Mi vieja vive en Salaberrichaga, ¿conocen?, seguro que no. Es un caserío del sur de Santa Fe, recostado sobre una estación morosa, que se conmueve por el paso del tren sólo dos o tres veces a la semana. Ahí vive la vieja sus últimos años, en casa de una amiga de toda la vida. Hace poco inauguraron en la estación un acceso a Internet que da servicio de e-mail a toda la comarca. Ahí le envío a mamá estas notas urbanas (así las titulo yo) para acercarle un poco de entretenimiento. Me lo agradece. Ah, aclaro: soy periodista y vivo en Buenos Aires desde 1983. Trabajo en El Pregón. Y la extraño a la vieja, pobre.
Aquí les presento unas «notas urbanas» que le estuve mandando últimamente.
—Nene, son tan divertidas, ¿por qué no las publicas en tu diario?
Mi amigo Sebastián me contó hace poco una historia extraña. Él la titula «encuentros fortuitos o la fuerza del destino». Resulta que desde hace diez años almuerza una vez por año con un tipo, un tal Marco. Lo gracioso es que Sebastián y Marco no son amigos, no fueron compañeros de estudios, ni vecinos, ni conocidos, ni nada. Simplemente son dos tipos que se cruzan por casualidad unas diez o doce veces por año, en cualquier lugar y circunstancia. Decidieron afrontar esta rareza de las probabilidades y convinieron almorzar juntos una vez al año en un restaurante de la costa. Razones: no jugar con el destino. Si el destino los cruzaba continuamente, alguna razón habría, de modo que decidieron seguir la corriente y, como obedientes marionetas, interpretan el papel de amigos, con más resignación que deseo. No coinciden en casi nada, por lo cual no forjaron amistad alguna, sólo se reconocen por la calle, se miran y esperan unos meses para reunirse y contarse algunas peripecias.
No sé por qué, pero me parece que este asunto va a terminar mal. Hoy, Seba me llamó para contarme que su «amigo» estaba en problemas con la mujer y quería que le diese una mano: que almuercen él, su amigo y la amante de su amigo, pero que Seba haga de «novio» de la amante, para despistar a Dora, la mujer de Marco. Un lío infernal que no sé cómo va a terminar.
Le pregunté a Seba cómo fueron las cosas y me escribió lo siguiente:
Conozco a Marco desde 1989 y una vez al año almorzamos en un restaurante de la costa. Es una costumbre impuesta por «circunstancias fortuitas», es decir por un azar que se transformó en costumbre. Uno se encuentra con caras que se repiten. A éste lo conozco, se dice. ¿De dónde? Qué memoria la mía, caray. Y el otro cruza alguna mirada con uno y piensa lo mismo. El encuentro es inevitable. Al cabo de tres o cuatro encuentros de ese tipo, decidí que era hora de hablarle al señor X. Me acerqué y le dije:
—Disculpe, creo que nos conocemos, pero mi memoria me impide ser más específico...
—Sí, a mí me pasa algo similar. Sé que lo conozco, pero no termino de dar con los detalles.
—Bueno, en ese caso, empate. Me llamo Sebastián Mores, mucho gusto...
—Marco Delvale.
Y ahí empezó el rito. Luego de encontrarnos fortuitamente entre diez y doce veces por año, acordamos almorzar juntos anualmente, a modo de... cómo decirlo, para darle un sentido a nuestros encuentros «fortuitos». Si el destino nos cruza inevitablemente, por algo será. No le demos la espalda.
Bueno, el asunto es que hace unos días almorzamos y me dijo lo siguiente:
MARCO. Estoy en problemas con Dora. Está en peligro la pareja.
SEBASTIÁN. ¿?
MARCO. Es una larga historia...
SEBASTIÁN. Podés seguirla dentro de dos años...
MARCO. Je, je no creo que tenga tanto tiempo.
SEBASTIÁN. ...
MARCO. Creo que sospecha que la engaño. Necesito que me des una coartada para zafar.
SEBASTIÁN. No entiendo, perdoname, qué tengo que ver yo con...
MARCO. Es el destino, para eso te puso en mi camino. Para que salves mi matrimonio.
SEBASTIÁN. No veo cómo...
MARCO. El plan es el siguiente. Dora interceptó un e-mail de mi... amiga, en el que escuetamente (por suerte) me dice que me espera el jueves en Las Cañitas, para almorzar, que tiene algo importante que decirme.
SEBASTIÁN. ¿Y cómo supiste que te interceptó el e-mail?
MARCO. Porque Cristina me llamó y me dijo que había recibido un extraño llamado en su oficina y reconoció la voz de mi mujer.
