Tania se ha levantado esta mañana con un regusto a ceniza caliente en su boca. Le ha costado trabajo ubicarse. En esos breves momentos en que todavía el tul del sueño vela la memoria y despliega una barricada de neblina que mantiene a distancia la realidad, acomete las rutinas diarias de forma mecánica: al incorporarse en la cama y retirar el edredón, ha sentido la primera ola de frío y se ha encogido instintivamente. Las postrimerías del invierno madrileño son casi tan gélidas como las de la estepa georgiana, de donde ella llegó hace un par de años.
Tania era la hija única de una pareja de funcionarios del Ministerio de Agricultura. Había entrado a formar parte del Ballet Nacional de Georgia a los dieciséis años y tenía condiciones para llegar a ser una primera figura. Vivía con sus padres en las afueras de Tiflis. Su existencia era cómoda pero algo aburrida. Hasta que se enamoró de Ahmed, un contrabajo uzbeco de la orquesta. Entonces surgió el conflicto. Los padres de Tania, caucásicos ortodoxos, no vieron con buenos ojos las relaciones de su hija con un muchacho musulmán. Discutieron durante meses sin posibilidad de acuerdo.
Tania abandonó Tiflis como se hacía antiguamente, como había oído contar en las noches de invierno a las personas mayores de la generación de sus abuelos, de la única manera posible cuando la Unión Soviética era el gran buque insignia del bloque comunista. Aprovechando una de las giras internacionales que el Ballet efectuaba todos los años, esa vez Tania se perdió en París y no regresó con los suyos. Para evitar que le siguieran la pista, viajó hasta Madrid y se escondió con otros compatriotas en el Pozo del Tío Raimundo.
Allí encontró un vecindario cosmopolita de supervivientes, en el que abundaban los musulmanes, y todo el desencanto de la sociedad de consumo para quienes no consiguen acceder a ella. Buscó trabajo como bailarina, pero no lo encontró, y se tuvo que conformar con un empleo como interina, limpiando oficinas, porque no poseía ninguna cualificación y chapurreaba malamente el castellano.
Pasaban los meses sin que variase su situación. Ni siquiera había intentado ponerse en contacto con sus padres. Compartía un piso destartalado y diminuto con otros cinco emigrantes sin papeles. Cuando se acostaba cada noche en su camastro, justo antes de dormirse, sentía una punzada de añoranza en la boca del estómago, una nostalgia inquieta por el cielo amplio de Georgia, por su casa de madera pintada de blanco..., pero se resistía a darle cauce. Jamás regresaría derrotada.
La semana anterior, Raquel, una judía etíope que malvivía en la misma barriada y quería dedicarse al teatro, le había comentado que el próximo jueves iban a realizar una prueba abierta para cubrir dos plazas de danza clásica en el Ballet Nacional.
—Pero no tengo papeles —adujo ella.
—No importa. Preséntate. ¿Quién sabe? Si eres tan buena, tal vez te admitan sin papeles —le animó Raquel.
—¿Y cómo llego hasta allí?
—Tomas el tren de cercanías hasta Atocha y después el bus 25. Le preguntas al conductor. La prueba empieza las 8:30 de la mañana.
El jueves, 11 de marzo, Tania se levantó temprano y tomó el tren de las siete. No quería llegar tarde. Tal vez fuese su única oportunidad en mucho tiempo. En el vagón se encontró con Natasha, una mujer moscovita, profesora de Matemáticas Aplicadas en la Autónoma. Cada vez que coincidían hablaban en ruso. Eso les calentaba el corazón a las dos. Esta mañana, Tania le comunicó sus temores y esperanzas.
—Si no consigo una de las plazas no sé qué voy a hacer...
—Lo lograrás. Ten confianza en ti misma. Es lo fundamental —le animó Natasha. Ambas viajaban en el primer vagón, de espaldas a su destino. Tania consultó su reloj.
—Las 7:35. Espero llegar a tiempo, al menos. Sería un desastre que se retrasara el autobús.
—Tranquilízate —le recomendó Raquel—. Estamos a punto de llegar a Atocha. Llegarás, a no ser que se produzca un descarrilamiento inesperado
Todavía iluminaba una sonrisa los ojos de la matemática cuando sonó un estruendo espantoso y el tren entero se elevó sobre la vía para volver a caer, destripado en su centro como una bestia herida por un contendiente igual de poderoso.
Luego llegó todo el horror, la confusión, la pesadilla. El olor a quemado, los gritos, las sirenas. La consternación. Y por encima de todo, la enorme sensación de irrealidad. A medida que pasaban las horas, las noticias contradictorias, el número de víctimas en aumento. La incredulidad.
Tania no recuerda cómo salió de aquel caos ni cómo regresó a casa. En su recuerdo se superponen imágenes espeluznantes que no consigue encajar en la realidad. Los desvaríos han alimentado sus sueños durante toda la noche y por eso se ha levantado con esa sensación de frío intenso que no emerge de su cuerpo, sino de algún lugar más profundo, y con ese regusto a ceniza caliente en su boca. Pero no consigue recolocar todas las piezas en su lugar hasta que se encuentra con su propio rostro reflejado al otro lado del espejo del lavabo. Una imagen desfigurada por la congoja.
—¡Qué espanto! ¡Qué absurdo! ¡Qué espantoso absurdo! —musita y se echa a llorar, incapaz de controlar su vértigo.
Copyright © | Esther Zorrozua, 2004 |
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Fecha de publicación | Agosto 2004 |
Colección | Las excepciones cotidianas |
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