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Ficción incluida en el libro Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (Ediciones Carena, Barcelona, 2005).

Costumbres del alcaucil

Fernando Sorrentino
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaCerca de la esquina de las avenidas Triunvirato y de los Incas, Buenos Aires

Muy pocas personas conocen el pasaje Ohm. Su única cuadra de extensión corre cerca de la esquina de las avenidas Triunvirato y de los Incas. En un pequeño departamento con balcón al contrafrente vivo yo.

Yo alcancé los cuarenta y ocho años sin querer —o sin poder— casarme. Vivo solo y me arreglo bastante bien. No soy agricultor ni botánico, sino profesor de castellano, literatura y latín: nada sé de aquellas ciencias rurales y naturales, pero algo conozco de lingüística y etimologías. Desde estos campos empecé mi acercamiento al alcaucil.

Como se sabe, un buen porcentaje del léxico español reconoce su origen en la lengua de los invasores árabes del siglo VIII. A veces éstos crearon el vocablo mediante el recurso de conferir forma árabe a un sustantivo latino (o neolatino) corriente en la España de entonces.

Tal es el caso de la palabra mozárabe caucil, proveniente del latín capitiellum, que significa «cabecita». De manera que alcaucil (artículo + sustantivo) significa «la cabecita». Este nombre popular posee, digamos, mayor «expresividad» y «utilidad» que el término científico Cynara scolymus.

Veamos por qué.

En Buenos Aires nadie ha visto una planta de alcaucil. De las verdulerías nosotros conocemos, precisamente, esas cabecitas muertas cuyo corazón (mejor llamado receptáculo) y las bases de cuyas hojas (mejor dicho, escamas) son, por cierto, muy sabrosos. Ahora bien, estas cabecitas guardan el germen de la flor, y el horticultor las arranca de la planta antes de que aquélla llegue a desarrollarse, pues, de no hacerlo así, luego se endurecen y ya no son comestibles.

Durante toda mi vida, yo fui un ignorante total en lo que a morfología, vida y costumbres del alcaucil respecta. Ahora, en cambio, puedo decir, sin pedantería, que he adquirido bastante información y que me he convertido en una suerte de módica autoridad en la materia. Admito, sí, que, sobre el alcaucil, es más lo que me resta por aprender que lo que he aprendido.

El alcaucil puede cultivarse en una maceta, de proporciones más bien amplias. Como es una planta áspera y sufrida, una especie de cardo, requiere escasos cuidados; se desarrolla en seguida; alcanza, de altura, un metro y, en extensión horizontal, una longitud que, hasta ahora, resulta imposible determinar.

Aunque, en general, no me interesan ni me atraen las plantas, acepté con fingida gratitud el alcaucil que me regaló una vecina apodada la Chiche: ésta es una señora de cierta edad y de anteojos, simple y aburridora, que tiene un hijo, más bien de escasas luces, llamado Sebastián.

El joven Sebas —así apocopado por su madre y sus amigos— terminó el tercer año con arduas dificultades. Ignoro por qué me avine a impartirle gratuitamente clases particulares de castellano para que intentara aprender en pocos días lo que no había logrado ni siquiera sospechar en los once o doce meses anteriores.

Nada me cuesta declarar que soy un excelente profesor de castellano, con la experiencia —y el cansancio— de veinte años de tiza y pizarrón. Pero Sebas —inapelablemente palurdo y de tropezado razonamiento— resultó, tal como yo lo preveía, reprobado con justicia por la mesa examinadora del mes de marzo.

La señora Chiche —fanatismo maternal a un lado— supo comprender que la deficiencia no estaba en mí sino en su hijo y, para agradecerme de alguna manera, me regaló la susodicha planta de alcaucil.

La señora Chiche llegó a mi departamento, estuvo un rato, emitió abundantes errores e imprecisiones, no prestó la menor atención a ninguna de mis palabras, me hizo conocer su visión desencantada del mundo y, ¡por fin!, se retiró, dejándome la habitual sensación de desagrado que me producen las personas de escasa inteligencia e ilimitada incultura. Y, junto con cierto mal humor, ahí quedó, en el balcón, en su maceta roja y blanca, la planta de alcaucil.

