Es difícil pensar cuando uno tiene un cadáver delante y una pistola humeante en la mano, pero uno piensa, de todas maneras. Más bien es una avalancha de imágenes que se agolpan para entrar en cuadro como extras en un documental. Y si la conoces —me refiero a la muerta— como yo la conozco, o la conocí, las imágenes son aún más penetrantes, por decirlo así, porque la ves de frente y de perfil, con ropa y sin ella, el día que la conociste y el primer día —o noche— en que gimió cuando le tocaba hacerlo, para orgullo tuyo, o mío más bien, y para que sintieras que te amaba. Esa palabra que detestamos los hombres cuando somos objeto de la pregunta pero que nos deleita cuando la referencia es casual o indirecta, como en este caso.
Lo cierto es que el disparo no se siente. No hay cámara lenta ni música de fondo cuando el cuerpo cae y rebota contra la pared. Presiento que la víctima tampoco siente nada: es demasiado rápida la herida, y la muerte y todo lo demás. No hay tiempo para despedirse ni hacer balance ni para que la vida discurra en la memoria del aspirante a difunto como un noticiero institucional. Se dispara y ya, se muere y ya. Lo demás queda para el asesino, es decir para mí, porque soy el que aún puede sentir dolor, y arrepentimento, aunque no sea el caso. Porque si la mato no es por error ni por impulso, lo tengo pensado, y bien pensado. Las consecuencias no se piensan. Por eso no logras nada hablando de ellas, como no logran nada las campañas de preservativos. Las consecuencias no te pertenecen, son del azar. Uno piensa en lo que pasará enseguida, unos minutos después. Hasta ahí llega el pronóstico. Pero como la experiencia dice que ningún pronóstico se cumple, y que todo es sorpresa, uno termina por decidir que no pensar es preferible. Y entonces le das un tiro en el pecho y que Dios diga qué viene después.
Corres. Lo primero es correr. Aunque te quedes en realidad detenido allí, paralizado, como un idiota. Pero si tienes el plan escrito en un papelito, en clave, y lo llevas en el bolsillo, te basta pensar en eso para darte cuenta de que debes pasar de inmediato al siguiente punto. Atraviesas la casa, sales a la calle y subes al auto. Enciendes el motor, aceleras, te alejas.
La vida ha cambiado de pronto. Nada se parece a lo que era unos minutos atrás. La misma calle es una calle distinta y yo corro por ella en un coche diferente. Yo soy otro, llevo en mí un recuerdo que nunca antes había tenido. Lo que fue imaginado ahora es un hecho. Te estás repitiendo, estás diciéndote tonterías. No es más que filosofía barata, porque tú no eres un filósofo, apenas un asesino debutante, confundido, que tiene que pensar sólo en el siguiente paso de la lista: el aeropuerto, el avión.
A mediodía ya estaré aterrizando y esta misma noche pasearé por las calles de una ciudad nueva. Entonces sí que seré otro. Entonces sí tendré tiempo de recordar, de hacer filosofía, de escribir todo esto que estoy viviendo, aunque sea para llevarlo en el bolsillo y sacarlo de vez en cuando, o leérselo a una tía a la luz de un velador de motel en una carretera de Missouri, o de Tennessee. ¿Cuál queda más al sur? Menos mal que llevo el mapa en el estuche, junto al pasaporte y los boletos. Me lo voy a aprender de memoria, lo conoceré mejor que los propios gringos. Voy a poder decir que nací en Brooklyn y que mis padres me llevaron de pequeño a Venezuela. ¿Dónde queda eso?, me pregunta ella. Y yo le cuento maravillas; el petróleo, las selvas, las mujeres fogosas. Y después le cuento que un día decidí volver a mi tierra natal, a recorrerla de punta a punta para conocerla bien. No, no trabajo, me dedico a pasear, tengo mucho dinero en el banco y vivo de las rentas. Escribo, para no aburrirme. Historias policíacas, como ésta que traigo aquí. La estoy corrigiendo para enviarla a una editorial.
El protagonista es un joven recién graduado en letras. Vive en una capital latinoamericana. No encuentra trabajo en su área, de modo que se emplea como redactor en una agencia de publicidad. Un día su jefe se enferma y él debe asistir en su lugar a una reunión con el cliente, para presentar una campaña.
