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Lo siento mucho

Inés Legarreta
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Querido amigo:

No pude evitarlo. Años escuchándote, leyéndote, soportándote. La amistad, no sé dónde nace la amistad; vos y yo somos amigos desde que nacimos; supongo que por herencia familiar somos amigos. Una casa al lado de la otra, una madre amiga de la otra, padres en el ramo textil, el mismo club, la misma escuela, el cura que nos bautizó y hasta un loco no declarado en cada familia: tu tío y mi primo hermano, a los dos les falta una chaveta aunque todos finjan que no, que es cuestión de temperamento. Humores, dirían los antiguos. Pero me estoy yendo del tema y no quiero perder tiempo ni palabras en decir lo que tengo que decirte: te robé la idea.

Hace un mes viniste a interrumpirme justo cuando estaba por dilucidar lo fundamental, el «quid» de la cuestión, la vuelta de tuerca, el camino en la encrucijada: «eso» que hace que una novela, un relato, un cuento sea inolvidable.

Para ser exacto, el jueves 28 de abril, a las dos de la mañana, sonó el timbre dos veces y me puse en guardia y me subió la presión porque sí, maldita sea, volvió a sonar dos veces más a intervalos regulares, cronometrados. ¡Eras vos! Yo estaba ahí, en lo alto, tan cerca del ansiado paraíso y me desbarranqué sin remedio, perdí fuerza, me ganó la desolación, se me hizo polvo la cabeza porque supe que estarías parado frente a la puerta de calle y esperarías, esperarías y tocarías uno, dos, uno, dos, segundos eternos, siglos, milenios que nos separan, querido amigo, dos por dos cuatro, cuatro timbrazos todo a lo largo de la noche hasta hacerme saltar de la silla y abrirte la puerta. ¡Tu perseverancia! Siempre admiré tu perseverancia. Nunca te lo dije pero es cierto. A lo mejor nuestra amistad se prolongó gracias a esa tenacidad laburante de hormiga, de burro de carga que vos tenés y a mí me falta. Y viceversa, claro está. Yo escribo de un tirón, atormentado, urgido por no sé qué. Vos, de día, por las mañanas de nueve a doce y a la tarde de cuatro a seis, después de la siesta. Y siempre mal, no, mal es poco: pésimamente.

Horas perdidas de mi vida señalándote endecasílabos defectuosos en los cuartetos y tercetos; la asonancia y la consonancia mal usadas; metáforas, imágenes, comparaciones simples y ramplonas que debías eliminar porque la poesía es otra cosa. ¡Cómo hacerte entender lo que es la poesía si ni siquiera te sale una copla, si hasta pifiás en los octosílabos! Y en cuanto a la prosa... adverbios por doquier, ¡cientos de adverbios terminados en mente se desparraman en tus frases! Una plaga de lugares comunes, de finales cantados, de repeticiones innecesarias son los condimentos básicos e infaltables de tus cuentos y relatos; sea lo que fuere lo que pretendés escribir, reina el aburrimiento, está ausente la inspiración, falta rigor temático... Usé, según el estado de ánimo y de humor en que me debatía, diplomacia, ironía o el lenguaje más crudo y realista que me venía a la boca para que te dieras cuenta de que así no, así no va. Cualquiera, cualquiera en cualquier tiempo, época y lugar del mundo se hubiera dado por vencido; cualquiera menos vos. A vos nunca nada pareció hacerte mella. Y seguiste, y seguías, y seguís trayéndome tus papeles para leérmelos, y yo estaba, estuve condenado a escucharte. Una amistad, una paciencia de tantos años debe dar sus frutos. Y los dio. Fue el jueves 28 de abril, a las dos de la mañana. Hace hoy exactamente un mes.