Poco a poco, fue prodigándose en múltiples cabecitas (alcauciles) de color verde apagado. Por su propio peso, los alcauciles fueron doblegando la resistencia de los tallos y empezaron a reptar por el suelo del balcón, como si fueran las múltiples garras de un animal amorfo y difícil de reconocer, una suerte de erizado pulpo terrestre, con algo de la dureza pétrea y verdusca de las bestias prehistóricas.

Así habrá transcurrido una semana.

Años enteros he luchado sin éxito contra las hormiguitas rojas, esos bichitos invencibles y omnívoros diseminados en infinitas cuevas por todo el departamento. Una tarde me hallaba sentado en el balcón; leía el diario y tomaba mate.

Entonces vi que cuatro de las tantas cabecitas de la planta estaban dadas a la caza de hormigas rojas. Su técnica era, a la vez, muy sencilla y muy eficaz. Con las hojas abajo y el tallo arriba, corrían a modo de arañas, apresaban con delicada exactitud a la hormiga y, mediante rápidos movimientos de tracción y masticación, la llevaban hasta el centro del alcaucil, por donde era ingerida.

Observando con atención, podía advertirse, en los puntos de ensanchamiento del tallo móvil o tentáculo, que los cadáveres de las hormigas eran trasladados hasta el tallo central, donde —imaginé— se hallaría el aparato digestivo del alcaucil. En películas documentales yo había visto más de una vez algo parecido: cuando la culebra traga una laucha o una rana, uno puede percibir la forma del cuerpo de la víctima que se desliza por el interior del cuerpo del victimario: de esta misma manera comían también los alcauciles.

Sentí alegría. Este hecho me pareció auspicioso. Los alcauciles eran infatigables y terriblemente hambrientos. Pensé que, en poco tiempo, lograrían triunfar donde yo fracasé durante años: que terminarían, de modo contundente, con todas las hormigas rojas del departamento, esas hormigas que yo, en mi impotencia, tanto aborrecía.

En efecto, así fue. Llegó el momento en que ya no vi ninguna hormiguita roja. Entonces el alcaucil se extendió en la busca de otros alimentos.

Algunos alcauciles estrangularon y devoraron a las demás plantas del balcón: malvones, geranios, un rosal siempre fracasado, unos helechos antiquísimos, un bravío cacto espinoso. Otros alcauciles, en cambio, prefirieron cavar la tierra y capturaron lombrices útiles y sabandijas perjudiciales. Un tercer grupo trepó por las paredes y penetró en lo hondo de los antros de las arañas.

En verdad, esos alcauciles tenían buen apetito, y crecían. Crecían siempre. No tardaron mucho tiempo en ocupar todo el balcón. A modo de enredadera, se tendieron por el piso, por el techo, por las paredes, en vueltas y revueltas que los convirtieron en selva inextricable.

Debo confesar que, en este punto, me asusté un poquito: temí, estúpidamente, que el alcaucil continuara creciendo hasta ocupar todo el departamento.

—Muy bien —le dije—. Si ésa es tu intención, te condeno a morir de hambre.

Bajé las cortinas de madera gris y cerré herméticamente los vidrios de los ventanales del comedor y del dormitorio. Estaba seguro de que, privado de alimento, el alcaucil empezaría a languidecer, a debilitarse, a encogerse, y terminaría por agostarse en briznas resecas hasta morir.

Adopté esa medida precautoria el lunes 11 de abril de 1988. Por no sé qué conflicto laboral, en mi colegio no hubo clases hacia el final de la semana. Aproveché entonces para hacerme una escapadita a Mar del Plata, en compañía de una especie de novia —por cierto, ya madura— que tengo desde hace muchísimos años, que es profesora de matemática y que se llama Liliana Tedeschi. Ambos devotos del tren y refractarios al ómnibus, partimos de Constitución el miércoles por la noche y pasamos luego cuatro hermosos días en aquella grata ciudad otoñal.