Ya me veo en el motel, fumando boca arriba en la cama. El letrero de neón intermitente ilumina cada tanto la penumbra, como en las películas. La rubia, desnuda a mi lado, acaricia mi pierna y escucha atenta, como si la historia, contada en mi inglés con acento exótico —tuve la suerte de vivir en una isla inglesa parte de mi infancia— fuera todo lo que importa en la vida. Anónimos, rotundamente impúdicos en mitad de la noche, escuchando una vieja balada country, somos dos seres perfectos, sin pasado ni futuro. Y yo sigo con mi relato y ella traduce mis palabras en imágenes de filmes de suspenso de Hollywood y siente que está viviendo una aventura novelesca. Está viajando con un sudamericano rico y excéntrico, que después de hacerle el amor toda la noche le cuenta una historia que ella desea que sea real, para sentirse también una heroína de película.
Adoptando la primera persona continúo y le explico que llego a la reunión con el cliente, en una suite de un lujoso hotel. Desde la ventana se ve una hermosa montaña y yo pienso que debería estar más bien allí, observando la escena desde el otro lado, mirando la ciudad desde arriba y riéndome de las hormiguitas que corretean, que suben por los ascensores, que se estrechan innumerables veces las manos y fruncen el ceño para parecer interesantes e interesadas en los grandes negocios, en las reuniones en que se habla de la publicidad de las salsas de tomate como si se estuvieran dirimiendo cuestiones de las que depende el destino de la especie. Pero me siento y le doy la espalda al monte, le sonrío al Gerente de Mercadeo de la multinacional, un WASP de New England, que me alarga una tarjeta con el logo de su empresa en relieve. Sonrío, acepto el trago que me ofrece, porque ya está cayendo el sol y queda bien y se permite aflojarse la corbata: la reunión es de rutina y sólo se trata de darle la última revisión al arte del aviso. Y entra ella. Sus rodillas me sacan de golpe de mis cavilaciones. La montaña puede esperar. Ahora soy de nuevo una hormiga, pero una hormiga enamorada.
¿Cómo describirla? La rubia espera, con un ligero ardor de celos en la mirada. Me llevo a la boca el pico de la botella de Jack Daniels, le acaricio el pecho izquierdo y le digo que primero fueron las rodillas y después el perfume, y que ella se sentó y me sonrió cuando el gerente nos daba la espalda buscando unos papeles en su escritorio. Y que yo comprendí, sin que tuviera razones, que me estaba metiendo en el más grande enredo de mi vida. El hombre regresa y me la presenta como su asistente. Nos damos las manos, siento un escalofrío al tocar la palma húmeda y fría, parece un beso, y procedo a presentar mi material. Todo está en orden y conforme, me firman, me felicitan y suena el teléfono.
Hubiera sido hacerme ilusiones pensar que el yanqui me tomaba por un empleado de mayor jerarquía. Por eso no me expliqué entonces por qué insistió en que los acompañara al bar del hotel y le presentara el aviso a un socio suyo, que acababa de llegar. Bajamos juntos en el ascensor y la mujer se colocó muy cerca de mí. Su cabello negro fino, suelto, me rozaba la mejilla. Pero no dijo palabra. Era Matthew, el WASP, quien hablaba todo el tiempo, como un predicador, y me hacía preguntas sobre el país, el clima, la comida, las playas. Era demasiado cordial, y cuando me presentó al que había llamado su socio, un hombrecito corpulento, con bigotito y acento cubano, yo miré a Nancy, mi enamorada secreta, y ella desvió la vista.
La verdad es que mezclo lo que sé ahora con el recuerdo de lo que sentí ese día y creo que en realidad no sospeché nada. Le mostré al cubano —Henry, mucho gusto, en español— el trabajo y él me felicitó y pasó de inmediato a otro tema. Proponía que fuéramos a cenar y preguntaba mi opinión sobre un restaurante que le habían recomendado. Yo no lo conocía, porque era muy caro, pero mentí que había comido muy bien allí, de modo que tomamos un taxi y poco después estábamos cenando como reyes.