SEBASTIÁN. ¿Cómo, se conocían?
MARCO. No, pero alguna vez puso la oreja en mi celular cuando hablo con Dora y además ella tiene una voz... inconfundible. Habla con fgenillo, ¿sabés? Pronuncia cosas como «queguido tgaeme la sagtén». Entonces me dijo, cuidado, la bruja sabe algo, fijate si el e-mail que te mandé esta mañana está abierto. Fui y comprobé que alguien, antes que yo, había abierto el e-mail de Cristina. La idea es que el jueves —ése es el día— almorcemos Cristina, vos y yo. Mi mujer seguro que me seguirá para agarrarme in fraganti. En cuanto vea que estoy con una pareja (porque vos tendrás que posar de novio de Cristina) se disiparán sus temores.
SEBASTIÁN. ¿Y por qué no le pedís a algún amigo que te haga el favor?
MARCO. NO tengo amigos que Dora NO conozca, ni compañeros de trabajo, ni nadie. Vos sos el único que no conoce. Ni siquiera por comentarios míos. Nunca llamás a casa y nunca te llamé. No hay rastros de vos ni direcciones, ni e-mails, ni nada.
Una vez que pasó todo, supe partes de la historia conversando con los protagonistas.
Cristina conoció a Sebastián el último año de la Facultad. Era profesor de Comunicación empresarial, una materia centrada en la posibilidad de generar reportes legibles, informes más atractivos, memos con gancho, en fin, materias todas que Sebastián parecía dominar. Como prueba de esto le faxeó el siguiente mensaje horas después de haberse conocido:
GUAU
Ese ladrido de admiración valía más que cualquier declaración de amor, plena de adjetivos y suspiros. Como Cristina era práctica y directa, le respondió:
Cuándo y dónde quieras.
Así empezó. No fueron novios, decían, por diversos motivos: el matrimonio de Sebastián, la diferencia de edad, el encanto de encontrarse sin plan ni horarios. La separación de Sebastián no alteró demasiado la relación. Cristina salía con algún compañero, Sebastián con alguna colega y las cosas estaban bien para todos.
Así fue que se recibió, encontró rápido un trabajo en un banco y aprendía todas las pistas que existen para crecer («trepar» le parece una palabra horrorosa) en el mundo de los negocios. Esto implica suscribirse a dos revistas de negocios, anotarse en seminarios, cursos de business English, leer chismografía del ambiente y cosas así. Una mierda, decía, pero le encantaba el poder. Tener veintitantos años y decidir sobre inversiones, bromear con agentes bursátiles, conocer publicitarios, periodistas y ganar buenos billetes, era más de lo que se había propuesto cuando llegó Buenos Aires desde Pergamino, hacía un siglo y medio.
Pero, todo llega. A medida que crecía en su profesión Cristina se fue endureciendo, según opinaba Sebastián.
Hacía el amor mirando el reloj, no festejaba sus bromas, hablaba todo el tiempo de prime rate, libor y otras hermosuras. Lo peor fue cuando Sebastián le ofreció o pidió —no se sabe— matrimonio.
El 4 de noviembre de 1994 ella anotó en su agenda:
GUAU: FIN
Tragó saliva, sabía que con su negativa perdía una relación hermosa, pero estaba dispuesta a abrirse a todas las relaciones hermosas que la vida le pusiera a tiro.
La próxima fue, entonces, con Marco. Otro casado, un hombre de la City, un alma gemela.
Le pregunté a Cristina cómo siguió la historia, y me mandó un e-mail:
Conocí a Marco en el... a ver ...1994, diciembre. Me acuerdo por el Efecto Tequila que se declaró en aquella época, que puso con los nervios de punta a toda la City. Yo, que trabajaba en un banco —cuyo nombre no quiero recordar— almorzaba rodeada de 50 yuppies más, de bancos, financieras, AFJPs, consultoras y etcéteras en un fast food de onda que se había inaugurado esa temporada, en Reconquista y Tucumán. A mi las noticias de la bolsa o del dólar no me mueven un pelo, pero ahí el ambiente estaba renervioso, con chicos hablando por el celular, gritando y poniendo cara de «yo sé la justa». Yo tenía 24 años, recibida de information broker en una privada, buen sueldo, buena percha, y me toca comer con un fachero, treintañero largo... casi cuarenta. Para hacerla corta: me sonrió, me preguntó si había perdido alguna inversión con el Tequilazo, le dije que a la hora de almorzar odio hablar de trabajo.
—Bien, te propongo cortarla en serio, te invito a tomar un café a la costa, en Martínez.