El domingo 17 de abril, hacia las ocho de la mañana, me hallé de regreso en mi departamento de la calle Ohm. Como temo a los ladrones, tengo puerta blindada y dos cerrojos de seguridad. Con el modesto orgullo de ser tan previsor, abrí el primer cerrojo, abrí el segundo, empujé la puerta. Noté que ofrecía cierta resistencia: no demasiado firme, es verdad, pero resistencia al fin.

Entré entonces en una suerte de bosquecillo de alcauciles. Me recibió una fuerte corriente de aire: en mi ausencia, estos individuos habían primero devorado las maderas de la cortina enrollable y luego destrozado los vidrios de los ventanales. Ahora, como ingentes medusas, se hallaban esparcidos por todo el departamento, y cubrían metódicamente pisos, paredes y cielos rasos, reptaban por los rincones, se encaramaban a los muebles, investigaban agujeros y recovecos...

Esto fue lo que vi en una primera mirada general. En seguida intenté obtener un cuadro más sistemático de la situación. Aunque traté de mantenerme sereno, aquellos abusos no pudieron menos que indignarme.

Los alcauciles habían abierto la heladera, el freezer y todas las alacenas, y habían comido el queso, la manteca, las carnes congeladas, las papas, los tomates, los fideos, el arroz, la harina de trigo, las galletitas... En el piso de la cocina me topé con frascos, ahora vacíos, de mermelada, de aceitunas, de pickles, de chimichurri...

Habían devorado todo lo humanamente devorable y ahora —ante mis ojos coléricos— se dedicaban también a todo lo alcaucilmente devorable, que, según estaba viendo, era toda materia orgánica —muerta o viva—, y se hallaban desgarrando, royendo y mascando el cuero y las plumas de los sillones y las maderas de los muebles. Y se hallaban desgarrando, royendo y mascando los libros, ¡oh, Dios, mis libros queridos, reunidos con amor a lo largo de más de treinta años, mis libros subrayados y comentados —jamás con tinta, siempre con lápiz— por mi letra prolija y cuidadosa una y mil veces!

No tengo cuchilla de carnicero pero sí una tijera para trozar pollos. Coloqué un tallo de alcaucil entre las dos hojas de acero y —con odio, con jubilosa impiedad— cercené la abominable cabecita enemiga.

El alcaucil decapitado rodó unos centímetros. En el mismo instante, el tallo seccionado se multifurcó en no sé cuántos tallos menores y, simultáneamente, nacieron quince, veinte, cincuenta cabecitas que, furiosas, se lanzaron contra mí, intentando morderme los zapatos, las piernas, las manos.

Entonces, y como pude, retrocedí hacia la zona del baño y del dormitorio, donde la densidad de alcauciles por centímetro cuadrado era mucho menor. Soy una persona —creo— bastante lúcida y no me hallaba dispuesto a perder la calma: sólo quería serenarme y reflexionar un poco, pues no dudaba —siempre tuve mucha confianza en mí mismo— de que hallaría pronta solución al problema de los alcauciles.

Razoné.

Durante mi ausencia, ¿qué los había exasperado y hasta enloquecido? Sin duda, la falta de alimentos. En efecto, durante las semanas anteriores —cuando se hallaban normalmente nutridos—, los alcauciles habían manifestado una conducta digna y juiciosa. Bastaría, pues, con proveerlos de la comida necesaria para que volvieran a ser los calmos y mansos alcauciles de otrora.

Desde el teléfono del dormitorio —casi no había cama, ni mesitas de luz ni placares ni ropas— llamé al mercadito Los Dos Amigos. El primer amigo vende carne; el segundo amigo, verduras y frutas. Al primero le encargué ocho kilos de menudencias bien baratas: hígado, bofe, huesos. Al segundo, papas y zapallos, que cuestan poquísimo y rinden mucho. Les pedí que me mandaran todo en seguida: así aplacaría, por el momento, el hambre de los alcauciles. Más adelante buscaría —y hallaría— la solución definitiva.