Fue ella quien me hizo la propuesta. Los hombres se habían levantado de la mesa para saludar a alguien y yo había tomado varias copas de vino y la observaba completamente embobado, haciendo sin embargo grandes esfuerzos por disimular.
Era la cosa más natural del mundo. Ellos necesitaban ejecutivos bilingües en esa ciudad y no tenían mucho tiempo para buscar. En la agencia les habían dado excelentes referencias mías. Además el asunto estaba conversado, no debía preocuparme por cuestiones de lealtad ya que se trataba de empresas hermanas, dependientes del mismo holding. Tendría una remuneración mucho mayor, en dólares, y, si aceptaba de inmediato, viajaría la semana siguiente a Chicago para recibir el entrenamiento. ¿Alguna pregunta?
Yo hubiera querido saber muchas cosas: si estaba casada, si era amante de Matthew, si llevaba ropa interior... Me limité a callar y a levantar mi copa. Ella hizo lo mismo y brindamos. Enseguida volvieron los otros dos para felicitarme.
Llegas al aropuerto y el trámite es sencillo, porque no hay maletas que pesar y el boleto es de primera. Un par de tragos ayudan a matar la espera y una cierta angustia, aunque sé que la policía no me buscará, al menos no por el momento. Todo fue bien arreglado, tengo las espaldas cubiertas, un pasaporte americano, tarjetas de crédito nuevas: el hampón que mató a la gringa nunca será ubicado. La descripción es vaga, no hay huellas digitales, el móvil aparente es el robo, violación incluida, por lo que cualquier malandro pudo haberlo hecho. Para mis pocos amigos, que saben que he estado viajando al norte con frecuencia, mi desaparición no será inexplicable. «Ése se quedó afuera, afortunado de él.» Familiares, no tengo ninguno, fue una de las razones por las que me contrataron.
El avión despega a la hora prevista, las aeromozas me ofrecen las sonrisas previstas, todo resulta como lo había imaginado. ¿Qué más se puede pedir? Me cae el cansancio encima, porque no dormí en toda la noche, y me hundo en un sueño sobresaltado, con la boca pastosa y las piernas entumecidas.
Nancy me persigue con un revólver. Es de noche y corremos por una playa solitaria. Yo estoy desnudo y desarmado, tropiezo con algo y caigo. «Ella está muerta», digo en voz alta, «no puede atraparme.» Entonces descubro que he caído encima de un cadáver, tengo las manos y el cuerpo embarrados en sangre.
«Si quiere, se lo cambio», dice una voz. Despierto y descubro que es la azafata, que está conversando con un pasajero que se queja de que su Bloody Mary está mal preparado. Me levanto y voy al baño, me lavo la cara y me miro al espejo. Los ojos rojos, la barba que pide una afeitada. Me deben tomar —pienso— por un pasajero que viene de muy lejos, que ha hecho varios trasbordos. Me refresco, me peino y me perfumo. Miro el reloj. Tengo tiempo de dormir otro rato.
Más bien debes tomarte un café y entretenerte con la película, que está comenzando. Debes estar despierto, atento. No te fíes...
No estás triste ni abrumado, sólo un poco exhausto, más por la agitación y los nervios que por «lo otro». Uno va habituándose a no decir la palabra ni siquiera para sí mismo, te produce tranquilidad, no vaya a ser que te pongas a hablar dormido por ahí y te pillen diciendo cosas raras, muy raras. Por eso es bueno hacerse pasar por escritor, que en el fondo es mi oficio.
Un escritor algo morboso tal vez, debe de pensar la rubia. Después de amarla, ¿cómo pudo asesinarla a sangre fría? Yo le diré que si no lo hacía estaba muerto. Descubrió que era una espía, lo había seducido sólo para usarlo como peón de su juego.
