Es costumbre en algunos países de determinada franja horaria el acomodar la marcha del reloj al acortamiento o alargamiento de las horas de sol, según el transcurso de las estaciones.
Sin embargo y dada la tradicional estructuración de los días, divididos necesariamente en veinticuatro horas, mil cuatrocientos cuarenta minutos, ochenta y seis mil cuatrocientos segundos, dos veces al año acaece un extraño fenómeno de una hora superflua y de otra inexistente. A Dios gracias suele darse a horas intempestivas en que uno duerme y por tanto ni se entera, salvo porque se levanta más cansado por haber dormido menos o con más sueño por haber dormido más.
Y esto dicen que es así para causar la menor molestia posible, para no influir en horarios de trenes u otras cosas vitalmente dependientes de una cifra en una esfera, pero la verdadera razón es que tan sólo los noctámbulos, los que habitualmente conviven con la extrañeza de la noche, son capaces de comulgar con esas dos horas del año. Una mente cuadriculada por el normal costumbrismo no podría siquiera imaginar lo que ocurre en esas horas tan poco ortodoxas: ¿Tendrán, como las demás, también sesenta minutos? ¿Cuántas vueltas dará la manecilla larga del reloj? ¿Cuántos golpes de badajo atronarán los campanarios? ¿Los segundos transcurrirán a la misma velocidad, a segundo por segundo?
A LAS TRES, VUELVEN A SER LAS DOS. Decidido como estaba a averiguar qué pasa con esas extrañas horas, mi primera investigación transcurre durante una fría madrugada otoñal. Me cuesta no quedarme dormido, tomo mucho café y refresco de cola.
Son las primeras dos de la mañana, acabo de leer un capítulo de un libro y por no dejar a medias el siguiente lo abandono, no sin cierto malestar porque la historia había alcanzado un punto álgido y la curiosidad me deja un malgusto amargo en la garganta. Me levanto en dirección al frigorífico para beber agua sin dejar de mirar el reloj, esperando que den las tres en que vuelvan a ser las dos, tropiezo y caigo al suelo, distraído.
Bebo agua, miro por la ventana, no hay ni un alma. Pasa el cercanías de las dos y cuarto, tiembla el suelo como de costumbre, tintinean las copas en la alacena.
Pasa un perro callejero, tiene miedo parece. Después pasa un tremendo gato negro y flaco. Luego pasa un cura. ¿Adónde irá un cura a estas horas? Quizá esté muriendo alguien y vaya a darle la extremaunción. Ahora soy yo quien siente miedo.
Vuelvo al sofá, espero con ansia la hora superflua, pero parece no llegar nunca y el tic-tac tic-tac del reloj me aturde, pienso en espirales concéntricas dando vueltas sobre sí mismas, en el pez que se muerde la cola, en un cazador persiguiendo a un tigre dormido que sueña con comerse a un cazador; pienso en la nochevieja de hace dos años y la del año pasado, que tampoco estuvo mal; pienso en los mismos perros con distintos collares, pienso en un torrente que desemboca en un río que va a parar al mar, en la bruma que se concentra en la playa y la brisa marina que arrastra las nubes, y llueve, y llueve, y llueve.
Me levanto adormecido, aún faltan veinte minutos, pongo un disco pero no me interesa, lo quito pero la aguja no responde y sigue surcando el vinilo, una y otra vez el mismo camino, produciendo las mismas notas. Voy al baño, he bebido demasiada agua, veo desaparecer el papel higiénico por el sanitario, se deshace, es tan poca cosa y sin embargo en el rollo, recién empezado, enroscado sobre sí mismo, tiene tanta dignidad...
Pongo la televisión, anuncian el cambio de hora. ¿Será en directo el programa? ¿El locutor la cobrará como hora extra, o ni siquiera la cobrará, porque es otra vez la misma?
Apago la televisión, faltan dos minutos para la hora superflua, parecen eternos. Veo mi libro, ¿qué estará haciendo el protagonista desde que lo dejé hace una hora? La curiosidad me embarga de nuevo, retomo la lectura pero han dado ya las tres, vuelven a ser las dos, a ver, a lo que estamos, dejo de nuevo al protagonista abandonado a su suerte, me obsesiona la idea de que siga su vida sin que espere a que yo siga con mi lectura; me azoro, siento un profundo desasosiego, no respiro, siento calor en la fría noche, necesito agua, voy tambaleándome hacia el frigorífico y caigo al suelo sin aliento, con un resuello agrio y torpe. Veo los grandes números del reloj de cocina, he de cambiar la hora, no, no hace falta, ¿Ya lo hice? ¿Qué hora es? ¿Qué vez es?
Siento el crepitar de las tablas al paso del cercanías de las dos y cuarto, cojo un vaso tin, tin, lo golpeo con otro al sacarlo, lo lleno de agua y me dirijo a la ventana, en la calle no hay nadie.
