Vine a Befaro porque me queda poco tiempo para morirme, quizás sean meses o días. No necesito que Dios me perdone nada. No creo en la salvación. Estoy casi segura de que después de la muerte hay un lugar adonde vamos todos, una especie de fosa común donde, aunque nos reconocemos, no nos saludamos por vergüenza de lo que fuimos en vida y porque una vez muerto, ¿quién necesita de nadie?
Befaro es el pueblo donde nací y viví hasta que mi marido, que debe de estar retorciéndose como una culebra allá en ese lugar del que les hablaba, decidió morirse, y créanme si les digo que fue una decisión.
Aquí ya no habita nadie, tan sólo los muertos porque no tienen adónde ir. Se oyen voces que parecen salir de debajo de la tierra, como llantos asfixiados. Sólo hay perros que ni siquiera ladran, están tumbados a la sombra de los setos o de los pocos árboles que quedan, cuatro castaños arrugados que también amenazan con desaparecer. Hay gallinas que comen sus propias heces, y un gallo que no tiene voz para cantar. Befaro está en lo alto de un acantilado sobre el que se alzan las ruinas de lo que fueron sus casas. Al final del acantilado hay un arroyo seco donde en otro tiempo los hombres del pueblo pescaban truchas.
Luis, mi marido, bajaba todas las mañanas a la capital para traer el correo. Los primeros años no jadeaba al subir la cuesta, pero luego se hizo viejo, y no porque lo fuera, porque se hizo, para morirse antes.
Voy a hospedarme en lo de Gertrudis, la única casa que queda en pie en todo el pueblo. Ella murió de pena hace muchos años pero seguro que me está esperando enfundada en su enorme túnica negra escudriñando con sus ojos de lagartija. La hija de Gertrudis murió a los doce años en la boca de un lobo. La encontraron descuartizada en la falda del monte. Desde entonces, Gertrudis viste de luto y se persigna todas las mañanas pidiendo perdón por haberla enviado a buscar piñas aquella tarde de invierno, como si fuera la culpable de la desgracia, y quizás lo sea, pero eso qué importa ahora. Se volvió loca y se la oye aullar como un coyote desde el lugar más recóndito de Befaro. ¿La oyen? Su aullido se confunde con las voces de los muertos.
—Agustina, te estaba esperando. Qué viejita estás. Has sufrido mucho, ¿verdad? No llores, Agustina, ya no hay nada por lo que llorar. ¿Vas a ir a verlo mañana? Yo voy todos los días al cementerio y pongo flores en sus tumbas. Ya sé que Luis no se merece ni las flores, pero hay que perdonar a los muertos, Agustina, ya no pueden hacernos daño. Te he preparado un ramo para que lo lleves mañana, pero ahora vamos a comer algo, debes de estar cansada. El viaje es largo y tú ya no estás para estos trotes. He cocinado lentejas con chorizo picante, como te gustan a ti.
La despierta el aullido de Gertrudis que la espera en la cocina con un tazón de leche caliente, rebosante de pan migado. Agustina lleva la cuchara a sus labios temblorosos y sorbe. Se coloca la chaqueta de franela sobre los hombros y, depositando un beso en la mejilla gelatinosa de su amiga, emprende el camino hacia el cementerio por un sendero empedrado que está a punto de desaparecer engullido por los matojos.
—¿No llegó ninguna carta para mí? —pregunta la joven Agustina.
—¿Esperas noticias de alguien? —le pregunta Luis viendo su cara desencantada.
—No —contesta, y vuelve a desaparecer tras la puerta contoneando sus anchas caderas que Luis persigue con la mirada.
Pasaron muchos meses sin que llegara ninguna carta para ella y él se recreaba escuchando siempre la misma pregunta impaciente.
—¿Hoy no me preguntas si llegó carta para ti?
—¿Para qué seguir esperando? —hace ademán de irse, apartando antes un mechón de su rostro quemado por el sol y sembrado de pecas.
—Espera, no te vayas, tengo una carta para ti.
—¿De quién?
—No puedes abrirla hasta la noche.
—¿Quién te dijo eso? —pregunta retando la mirada fija de Luis.
—Confía en mí.
Pero Agustina no le hace caso. Cuando llega a la cocina, se enjuga las manos en un paño y con el filo de un cuchillo abre el sobre sin remitente. «Querida Agustina. Ya llegó tu carta. Te espero esta noche en el puente. Tu cartero.» Cuando todos dormían, abrió la puerta con sigilo y bajó hasta el puente conteniendo su ansiedad. Luis la esperaba apoyado en la madera de la baranda, lanzando piedras al arroyo que saltaban como ranas.