¿Que quiénes eran los buenos y quiénes los malos? Ésa es la parte en la que el relato se diferencia de las series de TV, le diré. Porque Juan —hay que ponerle un nombre— había entrado en el asunto sin saber lo que hacía. Su cargo oficial era Gerente de Publicidad y fue sólo cuatro meses después cuando se enteró de lo que realmente esperaban de él. A Matthew no volvió a verlo. Henry lo llamó un día por teléfono y le dijo que se verían el viernes siguiente en Miami, para darle instrucciones acerca de un nuevo cliente. Nancy estaba en la reunión, que se efectuó en un yate fondeado en una bahía solitaria. Juan esperaba que, tras una mañana de cifras de mercado, le dieran el fin de semana libre, como había ocurrido en el curso en Chicago. Se hacía ilusiones de salir a pasear sólo con Nancy. Pero no fue así, no exactamente. Henry era directo y tosco. Le dijo que la organización tenía otros negocios, negocios confidenciales, en los que esperaban que él se involucrara. Juan respondió que no entendía bien, y el otro fue entonces más crudo. Si no fuera por esos negocios, no necesitarían de Juan en absoluto. ¿O acaso pensaba que lo habían contratado por su experiencia en mercadeo? Sabían perfectamente que era un junior, un aprendiz. Y era también un joven sudamericano sin ningún porvenir, como todos los jóvenes sudamericanos. A menos que pensara bien y aprovechara la oportunidad que se le presentaba. No tenía familia, no tenía futuro: ¿qué podía perder?
Juan pensó en preguntar por qué entonces lo habían seleccionado, pero no hizo falta. Henry dijo que cualquiera serviría para la misión. Cualquiera que estuviera dispuesto a seguir órdenes sin pedir explicaciones. A cambio tendría todos sus gastos pagados, todos, recalcó. Y un depósito suculento una vez por mes.
Juan se dijo que el estilo era demasiado narco para ser cierto y demasiado informal para ser de la CIA o algún organismo de ese estilo. ¿No sería más bien una prueba en la que se esperaba que él rechazara la oferta rotundamente y quedara comprobada así su incorruptibilidad? Henry prosiguió, esta vez en español: «Mira muchacho. Yo también tuve tu edad...» Y lanzó un discurso patético sobre el destino de los, que como ellos, habían tenido la mala suerte de nacer en Latinoamérica. Siempre serían marginados, siempre tendrían menos oportunidades. A menos que entendieran el juego y se dejaran de estupideces. Lo que nos tiene hundidos es la fucking moral que nos enseñaron de pequeños. Sólo los perdedores tienen moral. Y por eso nos inculcan esos principios, para que sigamos siendo perdedores.
Mira este yate. ¿Crees que hubiera podido pagarlo con mi sueldo de maestro? Sí, yo también. Era maestro de castellano. Por eso me dije que tú y yo podíamos entendernos. ¿You know what I mean?
¿Por qué yo?, seguía preguntándose Juan. Pero no había respuesta a mano, así que dijo: Cuenta conmigo. Sé que no me pedirías que hiciera nada que tú no harías. La sonrisa de Henry le indicó que era la respuesta que estaba esperando.
Nancy esperaba también, tendida boca abajo en la cubierta, con el sujetador del bikini desabrochado.
La película es una policiaca con De Niro, maduro, inquebrantable, incorruptible; al fin y al cabo le pagaron varios millones por el papel y tiene tres dobles para las escenas difíciles. Sientes náuseas y te dices que te cayeron mal los tragos, así que pides otro. No te vayas a embriagar, tienes que mantenerte lúcido. Pero ya no estás muy convencido. ¿Lúcido para qué? Más bien quieres evitar la lucidez, porque es fría y desalmada. Para la lucidez eres un simple asesino fugitivo, un agente del crimen organizado, respaldado por las fuerzas parapoliciales. Un matón a sueldo. Para la embriaguez, en cambio, eres un aventurero. Un poeta de la violencia, un nietzscheano del nuevo milenio que ha violado la ley en venganza, porque la ley es la violación de la libertad. Lo que pasó entre la mujer y tú es un asunto personal entre dos seres libres que conocían las reglas y los riesgos. Fue además, aunque eso no importe, en legítima defensa. Defensa premeditada pero defensa al fin.
Eso le diré a la rubia, que intentará entenderme, porque ya me ama. Le explicaré que Juan es un personaje fuera de contexto; ése es el tema principal del cuento, su leitmotiv. Juan es un poeta. Como Rimbaud, como Bob Dylan incluso. Pero no nació en Minnesota sino en un sitio que no tiene lugar para los poetas.
