento de rotación. Mientras tanto, me miraba como a la espera de que yo volviese a interpretar de manera errónea sus frases.

—He comprendido —dije—. Le ruego que continúe.

No parecía esperar otra cosa:

—Yo sólo soy un preso, o recluso, ya que ambos términos pueden considerarse sinónimos en determinadas circunstancias. Dentro del sistema carcelario cumplo una función; una función precisa, pero la más humilde. Ustedes dos poseen, en la jerarquía carcelaria, el grado inmediatamente superior al mío. Deberían, al menos en teoría, dominar el conjunto de leyes mejor que yo. Pero, en la práctica, no siempre sucede así. Esto es comprensible: yo hace muchos años que pertenezco al sistema carcelario, mientras que ustedes acaban de ser admitidos en él. En apariencia, no sienten la inmensa alegría acorde con esa admisión tan promisoria; pero tal fenómeno, aunque dista de ser mayoritario, suele presentarse las más de las veces. Confío en que, cuando ustedes se compenetren de la letra y del espíritu de las nuevas leyes, sentirán no sólo alegría por pertenecer a dicho sistema, sino que, inclusive, sentirán orgullo.

—Quizá —dije—. Pero, ¿quién nos instruirá? ¿El señor Rocchi?

—El señor Rocchi es la persona más adecuada para desempeñar esa labor docente. Pero existen magistrados de mayor jerarquía, que podrían impartirles una enseñanza más luminosa y más profunda, aunque no está previsto que lo hagan. Para esta iniciación, yo mismo puedo trazar para ustedes un panorama sobre los alcances de las nuevas leyes carcelario-inmobiliarias.

—Diga usted. Estoy ansioso por enterarme —exageré; el preso me irritaba con sus circunloquios y pesada verborragia.

—Me agrada encontrar en usted a un espíritu deseoso de cumplir sus responsabilidades. Y mucho más me gustaría poder hacer extensivo este juicio a su esposa, en cuyo rostro aún advierto signos de impaciencia y escepticismo, que espero disipar en seguida con mi exposición.

Sacudí la mano derecha, instándolo a que se apresurara.

—Muy bien —dijo—. Las autoridades han venido interesándose más y más por las condiciones en que se desenvolvía el sistema carcelario. Durante muchos años, diversas comisiones especializadas en distintas ramas del saber realizaron estudios e investigaciones en todas las cárceles del país. Los resultados de estos desvelos indican que la antigua organización carcelaria estaba caduca y ya no respondía a las necesidades de la sociedad moderna. Por lo tanto, las autoridades no vacilaron en reemplazar el obsoleto sistema carcelario por otro sustentado en ideas más prácticas y humanitarias. Ya no existen cárceles en el viejo sentido de ese vocablo. La antigua cárcel traía aparejados significativos inconvenientes. Sobre todo, la continua tensión nerviosa a que eran sometidos los alcaides. El solo hecho de ser la máxima autoridad en un establecimiento que albergaba mil o dos mil presos suministra una idea de los ajetreos y tribulaciones que sufrían estos funcionarios. Estaban abrumados por tareas exasperantes y disímiles. Además de ocuparse del cuidado y la seguridad de los presos, también debían dirigir las tareas de los guardiacárceles y del personal de maestranza en sus distintos sectores y dependencias; controlar la cantidad y la calidad de las entregas de las empresas proveedoras de alimentos y ropas; vigilar el funcionamiento de las instalaciones eléctricas, del gas, de las aguas corrientes; supervisar el buen estado de las comidas y la higiene de la vajilla y demás elementos afines, tales como cocinas, hornos, hornallas... ¿Lo aburro, tal vez?

No sólo me aburría: me impacientaba hasta un grado insoportable.

—No —dije—, pero le rogaría que obviase tantos detalles... Puedo imaginar la tarea de los alcaides.

—¡Oh, señor! ¡Qué candidez, la suya! —exclamó, con sonrisa forzada—. ¡Imaginar la tarea de los alcaides, nada menos! Sólo quien haya vivido en contacto con ellos puede forjarse una idea aproximada de la ímproba labor que desarrollaban estos abnegados servidores públicos. Yo puedo dar fe de hasta qué punto estaba mal remunerado el trabajo de los alcaides. Tanto es así, que los presos organizamos muchas huelgas de hambre con el fin de llamar la atención de las autoridades hacia esa injusticia. Yo dirigí la mayoría de esas huelgas, razón por la cual gozaba de la particular estima de nuestro alcaide. Me enorgullezco en declarar que hemos logrado ciertas mejoras y remuneraciones adicionales que, si bien no estaban aún acordes con lo que los alcaides merecían, se acercaban a un concepto de retribución más justa.

