Mi vecino de piso es un hombre tonto. Yo, en cambio, soy ocurrente y gracioso. Los demás ejecutivos de nuestra empresa —una empresa líder en su área— siempre se divierten conmigo. Con mi vecino, que es tonto, no se podrían divertir.
Cuando me instalé en mi semipiso —tengo un semipiso en la avenida del Libertador, amueblado a todo confort, un semipiso a nivel ejecutivo—, cuando me instalé en mi semipiso, decía, encontré al vecino tonto en el ascensor, y en seguida pensé: «Este hombre es un tonto.» Me di cuenta de que era un tonto porque yo soy en extremo sagaz. Además, tenía cara de tonto. Contrastando abiertamente con el suyo, mi aspecto es despejado, aspecto de persona dinámica, inteligente, capaz, con personalidad agradable, con imagen ganadora. Me causaron gracia su frente estrecha, sus ojos aletargados, su nariz ancha, su labio inferior caído, su cuello voluminoso: todo lo cual se resumía en una imagen mediocre, sin perspectivas de futuro, sin ansias de progreso; una imagen de hombre tonto, en suma. En el espejo del ascensor comparé su exterior de hombre tonto con el mío de persona dinámica: la comparación resultó decididamente favorable para la persona dinámica. Admiré una vez más mis rasgos agudos, mis ojos vivaces, mi nariz afilada: las facciones típicas del hombre de talento. Además, en nuestra empresa, mi elegancia es proverbial: soy alto y delgado, y estoy siempre perfectamente peinado, afeitado y perfumado. Mi vecino tonto es bajo y gordo, lo que le da un marcado parecido con un barril; tiene el pelo mal cortado y la barba a medio crecer. Yo visto impecablemente —a nivel empresarial— gracias al exquisito gusto que me caracteriza. Para no herir mi sensibilidad, prefiero abstenerme de describir la vestimenta del vecino tonto. El hecho de que el vecino tonto se precipitara, reconociendo jerarquías, a abrirme la puerta del ascensor, no logró, sin embargo, conmoverme.
Al instante advertí que el vecino tonto quería entablar conversación mientras subíamos en el ascensor (en Inglaterra al ascensor le dicen lift, y en los Estados Unidos, elevator, o viceversa, no recuerdo bien: en nuestra empresa paso a veces largas horas estudiando este problema filosófico con el ejecutivo senior de Planificación). Pero su tema, como podía esperarse, no fue éste: fue el tema propio de un hombre tonto. Me dijo que el calor se había venido con todo y que, si a la noche no llovía, él no sabía qué podía pasar mañana. Yo, como soy tan chistoso, le seguí la corriente —para utilizar una expresión un tanto vulgar, impropia del ámbito empresarial—. Para divertirme, en vez de hacerle una detallada descripción de mi aparato de aire acondicionado —como hubiera sido lógico—, le informé que yo tenía un método infalible para saber cuándo llovería, y lo apabullé diciéndole que esa noche no caería una gota. Mi vecino es tan tonto, que me creyó al pie de la letra. Sin embargo, su timidez de hombre sin dinamismo le impidió preguntarme cuál era el método. Por otra parte, ya habíamos llegado a nuestro piso.
Desde entonces empecé a divertirme en grande con el vecino tonto. Los ejecutivos necesitamos estas expansiones para despejarnos la mente de la intensa tarea intelectual que desarrollamos en la empresa. Cada día yo inventaba una mentira. Mi vecino —justamente por ser tan tonto— es del todo crédulo.