Te despiertas cuando el avión comienza el acercamiento. Por la ventanilla se distinguen las casitas de las afueras, de techo marrón, todas iguales. La aeromoza informa acerca de la hora y la temperatura locales. Anuncia que los turistas deben llenar una planilla exigida por las autoridades de inmigración. Recuerdas tu nombre y los datos que debes memorizar en caso de emergencia.
Buscas tu pasaporte, lo abres y observas tu foto. Eres un ciudadano americano. No debes hacer la cola ni responder a las preguntas impertinentes de los empleados de la aduana, que deberían comparecer ante la ley por acoso social. Ya no te importará más. Ahora eres uno de ellos. Te mirarán a los ojos y enseguida te darán los buenos días. Todo lo que ha pasado vale por ese saludo.
Henry regresó a tierra y dejó a Nancy con Juan. Ellos dos y el mar. No había más preguntas; ya todo se había dicho. Poco importaba ahora que ella fuera una traficante o que trabajara como señuelo para atrapar víctimas en una guerra de la que él no conocía nada ni quería conocer. Todo aquello era inconsistente, un guión descartado por poco creíble. Pero ella estaba allí, sonriéndole y haciendo señas para que se acercara. Estuvieron largo rato sin decirse nada, mirando el horizonte. Y de pronto ella comenzó a hablar. Quiero ser otra persona, dijo. Una mujer sin nombre, acostada boca arriba en un motel de Tennessee. Sin recuerdos y sin planes. Detenida en la vida como la imagen congelada de un video. Juan se dijo que aquello no podía ser verdad. ¡Nancy pensaba! No sólo era la hembra más tortuosamente atractiva que había conocido en su vida sino que además tenía aquello que él había buscado siempre, sin encontrar, en sus insípidas relaciones íntimas. Lo que había bautizado, parafraseando a Unamuno, como «el sentimiento poético de la vida».
La rubia pregunta si aquel parlamento de Nancy fue una premonición. ¿Hace cuánto escribió aquello? Es más que una premonición, respondo. Cuando tenía yo catorce años ya soñaba con la escena del motel. La puse en boca de Nancy porque Juan, el personaje del relato, se encuentra con una mujer que adivina su sueño más inexpresable y recóndito. Yo soy entonces un personaje de tu sueño, comenta la rubia mientras enciende un Chesterfield. ¿Cómo se siente estar realizándolo?
Sales del aeropuerto y el aire tiene un olor que no se parece a ningún otro. Con las manos en los bolsillos de tu blue jean y el cigarrillo colgando de los labios eres el protagonista de tu propia vida. Eres James Dean, Humprey Bogart, Peter Fonda en Easy Ryder: un hombre en el mundo. En el primer y único mundo que realmente vale la pena. En ti se concentra todo el modernismo, el existencialismo, el individualismo de la posguerra: eres Camus, Hemingway, Kerouac. Estás en el camino.
Nancy seguía hablando y él, simplemente, no podía creerlo. Estaba deslumbrado, y al mismo tiempo tomaba conciencia de cuán limitada era su experiencia provinciana, apenas compensada por todo lo que había leído y por todo el cine que había tragado casi sin masticar.
¿Qué nos atrae en las mujeres que nos atraen? Si son los atributos de los que carecemos y que por lo tanto sentimos la urgente necesidad de poseer, Nancy era más que unos muslos infinitamente deliciosos y deseables, que una voz que sonaba a susurro de hojas amarillentas de otoño, que unos ojos que reflejaban la luz azulada de neón de las grandes urbes, esa luz melancólica que uno ve si cierra los ojos cuando escucha Rhapsody in Blue. Era también una historia, un pertenecer a algo que por sí solo era mágico, lejano, olímpico, desligado de lo doméstico y de lo banal, perteneciente a otro universo y a otra forma de ser en que lo más trivial, como la forma de sonreír cuando Juan acercó torpe y tímidamente su mano para rozar, como sin querer, su rodilla, representaba algo intangible y poderosamente magnético que él debía hacer suyo. No pensó en ese momento que él pudiera significar algo semejante para ella, se sentía como un mortal en presencia de una diosa, que además le devolvía la caricia con la ternura divertida de quien juega con un niño; con la insoportable superioridad de la maestra de quien uno se enamora cuando es adolescente y sabe amargamente que a ella le causa gracia ver cómo desvías la mirada y te sonrojas si te mira de frente. Estoy perdido, pensó. Mataría a mi madre, si estuviera viva, por esta mujer.