Agarré viaje —ese día podía volver a las tres al Banco— así que ahí empezó todo. Me ganó que no me hablara una palabra de inversiones, bicicletas o transas. Miramos el río —hermoso y desconocido un martes a las dos de la tarde, bañado en sol, azul y no marrón como suele estar—, miramos el perfil de Buenos Aires que es hermosa desde afuera (aunque en Reconquista y Tucumán es insufrible). Todo me parecía hermoso y maravilloso esa tarde: Marco, su onda, su coche, su ropa, el boliche, el café, la música que pasaban, las sonrisas de las camareras, el aroma casi de mar que llegaba desde el río.
En mi carácter de periodista logré entrevistar a Dora, la mujer de Marco. Ahí va su testimonio:
Cuando sospeché de Marco no supe si correr a lo de alguna amiga, llamar a mi analista, o recurrir a un detective privado. Leí su casilla —sí, se la leo— y detecté una invitación a almorzar que le enviaba una tal Cristina. Cristy@consultaires.com.ar era su e-mail. Me sonaba Consultaires. Claro, es una consultora de inversiones que Marco me nombró más de una vez. Llamé y pregunté por Cristina.
—Perdón, ¿de Administración o de Planeamiento? —me jugué por Planeamiento y al rato me atiende la tal Cristina.
—Hola, ¿Cristina?
—Sí, ¿quién es?
—Perdón, me dijeron que vos podías ayudarme...
—¿Sí?, te escucho.
—¿Vos manejas todavía la cuenta de Marco Delvale?
—No.
—Pero lo conocés.
—Sí, ¿pero quién habla?
Colgué. Me sentí una boluda, pero obtuve lo que quería: a) existe una Cristina que trabaja en Conultaires; b) Marco tiene tratos con la consultora esa; c) Si se trata de un almuerzo de trabajo es algo raro que sea en Las Cañitas, a media hora del Centro, donde está la consultora y donde trabaja Marco.
La voz sonaba joven, pero no mucho más que la mía, perra.
Bueno, qué hago, me preguntaba. Voy a Las Cañitas y los descubro. Primero, voy a aclarar que a Marco hace rato que no lo quiero. Es insípido como..., como..., como una milanesa de soja. No tiene gusto a nada, aunque por fuera parece tentador pegarle un mordisco. Segundo, mi interés en seguir la relación es puramente administrativo. Casa, salidas, vacaciones, escuela para los chicos, coche, etcétera son todos bienes que, en caso de un mal divorcio, estarían comprometidos, en riesgo de decisiones apresuradas. Tercero, a menos que yo demuestre que hay adulterio, en cuyo caso tengo las de ganar. Pero andá a demostrar adulterio...
Era mi oportunidad. Los filmaría dándose besitos. Llevaría las pruebas a un juez, y la demanda de divorcio estaría ganada.
Bueno, llegué a Las Cañitas y casi me muero. Sentado al lado de Marco estaba Sebastián.
No entendí nada y, al parecer Sebastián tampoco: se quedó petrificado y tieso, blanco y temblando. No tenía ni idea de cuánto me quería ese hombre.
CRISTINA. Hola Sebastián, cuánto tiempo...
SEBASTIÁN. Hola.
MARCO. ¿Cómo? ¿Se conocen?
SEBASTIÁN, CRISTINA. ¡Sí!
MARCO. Mejor, así va a ser más fácil todo. ¿Y de dónde, che? (El pinchazo de los celos se le noto en el despectivo «che».)
SEBASTIÁN. Nos quisimos mucho, hace unos años.
MARCO. ¿En serio, Cristina?
CRISTINA. Qué querés que te diga...
MARCO. La verdad.
CRISTINA. La verdad es obvia.
MARCO. Sebastián, ¿qué es lo obvio?
SEBASTIÁN. Que nos quisimos, hace mucho.
MARCO. Me parece que hay algo más que eso.
CRISTINA, SEBASTIÁN. No, nada, en serio, o sea...
MARCO. Bueno, a partir de este momento los declaro marido y mujer.
Reímos y nos dispusimos a armar la parodia.
SEBASTIÁN. ¿Estás seguro de que tu mujer nos espía?
MARCO. Acabo de llamarla al celular. Me dijo que estaba en casa, pero se escuchaban bocinazos y voces, como de un lugar concurrido. Debe de estar aquí mismo.
CRISTINA. Es... emocionante.
Sebastián me miró. Por primera vez. Y me sonrió. Fue un arranque mío, llevar la parodia al extremo: lo besé delante de Marco, me dejé llevar. Hacía ocho años que no lo besaba.