Mientras los alcauciles y yo esperábamos los víveres, ellos continuaban royendo. El ruido que produce su roer es similar al de sacudir una caja de fósforos, con la salvedad de que nadie está todo el tiempo sacudiendo una caja de fósforos, y, en cambio, los alcauciles roían, roían, roían todo el tiempo. Continuaban royendo los restos de los muebles: tragaban la madera y desechaban la laca y los elementos metálicos o plásticos.

Pensé: «Mientras tengan algo para comer, estaré a salvo.» Y, en seguida: «Cómo tardan Los Dos Amigos.»

Entonces sonó el timbre (no el del portero eléctrico sino el del departamento): sonó con ese tipo de llamado largo e impaciente que yo aborrezco. Anticipándose a mi movimiento, un alcaucil presionó hacia abajo el picaporte y abrió de par en par la puerta.

En el vano, sobre el fondo más oscuro del pasillo, con delantal blanco y gorrita blanca, y con una enorme canasta de mimbre sostenida por ambas manos, apareció el muchacho gordo y rudimentario que muchas veces yo había visto lavando la vereda del mercadito Los Dos Amigos.

El muchacho —descomunal zopenco de veinte años y cien kilos de peso— vaciló un instante entre saludarme y avanzar. Otra cosa no pudo hacer: en segundos fue envuelto por una telaraña verde, dúctil y eficaz de cuarenta o cincuenta alcauciles. No llegó a gritar ni pudo mover los brazos. Con alcauciles en los ojos, en el cuello y dentro de la boca, semiestrangulado, y no sé si vivo o ya muerto, fue arrastrado —con ligereza de pluma— hasta el centro del comedor, y allí los alcauciles, en áspero tumulto, se dieron a la tarea de horadar y carcomer al muchacho gordo del mercadito, y también su canasta de mimbre, y las papas y los zapallos, y el hígado y el bofe y los huesos.

Aquella imagen de los pequeños alcauciles que recorrían el gran cuerpo me recordó la de las hormiguitas rojas cuando seccionan una cucaracha muerta, o viva.

Mientras estos alcauciles ingerían al muchacho, otros habían echado llave a la puerta del departamento y mantenían ahora aquélla en su poder, lejos de mi posibilidad de alcance.

Entonces me encerré en el cuarto de baño, recinto aún del todo libre de alcauciles. Corrí el pasador metálico y, sentado en el borde de la bañadera, traté de imaginar un rápido plan para derrotar a los alcauciles. Con muchos nervios y con poco tiempo, apenas si llegué a esbozar la idea de provocar un incendio. Pero, ¿qué incendiar?: ya casi no quedaban cosas inflamables, mi casa sólo era un esqueleto de materias inorgánicas.

Estas especulaciones, y otras parecidas, resultaban, al fin, ociosas e inoperantes. Lo mejor —me dije— será no pensar en nada. Y esperar. Sentado en el borde de la bañadera, esperar. Contemplando con estúpida atención esos objetos familiares tan desprovistos de interés: el lavatorio, el espejo, los azulejos...

Los alcauciles ya han empezado a roer y perforar la puerta del cuarto de baño en veinte puntos distintos. Pronto habrá allí veinte boquetes y, en seguida, veinte cabecitas de un verde apagado que avanzarán hacia mí.

Yo espero: ni resignado ni pasivo. He arrancado la barra del toallero y la empuño a modo de garrote: no me entregaré sin resistencia; trataré de inferirles el mayor daño posible.

Repito lo que dije al principio: he aprendido bastante —pero aún ignoro muchas cosas— sobre las costumbres del alcaucil.

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Copyright ©Fernando Sorrentino, 1995
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Fecha de publicaciónMarzo 2004
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