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Tras los ojos

Diego Chinchilla
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Siempre sentado en un rincón de la cantina El Encanto, el ciego tenía ojos azules y estancados como pozos. Aunque su cabeza no era particularmente grande, la pesadez la hundía como un yunque contra el pecho.

Por aquellos días Maribel, la única mujer en mi vida desde mi viudez quince años atrás, se había marchado de mi lado. Para mí, un hombre de sesenta y cinco años enamorado de una mujer de treinta, aquel adiós fue una tragedia. Sólo así puedo explicarme por qué fui a parar a El Encanto, una covacha oscura y frecuentada por ebrios malolientes.

Desde que Maribel se cansó de los aplazamientos para nuestro matrimonio, me habitué a visitar la cantina apenas tenía una oportunidad. El lugar era una barra que se retorcía obedeciendo a los contornos de una pared a la espalda de los bebedores. Al frente estaba el cantinero con su camisa grasienta; en un extremo, la puerta hacia la calle; en el otro, el orinal diminuto.

Una noche, en medio de mi ebriedad, me encontré a mí mismo explicándole al ciego que Maribel quería que nos casáramos con la única intención de apropiarse de mi casa y de los ahorros de toda mi vida.

—La conozco, ¿sabes? Estoy seguro de que ha arruinado a otros hombres.

El ciego no me respondió y le golpeé un hombro. Él levantó su cabeza y sentí el agua azul de sus ojos resbalando sobre mi rostro.

—¿Por qué no dices nada? ¿Tampoco tienes lengua?

Cuando habló, me pareció que el azul de sus ojos se le desbordaba sobre la palidez del rostro:

—Crecí en un monasterio y me agrada el silencio.

Su voz no parecía brotarle de la boca; ni siquiera percibí el movimiento de sus labios.

Seguí emborrachándome mientras el ciego me contó sobre sus ayunos y oraciones interminables en el monasterio. Supe que la lectura de los libros sagrados en la penumbra de su celda fue la responsable de apagarle los ojos.

—Sólo cuando los últimos contornos de este mundo se desvanecieron, fui capaz de mirar a Dios.

Esa noche, el alcohol que me adormecía los sentidos me libró de reflexionar sobre las palabras del ciego.

La mañana siguiente en mi oficina, incapaz de soportar más, telefoneé a Maribel. Me llamó miserable y reiteró que únicamente volvería junto a mí si la convertía en mi esposa.

Dejé la oficina hacia el mediodía y me refugié en El Encanto.

Me instalé junto al ciego y le conté mi amargura como si se tratara de un viejo confidente.

—¡Es una miserable! ¡Qué se la lleve el diablo! —repetí mientras me atragantaba con vasos de ron.

Él no pareció escucharme.

Unas dos horas más tarde, con mi cerebro embotado por el alcohol y harto de su silencio, lo sacudí por los hombros.

—Ciego, ¿por qué diablos te metiste a un monasterio? —dije por decir algo. Yo nunca soportaría el aburrimiento.

El azul de sus ojos se encrespó por un instante.

—¿Qué pasión puede ser más poderosa que la búsqueda de Dios?

Lentamente volteó la cabeza hacia mí y su sonrisa era un retorcijón sobre sus labios.

Luego dijo que en la celda del monasterio sus ojos muertos se habían poblado de revelaciones. Aseguró que había visto a Dios despertar luego de varios milenios de sueño.

Mis sentidos se aguzaron a pesar de las telarañas del alcohol y le pedí que se detuviera.

Él añadió, sin embargo, que Dios había despertado envejecido y con su mente hundida en los lodazales de la locura.

Salí de la cantina dispuesto a no volver nunca. Decidí que Maribel era la única posibilidad de retorno a mi vida normal. Me sentí dispuesto a casarme y a arriesgar mis propiedades con tal de que volviera.

Al día siguiente salí del trabajo y me encaminé a buscarla. A unos veinte metros de distancia, sin embargo, vi al ciego caminando hacia mí con su cabeza pendiéndole sobre el cuello y abandonada contra un extremo del pecho. Mis piernas no me obedecieron cuando intenté correr. Me recosté contra las verjas de un edificio y esperé a que el ciego pasara junto a mí. Contuve la respiración y cerré los ojos. Supe, sin embargo, que él se acercó a mi rostro: sentí su aliento frío contra mi garganta y su nariz recorriéndome las mejillas.

—¿Qué quieres? —conseguí articular.

—Necesito contarte... Tengo que decírtelo...

En las ocasiones anteriores me había acercado al ciego siempre en estado de ebriedad. Aquella tarde no había alcohol enturbiándome los sentidos y la repugnancia fue casi insoportable. Sin embargo, lo así por uno de sus brazos y lo conduje hasta mi automóvil.

