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Los rostros del pasado

Evelyn Aixalà
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Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado
Jaime Gil de Biedma

Tina prepara un ramo frondoso con las flores del jardín. Es abril y se pueden ver de todos los colores. Las selecciona cuidadosamente con sus manos curtidas por la tierra. Después las coloca en un jarrón con agua y una aspirina para que se conserven durante más tiempo. Se seca las manos en el delantal y abre el contraviento para que entre el sol. Los rayos inundan el salón que se despierta de su letargo.

Está ansiosa por la llegada de Julián. Tiene que verlo todo igual que antes, como si nada hubiera cambiado. Le ha limpiado su cuarto y ha extendido la cama con sábanas limpias. No ha tenido que mover nada porque todo estaba como hace veinte años, el día en que ellos abandonaron la casa.

El ruido de un motor la alerta de la llegada del muchacho y sale a la puerta a recibirlo. Se alisa el pelo con las manos y sacude el delantal.

—¡Tina! —pronuncia Julián con voz casi inaudible y se acerca a abrazarla. A la pobre Tina se le caen dos lágrimas y sorbe los mocos para evitar un llanto mayor.

Hace veinte años que no la ve. Aunque está mucho más vieja, su mirada bondadosa sigue siendo la misma. Julián no atina a decirle nada, sólo se deja coger del brazo y camina junto a ella por los recuerdos.

Tina no puede dejar de mirarlo. ¡Dios mío, está tan cambiado! La última vez que lo vio tenía nueve años y llevaba los pantalones por encima de las rodillas magulladas. Y ahora, los brazos fornidos, la barba tupida y esos pies tan enormes como los de su padre, que en paz descanse. Tina se santigua sin dejar de caminar.

Los padres de Julián habían nacido en Argentina y tuvieron que exiliarse durante la dictadura. Emigraron a España, a ese pequeño pueblo de la provincia de León de donde era la familia de José. Entonces Julián tenía seis años y Laura, su hermana, apenas unos meses.

Tina vivía en la casa de al lado, una modesta palloza, como ella decía. Se había quedado viuda muy joven y no había podido tener hijos. Por eso no dejaba de espiar a los nuevos pequeños vecinos por encima del muro de su patio y cuando la sorprendían, alzaba la mano para saludarlos con desparpajo.

Mercedes y José no tenían mucha relación con el resto de la gente del pueblo. Él trabajaba en una oficina de la ciudad y ella se pasaba el día cuidando de sus flores y sus hijos. Un día por semana bajaba al pueblo a hacer las compras. Era amable, pero silenciosa.

A Tina le parecía que tanta soledad no podía ser buena, así que un día los visitó con una tarta de manzana que había preparado expresamente para la ocasión. A partir de entonces sus visitas se hicieron diarias y los niños empezaron a llamarla «la abuela gallega», apodo que la enorgullecía.

No podía olvidar la noche en que la policía trajo la tragedia a la casa. José había muerto en un accidente de tráfico. Lo enterraron un día de lluvia y apenas si acudieron diez pobres almas al cementerio. A los pocos meses, como si una maldición hubiera caído sobre la familia, llegó la terrible noticia de la enfermedad de Mercedes. Laura era muy pequeña, pero Julián ya tenía nueve años. ¡Cómo sufrió el pobrecito! Pasaba horas y horas junto al lecho de su madre. «Andá, hijito, andá a jugar, mamá está bien, sólo un poco cansada.» Y Julián se iba y se sentaba en el jardín a respirar hasta que el sol desaparecía detrás de la loma de la montaña.

Tina recuerda el día que Mercedes le habló por primera vez de la familia de diplomáticos argentinos. Había sabido que querían adoptar y pensó que allí los chicos tendrían todo lo que necesitaran.

Tina hubiera querido hacerse cargo ella misma pero sabía que eso era imposible.

Mercedes sentó a los niños en la cama y les explicó su decisión. Julián miraba al suelo sin dejar de llorar. Laura, al ver a su hermano, empezó a llorar también. Tina observaba recostada en el quicio de la puerta desconsolada. Mercedes se mantuvo firme haciéndoles entender su resolución.

Murió al cabo de dos días.

El matrimonio de diplomáticos llegó una tarde de sábado. Caía una lluvia finita como azúcar en polvo. Él era un hombre muy alto, con el pelo cano y unas manos inmensas. Ella lucía una espesa melena negra y un pañuelo de seda sobre los hombros que a Tina le pareció finísimo. Traían juguetes y chocolates para los chicos. Cargaron el equipaje en el coche, apenas dos maletas, y se despidieron. Julián cumplió la promesa hecha a su madre y fue fuerte. Laura estaba demasiado encantada con su nueva muñeca. Tina, en cambio, no pudo dejar de llorar. Nunca más los vio.

Julián recuerda la llegada a su nueva casa, con limpiadora y chofer. En el jardín había un roble centenario que se convirtió en su refugio. «Vení, Julián vení», gritaba Laura mirando hacia la rama del árbol y alzando sus bracitos. «Andate enana, quiero estar solo.»

Los nuevos padres los reunieron un día en el salón. Laura estaba sentada sobre la madre y Julián en el sofá con la mirada fija en el padre. Les informaron de que a partir de aquel momento sus apellidos iban a ser otros y que no debían volver a hablar de su pasado porque esa era una historia ya acabada. Así fue y nunca más se recordó a los padres muertos, ni a Tina, ni al jardín con flores. Con el tiempo Julián aprendió a olvidar y a querer a su nueva familia.

Tina, en cambio, los recordó muchas veces y, para ellos, tal como le había prometido a Mercedes, cuidó la casa todos los días de esos veinte años.

Julián no lo puede creer, pareciera que el tiempo hubiera quedado detenido en esas cuatro paredes. La cebolla de esparto que hizo en la clase de manualidades de tercero sigue en el mismo estante en que la puso su madre. La recuerda hermosa buscando un lugar por toda la casa donde colocar su tesoro.

Le vienen recuerdos, imprecisos unos, sorprendentemente fieles, otros: el día que en un acto de desobediencia se cayó a la fuente vestido y luego estuvo en cama una semana a regañadientes de su madre, los campos de girasoles, el bar donde su padre lo invitaba los domingos a mojarse los labios con licor de menta, los llantos de su madre a la muerte del padre, las viejas desdentadas que le ofrecían cerezas y manzanas ácidas y luego depositaban en sus mejillas besos huecos, la niña de trenzas sentada en la alfalfa de la que hoy ya no recuerda su nombre pero sí su increíble sonrisa, el olor a rancio que impregnaba toda la casa los últimos días de vida de su madre... tantos negativos revelados y olvidados en algún cuarto de su cabeza.

¿Qué hacer con todas esas fotos desterradas? ¿Dónde guardarlas ahora?

«Yo no voy a desenterrar a los muertos», le había dicho Laura el día que emprendió su viaje. Pero Julián piensa que mejor así a que los muertos un día lo desentierren a uno. Así se lo dijo a su hermana y ésta se quedó muda junto al roble.

Se sienta cansado como si hubiera vuelto de un paseo demasiado largo. Se acerca a Tina y le pide que de tarde, a la hora en que el sol se pone y los girasoles empiezan a cerrar, lo acompañe al cementerio.

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Copyright ©Evelyn Aixalà, 2004
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Fecha de publicaciónAgosto 2004
Colección RSSEl tiempo recuperado
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