—De modo que los alcaides quedaron entonces satisfechos —dije, con el propósito de dar por concluido ese tema.

—¿Quién puede saberlo? Los alcaides son personas sacrificadas y austeras, e incapaces de manifestar la mínima queja. En apariencia, sí: quedaron satisfechos; pero yo, íntimamente, creo que no. Y me baso en la siguiente anécdota. Sucedió hará unos dos meses, época en que, aunque nosotros lo ignorásemos, estaban redactándose los lineamientos del nuevo sistema carcelario. Era miércoles, el día establecido para que el alcaide recibiera visitas. La hija del alcaide llevó a la cárcel a su niño de ocho años. El alcaide se emocionó mucho al conocer a su nieto y jugó un buen rato con el niño, enseñándole a escribir a máquina, o, mejor dicho, a divertirse un poco apretando las teclas al azar. El alcaide estaba tan feliz que, quizá, le habría pedido a su hija que se quedase en la cárcel más allá del horario prescripto. En fin, se retiraron la hija y el nieto, y el alcaide quedó en su despacho, acompañado sólo por mí. Yo estaba efectuando la contabilidad de la cárcel: en vista de que las autoridades no lo proveían del personal suficiente, era costumbre del alcaide convocar a algunos presos para que realizaran determinadas tareas. Yo me contaba en el número de estos escasos privilegiados, como se contaba, en realidad, la mayoría de los presos: estaba, pues, trabajando en los libros contables frente a un pequeño pupitre verde, junto a su escritorio. El alcaide revisaba unos papeles, mientras escuchaba un programa de radio. (Este receptor le había sido entregado como parte de las mejoras obtenidas gracias a nuestras huelgas de hambre. La radio me molestaba, pues me distraía de la labor que estaba realizando. Desde luego, jamás me habría atrevido a pedirle que la apagara o, al menos, que atenuase su volumen, aunque, en ese caso hipotético, el alcaide se habría apresurado a complacerme.) Al cabo de un rato, el alcaide, cansado y abatido, se quitó los lentes y con el pulgar y el índice se oprimió el puente de la nariz. «Dígame, querido amigo», dijo, «a su juicio, y le ruego que sea sincero: ¿no cumplo yo con eficiencia y con total dedicación mis funciones de alcaide?» Su rostro estaba extremadamente triste. «Sí, señor alcaide», contesté, «y, más aún, creo que usted se excede al trabajar tanto y al quedarse a menudo las noches enteras sin dormir.» «Eso es cierto», repuso, «y, sin embargo, las autoridades me han enviado una carta» (me mostró un documento con membrete oficial) «en la que hay implícito un reproche hacia mi manera de desempeñarme.» «¡Pues mande usted al diablo a esos señorones que se pasan la vida muy cómodos en sus escritorios, mandando cartitas a quienes se desviven por el bienestar de los presos!» Yo me había extralimitado: el alcaide palideció. «Por el afecto que siento hacia usted, querido amigo», dijo, «prefiero hacer como que no he oído ese exceso verbal, impropio de un recluso que goza del aprecio de las autoridades.» Una lágrima rodó por la mejilla del alcaide. Iba a agregar algo, pero en ese instante llamaron a la puerta. Por la manera impertinente de golpear nos dimos cuenta de que era el subalférez de administración, enemigo mío y también de nuestro alcaide, cuyo cargo codiciaba desde hacía tiempo. Entonces el alcaide me entregó el sobre vacío de la carta de las autoridades; seguro de que el subalférez estaría tratando de escuchar nuestra conversación, susurró: «Guarde este recuerdo, querido amigo, para que le sirva de consuelo cuando yo no exista.»

Con precauciones, temiendo ajarlo, el preso me mostró el sobre, envuelto a su vez en un papel transparente. Esbocé el ademán de tomarlo, pero él lo guardó con rapidez.

