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Carta a Graciela Conforte de Sicardi

Fernando Sorrentino
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaSoldado de la independencia 848, Buenos Aires
Buenos Aires, 23 de julio de 1987

Graciela:

En aquella época se repitieron dos, tres, cuatro principios de julio, y en cada uno de ellos vos te acordabas de hacerme algún regalito para mi cumpleaños.

Sin embargo, cuando llegó el quinto julio —por estos mismos días, pero de 1967—, tu regalo para mis treinta redondos fue una serie de reproches y de recriminaciones, una cuidadosa pintura de mis precariedades y fracasos, un implacable y lúcido diagnóstico de cuán triste sería tu vida futura si te casabas conmigo. Con fingida reticencia, con despiadada dulzura, me diste finalmente a entender que no me considerabas capaz de construir un razonable porvenir para los dos.

Yo no dije nada: tuve el suficiente sentido común de no intentar modificar tu decisión.

Y te casaste con ese Sicardi, hombre práctico, hábil, sonriente y lucrativo, con quien vivís en Acassuso, en una hermosa casa de cuentos de hadas, una casa con flores en el jardín y con niños que juegan y gritan: esa misma casa que hace años yo fotografié secretamente, porque, con todo, quería tener algo tuyo de la época en que ya no me pertenecías.

(También tengo otra cosa que —quizás— abominablemente creaste. Fue así. Cierta tarde, esperando turno en la peluquería, se me ocurrió hojear una de esas repugnantes revistas llamadas «de actualidades». Encontré, entre tantos otros parecidos, un artículo periodístico que me pareció la quintaesencia de la estulticia, la falsedad y la afectación. Es un artículo que no admite burlas ni permite ser parodiado, pues —como diría Borges— ya es su propia parodia y su propia burla. Y lo leí sólo porque estaba firmado por una tal Graciela Conforte. En ese momento yo no sabía si eras vos o si se trataba de una homónima. Y, hasta el día de hoy, sigo sin saberlo. Por las dudas —¿las dudas de qué?—, arranqué con disimulo esas dos páginas, llenas de colores y de fotos de gente siempre feliz, las plegué furtivamente, me las guardé en el bolsillo y me las llevé a casa. ¿Para qué? Vaya uno a saber. Aún permanecen allí, guardadas entre dos páginas de una vieja edición del Tartufo. Tuve que recordar que en cierta época habías aspirado a trabajar como periodista: si esa nota fue el resultado de tus afanes, sinceramente más te hubiera valido el fracaso.)

Alguna vez Sicardi y vos habrán hablado de mí y habrán recordado mi esencial incapacidad para crear nada. Y se habrán sonreído con lástima y con satisfacción. (Quizá me estoy sobreestimando: acaso ni siquiera te has acordado nunca de mí. Pero yo sí, cada tanto, me acuerdo de vos.)

Lo cierto es que tu profecía de 1967, por desgracia, se cumplió en todos sus términos. En estos veinte años que corrieron, mi vida no mejoró absolutamente nada. Tengo el mismo empleo que tenía en aquella época y hago las mismas cosas que hacía en aquella época; pero otros veinte implacables años me han socavado.

Te diré que algo aprendí: evitar la obstinación en el error. De modo que hace tiempo dejé de intentar la redacción de piezas teatrales. Vos (seguramente influida por el veredicto inapelable del sabelotodo de tu hermano) tenías razón: cualquier obra, por «moderna» que sea, debe apoyarse en un mínimo (aunque sea pequeñísimo) de acción y de conflicto. Yo escribí cinco obras, cuyos títulos, entre extravagantes y baratos, la vergüenza me impide ahora repetir: visité no sé cuántas decenas de directores: jamás logré estrenar ninguna.

En aquel tiempo me negaba a admitir que mi presunta «ruptura con lo clásico», mi imaginaria «búsqueda de originalidad», mi supuesto «nuevo lenguaje» no eran sino la manifestación de la impotencia creadora con que vine a este mundo. Ahora sé que todas esas personas —entonces detestadas— tuvieron razón al rechazar mis obras: la verdad es que nunca pude crear personajes verosímiles, nunca pude inventarles un destino cualquiera, nunca pude hacerles ejecutar acciones interesantes. Y por estos motivos, claro, nadie quiso aceptar mis creaciones: ¿quién emprenderá la proeza de representar la nada?

Pero, en fin, Graciela, estas cosas vos las sabés mejor que yo, y ya las habías advertido cuando yo no podía siquiera imaginarlas. Dejemos el pasado.

En realidad, se me ocurrió escribirte para contarte qué hice en estos días de julio, en que se cumplieron veinte años sin verte y sin oír tu voz. Y el relato servirá para decirte que aún ando vivo por estas desventuradas calles de Buenos Aires.

Como una manera de matizar con pensamientos la rutina de los viajes, yo me había acostumbrado a observar a la gente para procurar deducir informaciones. Informaciones no sólo inútiles, sino también inverificables.

Las palabras corrían así por mi cerebro. Ejemplos. Uno: «Este hombre rudimentario, que lee Crónica con tanta atención, ha de trabajar como ordenanza en Obras Sanitarias. Será hincha de Boca. Por lo mucho que tarda en leer cada página, ha de ser semianalfabeto. Parece regodearse en las noticias de crímenes, de modo que puede ser un potencial e ingenuo gustador de “emociones fuertes”.» Dos: «Esta mujer madura, cuidadosamente pintadita y de labios severos, que revisa con absurda atención una planilla cuadriculada, será la directora de una escuela primaria; su marido será jefe de sección de algún banco; tendrán un Renault 12, simpatizarán con River.» Tres: «Este joven de barba caótica y anteojos terribles, absorto en un libro cuyo título no logro ver, será un aspirante a intelectual de izquierda; vivirá en Belgrano, en un lujoso piso; sus padres lo habrán llevado muchas veces a pasear por Europa.»

Tales eran mis prejuicios. Y a estas diversiones me entregaba viajando en el subte, desde el centro hasta Palermo.

Muchas veces yo realizaba aquel tipo de inferencias, del todo gratuitas, por otra parte. Pero también abundaban los días en que, fatigado y deprimido, simplemente dejaba que se sucedieran pensamientos minúsculos, cada uno de ellos traído por el anterior, en virtud de nexos quizá caprichosos pero siempre válidos.

En el anochecer de ese frío lunes 6 de julio de 1987 acababa de cumplir cincuenta años. Es innecesario decirte que no me consideraba feliz.

El solo hecho de viajar en el subte ensordecedor, entre personas heterogéneas, cansadas y misteriosas —quizás hostiles—, al regresar de un empleo que me desagradaba y en el cual ganaba muy poco dinero, me hacía pensar que yo había dedicado nada menos que cinco décadas a la construcción de un minucioso fracaso.

Como si estas ideas tuvieran la facultad de invocar su contraste, de pronto vi a un hombre satisfecho de la vida y de sí mismo. Un triunfador. Sería unos diez años menor que yo. Se hallaba en uno de los asientos simples; el traje, la camisa, la corbata, los zapatos, el corte de pelo, las manos, las uñas indicaban un cuidado extremo de su aspecto, eso que en la jerga empresarial se denomina con algo así como «dar imagen». Sobre las rodillas sostenía un sobretodo plegado y un maletín de cuero «con importantes papeles de negocios». Su rostro, aunque abstraído en pensamientos, conservaba sin embargo un reflejo de —¿cómo diré?— sonrisa profesional: sin duda, era una persona pendiente de su relación con el mundo exterior. Para disminuirlo, me dije que él nunca habría leído una enorme cantidad de obras de teatro, que él nunca habría escrito cinco dramas cuyos títulos... Advertí mi estupidez y corté el flujo del argumento.