Por ejemplo, le hice creer que yo era coronel. En realidad soy ejecutivo de una de las más prestigiosas empresas —una empresa líder en su área— dedicadas a la producción, promoción y venta de maníes, lupines, pochoclo y garapiñada. No le quise decir la verdad porque soy modesto y también porque soy gracioso. Además, hay otro problema. Mi vecino tonto vende diarios y revistas en la estación Primera Junta del subte A y tiene que trabajar hasta la una de la tarde inclusive para poder mantener su semipiso con vista al río (una vista apropiada para un hombre tonto: el río lo único que tiene en su interior es agua). Por esta razón yo tenía miedo de que me pidiera un puesto de ordenanza. Y la verdad es que no se lo quiero dar: primero, porque nuestra empresa —una empresa líder en su área— está en plan de racionamiento administrativo; segundo, porque es tonto. Además, no tengo confianza con el jefe de personal. Por otra parte, poseo muchos intereses en nuestra empresa y debo cuidarlos: no por nada trabajo desde las siete de la mañana hasta las nueve de la noche para mantener mi semipiso al contrafrente. De modo que —volviendo al hilo de mi relato— el vecino tonto, cada vez que me ve, me saluda diciéndome: «¡Buenas noches, coronel! ¿Cómo está usted, coronel?» (Si es de mañana, me dice «¡Buenos días!», y, si es de tarde, «¡Buenas tardes!».) Me agrada ese merecido respeto que me demuestra el vecino tonto. Yo suelo contestarle con pocas palabras, dichas en un tono cortante y seco, como corresponde a un coronel. En la primera época, al vecino tonto le interesaban los temas militares y me volvía loco a preguntas. Yo al instante inventaba respuestas con el ingenio que me es inherente, con la rapidez de pensamiento que me llevó a ocupar el puesto de gerente de marketing en una empresa líder en su área. Al principio, me preocupaba por darles a mis respuestas ciertos visos de verosimilitud; luego, cuando advertí que mi vecino era insuperablemente tonto, le decía el primer disparate que se me ocurría.
El vecino tonto me admira, siempre quiere quedar bien conmigo. Un domingo nos invitó a almorzar. Aceptamos porque el presidente del directorio se olvidó de hacernos llegar la invitación para el asado criollo que daba en su quinta. Mi señora en seguida se dio cuenta de que la mujer del vecino tonto también es tonta. Mientras que Gepeta, mi señora, soluciona habitualmente el problema alimentación a nivel salchichas alemanas y huevos duros —lo que denota un espíritu práctico y dinámico—, María del Carmen —¿habráse visto nombre tan tonto?—, la mujer del vecino tonto, cocina ese tipo de complicados manjares a nivel ollas, sartenes y asaderas, para agasajar de este modo a mi vecino, que, como es tonto y, por ende, rudimentario en sus gustos, otorga gran importancia a los placeres a nivel almuerzo y cena.
Para esa ocasión había preparado antipasto, ravioles caseros, pollo al horno y una torta de cerezas. Mi pasión por la verdad no me deja mentir: debo confesar, en honor de la mujer del vecino tonto, que aquellos platos estaban deliciosos. Lástima que Gepeta y yo los estropeamos echándoles azúcar y canela a los tres primeros, y sal y pimienta al postre. El asombro y la admiración que demostraron los vecinos tontos compensaron generosamente la repugnancia que nos causaron los platos así condimentados. Para perfeccionar mi gracia, les expliqué que en Alemania, donde yo había seguido cursos de logística, se come de esa manera porque es el único medio eficaz para no enfermar del hígado. El vecino tonto me miraba como a un ídolo. Su mujer vería en mí al anhelado príncipe azul de sus sueños juveniles. Pero estos vecinos son tan tontos, tan tontos, que no atinaron a imitarnos: los tontos son tan tímidos, que prefieren enfermar del hígado. En casa, mientras vomitábamos, Gepeta y yo casi reventamos de risa al pensar en la broma que les habíamos hecho a los vecinos tontos. Hasta el médico se reía a carcajadas cuando nos extendió la receta.
Un día, hojeando El maravilloso mundo de los animales (yo tengo una biblioteca importante de nogal italiano, a nivel gerencial: poseo catorce colecciones de libros encuadernados; cuando doy un cóctel para otros ejecutivos, siempre miran los lomos), se me ocurrió una idea cuya genialidad superaba inclusive a la de todas las anteriores. En cuanto me encontré con el vecino tonto, la puse en práctica. El vecino tonto tiene una pecera con agua, helechos y pececitos (batracios aún más inexpresivos y tontos que las tortugas).
