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Una débil raíz

Daniel Alejandro Gómez
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Es una buena pregunta, dijo el hombre. Todas las buenas preguntas que nos hace una persona, generalmente, ya antes nos las habíamos hecho nosotros mismos, continuaba. Por eso mismo sabemos que es una buena pregunta. Acaso todo el universo, decía pues el hombre, sea una buena pregunta. El pasado, decía, es una buena pregunta.

Y una buena respuesta también.

Había sido, entonces, un día nublado y con mucho frío. Pero Luis estaba tan entretenido jugando a la pelota en el patio de su casa de las afueras de la ciudad, que no sentía ningún tipo de molestia, salvo cuando alguno de sus malabares futbolísticos era en balde. Siempre le había gustado jugar solo, en el patio de cemento; por ello estaba a gusto aquella tarde en que ya empezaba a sombrear, con sus padres fuera de casa. De pronto dio una patada más fuerte, y más torpe, de lo habitual, y entonces el esférico, como dicen los relatores, pasó zumbando por encima del ligustre que dividía la casa con la otra casa...

La casa de al lado, dijo, siempre le dijimos la casa de al lado. No es que no nos lleváramos con los vecinos de la izquierda, pero con el viejo Leonardo teníamos como una relación especial. Por lo menos mis padres, decía el hombre. Entonces la mujer de la pregunta dejó el cigarrillo en el cenicero, en uno de esos gestos que la gente hace como diciendo, bueno ¿y ahora qué?

Aquel día, muchos años atrás, Leonardo, viejo, sabio y artrítico, con un aliento de vida que dedicaba a escribir en soledad, estaba también en el patio de su casa, la casa de al lado, como decía el hombre. Pero su vejez le hacía sentir el frío, y también su vejez le hacía sentir lo inútil que se estaba volviendo.

Se había caído, dijo Luis, o don Luis, como lo llamaban entonces sus empleados —empleados y fortuna que no le servían en aquel momento para responder a la buena pregunta, porque él, sencillamente, tenía otra respuesta: mejor o peor. Estaba tan débil, siguió el hombre de negocios, divorciado y sin hijos, que no podía levantarse. Después me contaría que se había arrastrado por entre el cemento y las plantas de las zonas de jardín hasta los peldaños de la puerta trasera. Tenía miedo de seguir, su cuerpo le dolía demasiado. Su mujer, también anciana, estaba trabajando en el mercado, de cajera; volvería pasadas las once. La puerta trasera, además, estaba abierta —la mujer, algo aburrida, volvió a fumar—, solamente tenía que empujarla y ya estaba.

La pelota picó lentamente delante del viejo Leonardo. Éste lanzó sus ojos recomidos por la lectura hacia ésta. Una sombra plateada viajaba por sus pupilas. ¿De quién sería la pelota?

Leonardo.

Leonardo.

Gritaba yo, decía don Luis, pero él no me entendía. En realidad, pienso que ya no le importaba él mismo: era solamente su nombre.

La pelota.

Me pide la pelota, pensaba el viejo, muchos años antes de que don Luis le hablara a la mujer, y entonces algo bueno recorrió todo su cuerpo, algo afable y sano como una taza de leche tibia, como el calor de la primavera. Cree que todavía sirvo para algo.

¡Leonardo, la pelota!, le grité yo, dijo don Luis a la mujer. En realidad, yo no sabía que se estaba muriendo, continuaba. Mucho después, me daría cuenta de que, si no hubiera estado por esas horas en mi patio, el viejo habría muerto de frío durante la noche. Mis padres habían ido a casa de mi abuela, no volverían hasta la medianoche. Todavía recuerdo el ligustre. Era tan tupido y tan aislante que nada se escuchaba, ni nada se veía; excepto cuando uno tira una pelota hacia la parte de al lado, aguza la vista, y se encuentra sentado a un viejo moribundo. Así que uno tenía que abrir paso a la vista por entre las ramas para ver y oír algo; y yo gritaba: —¡La pelota, Leonardo, la pelota! Y Leonardo pensaba que el pobre chico no se daba cuenta de que él era un viejo inútil, un hombre sin cuerpo; y lo veía asomado entre las ramas más robustas del ligustre y quiso guiñarle un ojo. Pero ya no podía alcanzar ninguna pelota, sus huesos enfermos no podían levantarlo, y la sombra frígida de la muerte estaba encima de él. Las nubes parecían echar lágrimas negras. El soplo del jardín era duro como el hielo.