Estás en la estación de trenes. Si la gran ciudad, te dices, se redujera a esto, ya valdría la pena. Entonces observas la gran pantalla eléctrica de los horarios y te das cuenta de que no tienes rumbo. Si ella viviera.
Te sientas en un banco. Ahora eres un anónimo personaje de una pintura hiperrealista. Estás de pronto vacío. Pasan por tu mente los recuerdos como créditos silentes de un filme que concluye.
Juan tenía ya un año trabajando en el consorcio y no había recibido más que unas pocas de aquellas órdenes confidenciales, todas de caràcter administrativo. Y no había vuelto a saber de Nancy desde su encuentro en Miami. Por eso se sorprendió al oír su voz en el celular aquella mañana temprano, en Caracas, camino de la oficina. No hubo tiempo de saludos, sólo la orden seca de una dirección y una hora: las siete de la noche.
Era una casona vieja cercana al mar, en Caraballeda, una zona litoral cercana a la capital que fue lugar de veraneo chic mucho tiempo atrás, y que ahora está invadida por hoteles de media hora.
Aun en verano, ya a las siete el sol ha caído. Los altos árboles de almendrón susurraban por la brisa que venía del mar. La reja estaba abierta y Juan entró sin tocar. Un alto muro de ladrillos se interrumpía para dejar espacio a un portón metálico de dos hojas, una de las cuales estaba abierta. Sobre la pared, en un letrero de hierro forjado carcomido por el salitre podía leerse el nombre de la casa: «Idilio». Juan entró con el automóvil, avanzó unos metros por un sendero empedrado y se detuvo. Bajó del carro y regresó para cerrar el portón. En la calle no había un alma.
Recuerdas cada minuto de ese día y esa noche. Los recordarás siempre. El corazón latiendo apresuradamente después de la llamada, las frecuentes miradas al reloj en la oficina, la salida anticipada, la carretera.
El auto que te interceptó, los dos hombres, la conversación, la pistola.
La puerta de la casa estaba cerrada, dentro había luz; se oía un piano que dejó de sonar cuando él se acercó. No se oyeron pasos, sólo el chirriar de las bisagras oxidadas y la voz dulce y sonora de Nancy que lo saludaba. Entró. Había un olor húmedo a soledad y abandono y algunos muebles polvorientos. Nancy estaba descalza, llevaba un pareo de flores amarillas y el cabello suelto. La miró y sonrió. Era en realidad un tic de miedo, una mueca nerviosa. Por suerte ella no lo notó. Dió media vuelta y atravesó el gran salón de piso de marmol donde flotaba el piano de cola como una aparición absurda y se dirigió a la puerta ventana abierta que daba a la piscina circular, rodeada de palmeras.
La siguió. La noche tibia, estrellada, el olor a sal le traían recuerdos muy antiguos. El perfil de Nancy en la penumbra, su mano blanquísima a la luz de la luna, el silencio salpicado por el canto de unas ranas repetitivas y las palabras rebotando dentro de su cráneo como palomitas de maíz. Hubiera querido decírselo. Me han dicho que eres una traidora. Que me vas a matar si yo no te mato. Pero ella le alargó una botella, mientras se soltaba el pareo, y él tuvo tiempo de pensar. Ella piensa que yo no sé nada, tengo ventaja. Y vio en sus ojos el deseo. Ahora era él quien mandaba. Estaban en el Caribe, en una casa de playa sumergidos en el aire dulzón del trópico. Ella quería poseer eso antes de matarlo. Quería apropiarse de toda esa atmósfera, tan extraña y subyugante. Tan habitual y cotidiana para él, que había crecido entre uvas de playa y cocoteros y había hecho el amor en piscinas como ésa, en noches como ésa.
