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Entre mar y montaña

Cristian Rubio Villaró
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaBarcelona, Reales Atarazanas

El ruido cesó y las Atarazanas Reales de Barcelona quedaron en silencio. Los defensores observaban sin creer que aquella turba furiosa perdiera el valor justo entonces, cuando ya no quedaba munición y los hombres no tenían fuerza ni para sostener el mosquete. De repente un zumbido precedió la brutal explosión que desmembró la puerta en un millón de hirientes astillas, sembrando de terror el parapeto defensivo. Pocos mantuvieron la posición; una mayoría empezó a recular haciendo caso omiso a las órdenes de los oficiales. Volvió el silencio para quebrarse ante una algarabía ensordecedora, gritos que traían consigo una muchedumbre homicida que se abalanzaba sobre los mosquetes. Oleadas de segadors se desparramaban por el astillero como el agua entre las estancias de un galeón herido. Un serpenteante fulgor de puertas abrasadas reflejaba contornos bajo los inmensos arcos del edificio. La marea humana arrancaba a los guardias, atrincherados tras los portones en llamas, en una vorágine atroz de sangre; al tiempo que los ecos de lucha, ahora desfogados, llegaban a donde permanecía el virrey —escondido en el baluarte de Santa Eulalia— y el atemorizado séquito de criados, nobles y obispos. Éstos, hastiados porque el Conde se despedía con un largo e incómodo parlamento, no sabían ya como mantener las formas, entrecruzaban miradas, un murmullo helado atestaba la sala y, por doquier, los ojos brillaban de miedo.

Don Dalmau de Queralt pertenecía a una antigua familia catalana; como segundo Conde de Santa Coloma, había accedido al virreinato y a la capitanía general del Principado en substitución del Duque de Cardona. Tenía tanta ambición como debilidad de temple, combinación que confería al Conde una personalidad peculiar; hombre de mediana edad, vestido de oro y salmón, con medias perla y calzones hasta la cintura, su cuerpo formaba una silueta de líneas redondas y abultadas; era gordo y su orondo rostro bermejo parecía el de un niño de leche. Enmudeció al recibir la confirmación, de boca de un ensangrentado teniente: los insurrectos penetraban a sangre y fuego a través de las defensas de las atarazanas.

«¡Vayámonos con priesa señor, o nos matan!»

El doméstico del Conde, de nombre Santiago y natural de la villa de Niebla, cogió del antebrazo a su amo y lo arrastró en dirección al bastión meridional, llamado «del Rey». Tenía brazos fuertes, piernas gruesas y cortas, cuerpo de campesino, de maneras bruscas pero correctas, un salvaje manso y fiel. De hecho, Dalmau apreciaba sobremanera la primitiva sinceridad de Santiago, era de los pocos que huía de los estúpidos convencionalismos cuando tenía algo que expresar. Y cuando quería decir algo lo decía, sin tapujos ni cortesías. En esos momentos, sus palabras —impregnadas de un fuerte acento andaluz— apremiaban a Don Dalmau a desplazar el voluminoso cuerpo cada vez más rápido. El resto de la comitiva acompañaba a modo de escolta; a lo lejos se oían bramidos y combates. Mientras Santiago sujetaba, un capitán de infantería del Tercio de Fernando Moles, llamado Magí Esteve, de áspero cabello rizado y tez morena, asignado al virrey tras la caída del castillo de Salces, y que no se separaba un metro ni de él ni de Santiago, iba apartando con dureza todo lo que se interpusiera en el camino. Ambos dirigían la carrera del Conde entre intrincados pasadizos de fría piedra y paredes bajas en busca de una salida que desembocase en el puerto de Barcelona.

Una vez atravesado el baluarte «del Rey», una hendidura en la muralla de poniente permitió a la compañía abandonar las atarazanas y escapar en distintos rumbos. Unos, hacia el convento de Santa Madrona; otros, hacia Montjuic; algunos volvían a la ciudad, y los obispos escalaban por la pared de la huerta que da a Santa Mónica. En medio del caos, Dalmau de Queralt recibió noticia de la presencia de una galera genovesa, fletada por la Audiencia General de Aragón, esperando recogerle cerca de la playa de San Beltrán. Para alcanzarla debía correr entre mar y montaña, sobre la amarilla pesadez del arenal y luego superar las rocas del puerto; entre arcabuzazos que los segadors dirigían a todo lo que se moviese. Los tres abandonaron la zona protegida de la muralla y empezaron a correr como posesos. Dalmau corría como si fuese a morir en cada paso, forjaba muecas terribles de esfuerzo, sudaba y le ardía la frente bajo el bronce bruñido de la tarde; Santiago y el capitán Magí lo sujetaban, llevándolo en medio, protegiéndole de los disparos y pedradas. La arena les hundía los pies y creían no avanzar; detrás oían cómo la furia del tumulto ya había entrado en los últimos rincones del arsenal, y daba tras ellos, alzando hoces y cuchillos, al grito de «¡muiran los traidors!». La montaña de Montjuic parecía observar la violencia escarlata de ese siete de junio con una extraña complacencia.