—Yo estimo que el alcaide no sabía que el nuevo plan se había puesto en marcha. De lo contrario, no se explica que se mostrara tan melancólico: el plan lo hubiera llenado de alegría. Tres días después del episodio de la carta, el alcaide murió. Fue reemplazado por un hombre joven, con ideas diferentes, que ya no me invitó a que realizara la contabilidad de la cárcel. Me alegró que este desconocido, y no el subalférez de administración, fuera honrado con aquel cargo. Se produjeron algunas innovaciones superficiales y efímeras. Pero el nuevo plan carcelario ya era un hecho. Dos principios interrelacionados, que llamaré a y b, sustentaban la ideología de todo el sistema: por a, se procuraba la progresiva reintegración del preso en la sociedad; por b, se buscaba el reemplazo del antiguo sistema de unidades carcelarias colectivas por otro de unidades carcelarias individuales. Se promulgaron las leyes, en cuya redacción tuve, como diputado de los reclusos, un papel decisivo. Con la colaboración de las empresas inmobiliarias, los presos se distribuyen en las nuevas viviendas que estrenan sus compradores. Las antiguas cárceles van quedando vacías y serán demolidas para dar lugar a plazas y parques, que servirán de solaz y esparcimiento a niños y ancianos, y constituirán un valioso aporte para la lucha contra la contaminación ambiental.

—Pero, ¿por qué en las nuevas viviendas?

—Las viviendas antiguas no siempre guardan las condiciones de comodidad que exige el moderno código de edificación. Una vivienda en mal estado, con grietas en las paredes, o con detalles arquitectónicos pasados de moda, influye de modo negativo en el espíritu del preso. Los estudios más avanzados demuestran que un ámbito de prisión aseado, luminoso y nuevo obra de manera fundamental en la reinserción del preso en la sociedad. En contra del alojamiento en viviendas viejas, hay una circunstancia más seria. Sería chocante para una familia que, desde hace diez, quince o veinte años, habita una vivienda, encontrarse un buen día con que sus miembros deben albergar a un preso. Esta situación introduciría un cambio brusco que sería muy nocivo para el bienestar del preso. En cambio, la presencia de un recluso en una vivienda recién estrenada resulta un hecho natural, y los guardianes se acostumbran con rapidez a la idea de que el preso siempre ha formado parte de la casa. En estos departamentos modernos tan pequeños, tan impersonales, carentes de la comunión con la naturaleza que brindan las plantas, las flores y los animales domésticos, un preso constituye un motivo de inmensa alegría para sus guardianes: es como si Dios les hubiera dado un hijo, con todas las satisfacciones que causan sus gracias infantiles y sin ninguna de sus desventajas, tales como llantos nocturnos, pañales sucios, travesuras...

—¿Así que Susana y yo somos sus guardianes, y usted, nuestro preso?

—En general, sí. Pero no justifico el uso de esos adjetivos posesivos, salvo que quiera usted darles no el sentido de propiedad sino una connotación de afecto o amistad. Además, y aunque yo los he empleado para que mi explicación fuera más accesible, los términos guardianes y presos no son los que utilizan las autoridades. Prefieren hablar de tutores y tutelados, vocablos que carecen de la dureza semántica de aquéllos y que se adecuan con exactitud al principio a del sistema: la progresiva reinserción del preso en la sociedad. ¿No lo cree usted así?

—Quizá las autoridades estén en lo cierto. Pero se han excedido al asignarnos tareas que no sé si tendremos tiempo para cumplir.

—Nada de eso; no se preocupen. Sus tareas son escasas y sencillas, si bien ad honórem, y no pueden compararse ni remotamente con las de los antiguos alcaides. Sólo deben proveerme, en cantidad y calidad adecuadas, de comida, ropa limpia, asistencia médica y psicológica, ejercicios gimnásticos, elementos de higiene tales como jabón, brocha, crema y máquina de afeitar con sus correspondientes hojas de acero inoxidable, pasta dentífrica, cepillo de dientes, toallas... En suma, las cosas a que se hace acreedor un ser humano en cuanto tal. Naturalmente, deben mantener el cuarto de baño e instalaciones sanitarias en óptimo estado de limpieza. Por otra parte, las autoridades han previsto no sólo la rehabilitación física del tutelado, sino también su rehabilitación espiritual. Por lo tanto, deben ustedes proporcionarme medios de esparcimiento e información: diarios, revistas, libros, un televisor, un equipo de audio. Dos veces por semana (los martes y los jueves a la noche), acostumbro recibir a personas de mi amistad: son, en general, señores de mi época, aficionados a los naipes y a los dados, bastante correctos, si bien últimamente se ha agregado a nuestro círculo un grupo de jóvenes de ambos sexos, ruidosos y alegres, a los que es imprescindible agasajar con entremeses y bebidas. Mis antiguas amistades consideran un acierto haber inyectado en nuestras tertulias ese torrente de sangre nueva, iniciativa que servirá para cambiar ideas y opiniones entre dos generaciones distintas. En bien de la armonía que debe imperar entre seres civilizados, les ruego no tomen a mal sus insolencias y groserías, que, en realidad, son exteriorizaciones de su juventud y vitalidad desbordantes.