En Palermo todo el mundo abandonó los vagones. Yo me encaminaba hacia la escalera mecánica de salida, cuando lo vi abordar el tren que combina con la estación Ministro Carranza.

Entonces —sin saber por qué y como una manera de hacer algo distinto— se me ocurrió seguirlo.

Como el trayecto es tan breve, no consideró necesario sentarse. Permaneció de pie junto a la primera puerta, con lo que me demostró que era hombre de aprovechar el tiempo, inclusive en esas minucias. En efecto, al detenerse el tren, salió el primero y se ubicó a la vanguardia de quienes dejábamos la estación. Yo iba unos diez metros atrás.

Al emerger en la avenida Santa Fe, se detuvo un instante para ponerse el sobretodo; yo fingí mirar hacia otro lado. En seguida emprendió la marcha. Resultó ser un buen caminador, de paso rápido y deportivo. Decidí mantenerme a unos treinta, a unos cincuenta metros tras él.

Por Dorrego bajó hasta Luis María Campos, luego continuó hasta Jorge Newbery y hasta Soldado de la Independencia. Estábamos en el otrora denominado barrio de Las Cañitas, que en épocas pasadas fuera zona mixta de studs y de chalets, y que ahora era más bien barrio de departamentos habitados por familias de holgado vivir. Edificación elegante, a veces suntuosa; comercios atractivos, garajes repletos de automóviles, y automóviles apiñados contra ambos cordones. En esto se habían convertido Las Cañitas agrestes de mi niñez, y no sé si era un cambio para lamentar o para celebrar.

Estas ideas me ocupaban distraídamente, cuando mi perseguido entró en una casa de departamentos. Antes de que el tardío aparato cierrapuerta hubiera cumplido su función, pude deslizarme tras él. Desemboqué en un lujoso vestíbulo con maderas, mármoles y sillones. El hombre se hallaba esperando el ascensor. Me detuve a su lado, lo saludé apenas.

Llegó el ascensor y yo dije:

—Subo primero, voy hasta el último —y me sentí contento de mi ingenio.

Ascendimos en ese silencio incómodo que suele producirse entre los viajeros del ascensor, donde uno comparte una suerte de efímera intimidad con personas desconocidas. Para no mirarlo a la cara, clavé la vista en su lustradísimo calzado marrón, imaginando todo el tiempo que él observaría con desdén y reprobación mi sobretodo raído y ordinario, mi corbata vieja, mis zapatos agrietados.

Bajó en el sexto piso. Yo tuve que seguir hasta el décimo, que era el último. Después volví a bajar, y salí a la calle.

Soldado de la Independencia 848: el número era muy fácil y lo registré en mi memoria. En seguida observé la brillante placa metálica del portero eléctrico. Había dos departamentos en cada piso: el A y el B (pensé «semipisos de categoría», remedando el léxico de las empresas inmobiliarias). El A y el B: ¿en cuál habría entrado mi hombre?

Sentí un súbito cansancio y me encaminé a casa. Corría, ya te dije, el mes de julio.

A la mañana siguiente me levanté tempranísimo. Hacía mucho frío, el amanecer se demoraba. Desde antes de las siete, yo —abrigado con sobretodo, bufanda y gorra— me dediqué a vigilar, desde la vereda de enfrente, el edificio de la calle Soldado de la Independencia 848. Temía simultáneamente no ver salir al triunfador y que mi actitud pudiera resultar sospechosa. En esa cuadra hay casas individuales y edificios de departamentos; yo me paseaba como al descuido, fingiendo hacer tiempo. Unos cuantos porteros lavaban las veredas. Estoy seguro de que nadie reparó en mí.

Poco después de las ocho, el hombre salió a la calle. Lo vi saludar al portero con una sonrisa a la vez cordial y contenida, y eché a caminar tras él: Newbery, Luis María Campos, la curva de Dorrego cuesta arriba, Santa Fe, de nuevo el subte.

Se quitó el sobretodo y se ubicó en un asiento doble. Estuve a punto de sentarme a su lado, pero un toque interno de prudencia me disuadió. Permanecí de pie, más bien en diagonal a sus espaldas. Abrió el maletín: entreví una maquinita calculadora, chequeras, biromes, marcadores, muchos papeles; extrajo una suerte de legajo o expediente, se colocó un par de anteojos de armazón metálica, se puso a leer. «Abogado», me dije.

Mi deducción quedó confirmada cuando, apenas pasada la estación Callao, se apostó con impaciencia junto a una de las puertas de la derecha, para bajar en Tribunales. Así fue. Caminó algunas cuadras, ingresó en un edificio viejo y grisáceo de la calle Talcahuano al 300. Esta vez, suponiendo que pudiera recordarme, no me atreví a compartir el ascensor con él. Pero, desde la puerta de entrada, vi que el triunfador había subido solo.

Me introduje un poco más en aquel vestíbulo blanco y sólido, con algo de bóveda de cementerio. Vi bajar el contrapeso del ascensor, cuya estructura era hermosa y antigua, con rejas metálicas negras y, sin duda, con espejos y con maderas interiores. La lucecita del indicador me dijo que se había detenido en el octavo piso, que era el último.

Estudié el tablero de la portería. En el octavo piso había nada menos que ocho estudios jurídicos, la mayoría de los cuales pertenecía a dos o más socios. Yo llevaba conmigo el Clarín: en la heladera de un aviso publicitario copié los números de las oficinas y los nombres y apellidos de aquellas diecinueve personas.

Después me dirigí a mi empleo, y llegué a las nueve y veinticinco, casi una hora más tarde de lo que correspondía. Vos, Graciela, nunca supiste con precisión dónde y en qué trabajaba yo: es que jamás me pareció un tema interesante de conversación, y rehuía tocarlo. Pero ahora, perdida la vergüenza, puedo hablarte de mi empleo.

Yo trabajo en una empresa de la calle Piedras al 600, una empresa que fabrica maquinarias agrícolas. Mejor dicho, la fábrica —donde jamás puse ni pondré pie— queda en González Catán: esta unidad es conocida, dentro de la empresa, como «Planta». En la calle Piedras hay unas oficinas comerciales —Compras y Licitaciones—: estas oficinas son limpias, desagradables, lúgubres, anacrónicas; parecen reliquias de la década del 30; familiarmente se las conoce como «Compras». (Una vez calculé que, a lo largo de más de veinte años, he redactado no menos de catorce mil ochocientas «comunicaciones internas» —o «memos»— que comenzaban con la fórmula De Compras / a /Planta y cuya verdadera utilidad nunca logré —ni me interesó— saber.)