Se espiaron en silencio. Luego arrancaron los dos a hablar y rompieron en una carcajada. Ella se acercó y le besó la oreja para después emprender el paso hacia el monte donde nadie pudiera sorprenderlos. Luis la seguía excitado y asustado, viendo cómo iba desprendiéndose de la ropa al compás de los contoneos de sus anchas caderas.
Llega al cementerio agotada. La mayoría de tumbas están cubiertas de maleza. Pasa por delante de una vestida de flores blancas. Acerca sus ojos a la lápida y distingue el nombre de Soledad, la hija de Gertrudis. Recuerda las palabras de su amiga antes de abandonar la casa: «Dile a Soledad que hoy no podré visitarla, me duelen demasiado las piernas, pero que iré mañana sin falta.» Más al norte, cerca de la capilla, está la tumba de Luis. Sobre ella descansa un ramo medio seco. Agustina se agacha con dificultad, aparta el ramo marchito y coloca el manojo de crisantemos que Gertrudis le ha preparado. Oye pasos que se acercan.
—Buenas tardes.
Se gira pesadamente y pone la mano sobre sus ojos a modo de visera para tapar los rayos de sol y distinguir el rostro que la observa. Un joven, acompañado de un mastín, se detiene junto a ella.
—¿Lo conoce? —pregunta señalando la tumba.
—Sí, y tanto que lo conozco. Era mi marido.
—Dicen que se suicidó.
—Sí, eso dicen.
—¿Usted no lo sabe?
—Nuestra casa estaba construida sobre el acantilado, desde aquí apenas se ve. Se lanzó desde la ventana de nuestra habitación y lo encontraron en el río.
—Debió de ser muy triste.
—La muerte no es lo más triste que nos puede suceder.
—¿Lo quería?
—Lo quise mucho. No hubo otro hombre en mi vida, ni siquiera después de su muerte. Yo aún era joven y tuve varios pretendientes que me ofrecieron matrimonio. Lo quise, claro que lo quise, pero cuando se murió, ya hacía tiempo que había dejado de amarlo.
—¿Era un mal hombre? —sus ojos del color de la tierra esperan implacables la respuesta.
Agustina fue la novia más guapa de Befaro. El cura bendijo la boda un seis de agosto y se fueron a vivir a una pequeña casa que Luis había heredado de sus tías, dos viejas solteronas. Como era tradición, traspasó el umbral con la mujer en brazos, y entraron al lecho donde todos suponían que, como buena cristiana, Agustina iba a perder su virginidad que, sin embargo, hacía meses que yacía jocosa en los contornos del río donde ella y Luis se desnudaban (a veces ni eso) todas las noches.
—Cuando dejes de quererme, ¿cómo me voy a dar cuenta?
—Nunca voy a dejar de quererte.
—No sé si era malo. Era mentiroso, eso sí que lo sé.
—¿Tuvieron hijos?
—Tuvimos una hija que murió al nacer.
—Lo siento.
—Ya casi ni me acuerdo, hace tantos años. Mira la vieja Dolores, por allí viene, tan loca como siempre. Este pueblo se llenó de chiflados. Yo me fui para no volverme como ellos. Befaro fue un hermoso lugar, pero míralo hoy, ni sombra de aquello. Tú ya no lo conociste; aún eres joven. ¿Cuántos años tienes, treinta? No muchos más. Había muchos castaños que se fueron muriendo, como su gente. De tarde, después de comer, los hombres subían a las minas cantando y volvían de noche, como una procesión de negros. Otros pescaban en el río cuando caía la tarde y los niños correteábamos por las piedras esperando que algún pez picara el anzuelo, y picaban, ¡vamos si picaban! Las mujeres trabajaban en el campo y se reunían de tarde en la escuela, en un taller de labores que organizaba la monja Felipa. Eran otros tiempos.
A lo lejos, una vieja cadavérica de ojos hundidos y mandíbula saliente se acerca hablando sola con un rosario en sus manos.
—Que Dios los perdone a todos —dice.
—Corre, Jacinta. A Agustina le empezaron los dolores.
—Voy, Gertrudis, tú ve a buscar a Luis, debe de estar en el río con Don Eustaquio.