Ahí se pudrió todo. Marco no se anda con chiquitas. Se incorporó y la cacheteó a Cristina. Sebastián, hombre pacífico pero no cobarde, se levantó y trompeó a Marco, pero cuando iba a darle la segunda, la mano fuerte y... iba a decir, varonil... de Dora se interpuso, como una aparecida. Cristina la cacheteó a Dora mientras las cosas de la mesa —botellas de buen vino, panera, platos y copas— se desparramaban estruendosamente en el fino local de Las Cañitas, los finos y absortos clientes miraban la escena sin perder detalle y los mozos intentaban calmar a las mujeres y a los hombres, trenzados ya en viejas disputas que nadie a esa altura entendía bien, ya que juran que Dora aprovechó para cachetear a Marco.
El agente de custodia en la vereda fue llamado y, créase o no, extrajo su reglamentaria pensando que se trataba de un asalto express —de esos que tanto abundan en restaurantes de moda— e hizo, el muy animal, un disparo intimidatorio que provocó desprendimiento de buena parte del cielorraso, el que con estrépito llenó de polvo celeste a la concurrencia, cuya sección femenina emprendió un coro de gritos agudos y su parte masculina un perplejo gesto de incomprensión.
El infrascrito, asignado a seguridad de la zona conocida como Las Cañitas debido a la constante inseguridad a que se ven acometidos los parroquianos que frecuentan los establecimientos gastronómicos allí ubicados, encontrándome en horas del mediodía, aunque ya entrando en la tarde, con un cierto estado de apetito, por no decir hambre debido a que según las nuevas disposiciones a los agentes de seguridad se nos está vedado el pedir —«mangonear»— pizzas y otras vituallas como Coca debido a la mala imagen de la Fuerza que eso conlleva, con el consiguiente desánimo que nos acontece dada la insuficiente y poco gustosa comida que nos brindan en la Comisaría; entonces en ese estado casi de inconsciencia, percibo fuertes gritos del interior del local Las Cañitas y gestos de llamado dirigidos hacia mi persona. Sin dudar de que me hallaba ante un vandálico asalto express, y en virtud de la normativa oportunamente dictada por la autoridad sobre «normas de procedimiento en caso de asalto. Inciso c: restoranes y casas de comida», me adentré al local, dándome a conocer de viva voz:
—¡Alto, Policía!
Sin obtener respuesta, observé a cuatro civiles, dos masculinos y dos femeninos, en evidente estado de alteración del orden, aunque no se apercibía con claridad cuál/es era/n el/los asaltante/s y cuál/les era/n el/los damnificado/s.
Ante la duda —si no, hubiera procedido a disparar a la cabeza del caco— opté por realizar un disparo de alvertencia destinado al techo con la mala suerte de que atravesando la débil plancha de gesso, el proyectil rebotó en una viga de hormigón, impactando en un panel del cielorraso, lo cual produjo el desprendimiento de aprox. dos metros cuadrados de material, cayendo sobre la concurrencia. La cual me reclamó por mi actitud.
Repuesto el orden gracias a mi intervención, procedí a tomar declaración a los implicados, demostrándose que sólo se trataba de una discusión subida de tono, con lo cual no me consideré en autos como para proceder a la detención de los susodichos y siendo invitado por los mismos a compartir una pizza que habían pedido, a fin de aclarar el incidente, compartí agradables momentos de esparcimiento mutuo que hacen a la debida buena relación entre la Fuerza y la Comunidad a la cual sirve. Hecho lo cual me despedí.
E-mail de mamá:
Nene, hay algo que no entiendo... ¿Qué era lo que esa descocada de Cristina tenía que decirle al tarambana de Marco? Porque te leo: «Me dice que me espera el jueves en Las Cañitas, para almorzar, que tiene algo importante que decirme.» Averigualo, Nene, estoy con la intriga. Un beso de mamá.
Respuesta a mamá:
Por lo que supe, Cristina le iba a anunciar a Marco que había ganado una Beca de estudios en el Business Boston College para cursar el Máster en Knowledge Management Improvement (te traduzco, Ma, pero no lo tengo del todo claro: Escuela de Negocios de Boston: Postgrado en Gerencia de Mejoramiento del Conocimiento, o Mejoramiento de la Administración del Conocimiento, o Administración del Conocimiento Mejorado, o Conocimiento de Mejoras en la Gerencia. Total, todo es más o menos lo mismo).
Y que no se iban a ver por un largo tiempo, cosa que es cierta, pero por otras razones: Cristina y Sebastián están viviendo juntos, devorando la vida a mordiscos —según me cuenta Seba—, recuperando el tiempo perdido. De la Beca, ni hablar.
Copyright © | Esteban Lijalad, 2003 |
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Fecha de publicación | Marzo 2004 |
Colección | Las excepciones cotidianas |
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