Quiere cierta tradición oficinesca que el personal de las secciones de Compras y/o Licitaciones se enriquezca con las coimas que recibe de los proveedores. Bien: no sé cómo será en otras empresas; en nuestra oficina, todos nosotros, desde el jefe hasta el chico de los mandados, podríamos jactarnos de poseer la más acrisolada y estúpida honestidad. Pero, atención, esta honestidad no resulta de principios éticos sino que es un subproducto de la ineptitud y de la cobardía: somos probos, míseros y miedosos.

Yo, con mis cincuenta años de edad y con mis veintitantos de antigüedad, soy uno de los empleados administrativos más bisoños: entré en la empresa siendo joven, y me iré anciano o me sacarán muerto. Mi jefe y el resto del personal son, como yo, seres amargados, resentidos y sin porvenir. Los sueldos son bajos y no hay manera de progresar. Todo —el estilo de los muebles, el diseño de la papelería, el tipo cuadradito de las máquinas de escribir— es allí antipático.

Somos seis empleados varones y dos mujeres. Nadie siente el menor afecto o simpatía por nadie. Hay más bien cierto odio con forma de indiferencia. Yo, de uno u otro modo, aborrezco a todos, y siento que todos me aborrecen a mí, y que todos se aborrecen entre sí.

El jefe me resulta un personaje detestable, no por malvado sino por imbécil y por hipócrita. Se llama «el señor» Leandro, y Leandro es apellido y no nombre de pila. Es un sujeto semicalvo, de pelo blanco, cejas oscuras, rostro pálido, labios casi violáceos.

Dentro de la limitadísima esfera de sus actividades, puede decirse que el señor Leandro es considerado —por el resto de los empleados, no por mí— una especie de «hombre de autoridad». Varios factores concurren a dotarlo de los atributos de una persona no sólo respetable y respetada, sino también escuchada y obedecida. Se desempeña en su cargo de jefe con una contracción rayana en el fanatismo. La nimia escrupulosidad, el extraviarse en detalles y requisitos, su rostro sempiterna y estúpidamente serio lo han convertido en paradigma de algo que impresiona por sólido y por irrefutable.

Con elocuencia y sentido de la oportunidad, repite a menudo una serie de frases severas y que, de alguna manera, apuntan siempre a lo excelso o, por lo menos, a lo verdadero. Si la lluvia del viernes amenaza con prolongarse y estropear el fin de semana, el señor Leandro no deja de declarar «Esta lluvia le hace muy bien al campo», con el aire virtuoso de quien prefiere sacrificar fútbol o paseos en aras de la riqueza del país. Reprueba que los habitantes de las villas miseria posean televisor, como si un televisor fuera más costoso que una casa. Se toma la libertad de decir que Fulano comete «no errores sino horrores de ortografía» —qué original—, pero él escribe dislates como compania y suscricto. Afirma que «en cualquier biblioteca progresista hay libros de Marx», y él no tiene biblioteca ni ha leído libros, y no sabría definir qué significa progresista.

El señor Leandro entró en la empresa hace más de treinta años; su sueldo es apenas mayor que el de un empleado bancario principiante. Ha hecho creer que vive en una linda casita en la zona elegante de Ramos Mejía; yo no se lo creo: vivirá en una casucha cualquiera, ubicada en las afueras, en una calle de tierra.

Percibe mi desprecio y me trata con cautela. Cierta vez que se permitió reprenderme, logré herirlo en lo hondo de su derrota con esta frase: «¡Mil años en la empresa, y con ese sueldo de hambre! ¡Usted sí que desperdició su vida!» Pero con igual justicia este aserto podría aplicarse a mi propia existencia, de modo que nunca más volví a decirlo.

Las dos empleadas son mujeres feas e ignorantes que leen los horóscopos y las revistas de chismes. Como tantas otras, han perpetrado el matrimonio: puedo imaginar a sus maridos como seres vegetalizados que pasan la vida mirando televisión y que juegan a la quiniela y al prode.

En fin.

(Cuando yo tenía dieciocho, veinte, veinticuatro años, jamás hubiera imaginado que, a los cincuenta, pasaría diariamente ocho horas de mi vida junto a entes de esta ralea y haciendo cosas tales como escribir a cada rato, y hasta superar las catorce mil ochocientas unidades, la frase De Compras / a / Planta.)

Graciela: no te asustes, no voy a describirte mis tareas. Sólo diré que son monótonas e insensatas, y que se prodigan en tildes, en números, en sellos, en controles, en firmas. Mi función consiste, sobre todo, en entorpecer el diligenciamiento de las facturas, para diferir lo más posible el pago a los proveedores. Afortunadamente, sólo debo lidiar con papeles; no tengo relación con gente de afuera.

La gente de afuera son los proveedores. De ellos se encarga Biotti. Es otro individuo que me repele. Biotti tiene el cargo de «Supervisor de Ofertas»; en tal jerarquía, gana un poco más que nosotros, y eso lo hace creerse un hombre indispensable para la empresa. En mi opinión, se viste como un mafioso adinerado, sin ser una cosa ni la otra. Pero las dos mujeres primitivas lo consideran buen mozo y elegante, «todo un señor». Y, en efecto, él —con sus trajes y corbatas insolentes— ostenta ínfulas de seductor y de «aristócrata». Manifiesta despreciar el fútbol y deja entrever su displicente afición por el tenis, para que le envidien la amable vida social de los clubes. Más de una vez dijo que el voto de algunas personas —por ejemplo, el suyo— debería contarse como tres. Biotti es vanidoso, pedante y pagado de sí mismo; también es en extremo inculto. Le gusta pontificar sobre política nacional e internacional, y así ganar la aprobación del vulgo vil. Yo sé muy poco sobre el tema pero, comparado con él, soy una suerte de enciclopedia especializada: los juicios de Biotti constituyen sólo una sarta de errores y disparates gruesos, tales como confundir presidentes, partidos y épocas; yo jamás interrumpo sus peroratas, pero de vez en cuando esbozo un gesto reprobatorio y burlón, y sé que esto lo pone nervioso. Biotti ha conseguido que la compañía le confiriese varios símbolos de poder: un escritorio con cristal, un sello con su nombre, la única máquina eléctrica de escribir...

Biotti llama señor a todo el mundo, imprimiéndole a esta palabra un tono autoritario y agresivo. Los proveedores —o aspirantes a proveedores— se muestran sumisos, y Biotti suele maltratar con especial rigor a aquellos infelices cuya avidez por vender les hace perder el mínimo de dignidad. Uno de los mayores placeres de Biotti es negarse a atender a esas personas y obligarlas a volver una y otra vez, con diversos pretextos tiránicos. Lo cierto es que siempre consideré a Biotti, con su aire de diputado influyente o de martillero público, una especie de insecto dañino. Insecto, por la pequeñez de su personalidad: dañino, por los resultados de su acción.

Frente a mí, pero alejado unos cuantos metros, se halla el escritorio de la señora de Aguirre. La señora de Aguirre tendrá cincuenta y cinco años, es mofletuda, de cutis brilloso y grasiento, come millones de galletitas y se sienta con sus piernas de maceta horriblemente abiertas, de manera que, sobre sus rodillas, no tengo más remedio que verle las medias arrolladas en ligas. Todo el tiempo tengo este monstruoso espectáculo delante de los ojos, y me gustaría colocar entre sus piernas y yo una gran tabla de madera negra.

