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La Hermandad del Hule

Manuel Bernal Romero
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaCalle Pescadería, Sevilla

La Hermandad del Hule hace sobria estación de penitencia por las calles desde los primeros días de marzo, esos en los que la cuaresma apenas ha tenido tiempo para pespuntear entre beatos y beatas un reguero de devoción, ayuno, amor e incienso y señalado en los almanaques de las altas pasiones, una ristra de triduos, quinarios y septenarios enhebrados unos tras otros para gloria y semblanza de sus titulares.

La Cofradía del Hule no es cruz de mayo como algunos podrían creer y quisieran. Las de Mayo son juegos de niño, la del Hule es casi un designio divino; sus hermanos tienen el propósito de vivir en hermandad y santidad y quizá por eso no quieren hacer la estación con nadie que no sean ellos mismos. La sacrosanta cofradía es semilla del devenir penitente y de las tradiciones que aguardan. Y sépase que cualquiera no es hermano, y que es necesaria demostración de fe auténtica, y que ya desde niños mantienen sus diferencias con el clero. Don Miguel el párroco es de los neocatecumenales y no comparte sus pasiones, y aunque servicial, no está por que arramblen con el agua bendita para sus ritos.

La hermandad, que es de las de penitencia, recibe su nombre de los faldones estampados que guardan las trabajaderas de su paso titular. Al trono lo cubre un viejo y roído hule de ordinaria serigrafía que en tiempos fue por lo menos cobertor de destartalada mesa de cocina. Raído y descolorido todavía deja ver las flores y las frutas que lo adornaron, además de unas escenas campestres en las que personajes anónimos se declaran amor eterno.

La congregación del Hule aspira —Dios mediante— a procesionar algún día al centro. El centro es la catedral de los tiempos modernos. ¿O no? Aunque por ahora la dolorosa estación no pasa más allá de las puertas de un supermercado SPAR, que se convierte así en balcón de parada obligada, no en palco de autoridades porque ese rango se reserva para otro. Las puertas del SPAR son un marco incomparable, son correderas y automáticas y a ellas se llega de una chicotá después de estación obligada a la zapatería infantil de don Nico, lugar sacro donde los haya, en el que desde septiembre, tras la vuelta de unas vacaciones a base de tinto-con-Casera, papas-fritas, desodorantes y colchonetas, se quema incienso un día sí y otro también. Aunque los hay que dicen que ya en la casa del veraneo, alguna tarde a esas horas del día en las que ya no es día pero tampoco noche, subía por el ojopatio a los cielos violetaceos de la Bahía una columna de olores que embargaba los sentidos y que ya la quisieran para sí los abonados a las sillas de La Campana, que es en Sevilla sitio cofrade ejemplar.

La casa se alquila cada año a la familia Benjumea desde que las calores de esta tierra tienen memoria, y cae, simple casualidad, a tres cuartos de piedra del chalet de «la Rocío», una cantaora de rompe y rasga de las que sólo pueden criarse en esta tierra mitad pecado mitad altar a María Santísima. El piso de los Benjumea es el bajo de un bloque que da a la calle Pescadería. Los Benjumea antes vivían de la pesca, ahora cobran el desempleo cuando pueden y viven del turismo y la hostelería. Cosas de los nuevos tiempos. Los Benjumea durante los meses estivales alquilan su vivienda de todos los días y toda la familia se las apaña como puede agrupada en la vieja casa de los abuelos. Una noche se pasa en cualquier sitio. Y dos también. Y tres.

Al final de la calle Pescadería queda el mar con sus algas y sus bañistas. De unos años acá hasta hay una depuradora que ronronea lo mismo de día que de noche. Por lo menos la playa está limpia, apunta don Nico. El progreso tiene sus costes. A veces «la Rocío» baja a la arena y se une a las peñas de bañistas que comparten refrescos de limón, tintos con Casera, broceadores, y otro sinfín de cachivaches que forman tan parte de su vida como de su alma. Cuando la peña se hace tertulia cofrade don Nico retoma un protagonismo inusitado e impensable con otras materias.

Cuando don Nico vuelve de tomar las aguas y los vientos de levante ya no hay quien lo pare. Para don Nico y su peña la Junta de Andalucía debería subvencionar el incienso como financia medicamentos que sirven para mucho menos. De septiembre a febrero la cosa sólo es para abrir boca. En marzo el hábito ya ha hecho al dependiente y el incienso —la eternidad hecha fragancia— eclipsa los olores de los naranjos jóvenes en flores de primavera.

Don Nico desde su zapatería regenta la tertulia cofrade «La sandalia» y entre par y par de botines en oferta cuela su devoción y los muchos estrenos de los que se hace eco la prensa y el alma de la ciudad. «Ya verá, ya verá, doña Esperanza, cómo este Miércoles Santo es de los que quita el sentío.» Y lo será de seguro y más en cualquiera de los muchos marcos incomparables que sortean la ciudad. Amén.