¿Te diste cuenta de que algo pasaba?, preguntó la mujer, sólo por dar un poco de charla y esperando a que don Luis, cuarentón y no poco apuesto, fuese al grano. En efecto, decía él, yo lo miraba al viejo y éste bajaba el rostro, como si tuviera vergüenza. Después, en años ya tan lejanos, vi a mis abuelos morirse, decía Luis a la mujer, que todavía aguardaba. También tenían esas señales como de vergüenza, como pidiendo perdón a todos y a toda la naturaleza por sus cuerpos defectuosos. En fin, no es fácil de explicar.

Leonardo.

Me pregunta: ¿Qué le pasa, Leonardo?; pensaba el viejo, muchos años antes de aquel bar, y aquella mesa, y el cigarrillo sobre el cenicero o la mano chirriante de uñas rojas. Y fue en aquel momento cuando el anciano pudo ver algo de los ojos de Luisito, y pudo ver algo de su propia desgracia como clavada en aquéllos. Había como un hilo de zanja, que desembocaba en la calle y pasaba por el jardín trasero. La luna se estaba bañando en las aguas tan en sombras como el aire; yo también soy luna, pensaba. Yo también soy la muerte.

¿Qué le pasa, Leonardo? ¡Conteste!; le gritaba yo, bastante preocupado. Estaba plantando hace un rato, me dijo. Pero hace mucho frío y no creo que la planta crezca —y Leonardo señaló un lugar bastante indeterminado del jardín, no lejos de los peldaños en que estaba sentado: había una palita y una bolsa de semillas desparramadas. Es un arbolito, explicó. Nomás para entretenerme.

Je.

Claro, continuó don Luis, yo no le creía del todo. Sus palabras no coincidían con sus ojos, ni con su boca... Ni con su alma.

Debiste de quererlo mucho, dijo la mujer, apagando el cigarrillo todavía bastante largo; iba a levantarse. Querer a alguien cuesta mucho tiempo, muchos años. Incluso cuesta la muerte de uno de los que se quieren, dijo Luis, y la mujer que estaba sentada frente a él, en la mesita del bar, ensombreció los ojos y encendió lentamente otro cigarrillo. No sabía, continuaba el hombre, que le tenía afecto a ese viejo, o no tanto como yo pensaba. Cuando se murió, decía, no lloré. Era demasiado doloroso para poder llorar.

Llorar, pensaba el viejo, sentado en los peldaños que ascendían hacia la puerta trasera, la del patio, tengo ganas de llorar de pura vergüenza. Y este chico me está hablando, y me pregunta si me pasa algo. Y en verdad, seguía pensando Leonardo, no me pasa nada, excepto el estar muerto. ¡Es como estar muerto! ¡Si pudiera alcanzarle al menos la pelota! Pero me rompería los huesos. Y ahora sube...

Pero la mujer, tiempo después, aguardaba una respuesta a su pregunta. Aunque el hombre aguardaba todavía más una respuesta a las suyas propias.

Sí, yo subía, dijo luego Luis. La mujer le ofreció un cigarrillo. El hombre grabó una mirada rara en sus ojos; hizo un gesto negativo. Subí, volvió a repetir. El ligustre era mucho más alto que yo; encima del ligustre, por cosas de los ladrones, había alambres de púas, y éstos no se veían, porque las ramas crecían mucho más arriba... ¿Que cuándo me di cuenta de eso? Sabía que se estaba muriendo, explicó, y me miraba con esa mirada tan, tan triste... Salté sobre el alambre en que crecía el ligustre, trepé destrozándome la carne y las ropas. Siempre había tenido miedo de trepar a los árboles, de pisar terreno resbaloso, en fin, miedos de un chico metido en la casa, jugando sólo a la pelota. Y entonces lo veo arrastrándose, como una lombriz, reptando por el cemento frío, con los huesos que debían de parecer de cartón y de cristal. Se arrastraba: para él era mejor morir de rodillas...

Y era un día nublado y frío. Y Leonardo estaba tendido en el sillón de su casa, tomando un café con leche. Ya era noche profunda a las ocho de la tarde; los padres de Luisito habían vuelto antes y llamaron a la mujer del anciano. Parecía que la brisa era una corriente de misteriosa nieve, que el jardín —ramas y follaje de gélido vidrio verdoso— acentuaba la oscuridad con su silencio. Una débil bombita de luz iluminaba el rostro desabrido de Leonardo. Pero había una sonrisa en su piel, como una sonrisa de cadáver aliviado. La madre de Luisito le recomendaba que no agarrara frío al viejo. Estaba parada junto al sillón, con aspecto de triste distancia. La mujer de Leonardo lloraba en la cocina. Don Luis le diría a la mujer, que aguardaba su respuesta, que su madre, días después, le dijo que el daño que se había hecho Leonardo en sus huesos, arrastrándose en el duro cemento, podía ser irreparable. En realidad, concluyó, cuando pedía otro café y la mujer de uñas rojas apagaba el otro cigarrillo, aquello tal vez acortó su vida.