Un poco más lejos se halla —pequeñísima, flaca, anteojuda, el erizado pelo entre violáceo y rojizo— la otra mujer, a quien, a pesar de cargar con todos los años del mundo, llaman Beba. No es fácil explicar por qué, pero Beba siempre me recuerda una cucaracha que hubiera sobrevivido a una fuerte descarga eléctrica.

Así, Graciela, corren mis días en la calle Piedras.

Como dije, ese martes 7 de julio llegué con casi una hora de atraso. El señor Leandro, escarmentado por anteriores reacciones mías, se cuidó bien de hacérmelo notar. A pesar de que lo aborrezco por simulador y desconfiado, en ocasiones como éstas siento piedad por su fracaso, por sus manos inservibles, por sus huesos cansados, por los temores que lo hostigan.

En lugar de ponerme a trabajar en la dilación de las facturas, desplegué las guías telefónicas y me di a buscar las direcciones particulares de los diecinueve abogados de la calle Talcahuano. No fue necesario llegar hasta el final: pronto encontré que GASTALDI, JORGE vivía en Soldado de la Independencia 848 y que GASTALDI, JORGE, ABOG. figuraba en Talcahuano 339. Pasé estos datos y los números de teléfono a mi agenda.

En sólo unas pocas horas había averiguado unas cuantas cosas sobre este hombre que, hasta la noche anterior, no había visto nunca. Sabía:

a) Nombre y apellido.
b) Domicilio particular.
c) Número del teléfono particular.
d) Profesión.
e) Domicilio profesional.
f) Número del teléfono profesional.

Era bastante y era poco. Quizá pudiera ahondar en la investigación. O acaso idear algo ingenioso... Ya vería: por el momento me encontraba relativamente satisfecho.

Al salir del empleo, caminé, como de costumbre, por Piedras y por Esmeralda hasta la estación Catedral del subte. En Tribunales presté atención, pero esta vez Jorge Gastaldi no coincidió conmigo en el viaje.

En Palermo ascendí a la superficie y me dirigí a casa. El departamento en que vivo ahora es todavía peor que el que vos conociste hace años: podríamos decir que aquél, aunque precario, estaba embellecido por cierta bohemia simpática; éste, en cambio, se define sólo por su sordidez. Es un pequeñísimo departamento alquilado; queda en la calle Humboldt, entre Guatemala y Paraguay. Se halla en las entrañas oscuras de un edificio de apenas dos pisos, viejo, deteriorado, con olores de fritos y ruidos de televisores, sin ascensor y con una escalera mezquina y extenuante. Sobre mi cielo raso se abate el rigor de la azotea: en invierno me acribillan las agujas del frío, y en verano, me ultrajan las fraguas del calor. No poseo cocina sino que sufro los efectos de ese invento diabólico denominado kitchenette. Tengo un solo ambiente, sin tabiques ni mamparas; cocino donde duermo y duermo donde cocino, de manera que cocina y dormitorio son lo mismo, y hay allí un rancio olor de frazadas sucias y de sopas frías.

Pero a mí qué me importa. Nadie me visita jamás: no tengo novia, ni amigos, ni parientes cercanos. Estoy solo en el mundo: por suerte. Entonces dejo los zapatos tirados en el piso, y el saco y el pantalón desparramados sobre las sillas. Lavo los platos cuando me acuerdo.

El aspecto general del departamento es de abandono y de suciedad. Y allí, en la calle Humboldt, yo me dedico a ser desdichado, me entrego a una suerte de anulación de mí mismo. Paso las horas sin saber qué hacer. Nunca quise comprar televisor. A veces enciendo la radio, cualquier estación, cualquier programa, o, en realidad, no oigo nada, simplemente la radio está encendida, yo no le presto atención, pienso en otra cosa, o no pienso en nada. Ésta es mi vida de siempre.

Eternamente, sobre la única mesa hay una máquina de escribir. Es una Remington Rapid-Riter, modelo 1960, y recuerdo que el insigne profesor Carlos Conforte —sabio en lenguas muertas y vivas, nacientes y moribundas, y doctor en la ciencia universal— tuvo a bien, en su momento, objetar la grafía Riter, sosteniendo que, así escrita, esa palabra no pertenecía a ningún idioma. Vos conocés bien esa máquina: es grande, gris, cuadrangular, pesada y metálica, y de excelente calidad. Hace casi treinta años que está conmigo: yo la compré deliciosamente flamante en la misma casa Remington, hoy desaparecida.

Esta máquina constituye el recuerdo permanente de mi pertinacia y de mis derrotas; con ella pasé en limpio mis cinco fallidas obras de teatro. Y después del inútil entusiasmo dejé de usarla por completo: nunca más volví a tener ni ideas ni ganas de escribir.

Una capa de polvo cubría la funda gris que, a su vez, protegía la máquina. Quité la funda y la dejé caer en el piso. Durante años he hurtado de la oficina, diariamente, pequeñas cantidades de hojas sin membrete de tamaño oficio y de tamaño carta; como nunca escribo nada, se ha producido la acumulación de —calculo— más de veinte mil hojas, entre ellas aproximadamente un millar de hojas celestes y delgadísimas —las llamadas manifold— que, en otra época, se usaban en la empresa como duplicados de las cartas enviadas. Papel para escribir no me faltaba. Tomé dos hojas de tamaño carta de las comunes y, entre ellas, coloqué un papel carbónico. Como si, una vez más, me dispusiera a escribir De Compras / a / Planta, inserté los tres papeles en el carro de la máquina.

...Y me puse a pensar. A medida que pensaba, iba escribiendo, medio de perfil, en otro papel un borrador a mano. Taché y modifiqué varias veces; ciertos párrafos últimos me obligaron a introducir cambios en los precedentes, y éstos, a su vez, influyeron luego en los anteriores y en los que los seguían. Me gustaba esa tarea, había algo de creación en ella, un indicio de expresar íntimas habilidades.

Cuando lo consideré definitivo, pasé el texto a máquina con suma prolijidad, cubriendo las escasas erratas con líquido corrector. Quedó bien centrado y distribuido en la hoja. Ese conjunto de palabras me gustaba, inclusive desde el punto de vista del diseño gráfico, y decía así:

Buenos Aires, 7 de julio de 1987
Sr. Marino Santos Leandro,
Jefe de Compras y Licitaciones,
RuralTecmatic S.R.L.,
Piedras 678, 2do. piso,
1070 Buenos Aires

De mi mayor consideración:


En mi carácter de consultor privado, tengo el agrado de dirigirme al señor Jefe de la Oficina de Compras y Licitaciones en relación con una denuncia fundamentada sobre graves irregularidades que habría cometido el señor Jefe en el desempeño de sus funciones específicas.

Como no escapará al elevado criterio del señor Jefe, este Estudio ha recepcionado la referida denuncia según el criterio organizativo de labor sistemática, sin que ello, desde luego, implique abrir juicio sobre la veracidad o los fundamentos legales de la misma, y mucho menos prejuzgar negativamente sobre la honestidad del señor Jefe en el cumplimiento de sus labores empresariales.

Rogándole, lógicamente, mantener la más estricta reserva, que es de rigor en estos casos, espero conversar de este tema con el señor Jefe en los escritorios de nuestra Consultoría, sitos en la calle Talcahuano 339, 8º piso, oficina 807, el próximo jueves 16 del corriente, a las 16 horas.