Su cabeza, aunque desmayada contra el pecho, se inclinaba buscándome.

—Descubrí que Dios prepara la destrucción del mundo.

Aquella voz, que no parecía surgir de la garganta del ciego, llegó a mi cerebro como un escalofrío.

Explicó que Dios enmendaría todos sus errores en la creación del universo. Achacoso, desquiciado y en un taller oscuro, modelaba con fraguas y martillos los esqueletos de millones de saurios con los cuales se disponía a invadir al mundo.

Más pálido que nunca, con los ojos derritiéndosele, su voz parecía desgarrarle las cuerdas de la garganta.

—Debo llegar al taller y matar a Dios de un mazazo en la cabeza.

No resistí más y, a empujones y puntapiés, lo arrojé fuera del auto.

Conduje sin pensar en mis actos. En mi mente sólo había espacio para aquellos ojos como dos trozos de hielo flotando en un mar de lava.

Llegué al apartamento que alquilaba Maribel y, casi sin respirar, le conté sobre los delirios del ciego. Esa noche ella no trató de obtener dinero ni regalos de mí; por el contrario, se comportó cariñosa.

Con la felicidad disolviendo en mi mente los ojos aborrecidos, supuse que Maribel me perdonaba por algún sentimiento de piedad o compasión.

Después de asegurarme que me amaba, me prometió que la próxima noche me visitaría en mi casa.

Cuando al día siguiente abandoné la oficina y me dirigí hacia mi auto, el ciego me aguardaba. Supe que no podría evadirlo y, luchando contra mi repugnancia, miré de lleno en el azul estancado en sus ojos.

—¿Por qué me persigues? ¿Qué diablos quieres?

Luego de un instante de silencio, incliné mi cuerpo e intenté entrar al coche. Su mano fría atrapó uno de mis hombros.

—Esta noche iré hasta el taller y lo intentaré... Quiero que tú me acompañes.

Aunque sacudí con violencia mi cuerpo, no pude liberarme de su garra helada. Como un chorro de vapor sobre una figura de cera, las palabras le deshacían los labios:

—Temo que mi mazazo no le destroce la cabeza. Sé que me temblarán los brazos y no me sostendrán las piernas...

Sentí sus ojos como dos gotas de metal atravesándome la carne.

—¡Aléjate de mí!

—Prométeme que esta noche vendrás a El Encanto.

Apretó su garra en torno a mi hombro y sus ojos lastimaron mi rostro como dos aguijones de electricidad.

—Sí, iré, iré...

Retiró su mano y eché a andar el auto a toda velocidad.

Esa noche, la sonrisa de Maribel alivió mi alma. Comimos, tomamos vino y nos abrazamos durante varias, no sé cuantas, horas.

Ella estaba sobre mi cama y yo había comenzado a desnudarla cuando sonó el teléfono.

—¡Dios me persigue! ¡No me abandones!

La voz del ciego resonó histérica en mis oídos y las esferas de sus ojos se plantaron nuevamente frente a mí.

—Mi mazazo se estrelló contra su espalda. ¡No dejes que me mate!

Miré a Dios perseguir a los ojos azulados entre huesos y trozos de hierro retorcido y toda mi repugnancia hacia el ciego se volcó contra el Todopoderoso. Entre el humo de las fraguas del taller en ruinas, el cuerpo de Dios era el de un toro desnudo de piel y suspendido sobre sus patas traseras.

Cuando me dispuse a salir a toda prisa hacia El Encanto, Maribel me detuvo. Me susurró mentiras envueltas en caricias, me ofreció su cuerpo y adormeció mi cerebro.

Aunque pasé la noche junto a Maribel, la voz del ciego, como un aullido brotando desde una grieta sobre el suelo, no me abandonó un solo instante.

A la mañana siguiente, antes de entrar en mi oficina, corrí hacia El Encanto. El cantinero estaba solo. Cuando le pregunté por el ciego, no supo a quién me refería. Esa noche interrogué, uno tras otro, a los clientes de El Encanto. Nadie, sin embargo, recordaba al ciego.

Me bastaron unas horas de reflexión para comprenderlo todo: Dios, sin duda, borró las memorias de los clientes de El Encanto. Él también fue el responsable de que Maribel no me permitiera socorrer al ciego. Dios la había poseído. ¿Cómo, si no, podría explicarme su perdón en el mismo instante en que le hablé sobre el ciego?

Odio a esa mujer y querría asesinarla. Sin embargo, no pienso mucho en ella. ¿Qué hombre, sabiendo que Dios prepara la destrucción del universo, podría preocuparse por la traición de una mujer?

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Copyright ©Diego Chinchilla, 2003
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Fecha de publicaciónAbril 2004
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