—¿A usted le gustan los animales caseros? —le pregunté—. ¿Por qué no se compra un pterodáctilo?
—¿Un pterodáctilo? —preguntó a su vez el vecino tonto—. ¿Qué es un pterodáctilo?
Yo había previsto que no iba a saber qué era un pterodáctilo: los vecinos tontos no saben nada de veterinaria. Le expliqué, recurriendo a mi notable espíritu de síntesis, cuáles eran las características de un pterodáctilo.
—Yo tengo uno —agregué.
—¿No me lo podría mostrar, coronel? —los vecinos tontos suelen pedir imposibles.
—Lamentablemente, no —los coroneles no pueden dar su consentimiento así no más—. Lo haría con mucho gusto por ser usted quien me lo pide. Pero, si uno lo mira, el pterodáctilo muere de terror en el acto. Ésta es justamente una de sus características más notables: por eso son tan caros. Hay que guardarlo en una caja oscura, preferentemente de madera de ébano, y es necesario echarle la comida por una abertura, sin mirarlo.
—¿Y qué le da de comer, coronel?
—Remolachas y ranas vivas: otra cosa no come. Ahí está la caja, ¿ve?
Entreabrí un poco la puerta de mi semipiso y, desde lejos, le mostré al vecino tonto una caja que acababan de mandarme con las nuevas muestras de lupines sintéticos inarrugables que produce nuestra empresa —una empresa líder en su área—. Al vecino tonto se le iban los ojos. Naturalmente, no lo invité a pasar. Un vecino tonto no tiene nada que hacer en mi semipiso con aire acondicionado —un semipiso a nivel marketing—. Nos despedimos y me di cuenta de que el vecino tonto se había quedado con ganas de hacerme más preguntas. Los vecinos tontos son insaciables. Pero el respeto que le infunde mi sola presencia es tan grande, que no se atrevió a importunarme.
Al día siguiente quiso saber más detalles. Le di las explicaciones más descabelladas que se me ocurrieron. Todo se lo creía el vecino tonto. Una semana después le mostré el grabado de El maravilloso mundo de los animales, donde el pterodáctilo, posado sobre una roca, mira rígidamente hacia el mar. El vecino tonto quedó encantado. Nunca había visto el dibujo de un pterodáctilo: como no es culto, carece de una biblioteca de nogal italiano.
—¿Cuánto le salió el pterodáctilo suyo, coronel?
A una persona dinámica, capaz de tomar decisiones rápidas en el gerenciamiento, no puede sorprenderlo ninguna pregunta de un vecino tonto:
—El mío me salió..., espere que le diga con exactitud... Hace dos años que lo tengo... Últimamente aumentó el dólar (usted sabe que a veces el dólar aumenta). Lo pagué en el orden de los catorce mil o quince mil pesos. Pero, eso sí, mi pterodáctilo es de pedigrí.
El vecino tonto meditaba con su cara de tonto.
—También —agregué, adivinando sus pensamientos— se pueden conseguir sin pedigrí por seis o siete mil pesos
A continuación le informé que los criaban en Australia, pero que la casa exportadora estaba en Inglaterra. Los tontos se cavan su propia fosa: me pidió la dirección de la casa exportadora. Sin remordimiento alguno, en otro rasgo de humorismo genial, cumplimenté en el dorso de una de mis tarjetas de opalina sueca —tarjetas a nivel directorio— los siguientes datos:
Mr. Charles Darwin
153, Bat Street
London W.1
ENGLAND
Es mi viveza la que me dicta estas ocurrencias espontáneas. Otros ejecutivos, que no tienen inteligencia rápida, se rompen la cabeza pensando y sin embargo jamás tienen ideas como las mías. Paso a analizar veloz e imparcialmente los distintos aspectos de mi invención. Por empezar, le puse como destinatario a Darwin, que —si no me falla la memoria, cosa harto difícil— fue el primero que crió pterodáctilos; además, me parece que ya murió. El nombre de la calle lo inventé: en inglés quiere decir «Murciélago Calle»; esto es muy sutil, ya que el murciélago es un insecto a nivel pterodáctilo. También inventé el número, sin pensarlo casi. London significa «Londres»; England, «Inglaterra» (Londres es una de las ciudades más grandes de Inglaterra; yo estuve allí cuatro días en un congreso de ejecutivos a nivel intercontinental; hay «hippies» y el tránsito circula por la izquierda).