Sin otro particular, y en la certeza de que podremos llegar rápidamente a alcanzar una solución honorable, que incluya la renuncia a su cargo, para la reputación del señor Jefe de la Oficina de Compras y Licitaciones, saludo al señor Jefe con mi consideración más distinguida.

Dr. Jorge Gastaldi
Abogado

Me sentí satisfecho de haber fraguado ese estilo entre burocrático, sinuoso y atemorizador. Cierto, la nota adolecía de un defecto —que quizá no fuera tal—: la carencia de membrete. Pero acaso este ocultamiento subrayara el carácter confidencial del mensaje. De manera que eché una firma larga y ostentosa, y cerré el sobre.

No sé qué me propuse al escribir esta carta. Pero, sea como fuere, ya se me habían hecho las diez de la noche: había logrado llenar esas horas habitualmente vacías y tediosas con una labor agradable en extremo: crear un nexo cualquiera entre dos personas que no se conocían: un triunfador como Gastaldi y un fracasado como Leandro.

A la mañana siguiente —miércoles 8— despaché a primera hora la carta en Tribunales, para que el matasellos de la sucursal —cercana al estudio de Gastaldi— le otorgara mayor credibilidad.

El jueves —9 de julio— fue feriado.

Pasó el viernes, pasaron el sábado y el domingo —dos días en que no sé qué hacer, y que suelen desesperarme de aburrimiento y de melancolía—.

El martes 14, al revisar la canastilla de la correspondencia, vi la letra de mi máquina de escribir en el sobre que «Gastaldi» dirigía al señor Leandro. Me mantuve atento.

El señor Leandro recibe sobres todos los días; pero no puede decirse que sean cartas. En el interior de esos sobres llegan facturas, recibos, notas de crédito, notas de débito, folletos industriales, etcétera, etcétera, es decir, material comercial impreso. Por lo tanto, con el rostro indiferente de siempre, el señor Leandro fue cortando con la tijera el borde de aquellos sobres y echándole a su contenido una mirada distraída.

Cuando tuvo mi carta bajo la vista, frunció el ceño, se quitó los anteojos, se frotó los ojos, se puso los anteojos, se rascó la nariz, se pasó la mano por el pelo... Leyó la carta una vez y otra vez y otras muchas veces más todavía. Su alteración nerviosa me causaba inmenso placer y tuve que realizar un gran esfuerzo para no estallar en carcajadas.

El rostro del señor Leandro, cansado y dolorido, mostraba preocupación o contrariedad. Yo no sabía si creyó en la autenticidad del texto; pero el solo hecho de recibir una carta de esa clase ya provoca desagrado y un poco de asco.

La rutina oficinesca continuó como de costumbre. Pero cada tanto, a intervalos progresivamente mayores, el señor Leandro volvía a releer la carta inquietante. En un momento dado lo vi consultar el primer tomo de la guía telefónica, pero no efectuó llamados ni anotó nada. Imaginé que quiso verificar la existencia de un GASTALDI, JORGE, ABOG. en la calle Talcahuano 339. Si fue así, habrá quedado conforme.

El jueves 16, el señor Leandro vino a trabajar con el pelo recién cortado, con una corbata nueva y con un traje algo mejor que el habitual: así pensaría él causar impresión favorable en el abogado que lo convocaba para investigarlo y quizá reprenderlo y mandarlo a la cárcel. Yo lo veía nervioso, percibía cierto temblor en su voz: por unos instantes la patética necedad del señor Leandro me inspiró un poquito de lástima.

A partir de las dos de la tarde lo acometió el tic de mirar el reloj cada cinco minutos. A las tres y media se retiró de la oficina.

Me parecía fácil imaginar qué ocurriría en el estudio de Talcahuano 339. La confusión se aclararía muy rápidamente. El doctor Jorge Gastaldi demostraría en un instante que el señor Marino Santos Leandro sólo había sido la víctima de una broma estúpida, totalmente incomprensible en sus causas y en sus efectos... Y hasta podría llegar a enojarse un poco con el señor Leandro, por haberse atrevido a imaginar que, de algún modo, él —el doctor Gastaldi— pudiera estar implicado en aquella tontería sin pies ni cabeza...

Entonces, distendido por una placentera sensación de alivio, que lo ha hecho renacer de entre las cenizas de su pavor, el señor Leandro se dirigirá a la estación del Once y abordará el tren que lo llevará a su casucha cualquiera de Ramos Mejía.

Y yo... ¿Qué haría yo?

El viernes 17 el señor Leandro apareció en la oficina con su aire de siempre y con su traje y su corbata de siempre. En apariencia, todo estaba concluido. Corrieron —para él, para mí, para todos— las ocho horas de labor.

Ya en casa, me acobardó la cercana vaciedad del sábado y del domingo. Observé, contra la pared, la montaña de las veinte mil hojas en blanco: si, en tantos años, yo hubiera tenido ideas para llenar esas páginas con palabras, podría haber escrito ¡cien libros! ¿Te imaginás, Graciela? Yo, autor de cien libros. Pero, ¿por qué pensar en cien libros, yo, que nunca fui capaz de estrenar ni una sola obra de teatro?

Tomé una de las veinte mil hojas y una birome de tinta verde. Estuve pensando e imaginando, y me dediqué a redactar un borrador. Nuevamente, tal como me había ocurrido el martes 7, experimenté el placer de la creación, que en mí permanecía dormido u olvidado.

Cuando estuve conforme, pasé el texto a máquina, reservando duplicado e incurriendo deliberadamente en torpezas lingüísticas y de mecanografía:

Ramos Mejia, Prov. de Bs.As., Julio 17 de 1987
Dr. Jorge Gastaldi
Talcahuano 339 - Ofic. 807 - Piso 8vo.
Cap.Fed. Código Postal 1013

Muy señor mío:


Sirvan estas breves lineas para expresarle todo el inmenso desprecio que siento hacia su inmoral persona a causa de la desagradable broma de mal gusto que Vd. me jugara en ésta ocación con fines subalternos e inconfesables, indignos de un Profesional Universitario que se precie o se ufane de tener el mínimo de honestidad intelectual para ejercitar una profesión que Vd. ha degradado con su inmoralidad incalificable, sin prejuicio de iniciar las correspondientes acciones legales, lo saluda el suscricto estando agraviado y ofendido.

Marino Santos Leandro
S/D:
Caupolicán 734
Ramos Mejia - Prov. Bs. As. - Cod. Postal 1704

El estilo enredado, altisonante e ineficaz —pensé— se correspondía con los jadeos mentales y culturales que aquejaban al señor Leandro, ese hombre de autoridad que de continuo «vertía conceptos».

El sábado 18 la ansiedad me expulsó tempranísimo de la cama. Me dirigí a la avenida Juan B. Justo y tomé el colectivo 166. Fue un viaje largo y gustoso. Atravesamos Palermo, Villa Crespo, Villa General Mitre, Santa Rita, Floresta, Vélez Sarsfield, Villa Luro, Liniers; entramos en la provincia, cruzamos Ciudadela, bajé en Ramos Mejía, y a las ocho y diez yo ya estaba en el correo de la avenida Rivadavia, y a las ocho y quince «el señor Leandro», habitante de una casucha cualquiera de la calle Caupolicán, en Ramos Mejía, ya había despachado su carta recriminatoria para el doctor Jorge Gastaldi.