—¿Cuántas personas serían?

—Entre personas maduras y jóvenes, nunca más de dieciocho o veinte. Asimismo, aunque soy hombre de cierta edad, no he abandonado la práctica de mis actividades sexuales: todos los sábados por la noche recibo la visita de una señorita llamada Cuqui, una muchacha encantadora, culta y simpática. Una joven de tantos méritos no podría estar enamorada de un pobre recluso como yo, de modo que deberán ustedes retribuir económicamente sus favores. Ignoro cuál es la tarifa, pues odio ocuparme de asuntos de dinero: ya se arreglarán ustedes con el administrador de la señorita Cuqui. También me place en extremo el arte, y tres veces por semana (lunes, miércoles y viernes) tomo lecciones de batería con un profesor particular, un joven rockero enamorado de la música delicada, que les cobrará razonablemente. Como ven, soy un hombre activo y pletórico de inquietudes espirituales. Hay, además, otros puntos secundarios respecto de la documentación que deben elevar, en forma mensual, a las autoridades, sobre los que ya les informará el señor Rocchi mañana. Yo, en cuanto ínfimo presidiario, me muestro humilde y no soy suspicaz: trataré de disimular los errores o negligencias leves en que ustedes incurran, siempre que no sean demasiado frecuentes. Inclusive podría lustrar mis zapatos, a fin de evitar un lustrado deficiente. Asimismo podría confeccionar la contabilidad de esta casa, labor que me serviría para rememorar aquellos tiempos felices con el antiguo alcaide...

—¡Pero si nuestro presupuesto es muy ajustado —lo interrumpió Susana— y apenas nos alcanza para vivir! ¿Cómo podríamos hacernos cargo de tantos gastos?

—Yo nunca he sido un hombre de suerte —dijo con tristeza—. Otros presidiarios, de escasos méritos, fueron alojados en hogares de sólida posición económica... En fin, así es la vida... Yo —volvió a su tono de burócrata eficaz— lo único que puedo aconsejarles (extraoficialmente, se entiende) es elevar a las autoridades una carta-documento, en la cual deben describir en detalle su problema, acompañada por una foja adicional, en papel sellado, y firmada por dos testigos mayores de edad y con título universitario de doctor en ciencias económicas o, en su defecto, de contador público nacional; en esta foja, de la que deben remitirse un original y cuatro copias, autenticadas por escribano público, constarán los ingresos y las erogaciones mensuales de dinero, de manera que de su análisis se infiera la existencia de un déficit considerable. Las autoridades tienen la mejor voluntad para resolver los problemas de los tutores, y es posible (y yo podría agregar una breve carta de recomendación) que honren a ustedes con una de las denominadas becas de tutor, recientemente instituidas.

Calló, como dando a entender que se había excedido al revelar esta ventaja. Tuve que preguntar:

—¿En qué consisten las becas de tutor?

—Estas becas implican para los tutores un derecho y un deber. En cuanto al primero, para que puedan ustedes ayudarse a solventar los gastos de manutención del tutelado, las autoridades intentarán conseguirles un empleo nocturno adicional: el más común es el de centinela de algún establecimiento industrial, en el caso de los hombres; en lo que respecta a la señora, creo que podré interceder ante la señorita Cuqui para que ésta la inicie en los misterios de su apostolado. A cambio de estos privilegios, ustedes tienen el deber de asistir a unos cursos, de aranceles bastante reducidos, que dictan las mismas autoridades, en un instituto de la ciudad de Luján, inaugurado ad hoc, con el fin de instruir a los tutores para que puedan afrontar del mejor modo posible sus nuevas responsabilidades.

—¡En Luján! —dije estúpidamente—. ¡Tan lejos...!

—No tienen ninguna obligación de solicitar la beca —repuso con frialdad.

—¡Pero todo esto es terrible! —exclamó Susana.