Ahora voy a ver crecer el arbolito. ¿Cómo Leonardo?, preguntó el pibe. El arbolito. El arbolito que planté.

Sus labios susurraban en la cabeza inclinada del chico, la sonrisa pudo parecer más ancha, la bombita diseñaba extraños reflejos y misteriosas hendiduras en su carne. Me diste un árbol, pibe.

—¿Eso te decía?

—Eso me decía —contestó el hombre, aceptando el cigarrillo de la mujer, en el bar de la mesita, el café, el tabaco, las uñas rojas. Yo le di un árbol y él me dio la pelota.

Se hacía de noche. Hacía frío. Don Luis pudo afinar su memoria. Hacía aquellos días de invierno tan tristes, en que pasaba las tardes, con sus crepúsculos manchados de negro, de rosa y de azufre; entre los vapores nubosos, cuando la luna animaba su rostro blanco sobre el barrio. Ahí estaba en su memoria el viejo, sentado en una pequeña silla, al borde del patio de cemento, justo enfrente de un claro donde comenzaba una zona de jardín y hierbajos. Allí, dijo don Luis, había un trozo de tierra. Un trozo de tierra que no tenía nada, pero que Leonardo miraba día tras día, mes tras mes, cuando la vida que yo le había salvado por unos meses se le estaba agotando. Nunca supe bien qué enfermedad tenía, pero parecía consumirlo, como los mismos días que pasaban uno tras otro, envueltos en la noche. Y un día sucedió, dijo al fin don Luis, cuando la mujer que estaba frente a él pedía un café para ella.

Todavía recordaba el tenue sol de esa mañana de invierno. El pibe tenía el guardapolvo del colegio y ya se iba para clase. Por pura casualidad miró a través del ligustre. Le pareció ver una figura y apartó las ramas, mientras escuchaba que su madre le preparaba el café con leche en la cocina.

Tenía, le decía a la mujer, como los cabellos de oro. Tenía una especie de hermoso amarillo también en sus ojos, y sus manos, venosas, empapadas de color, se acercaban hacia el claro, como un hechicero realizando un conjuro. La mano derecha sobre la tierra parecía estar bendiciendo el trozo de terreno. Bendito era sobre su silla, con la bufanda y varias frazadas encima. Un hilo de luz me mostró el débil, frágil, el alzamiento casi fetal de una blanda ramita apenas verde. La tierra la había levantado como el cielo había bajado al sol. De la luna había bebido leche, del sol el fuego. De la tierra la vida, cuando otros a ella le dan su muerte.

Leonardo pudo ver la figura del chico, asomado entre las ramas. Le guiñó un ojo, pues éste tenía en sus manos la pelota por la que se había arrastrado, gracias a la cual por un momento había vuelto a sentirse un ser humano, alguien que sencillamente tenía esperanzas..., un hombre, un hombre que se había arrastrado con dolor por el duro cemento para alcanzar la pelota que sabía tanto como un tesoro, para después ser levantado delicadamente por el mismo chico que había cruzado el ligustre con dificultad, con arañazos, desgarrones y sangre, y después, juntos, cruzar la puerta de los peldaños, y aguardar dentro a la esposa de Leonardo y los padres de Luisito.

El pibe le mostraba la pelota. Él, como trueque, le señaló la plantita.

Señaló la plantita esa mañana, dijo el hombre a la mujer. Y entonces, continuó, como quien encuentra por fin el conjuro correcto, Leonardo sonrió, sonrió tan puro y tan frágil como un sueño. Sí, era una sonrisa de sueño, pues aguardaba el gran sueño.

Hubo silencio en el café.

—¿Y?

Quizá ella ya sabía la respuesta. Pero el hombre habló como si la pregunta hubiera sido verdadera, y tenía un acento extrañamente grave, más allá de la gente que se movía de un lado para otro en la gran ciudad, y que ambos podían ver por la ventana. (Podía ver, ahora él podía ver.)

Había un hombre caminando con un maletín, tenía la cabeza gacha, el gesto crispado. Dos jóvenes se besaban en la vereda. A lo lejos, en la plaza que ambos distinguían, las luces mostraban la gente sentada en los bancos, algunos juntos, otros solos, unos dichosos, otros...otros sencillamente no se sabía, como no se sabe la vida.

—Y fue eso lo que hice en mi vida —respondió por fin el hombre—. Salvar, aunque sea por un momento, aunque sea para disfrutar una planta, a otra vida.

Un hombre solitario paseaba un perro. Una chica sonreía comprando algo en un quiosco.

Ahora era la mujer la que tenía que contestar.

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Copyright ©Daniel Alejandro Gómez, 2004
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Fecha de publicaciónAbril 2005
Colección RSSFabulaciones
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