Volví a abordar el colectivo 166. Pensaba volver a casa pero, durante el trayecto, una especie de gozo creador que me bailaba en la cabeza me inspiró una idea mejor. Rehíce, sí, el largo viaje de vuelta desde Ramos Mejía hasta Palermo, y bajé en Pacífico. Pero, en vez de meterme en la cueva de la calle Humboldt, caminé por Santa Fe, por Luis María Campos, por Jorge Newbery —¿quince, veinte cuadras?— hasta apostarme frente a la casa de Soldado de la Independencia 848.

No recuerdo si miré el reloj: tengo la idea de que serían cerca de las diez de la mañana.

Tuve suerte. No había esperado mucho, cuando se abrió el portón del garaje del edificio y un Peugeot 505, de color azulado, se estacionó transversalmente en la vereda, estorbando el paso de los transeúntes. Hice un esfuerzo para que me indignara esa desconsideración hacia el prójimo.

El desconsiderado resultó ser nada menos que el propio doctor Jorge Gastaldi. Vestido con un conjunto azul de gimnasia, descendió del auto y oprimió repetidamente un timbre del portero eléctrico: ésta —entendí— era la señal para urgir el descenso del resto de la familia.

Casi en seguida aparecieron tumultuosa, alegremente, una mujer de unos treinta y cinco años —buena talla, rubia teñida, elegante—, una muchacha de unos dieciséis y un chico de unos catorce. Los tres vestían conjuntos de gimnasia, cargaban bolsos, raquetas, júbilo. Una familia sana, alta, rica, deportiva, feliz: una familia que va a pasar el sábado a algún lugar de sol y de juegos; una familia que sube al Peugeot 505, desconsideradamente estacionado en la vereda; una familia que parte rumbo a un sábado placentero —de un modo similar a como, en ese mismo momento, o en otro, están haciéndolo vos y Sicardi y tus chicos—: dejándome a mí solo, solo y defraudado, frente al edificio de Soldado de la Independencia 848.

Apreté el timbre del 6º A: no hubo respuesta. Apreté el del 6º B, oí «¿Quién es?», dije «¿Doctor Gastaldi?», contestaron «No, Gastaldi es en el A.»

Era lo que necesitaba saber.

Tuve que esperar un poco más, hasta que, aprovechando la entrada de unos muchachitos, me deslicé dentro del edificio. El ascensor me dejó en el sexto piso, en un palier pequeño y alfombrado al que sólo daban dos puertas enfrentadas: la del A y la del B.

Yo nada tenía contra el B. Me dirigí al A; la puerta era de madera lustrada. Yo llevaba conmigo la birome verde, que era de punta gruesa; pero me pareció más racional utilizar el pequeño cortaplumas con el que suelo, en los colectivos, limpiarme las uñas para entretenerme. Descascarando el barniz y penetrando la madera voluptuosamente chirriante, con rasgos enormes y groseros escribí muchas veces: LEANDRO NO PERDONA, GASTALDI LADRÓN, GASTALDI EXPLOTADOR, LEANDRO VENCERÁ, GASTALDI MANYAPAPELES, VIVA LEANDRO, MUERA GASTALDI, y otras variantes parecidas.

Poseído de una especie de frenesí pictórico-literario, habría continuado agregando inscripciones de esta clase, o repitiendo las mismas, pero un ruidito diminuto proveniente del departamento B me infundió un súbito miedo, y entonces dejé trunca la labor y huí por las escaleras.

En la calle me tranquilicé, pero aún el corazón me latía con fuerza, y me temblaban las piernas, no sé si de temor o de emoción. Era un día helado y hermoso, con mucha luz y con muchos colores. Yo me hallaba contento por haber sabido aprovechar el tiempo de ese modo útil. Caminé dichosamente por Luis María Campos, por Santa Fe, por Humboldt. Silbaba.

Muy cerca de casa hay un quiosco con un cartelito que siempre me ha irritado. Sobre una cartulina ya ajada, sujeta con chinches en el marco de madera, letras caseras, negras, cuadradas, violentas, gritan: NO VENDO FICHAS DE TELÉFONO. NO INSISTA. Era como decir: «No se le ocurra a usted —pobre infeliz que necesita hablar por teléfono— tener la osadía de molestarme con ese pedido a mí —que soy una persona importante y ocupadísima—.» A lo mejor, estoy exagerando, y el hombre sólo deseara evitar un diálogo superfluo, una pérdida de tiempo. Pero no: yo tenía razón: todo habría estado bien si el cartel terminara en la palabra TELÉFONO; la agresión y el odio palpitaban en NO INSISTA.

Por los éxitos que estaba obteniendo, yo me sentía optimista y hasta poderoso.

El quiosco tenía la ventana a la calle y tenía también una entrada lateral, y por ésta me introduje: el mostrador corría perpendicular a la vereda. Percibí un olor sucio y mezclado, exactamente el mismo olor que solía percibir, hace cuarenta años, en otro quiosco donde yo compraba las figuritas Starosta y Bicicleta.

Apoyé las dos manos en el mostrador, respiré hondo y esperé; el quiosquero se hallaba delante, despachando cigarrillos. El comercio era un tugurio mínimo, atiborrado hasta reventar de muchas cosas heterogéneas: golosinas, encendedores, cuadernos, lápices, detergentes, pomadas para el calzado, cordones de zapatos, pilas para radios y linternas, baldes, jabones, etcétera, etcétera.

Pero yo no quería comprar ninguna de estas cosas; yo sólo quería comprar fichas de teléfono.

El hombre se me plantó delante, me preguntó:

—¿Caballero?

No me gustan los comerciantes, un poco teatrales, que dicen «¿Caballero?». Respondí, con cortesía y seriedad:

—Necesitaría diez fichas de teléfono, también podrían ser doce o catorce.

El hombre tenía una gran cabeza paquidérmica y el pelo ralo y erizado. Usaba un par de anteojos en extremo antipáticos, de armazón de carey, muy reforzada, y gruesos cristales de miope: allá lejos estaban sus ojitos, perdidos en el fondo de un remolino acuoso. Y estos anteojos constituían la parte más expresiva de su rostro macizo y burdo, con las fosas de la nariz casi verticales. «Cabezota de chancho salvaje», me dije, para acrecentar mi valor. Vi que mi pedido de fichas de teléfono había encendido una chispa de fastidio en aquellos cristales infinitos y había transmitido un frunce de asco a su hocico de cerdo:

—No, caballero, no vendemos fichas de teléfono. ¿No vio el cartelito, afuera?

Habló en plural («vendemos»), como si el cuchitril aquel fuera un emporio comercial gigantesco, con miles de empleados y sucursales en todo el país. Esta estúpida magnificación me infundió nuevos ánimos:

—Sin embargo —puntualicé, con severidad y pronunciando cuidadosamente las sílabas—, usted tiene la obligación de vender fichas de teléfono.

El chancho salvaje pareció elevarse y crecer, aumentar de estatura y de peso, y adoptó una actitud ridículamente digna y agraviada:

—No, caballero —sus belfos se movieron con rapidez—, está usted muy equivocado: no tenemos ninguna obligación de vender fichas de teléfono.