Poco a poco fueron quedándose rezagados; soldados semidesnudos —de nada servía el ajuar bélico a la hora de poner pies en Polvorosa— los sobrepasaban sin mirar atrás; Dalmau ni siquiera los veía tocar el suelo, flotaban —pensó—, rozando apenas la superficie de la playa, y sospechó que estaba demasiado gordo, él no podía volar como aquellos ridículos militares; Santiago y el capitán Magí, leales hasta el final, morirían porque no podía con su cuerpo, y la desdicha le afligió de tal modo que creyó desvanecer. El polvo de la playa ardía bajo un tardío y afilado brillo cuando el virrey estrelló su rostro contra la arenisca de San Beltrán. Los brazos de los ayudantes no habían podido sujetar el peso de la lipotimia e intentaban reincorporarlo; unos pequeños hilos de saliva nacían del desierto que tenía en la boca. Dalmau recobró la conciencia —los disparos tronaban ahora con la fuerza de mil mosquetes— Magí giró la vista hacia los torreones y vio que una pieza de artillería disparaba por encima de sus cabezas, más allá de su posición. Siguieron corriendo; el virrey era una carga inerte que ya no podía valerse por sí misma. Pese a todo, estaban a punto de alcanzar las rocas del puerto. Dalmau dirigió una mirada al sol, el granito de las piedras eran ahora brillantes rubíes carmesí, que mutaban, primero a cítricas esmeraldas, luego a azules y brillantes riscos de cobalto.

Al llegar al espigón, ayudaron al Conde a superar los primeros obstáculos. Santiago alzó la vista en dirección a donde estaba la galera de la Audiencia y dijo que no le daba la sensación de que estuviesen esperando al virrey, que más bien la nave se alejaba de la costa. Volvieron a escuchar fuego de artillería y entendieron que los disparos habían hecho que el navío los abandonase. Un retorcido filamento de alambre se encerró en las gargantas de los tres; con las manos en forma de concha, tapándose el rostro, Santiago intentó llorar de rabia e impotencia, pero no tenia lágrimas, tal vez consumidas por el miedo o por la aceptación de una muerte segura. Magí, exhausto, sujetando el virrey con un brazo, dio voz a su cólera y con los ojos muy abiertos, mirando al cielo, desató una ráfaga de terribles juramentos. El Conde, callado, triste y al límite de su ser, echaba rápidas ojeadas hacia atrás, por donde venía una jauría de siete u ocho hombres lanzando descargas. Esta inmóvil estampa se alargó hasta que un disparo de arcabuz deshizo el hombro del capitán Magí; Santiago tuvo que sujetarlo por la cintura para que no cayese desde uno de los peñascos. Envuelto en este alboroto, Dalmau perdió pie en el resbaladizo cuerpo de la roca y se despeñó, con una violencia que les hizo pensar que había muerto en el acto.

Cuando llegaron los segadors, el capitán se sujetaba el hombro con gesto de dolor, y Santiago con el rostro descompuesto mostraba las manos desnudas. Lideraba el grupo un tuerto, con capa de pastor, y marcas de viruela en el rostro. Se adelantó y preguntó —en tono suave e indiferente— quién era el traidor que estaba en lo bajo de las rocas. Santiago, al ver que Magí no iba a responder, utilizó su mejor catalán y aseguro que desconocían la identidad del caído y que por el amor de Dios respetasen sus vidas, pues «tots som catalans». El tuerto dejó de escuchar cuando un instante después, uno de los hombres (imberbe y de apenas veinte años), vestido no como el resto sino con ropa de mar, tras mirar un buen rato el cuerpo, exclamó «¡cap de Déu, açò és el virrey!»; sacó de la capa un puñal y bajó las rocas en dirección al Conde. Santiago y Magí vieron como el virrey abría los ojos segundos antes de que el chico le incrustase el palmo y medio de hoja en la boca del estómago. Luego, y por turnos, lo fueron acuchillando el resto de los hombres.

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Copyright ©Cristian Rubio Villaró, 2004
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Fecha de publicaciónNoviembre 2004
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