Todavía no entiendo qué sucedió; es más, creo que jamás lo entenderé aunque quizás el fenómeno esté comprendido dentro de la ley de probabilidades. ¿Qué probabilidades hay de que el señor que vive al lado de mi casa se saque la Lotería, el Loto o el Quini 6? ¿Una en diez mil, una en cien mil? ¿Qué probabilidades hay de que el señor que vive al lado de mi casa, quien en sus cuarenta y dos años de insípida vida no hizo sino repetir y copiar sin ningún talento lo que otros escribieron —porque hasta para copiar es necesario el talento— tenga un día una idea brillante? ¿Una en un millón? Te abrí la puerta y me hundí en el sofá como lo he hecho a lo largo de décadas. Una idea, dijiste. «Tengo una idea» y yo pensé de inmediato en Wittgenstein, a quien vos, por supuesto, ignorás por completo.

Pensador agudo, aristocrático, declaró en una entrevista que le resultaba asombroso oír decir al común de los hombres que tenían «ideas», como si las ideas brotaran de uno igual que el agua de una fuente. Le resultaba asombroso porque él, Wittgenstein, no creía haber tenido más que una o dos ideas en toda su vida y no había llegado a plasmarlas en forma definitiva. Él, el filósofo Wittgenstein, declaraba eso y vos me venías con que tenías «una idea». Lo tendría que matar ahora mismo o me tendría que matar yo ahora mismo y acabar con este suplicio de Tántalo, pensé. Pero la inercia que nos acompaña desde la infancia es como una canción de cuna, apaciguadora. Me dispuse a escucharte. Y te escuché. Te escuché con el mismo asombro de Wittgenstein. Sólo que al revés.

Lo imposible, el cálculo improbable, la más remota e ínfima posibilidad de salvación de un desahuciado sucedió: el relato se desarrollaba en oleadas de tensión creciente y decreciente y se expandía y era tu sueño —por primera vez no leías tus papeluchos—, hablabas, me contabas lo que acababa de despertarte: un sueño de príncipes, de reyes, de privilegiados. Un sueño que llevaría a quien lo volcara al papel directo a la gloria; ese sueño necesitaba, pedía a gritos, clamaba por un escritor. Fervor, belleza y precisión en la lengua; audacia, ánimo de revuelta, subversión en la sintaxis; paroxismo en las imágenes, parquedad en el diálogo: ese sueño era mío aunque no sé por qué inaudito capricho del destino había fermentado en tu cabeza. La historia me llamaba, deseaba que fuera yo quien la poseyera, me pedía que la arrancara del aire para plantarla en la tierra. No sabés, no te podés imaginar lo que sufrí hasta que terminaste de contármelo todo. Sufría, me desgarraba pero la necesitaba entera, la historia de tu sueño minuciosamente contada, sí, cómo no iba a parecerte extraño que te hiciera tantas preguntas si por lo general te despachaba cuanto antes, cuanto antes te fueras mejor; pero esa noche no, el jueves 28 de abril te acribillé yo a preguntas, te exprimí, te arrinconé para que no escaparas. ¡La pasión nos vuelve desconocidos, monstruosos, celestiales! Yo lo supe entonces, hace poco, hace un mes; hay quien nunca lo sabe. Era la recompensa por mi sacrifico, era el premio a tu perseverancia, era nuestra redención, era lo más genial que escuché en mi vida. El cielo intolerable: el de la brutal caída.

No te gastes en escribir nada: ya está escrito, firmado y registrado a mi nombre. Está también en la editorial de más prestigio del país esperando ser leído y premiado. Estamos, el manuscrito y yo, tan seguros de lo que somos que no nos preocupa la espera. Llegado el momento, sonarán en los oídos del Jurado los bronces que ya sonaron en mí cuando escribí la palabra fin: pífanos y trompetas anunciaban el Triunfo, aquel honor otorgado a los vencedores en la Roma de los Césares. No figurarás ni siquiera en la lista de agradecimientos: enumeración casi siempre superflua pero que es de buen gusto poner al principio de todo libro. Sé muy bien lo que pensarás al leer esta carta, de manera que cualquier cosa que agregue estará de más. «Sic transit gloria mundi», querido amigo.

Sí. Querido amigo. Es la primera, y acaso sea la última vez, que al escribir estas dos palabras sienta, como hoy siento, que nacen de lo hondo, de lo profundo. Verdaderas.

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Copyright ©Inés Legarreta, 1999
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Fecha de publicaciónJulio 2004
Colección RSSComplicidades
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