—Sí, señor —insistí—. Usted tiene la obligación de vender fichas de teléfono. Y no me discuta, que tengo poca paciencia.

Se ve que era individuo de mal carácter. Conteniendo su rabia, dio un resoplido —justamente— de chancho salvaje y, muy rojo, ordenó:

—Caballero, por favor retírese inmediatamente de aquí.

Estuve a punto de decir «No me retiro hasta que me venda las fichas.» Pero me pareció que el jabalí podría golpearme la cabeza con algún objeto escondido bajo el mostrador.

Entonces abandoné el sucucho, sin dejar de repetir una especie de estribillo:

—Usted tiene la obligación de vender fichas de teléfono, usted tiene la obligación de vender fichas de teléfono, usted tiene la obligación de vender fichas de teléfono...

Él me siguió por adentro, mirándome furioso, hasta asomarse a la ventana exterior. Ya en la vereda, me habría gustado estirar la mano y arrancar el insolente cartelito. Pero no me atreví. Como consuelo, enfrenté al chancho salvaje y lo amenacé:

—Pobre de usted si mañana no tiene fichas para venderme.

No sé cuál fue su reacción, pues yo tenía un poco de miedo y me apresuré a retirarme. Realicé un balance de los acontecimientos. El éxito habría sido total si me hubiera atrevido a arrebatar y destruir el letrerito ominoso; con todo, el episodio había dejado un saldo muy fructífero y positivo.

Este logro me inspiró la idea dichosa de una operación adicional. El alborozo aceleró mi regreso a casa. Subí las escaleras cantando. Ya en la espelunca, traté de serenarme, de dominar mi júbilo, y dejé transcurrir cinco, diez minutos...

Luego me coloqué en la nariz un broche de tender la ropa y marqué el número telefónico del señor Leandro.

Atendió una mujer de voz cansada y dicción inculta. Entonces, con articulación cuidadosa y pedantesca —tal atribuía yo a Gastaldi, cuya voz nunca había oído—, pregunté:

—¿Se encuentra el señor Leandro, por favor?

—No, señor, se fue a Palermo.

—¿A Palermo? ¿Cómo a Palermo? —por un instante pensé que el señor Leandro se venía para casa.

—Sí, al hipódromo —especificó imprudentemente la mujer.

«Al hipódromo», pensé. «Y éste es el profeta de la biblioteca progresista y de la lluvia beneficiosa para el campo.»

—¿Quién le habla? —agregó, ya con un dejo de resquemor.

—¿Usted es la señora?

—Sí, ¿quién le habla?

—Mire, señora, preste mucha atención a lo que voy a decirle.

Introduje una pausa de efecto: podía imaginar el rostro atento y nervioso de la mujer:

—Dígale a su marido que habló el doctor Jorge Gastaldi, que soy yo, y que le voy a meter un tiro en la cabeza por haberme estropeado la puerta de mi departamento con inscripciones insultantes. ¿Entendido?

—¿Có-cómo? —tartamudeó aquella desdichada.

—Nada más, señora, muchas gracias. Recuerde: Gas-tal-di.

Y corté la comunicación.

Considero que ese sábado fue uno de los días más hermosos de toda mi vida.

Sin embargo, el domingo 19 no se me ocurrió ninguna idea brillante y, poco a poco, fui hundiéndome en un pozo de depresión. A la tarde permanecí varias horas sentado en una silla, muerto de frío y sin encender las luces ni la estufa. De algún lugar me llegaba el ruido de una de las cosas más tristes del mundo: la transmisión radial de un partido de fútbol en el atardecer del domingo.

Y, congelándome en la silla, recordé otro domingo pretérito, en que también se oía el eco de un partido de fútbol, pero esto no me importaba, pues aquél había sido un domingo feliz, en que vos y yo habíamos tomado el té en una confitería de Cabildo y Virrey del Pino, y habíamos conversado y fumado y reído y estado de acuerdo en tantas cosas... ¿Te acordás, Graciela? (Qué te vas a acordar: yo soy el que acumulo recuerdos inservibles; vos no lo recordás porque simplemente, cuando ocurrió ese destello de dicha, no te pareció digno de recordarse.)

Y así se fue ese domingo. Y vinieron el lunes 20 y el martes 21, que resultaron dos días sin ningún suceso. Por más que me esforcé, no logré determinar si había en el señor Leandro signos de preocupación o nerviosidad; quizá yo estuviera perdiendo mis dotes de observador.

También pensé que, en realidad, el señor Leandro era un ser protozoárico, un ente casi imperceptible, del todo indigno, por su pequeñez, de mi aborrecimiento y de mis maniobras, y entonces no parecía razonable que yo gastara mi tiempo, mis energías y mi talento creador en mortificar a ese paramecio insignificante.

De manera que bien podría trasladar mis afanes, con más causa y justicia, a la persona del detestable y petulante Biotti. Biotti era más joven, más despierto, más agresivo: sí, dejaría en paz al señor Leandro y comenzaría un plan contra Biotti.

El miércoles 22 ocurrió algo.

A eso de las diez de la mañana, apareció en nuestra oficina el doctor Jorge Gastaldi. Aunque mi escritorio no es el más cercano a la puerta, en cuanto lo vi me apresuré a atenderlo, anticipándome a la señora de Aguirre. Ahora pude observarlo con cierto detenimiento: conocí el color castaño de sus ojos, su futura calvicie, su voz artificiosamente modulada, y esta voz y su articulación resultaron más o menos como yo las había imaginado y reproducido en mis amenazas a la señora de Leandro.

Me dijo si podía ver al señor Marino Leandro; tuve que preguntarle de parte de quién.

—De parte del doctor Gastaldi —repuso.

«He aquí un pedante, o un acomplejado, que se autoproclama doctor», me dije, y, para castigarlo, fingí confirmar:

—¿De parte del señor Bastalti, dijo?

—No, señor —respondió, con un erizamiento de fastidio—. Bastalti, no: Gastaldi, con ge y con de, señor.

Lo imaginé irritado contra mí y pensando cosas tales como «Así va el país con tarados como éste», etcétera. Entonces, por el teléfono interno, avisé, en voz bien alta:

—Señor Leandro, lo busca un señor Dastalgui o algo así.

Y le dirigí a Gastaldi una sonrisita de deficiente mental. Él permaneció muy serio.

Al instante apareció el señor Leandro, con un cartapacio en la mano y como caminando casi en el aire. Con cortedad y desconcierto se aproximó al doctor Gastaldi; éste le dio la mano y, amablemente autoritario, le dijo:

—Señor Leandro, lo invito a tomar un café en el bar de abajo. Quiero charlar aquel asuntito con usted.

Encorvado y tímido, como si lo condujeran al patíbulo, el señor Leandro bajó con el doctor Gastaldi.

Pensé que toda la comedia había llegado a su fin.

Gastaldi y Leandro conversarían, desplegarían los sobres y las cartas, comprobarían que con una misma máquina se habían dactilografiado todas las piezas, y arribarían a la conclusión de que una tercera persona —un loco, sin duda— había pergeñado aquellas acciones insensatas: un loco redactó las dos cartas, un loco estropeó la puerta de Gastaldi en nombre de Leandro, un loco amenazó a la mujer de Leandro en nombre de Gastaldi. Sí, averiguarían eso, y habrían acertado. Pero —dirían— ¿quién?, ¿por qué?, ¿para qué? Y no encontrarían respuesta a estos enigmas. Después tratarían quizá de imaginar un conocido común, una persona que tuviera algo que ver con Leandro y algo que ver con Gastaldi: y nunca encontrarían a esa persona, aunque se perdieran horas enteras en conjeturas.