—Me sorprende esa opinión —contestó el tutelado—. Hay mucha gente valiosa (comerciantes, profesionales, políticos, diplomáticos, militares, banqueros) que sentirá envidia de la confianza con que las autoridades han honrado a ustedes, individuos sin ningún mérito. Muchas personas principales han enviado solicitudes suplicantes a las autoridades para que les adjudiquen algunas tutorías vacantes. Grandes influencias se mueven en torno de este asunto... En fin —agregó, bostezando—, Dios le da pan a quien no tiene dientes... A propósito, ya es casi la hora de la cena. No soy delicado para comer y no tengo preferencias especiales: me conformo con cualquier comida, siempre que sea abundante, variada, con los condimentos apropiados, y acompañada de vino tinto de excelente calidad.

Susana corrió a la cocina.

—Siempre acostumbro bañarme antes de cenar —agregó el tutelado—. Es un hábito que nos inculcó el antiguo alcaide. Ésta es la llave de la celda.

Me la entregó a través de los barrotes. Abrí la puerta y el hombre salió. Lo miré mejor: de su mismo anacronismo brotaba ahora una paradójica sensación de salud, de fuerza, de bienestar.

—No es imprescindible —dijo— que usted conserve la llave en su poder. Como uno de mis principios es causar la menor cantidad posible de molestias, puede dejármela en custodia, con el fin de que yo entre y salga cuando lo necesite. ¡Señora! —gritó—. ¡Me sube un poco el calefón, por favor, que anoche casi me muero de frío! Y usted, haragán —me asestó una palmada simpática en la espalda y señaló el armario—, alcánceme un toallón limpio y, como último plazo mañana, a ver si me consigue un champú para cabellos grasos.

Obedecí. Con aire satisfecho, se colgó el toallón en el cuello; abandonamos el dormitorio, llegamos frente al cuarto de baño.

Guiñó un ojo y, sonriendo, me dijo en voz baja:

—Hoy quiero estar insuperable...

Al advertir que yo no lo entendía, aclaró:

—¿Qué día es hoy? Sábado. ¿Quién viene esta noche a visitar a este pobre tutelado? Cuqui. ¿A qué hora? A las doce de la noche.

Me sorprendió la conversión en maneras procaces de su anterior tono burocrático. Pero este nuevo estilo no era definitivo, y siempre pasaría con comodidad de uno a otro:

—Cuqui —agregó— es una muchacha pudorosa, y no le gustaría encontrar en esta casa gente extraña. Así que, por favor, a las once y media, usted y su esposa tendrán la amabilidad de retirarse —subrayó la última palabra con un chasquido de dedos y un silbidito que daban idea de desaparición rápida.

Apoyó la mano en el picaporte del cuarto de baño:

—Voy a utilizar la cama matrimonial: inexplicablemente, ha escapado a la proverbial perspicacia de las autoridades la notoria incomodidad de la cucheta reglamentaria para efectuar estos menesteres.

De pronto pareció asustado y miró hacia un lado y otro:

—Quede en claro que empleo esta frase —susurró en tono receloso— no con intención de censura indiscriminada sino como crítica constructiva. Ah... —levantó la voz—, casi me olvido: sábanas sin usar, se lo ruego.

—Este... ¿Y cuánto demorará la... la cosa?

—Je —sonrió con fatuidad—. El pibe —puso el índice derecho en su corbata— ya no está como en sus mejores tiempos, pero así y todo... Pueden volver a las tres y media o cuatro de la mañana. Con el fin de evitar situaciones chocantes que puedan herir el candor de la señorita Cuqui, antes de entrar dé tres golpecitos en la puerta del departamento: esto nos servirá de contraseña. ¡No! —se rectificó—. Lo más apropiado será que me deje la llave. Si cuando usted toca el timbre, nadie le abre, le ruego que no insista: la señorita Cuqui es una joven llena de energías y, cuando ella concluye su labor, yo suelo sumirme en un sueño tan merecido como profundo. En tal caso, dése una vueltita mañana a las diez en punto: antes de esa hora no, pues aún estaré entregado al reposo; y, después de las diez, tampoco, ya que acostumbro tomar mi desayuno a las diez y cuarto. Mi organismo me permite consumir dulces sin hacerme perder la silueta, por lo que le agradeceré me traiga doscientos cincuenta gramos de masas vienesas.

Entró en el cuarto de baño. Pero yo tenía una incertidumbre: a través de la puerta cerrada, le pregunté:

—¿A cuánto tiempo ha sido condenado?

—A cadena perpetua —contestó, y sus palabras me llegaron ya apagadas por el ruido de la ducha.

A la memoria de mi idolatrado K.
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Copyright ©Fernando Sorrentino, 1976
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Fecha de publicaciónFebrero 2003
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