En realidad no pensaste en nada. Apenas si tuviste la cautela de no arrojar el saco sino quitártelo con cuidado para que no resbalara la pistola y el sobre con los pasajes y el dinero, con las instrucciones de Henry, con la lista de los pasos. Te habían entrenado para seguir al pie de la letra ese tipo de rutinas, parecidas al chequeo de los aviones antes de despegar. Pero hacerle el amor no estaba previsto, y seguramente tampoco para ella, que debía tener una ficha similar en su cartera, junto a la beretta 6,35 que siempre llevaba consigo.
La rubia está excitada. Se ha enganchado en el cuento y se pregunta cómo una persona que está decidida a asesinar a otra puede hacerle el amor. Con la libertad que me da mi papel de escritor le hablo de Eros y de Tánatos, de la imbricación íntima del sexo y la muerte y de otras mentiras por el estilo y me doy cuenta de que la literatura no puede abordar el asunto sin pecar de pretensiosa. Esas cosas no pasan así en la realidad, son invento de los comics, delirios diluidos de las locuras de Sade y Lautréamont, ficciones que quieren hacernos creer que la especie humana está emparentada con deidades míticas. La psicología moderna desmentiría rotundammente la posibilidad de una situación como ésa.
Es un acto de cacería, alcanzas a decirte. El mordisco en el cuello es heráldico y habla de raíces antiguas y perdidas. Lo que hemos perdido es siempre la eternidad, y por eso arremeter es pelear contra el tiempo y hundirse en lo más profundo y lo más obscuro, que es también lo más húmedo, tratando de encontrar aquello que late, es decir, que está escondido. Toda fiera busca el corazón de su presa. Y cuando hacemos el amor somos fieras, o queremos serlo.
Antes de matarla tienes que matarla. Las dos muertes se entremezclan, son simplemente dos orgasmos sucesivos. Y ninguno que hayas experimentado antes o después será tan intenso. Morirás también en este amar que es un matar. Matarás tu hambre, que es parte de lo que eres. Matarás tu sed, que es siempre sed de sangre. Todo lo que se endurece es aguijón para clavar, para dar muerte, que es también dar alivio. Que es precedida por espasmo, que es placer porque precede a la nada, al olvido, que es lo contrario del dolor.
Pero no hay forma de mezclar palabras en esta guerra. O quizás sí la hay. Se trata de gritar cosas sin sentido, que son siempre gritos de ataque, que son siempre procaces, voraces, rapaces. Hay golpes, debe correr la sangre de alguna manera.
¿En qué momento descubre ella que para amarla estás dispuesto a aniquilarla, o que para acabar con ella estás amándola? Debe de ser poco antes del clímax. Para que un dolor y un éxtasis se interpenetren y abra los ojos con terror de perderte a ti, por quien se pierde.
Tarde o temprano hay un receso. Y las manos, en gesto automático buscan las armas.
Pero tú estás más cerca. Y en el sobreentendido ya obvio del desenlace le apuntas y ella sonríe. «Me has ganado», parece decir. «Has jugado y me has vencido, te felicito.» Y tal vez sonrías tú también, porque juego es juego, aunque sea a muerte.
La rubia se ha dormido y amanece. La incipiente dulzura de la luz matinal redondea la silueta de su cuerpo y tú estás solo, aunque Jack Daniels no te haya abandonado. Así fue aquel otro amanecer. Aunque este cuerpo que respira a tu lado respire y aquél no. ¿Por qué no mataste a ésta en lugar de aquélla? También puedes preguntarte por qué es en general el ente y no más bien la nada. Pero ni ésta, ni ninguna otra pregunta, tienen respuesta.
Todo es una equivocación.
Puedes cambiar ahora de fichas, y decir que desde aquí, desde Tennessee, inventaste todo lo que has contado. Y como ella duerme, y Daniels está a punto de morir, nadie te llevará la contraria.
Al fin y al cabo la historia es poco verosímil y nadie puede refrendarla ni negarla. Igual da que sea una trampa y que en un rato te den un balazo en la sien mientras comes huevos fritos con tocineta.
Igual da que en la estación hayas decididido tomar otro rumbo o que no hayas ligado a la gringa que escuchara tu historia.
La has escrito.
Copyright © | Pablo Brito Altamira, 2005 |
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Fecha de publicación | Julio 2005 |
Colección | Interiores |
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