Nunca podrán hallar a esa persona. Nunca.

Salvo que yo —el único ser en el mundo que podía hacerlo— quisiera ayudarlos en la búsqueda...

En estas cosas pensaba yo mientras Gastaldi y Leandro se demoraban en el café y Biotti hablaba jactanciosamente por teléfono

Yo podría haber dado por concluida toda la mistificación en este punto. El resultado último no revestía ninguna importancia: daba lo mismo uno que otro. En cambio, era importante la elaboración de la trama, que, en sí misma, ya constituía un fin valioso. Y este fin —innegablemente— había alcanzado un éxito rotundo.

Pero había otra cosa que era primordial para mí. Yo, y sólo yo, era el amo de la historia y el creador de los sucesos. Por lo tanto tenía el derecho, y hasta el deber, de agregar un episodio final a manera de rúbrica: que Leandro y, sobre todo, Gastaldi sepan que yo soy el pequeño Dios que los ha tomado como personajes de su obra y, como a trebejos de ajedrez, los ha obligado a realizar una serie de movimientos y acciones no queridos.

Sí, firmaría mi obra.

Al rato volvió Leandro, pensando vaya uno a saber en qué. Entre las doce y media y la una y media todos salimos a almorzar, y la oficina queda vacía. Al bajar, busqué la manera de compartir el ascensor con el señor Leandro, para que quedara constancia de mi salida.

Di una vuelta a esa horrible manzana y volví a subir. Junto a la puerta de la oficina, desparramada en un sillón y comiendo no sé qué cosa, se hallaba la mujer semiidiota que barre la oficina y lava los baños: no era para tener en cuenta, pues no creo que capte el mundo exterior.

En la oficina no había absolutamente nadie. Me senté frente a la máquina eléctrica de Biotti, la única y ampulosa máquina eléctrica de la sección, cuya escritura es tan característica e inconfundible. Estuve a punto de emplear unas hojitas cuadradas, de colores, que Biotti utiliza para realizar («cumplimentar», dice él) breves anotaciones —estas hojitas constituyen otro de sus símbolos de poder—; pero, pensándolo mejor, me dije que tal obviedad podría resultar contraproducente. De modo que tomé unas hojas blancas, inidentificables, y, sin reflexionar demasiado, escribí:

Buenos Aires, julio 22 de 1987

Estimado Sr. Leandro:


Seré breve y conciso. Le diré lo que usted desea saber.

Le diré quién es la persona que, fraguando la firma del Dr. Jorge Gastaldi, lo citó en Talcahuano 339, el jueves 16 del corriente a las 16 horas.

Le diré quién es la persona que, fraguando la estimada firma de usted, envió al Dr. Gastaldi con fecha 17-7-87, una carta que empezaba así: «Sirvan estas breves líneas para expresarle todo el inmenso desprecio...».

Le diré quién es la persona que arruinó la puerta del departamento particular del Dr. Gastaldi, con fecha 18-7-87, con inscripciones agraviantes como LEANDRO NO PERDONA, GASTALDI MANYAPAPELES, GASTALDI LADRÓN, etcétera, etcétera.

Le diré quién es la persona que, fingiendo ser el ya citado Dr. Gastaldi, amenazara por teléfono a la distinguida esposa de usted el susodicho sábado 18-7-87, siendo aproximadamente las 14 horas, en circunstancias en que usted se hallara dilapidando su escaso sueldo en las carreras del hipódromo de Palermo.

Aquí, tentado por una especie de demonio interior, estuve a punto de poner: «Le diré quién es esa persona, pero en una carta que le enviaré el próximo 22 de agosto». Sin embargo —recapacité—, no era mi objetivo agregar nuevos actos a la comedia, sino ponerle fin y firmarla. De modo que continué fiel al plan primitivo.

Esa persona de conducta reprobable es, ¡quién lo hubiera dicho!, un antiguo empleado de la sección Compras y Licitaciones (que usted tan dignamente dirige), de la empresa RuralTecmatic S.R.L.

Y lo mencionaré con nombre y apellido: esa persona es el señor Guillermo García Ludófice (con quien usted ha tenido algunas diferencias, imputables en todos los casos a la mala conducta de este buen señor).

El señor Jefe, con elevado criterio, sabrá adoptar las medidas del caso y las providencias más oportunas.

UN AMIGO

Rompí el carbónico en mil pedazos y los arrojé a distintos cestos; guardé el duplicado de la carta en el bolsillo de mi camisa.

A la salida del empleo despaché, en la avenida de Mayo, este nuevo sobre, con destino a la calle Caupolicán, en Ramos Mejía. Sí, fuera de duda, esta carta sería la última.

Realicé un esfuerzo para entusiasmarme en conjeturas y en fantasías, en cosas que podrían suceder; quise representarme al señor Leandro, con su rostro de pocas luces, reflexionando trabajosamente:

El señor Leandro reconoce la escritura de la máquina eléctrica de Biotti; se pregunta cómo Biotti puede describir con absoluta precisión tantos detalles; piensa que Biotti tiene que ser el redactor de las otras cartas, el vándalo de la puerta de Gastaldi y el hampón amenazante de su propia mujer; repara en que Biotti no puede ser tan torpe como para utilizar en esta última carta la misma máquina —inconfundible— de la oficina; admite que, con todo, la denuncia puede ser veraz y que, en efecto, acaso Guillermo García Ludófice... Etcétera, etcétera, etcétera.

Así quise yo firmar mi comedia, dejando, sin embargo, una puerta abierta a la duda y a la ambigüedad.

El hecho fue, Graciela Conforte, que, ya en el subte de regreso, me acometió de pronto un terrible aburrimiento, la extenuación del hartazgo, el sentido de la vacuidad y de la nada.

Y cuando entré en mi tugurio húmedo y oscuro de la calle Humboldt, con olor a grasa y con zapatos en el piso, con el lavatorio agrietado y la pava abollada, con las veinte mil estériles hojas en blanco, no sé por qué vine a acordarme de que ya hacía mil hojas por año que no te veía, de que ya hacía veinte años que yo no oía tu voz, de que ya hacía veinte años que, para vos, yo había dejado de existir.

Y entonces, Graciela Conforte, como no tenía ganas ni de comer ni de no comer, ni de dormir ni de quedarme despierto, se me ocurrió ponerme a escribir esta larga carta que ahora, ya en el día siguiente, estoy a punto de terminar, y en la cual quise relatarte algunas de las cosas que inventé en estos días de julio.

Esta carta, que nació de pluma fracasada y en lugar infecto, al ser recorrida por tus ojos queridos y al contacto de tus manos queridas, podrá tal vez ennoblecerse un poco y, en el resplandor de tu casa de cuentos de hadas, quizás adquirirá cierta melancólica belleza literaria.

Afectuosamente,                            
Guillermo G. L.
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Fecha de publicaciónDiciembre 2003
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