Cuando Jacinta llegó a la casa, Agustina estaba tendida en la cama retorciéndose. Había roto aguas y soplaba como si se le fuera a salir el alma por la boca. Jacinta le secó la frente y la tranquilizó antes de empezar las labores del parto. La niña venía del revés y aunque Jacinta hizo todo lo que estuvo en sus manos, no pudo sacarla con vida. Cuando todo pasó, llegó Luis jadeando y encontró a su esposa abrazada al cadáver de la niña.
Pasaron días hasta que Agustina volvió a salir de casa. Caminaba como una serpiente malherida, con los ojos casi cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho, silenciosa como una muerta resucitada. Cuando llegó al taller de costura, las mujeres del pueblo rumoreaban.
—Pobre Agustina, ella pariendo y él refregándose con la tabernera.
—Ya sabía yo que eso iba a pasar. El botarate de Luis perdió la cabeza por esa mujer. Iba cada tarde a verla. Deberíais haber visto cómo se miraban. Pobre Agustina, si supiera.
—Esa mujer es una descocada. ¿Habéis visto que vestidos lleva, enseñando las tetas como una fulana cualquiera? Yo a Pedro le he prohibido ir, si me entero que pasa a tomar un vino por allí, lo mato.
—Todo el pueblo lo sabía. No me atrevía a salir de casa de la vergüenza. No se lo reprocho a ella, que en paz descanse, Luis era un hombre muy apuesto y un embaucador de cuidado. Yo también hubiera querido llevármelo a la cama por más que estuviera casado, o con más razón todavía. Ella también era muy guapa. Se parecía a Sofía Loren. Se lo dije, que había oído que él estaba con otra mientras nuestra hijita se estaba muriendo, y no me lo desmintió. El muy canalla todavía quiso abrazarme, pero no le dejé. Lo perdoné, pero sin haberlo perdonado, queriendo hacerlo pero no pudiendo olvidar. Además de quererlo, el alma es muy perversa, no soportaba la idea de oír a las urracas del pueblo decir: «Mírala, su marido la dejó por otra.» Pero él siguió viendo a esa mujer sin que yo lo supiera y la dejó embarazada. Ella vino una noche a casa, golpeó la puerta a los gritos suplicando que se fuera con ella. «Este hijo es tuyo, maldito hijo de puta. Sal de una vez, no seas cobarde», chillaba. De mañana Luis estaba asomado a la ventana fumando. No quería salir de casa. Todo el pueblo había oído los gritos. «¿Qué voy a hacer ahora?», me decía, «¿Cómo me vas a perdonar?» «Yo ya no puedo perdonarte.» «Y qué vas a hacer?» «Eso aún no lo sé.» Lo planeé todo, maquiavélicamente. Descolgué las cortinas del cuarto y las lavé. Limpié toda la casa como si necesitara sacar las cosas feas que se habían quedado enganchadas por las paredes y las colchas, entre el polvo, como espíritus envenenados. Le pedí que las colgara él. «Nunca debería haberla mirado, si yo te quiero a ti, no sé por qué lo hice.» Quizás si no hubiera dicho eso, yo no habría empujado la silla que le hizo caer por la ventana y despeñarse por el acantilado. Creo que todos supieron que yo lo había matado, pero nunca nadie dijo nada porque, para sus adentros, pensaban que se lo merecía.
—Ni siquiera mi madre.
—Ni siquiera. Tu madre no era mala, se enamoró y eso no es un pecado. El mío no fue matarlo, fue creerlo tantas veces.
—¿Y ahora qué?
—¿Ahora? Esperar. A mí la muerte ya me avisó, así que no tardará en venir a buscarme. Sé muy bien que nos vamos a volver a encontrar allá y no me da miedo que se quiera vengar y matar a una muerta, lo que realmente me da miedo es que se acerque y me pida perdón.
Se quedan los dos en silencio sin sorprenderse ante la presencia del fantasma de Luis que camina descalzo sosteniéndose en un bastón, murmurando palabras ininteligibles.
—Vamos, aquí ya no hacemos nada y tú debes de tener hambre que, aunque un poco sorda, he escuchado tus tripas rugir. Seguro que Gertrudis nos ha preparado algo. Nadie cocina como la vieja Gertrudis.
Copyright © | Evelyn Aixalà, 2005 |
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Por la misma autora | |
Fecha de publicación | Septiembre 2005 |
Colección | El tiempo recuperado |
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