Pasa un perro, pasa un gato, pasa el cura de la extremaunción, siento miedo. ¿Qué está pasando? Siento un tremendo desconcierto, voy al baño, pongo un disco para distraerme y está rayado, me encuentro mal, me tiemblan las piernas, me tengo que sentar.
Estoy en el sofá, pongo la tele, reflexiono acerca de lo que ocurre, ¿Es mera coincidencia? ¿O la hora superflua lo es tanto que no puede sino repetirse por siempre? Tengo un terrible presentimiento de haberme quedado inexorablemente varado en la hora superflua. ¿Y si a las tres vuelven a ser las dos de nuevo, igual que la espiral gira sobre sí misma, la cola es mordida por el pez que muerde su propia cola, el mar que desemboca en el río mientras llueve sobre mojado y la bruma empapa los torrentes y las nubes, la historia se repite la historia se repite la historia...?!
Deliro y sueño que me quedo despierto hasta las dos de la mañana la noche en que se retrasa la hora y que a la llegada de las tres vuelven a ser las dos de la mañana del día en que me quedo despierto para vivir la hora superflua, y que tras vivirla caigo en un extraño trance de cosas que se perpetúan por toda la eternidad, y que yo estoy enganchado y que seguiré esperando la llegada de las tres que no llegarán nunca, una y otra vez. Son las dos.
A LAS DOS SERÁN LAS TRES. No contento con tan desconcertante experiencia, me someto a la de averiguar qué pasa en la hora inexistente.
De nuevo, la misma hora para la cita, esta vez el calor hace la espera más pesada, he de tomar café con hielo y refresco de cola muy frío. Quizá no debiera, estoy nervioso y esto lo empeora, ¿que irá a pasarme esta vez?
Podrá pasarme cualquier cosa, porque cuando den las tres no habrá pasado nada. Me preparo para la visita de extraños residentes del submundo, de lo absurdo y de la nada, es su momento: cuando no existe el tiempo es sin duda su momento.
Estoy tremendamente impaciente, de nuevo los minutos discurren sigilosos y lentos, cansados, casi fláccidos.
Por fin dan las dos. ¿O son las tres? No parece que pase nada, espero sentado. Espero un cuarto de hora aburrido. No tiembla la casa, ¿no ha pasado el tren de las dos y cuarto? ¿Por qué habría de hacerlo, si son en realidad las tres y cuarto? No oigo crujir la madera del suelo, no escucho el tintineo de la cristalería, que sigue ahí, en la alacena. De repente, me levanto, pero permanezco en el sofá, y sin moverme me acerco a la ventana, y no veo pasar a un joven borracho, cantando y haciendo eses por la calzada, exponiéndose a los coches que no la cruzan a velocidad vertiginosa.
Tampoco pasan gatos esta noche, ni el gato negro y flaco que es el dueño de la calle, y que ahora parece más fiero que de costumbre, con sus ojos felinos ardientes como brasas en la cálida noche, me mira durante largo rato.
No pongo la televisión, me aburre el programa que ponen acerca del cambio climático, una ecologista gorda y gritona defiende extrañas teorías sobre la eliminación de los aerosoles y su sustitución por desodorantes de barra, le increpan que qué pasa con el resto de aerosoles, los que no son desodorantes, pero no sabe qué contestar, la muy absurda.
No siento sed, ni me levanto en busca de un vaso de agua bien frío, se me cae y he de limpiarlo, y no se seca ni a la de tres, ni con un paño, ni con la fregona, ni con nada porque hay una humedad tremenda que yo no siento, ahí sentado en el sofá sin hacer nada.
No paseo por mi pasillo aún mojado por el agua que no fui a buscar, arriba y abajo, pensando en cosas que no logro imaginar, abajo y arriba, desde el salón al baño y vuelta.
Ni entro al baño, ni enciendo la luz, ni veo en el espejo mi rostro pálido y demacrado y mis brazos frágiles, inermes, y pienso en que necesitaría hacer pesas o algo así para fortalecerlos, pero en realidad, no lo pienso, tan bien que estoy ahí sentado en el sofá sin hacer nada, cualquiera se plantea ahora algo que requiera esfuerzo.
No vuelvo al salón y me siento donde estoy, pongo los pies en lo alto de un cojín y me acomodo aburrido de tanto no hacer, no leo un libro, me queda poco y llego al final, al protagonista lo ajustician en la plaza pública para mi desconsuelo. Sin moverme, no dejo el libro sobre la mesa, es un volumen muy grueso y produce un gran estruendo porque no lo dejo caer con fuerza.
No hablo, y oigo mi propia voz, tan extraña como en una grabación antigua, diciéndome que en realidad no estoy hablando.
No respiro y no muero. Me vence el sueño, pero no duermo y no sueño con que tan sólo han pasado unos segundos desde que dieron las dos, dieron las tres. Y cuando despierto son las tres y apenas unos segundos, y todo está en orden, la hora inexistente ha pasado y sigo durmiendo.
Copyright © | Isabel Enciso, 2002 |
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Fecha de publicación | Mayo 2003 |
Colección | Fabulaciones |
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