El vecino tonto me agradeció estas últimas informaciones de carácter histórico tan efusivamente como la dirección que acababa de darle. Dijo que iba a escribir inmediatamente. Yo no podía más de la risa. Cuando se lo conté a Gepeta, nos reímos como una hora.
A veces los tontos pueden tener reacciones imprevisibles, reñidas con los más elementales principios de convivencia social y de respeto mutuo. Por las dudas y para no verme obligado a impartirle gratuitamente una lección de yudo, decidí inspeccionar durante un mes nuestras filiales de Córdoba, Mendoza y Tucumán. Cuando volviera, el tiempo transcurrido, habiendo aplacado ya la posible cólera del vecino tonto, me eximiría de castigarlo como merecía. En Córdoba, especialmente, me brindaron una recepción apoteótica, a nivel casa matriz: recuerdo que los cestos para papeles eran flamantes. Por mi parte, estuve magnífico. Me metí en todas las secciones, revisé documentos, le pegué dos o tres gritos a un jefecito aborigen y mandé cambiar la ubicación de los percheros. En el avión en que regresé me reía solo pensando en el vecino tonto.
Al cuarto día de estar en Buenos Aires, compartí el ascensor con el vecino tonto. Cautelosamente, le pregunté cómo estaba.
—Muy bien, coronel, gracias —respondió con una extraña sonrisa (extraña pero tonta, se entiende)—. Pero a usted le tengo que hacer un pequeño reproche.
En seguida calculé, de acuerdo con las reducidas dimensiones del ascensor (que paradójicamente nos nivelaba a mí y al vecino tonto en una misma velocidad de ascenso), qué clase de toma sería la más contundente para que el experto yudoka derrotara al burdo boxeador. En estos casos, a los vecinos tontos conviene sorprenderlos.
—Estaba equivocada la dirección que usted me dio, coronel.
Mirando los numeritos que se iban sucediendo en el tablero del ascensor, fingí sorpresa a nivel Otis.
—Escribí allí al 153 no sé cuánto. Me contestaron que el señor Darwin ya no vive en esa casa. La carta me la tradujo uno de mis sobrinos, el que está en cuarto comercial.
Llegamos a nuestro pasillo. Allí lo tendría a mi merced. Además, en el caso de sentir una súbita compasión hacia el vecino tonto, yo podría abrir rápidamente la puerta y reprimir mi justificada furia en mi semipiso con aire acondicionado desde donde me inclinaría a telefonear a las fuerzas del orden.
—¡Caramba! —dije, en un tono a nivel relaciones públicas—. Lo lamento. Yo creía...
—No se haga problemas, coronel. Me tuvieron medio dando vueltas, pero, al final, me mandaron la dirección verdadera. Me salió un poco caro, treinta mil pesos con flete y todo, pero es de pedigrí.
El vecino tonto se metió en su semipiso. Alcancé a ver la caja oscura, de madera de ébano. ¡Qué tonto es el vecino tonto! Tener un animal tan grande y tan molesto en plena avenida del Libertador. Mañana mismo elevaré una queja a nivel administrador. ¿Adónde iríamos a parar si dejáramos que los vecinos tontos realicen sus absurdos caprichos?
(Esta opinión se refiere al conjunto de la obra de Fernando Sorrentino.) Un escritor que acude, que instala las voces que narran lo que creemos nuestra verosimilitud, como un adivino propietario de nuestra incredulidad. Además, ¡es alegre! Un abrazo para él, de parte de los alumnos de la Escuela Media 6 1º 4ª de Mar del Tuyú.
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