Fue en una tarde caliente de enero que entró por primera vez, caminó entre las mesas y se ubicó frente a la ventana. Dalmiro le dio las buenas tardes, con la sonrisa automática de los comerciantes y con pompas mecánicas le preguntó qué se iba a servir. Devolución de cortesías y ginebra.
Ésa fue la primera vez, que con la sucesión de los días y la repetición, buscada o no, creó el misterio.
La vista sobre la ventana, fija vaya a saber en qué. El hielo de la ginebra derritiéndose. El misterio de una postal de atardecer tardío que a veces sólo cambiaba por el paso del tiempo. Como la evolución de una fotografía que transmuta la luz anaranjada del ocaso, como esas fotos en sepia, hasta resaltar los colores, bajo la luz artificial de los fluorescentes. Sin cambiar el objetivo de posición, con movimientos imperceptibles, diminutos.
Y desde la barra el misterio del atardecer para los mismos parroquianos que se agrupaban para el ritual del tinto. Para compartir las rutinas del día. Para mentir y fingir creer. Para justificar la jornada magnificando los matices. Para mentirse y creerse por conveniencia, por necesidad.
El viejo Dalmiro desde hacía un mes se limitaba a darle las buenas tardes y servirle la ginebra. No era necesario preguntar, desde sus pocas palabras ya conocía sus hábitos. Pero sólo eso. Ni su nombre, ni de dónde venía, ni adónde iba ya entrada la noche. Sólo la ginebra y un «buenas tardes» de voz cascada. Los tres pesos sobre la mesa y mañana será otro día.
Cuando los muchachos llegaban se tejían todo tipo de conjeturas sobre el misterioso, no podían soportar la pregunta, se debía responder. Pero esa respuesta cambiaba en cada nochecita, siempre alguien traía un dato nuevo. Una fabulación, a veces razonable, generalmente disparatada. Siempre era aceptada. La norma tácita de esa legión de mentirosos era no descubrirse. ¿Para qué romper esa armonía sostenida por hilos débiles, fortalecidos a rigor de complicidad?
Dalmiro lo miraba desde atrás de la express, esperando que el pocillo se colmara. Y nada.
Decenas de pocillos y nada. Atardeceres y noches y nada.
¿Esperaba a alguien? Para qué preguntar, eran tres mangos todas las noches y él vivía de eso.
Cada día se agregaban datos jamás probados, conformando la personalidad del misterioso de la ventana. Una personalidad incongruente: evadido, pederasta, viudo, homosexual, santón. Ex represor, ex cura, ex pochoclero de la plaza Colón, ex guardavidas de una playa alejada... y tantos ex que no le hubiesen alcanzado una docena de vidas a ese mortal para cumplir con todos los ex que le habían decretado.
La única certeza era la soledad, pero siempre había un por qué, tenía que haberlo. Alguna vez se acercaban a pedirle fuego o la hora. Más que por necesidad, por curiosidad. Sólo negaba con la cabeza, sin emitir sonido, con la vista a través de la ventana, contemplando fijamente la nada.
Los muchachos no necesitaban disimular sus miradas curiosas, él jamás los miró. Ya lo tomaban como un accesorio más del café, pero con el misterio de un mueble que se va y vuelve.
Cuando el chismorroteo subía de volumen, Dalmiro los llamaba al orden: «¡Son tres mangos diarios, qué joder!».
Una noche de octubre cuando los muchachos ya se habían ido, el misterioso seguía ahí, con la ginebra caliente sobre el nerolite. Generalmente se retiraba un tiempo antes, pero esa noche aún estaba allí.
Dalmiro poco a poco fue dando muestras de su voluntad de retirarse. Le preguntó desde el mostrador si iba a tomar café, para apagar la express. Negó con la cabeza. Luego fue apilando las sillas sobre la mesa y empezó a barrer. Nada, no se iba. Cuando terminó de barrer, apoyó los codos sobre el mostrador y esperó. Por los tres mangos lo hubiese esperado hasta el Apocalipsis. No fue necesario.
El misterioso levantó la copita de ginebra, añejada en ese ínfimo cáliz desde el atardecer. De un sorbo la vació. Mirando hacia el mostrador, volvió a levantarla vacía:
—Dos más —pidió.
Dalmiro no salía de su asombro. El misterioso había hablado, hasta había esbozado una sonrisa. Y además, eran nueve mangos.
Cargó las copas en la bandeja y se dirigió hasta la mesa. Las puso frente al misterioso y cuando se aprontaba a regresar tras el mostrador lo escuchó:
—Siéntese Dalmiro, una es para usted.
Dalmiro obedeció y agradeció, dejó la bandeja sobre la pila de sillas de la mesa vecina y se sentó. Fue la primera vez que lo vio a los ojos. Su rostro estaba distendido, sereno. Él también lo miraba a los ojos, pero no hablaba. Dalmiro se sintió nervioso. Para romper el hielo le comentó la frialdad de la noche, esperando alguna palabra.
Afirmó con la cabeza sonriendo, sin desviar la mirada clavada en los ojos de Dalmiro. La sonrisa lo relajó. Envalentonado en la respuesta le preguntó qué hacía a aquellas horas:
—Hago tiempo —le respondió.
Amparado en las conjeturas que habían lucubrado los muchachos le preguntó si trabajaba de sereno.
Negó con la cabeza, divertido. La risa fue contagiosa, con un dejo de nerviosidad en el caso de Dalmiro. Le preguntó si esperaba a alguien.
—Sí —le contestó riendo.
Dalmiro lo miró con lástima, presumiendo que estaba ante un desairado, un amurado neciamente esperanzado.
El misterioso alzó la copa e invitó con un gesto de chocar las copas al brindis. Dalmiro juntó las copas y éstas emitieron un tintineo que rompió el silencio de la madrugada.
—Por el viaje —brindó el misterioso y se clavó la ginebra de un tirón.
Dalmiro bebió de su copa y le preguntó si se iba de viaje.
—Nos vamos de viaje.
Dalmiro rió con una risa genuina y preguntó adónde:
—Lejos —le contestó.
Rieron los dos, esa risa compartida le hizo ganar confianza. Entre risas le preguntó que quién era.
Clavó sus ojos en los de Dalmiro, profundamente. Alzó la ginebra y la bebió de un trago. Se paró e invitó:
—Vamos, se hace tarde.
Copyright © | Ricardo Costoia, 2002 |
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Por el mismo autor | |
Fecha de publicación | Noviembre 2003 |
Colección | Fabulaciones |
Permalink | https://badosa.com/n182 |
Es una narración por demás sugerente. Un final metafísico muy adecuado.
Es la segunda vez que tengo la oportunidad de leer este cuento. Hace unos meses me pareció una historia fresca y muy porteña. Hoy me ha emocionado un poquito más, pues por un ratito he compartido mi nostalgia, ese pedacito de corazón que uno tiene en Mardel, con el autor y su familia. Los cuentos de Ricardo tienen muchas veces ese juego-romance con la muerte tan de mi tierra: se habla de ella sin nombrarla, a ver si se da por aludida. Publiquen otros cuentos más que vale la pena seguir emocionándose. Saludos.
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