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Una vieja cosa mágica

Pilar Romano
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaBuenos Aires, Argentina

Todos los años, en el mes de abril, Santiago visitaba a su madre y a su hermana en Buenos Aires; el padre había estado con ellos unos diez años desde la llegada de la familia a la nueva tierra y luego murió en un accidente de tránsito.

En estos encuentros, sus raíces se nutrían con las cadencias, los sabores y los aromas añorados y en cada visita le causaba una extraña sensación el ver sobre una repisa, siempre en el mismo lugar, la pequeña réplica de una casa alpina, con la ventanita por la que se asomaba a veces el pastor, a veces la pastora, según hiciera buen tiempo o fuera a llover, dos involuntarios inmigrantes de yeso a quienes una travesura infantil de Santiago había obligado a atravesar el mar para anunciar los aires de Buenos Aires. Cuando de niño descolgó el barómetro de la pared de la sala de la casa de sus abuelos, en Málaga, seguramente su pretensión fue llevarse consigo un poco del viento y la humedad de su tierra. Y escondió el artefacto en uno de los baúles. Nunca había confesado ser el autor de esa especie de hurto familiar, a pesar de las preguntas de sus padres sorprendidos por el hallazgo.

Esta vez Santiago había tenido que viajar en febrero. Ya maduro, volvía en el coche de primera clase a la estación de trenes del interior del país de la que había llegado a ser jefe por una serie de circunstancias imprevistas. Volvía con un paquete sobre las rodillas; adentro iba aquella extraña cosa mágica. Su madre, antes de morir, había dicho que le fuera entregada, como tardía acusación y amoroso sobreseimiento.

Santiago colgó el barómetro en la oficina de venta de pasajes, como si inaugurara un nuevo servicio en aquella vieja estación, abrigada en invierno por el ropaje color rosa de las flores de los lapachos.

La cama de dos plazas heredada del jefe anterior le pareció más grande aquella noche. Había perdido a su madre y no había podido conseguir compañera. La soledad empezaba a hacérsele palpable.

—¿Qué es eso, Don Santiago? —ya era «Don Santiago» para los lugareños, interesados en saber para qué servía esa cosa colgada en la pared. Llegaban hasta allí no para comprar pasajes precisamente, sino como parte del paseo obligado que incluía el ver pasar el tren. O para pedir algún peso prestado al jefe de la estación, que casi nunca se negaba.

—¿Qué es esto? Pues San Protanulfo y su mujer, que nos avisan si va a llover —contestó la primera vez y todas las veces Santiago, con garbo de copla, inventando un santo nuevo, con mujer y todo, con la rápida chispa del andaluz, persistente aún en la tristeza.

Y aquella gente simple se acostumbró a preguntar si el «santo» anunciaba seca o su mujer lluvia.

Por las noches las preguntas callaban. La ventanilla se bajaba. Las tareas terminaban. Solamente el gran reloj redondo de la galería y el barómetro continuaban en funciones. Un silencio implacable parecía empujar a Santiago hacia un espejo que le devolvía todas las veces una imagen gris.

Pero por suerte amanecía y al ver el sol asomándose por detrás de los lapachos, Santiago se sentía capaz de reinventar el futuro.

En uno de esos feriados somnolientos, esperaba el tren de las quince y treinta. Cuando éste avanzaba ya a paso de hombre, creyó ver un rostro familiar en uno de los recuadros repetidos de las ventanillas; la figura le pareció al principio transparente, pero era real, se movía en busca de algo. En vano trató de encontrar la causa de la familiaridad de aquel rostro de mujer, entre joven y madura.

Con su inagotable afán de lejanías, el tren —una vez más— partió. Santiago regresó al andén y a pocos metros, sentada en un banco con unos pocos bultos en el piso, estaba la mujer de la ventanilla. Al verla, sintió como si algo hubiera cambiado en un cuadro que debía ser inmutable. Se acercó con prudencia y le hizo algunas preguntas. Solamente averiguó que era española como él y que quien debía buscarla no llegaba.

Dio unas vueltas con manifiesto aire de jefe de estación y notó que la mujer empezaba a inquietarse. Eran casi las seis de la tarde y se insinuaba ya una ahumada penumbra. La viajera no tardó mucho en aceptar la invitación para pernoctar en la estación de trenes.

Hubo una cena compartida, varios brindis y una permanente mirada extraña de la mujer, como si quisiera explorar todas las regiones de la intimidad del hombre que tenía enfrente. La cama de dos plazas tuvo significado y razón de ser aquella noche. Y a la mañana siguiente Santiago, sintiendo el olor de las carnes extrañamente firmes de Petra, no tuvo necesidad de mirar hacia los árboles de flores rosadas: desde el momento en que abrió los ojos se sintió feliz.

—Preguntale a San Protanulfo si va a llover —pidió esa mañana en tono afligido un labrador vecino. La broma reiterada había dado paso a una especie de fe popular, que canonizaba a aquel santo inventado por Santiago.

—Es el hombre quien está afuera, así que no lloverá —contestó el dueño de San Protanulfo y también de su mujer.

El almuerzo con Petra —así dijo llamarse la viajera— fue otro momento cálido y vivificante. Ella había preparado la comida, con aquellos olores y sabores añorados. Cierto manto voluptuoso parecía envolverlo todo y Santiago no pudo resistir la tentación de echarse a la cama, para una siesta compartida. Pero Petra no lo acompañó, tenía algunas cosas que hacer, dijo. Con ojos cargados de sueño, Santiago alcanzó a verla caminando hacia la oficina de pasajes.

Lo despertó una rara luminosidad que venía desde el patio. Y un sonido hondo, como de letanía que se colaba a través de la ventana de rejas. Al asomarse, lo atraparon la turbación y la sorpresa: decenas de velas encendidas iluminaban el patio y los campesinos rezaban a media voz, arrodillados en el pasto.

—Venimos a buscarle los santos para llevarlos en procesión, a ver si viene un poco de lluvia, si no vamos a perder todo —dijo uno de los «feligreses». La devoción alcanzaba, por lo visto, también a la mujer.

Santiago no encontraba palabras para una buena o mala respuesta. Solamente atinó a correr hacia la oficina de pasajes para descolgar el barómetro y ocultarlo. Al tomarlo, vio que no estaba adentro la figura de la pastora. Alguien se le había adelantado.

—Nosotros no tocamos nada —dijo uno de los campesinos.

Aturdido por estos acontecimientos, Santiago se había olvidado de Petra. ¿Dónde estaría Petra? ¿De dónde habría venido Petra?

En ese momento de distracción, no pudo impedir que le arrebataran «la capillita».

La procesión se inició, pues, contra la voluntad de Santiago, llevando en andas, rodeada de algunas flores, aquella vieja cosa mágica. En la azulada luminosidad que daban las velas a esa hora de la tarde, el jefe de estación pudo ver entre los caminantes, otra vez casi transparente, la silueta de Petra y de alguna manera supo que ella optaba, en definitiva, por seguir junto a Protanulfo.

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Fecha de publicaciónMarzo 2005
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