El zapatero lleva toda su vida escribiendo el pregón interminable. Un calendario que señala los días que faltan para la semana prodigiosa acompaña a la vieja libreta de la inspiración divina. La libreta comparte el pregón con los apuntes de las ditas con la que las madres y abuelas pagan los zapatos a estrenar el Domingo de Ramos. La libreta está siempre sobre el mostrador y a veces cae entre el muestrario del escaparate. «Aquí te pillo, aquí te mato, que la inspiración bien sabe el Cristo de las Buenas Obras ha de coger al artista trabajado y rezando. Lo demás monsergas», dice de vez en cuando el pregonero perpetuo y pendiente. Y ahí que está la libreta de los cobros aplazados y de su alma para armonía de la carne y el espíritu. Con las pastas desvaídas y gastadas espera que la inspiración y el fervor no lo cojan de improviso. Ya es viejo que las cosas del alma llegan y uno ni sabe ni cómo ni por qué. Llegan cuando menos uno se lo espera como una estela de metáforas sagradas y penitentes y se cuelan entre los olores mundanos de la piel de vaca curtida y el caucho. Incienso y zapatillas Nike, pargates para costaleros y babuchas de andar por casa es lo que guarda don Nico en las vitrinas además de sus sueños de pregonero eterno. Él no cesa en el empeño. Todo se andará, bien sabe el creyente que el hombre propone y Dios dispone. Y que así sea.

La zapatería de don Nico para los del Hule es como el palco de autoridades. El pregonero pendiente la recibe acicalándose ligeramente su bigote, con las manos abrazadas a la altura de la portañuela y con el recogimiento interior que le da el saber la vida de santidad que le envuelve y el incienso que respira. Lo próximo será inyectárselo en vena. Tiempo al tiempo. El paso, de misterio casi siempre, se refleja en los cristales de la zapatería y la estampa se hace digna de la mejor cartelería. El rachear de los jóvenes costaleros, el paso marcial del capataz y de sus ayudantes, las hileras de penitentas casi colgadas de la caja con gestos de inconmensurable devoción y fe cristiana, los faldones al viento, los hermanos pedigüeños de una esquina a otra con la palma de la mano en ristre... El tiempo parece pararse entonces y si no hay lágrimas es porque se guardan para otros días. Como no hay prisas las pocas clientas se dejan embargar por la seriedad y el modo de llevar de los jóvenes cofrades.

Pero donde la fe toma sentido es metros más allá. Hay pocas cosas más emocionantes en el barrio, en la ciudad incluso, que el momento en el que los sensibles y piadosos hermanos de la del Hule dejan sobre la tierra a las puertas del súper el paso de misterio que portan y las tales, cristal y aluminio reluciente e impecable, se abren de par en par como si se hubiera producido el milagro de la resurrección de Lázaro. Zaaasssss... Y de esa guisa, de par en par, igual que el esposo que se reencuentra con la esposa maltratada en una sobremesa televisiva, aguanta el portal automático el tipo y los minutos para delirio de hermanos y clientes, hasta que la santidad y la devoción empiezan a irse confundiendo con el traquetear eléctrico de la caja registradora y con el dulce piar del escáner. Hay días también, cuando la Semana de Pasión empieza a deslumbrar por las esquinas y todo se vuelve azahar e incienso en la ciudad, en los que la caja registradora y el escáner forman un todo indescriptible junto con las marchas procesionales que llegan desde el fondo del establecimiento como reclamo y banda sonora de nuestras vidas. El hilo musical mezcla en una sola pieza, de pasillo a pasillo, la pasión del Señor y su Santa Madre con las latas de conserva, los paquetes de detergente concentrado y los de compresas con alas. Las dependientas con su uniforme de vieja azafata de las Líneas Aéreas de España parecen un punto y seguido, un marco incomparable que las hace dolorosas, magdalenas explotadas sin nadie que las exculpe de la primera piedra. La Pasión del Señor reescrita en un contrato basura.

Mientras dura el recogimiento y la estación los piadosos hermanos del Hule se mueven por doquier con la palma de la mano en ristre soñando dádivas y limosnas que les ayuden a sobrellevar el trance. Nada como los gusanitos y la goma-espuma para aguantar la carrera.

La piadosa cofradía no tiene más paso ni devoción que uno de misterio. No hay bajopalio, ni siquiera lo hubo cuando la madre de Dios se encarnó en cuerpo de Barbie. Sólo el misterio varía dependiendo de si anda por el barrio Julito, sobrino de don Nico, que aporta a la congregación la estampa en relieve del Nazareno que hizo su mamá en un taller de manualidades de la Junta de Distrito. Cuando no está el misterio es menos colorista aunque más sobrio y hasta más serio. La cofradía se vuelve austera y todo se reduce a una humilde cruz con retales de carpintería en cuyo mástil alguno ha escrito con un rotulador verde la sentencia condenatoria del Cristo. A don Nico, desde su éxtasis contemplativo le gusta traducir el latinazo: Jesús Nazareno Rey de los Judíos. Él lo dice con un latín tosco y antiguo que ya lo hubiera querido para sí Poncio Pilato, hasta Adriano.

A la devoción del dependiente y a su mecenazgo debe la cofradía los pocos complementos que porta el único paso: unos pequeños azulejos sueltos guardados desde que los entregaron con un diario local. Flores tampoco lleva. Las tuvo pero les llamó la atención don Florencio, que es el policía del barrio. Policía motorizada y de proximidad que es autoridad que no falta al desfile con la carpeta de las denuncias bajo brazo. «Se le pone a uno la piel de gallina», ha dicho alguna vez. Cuando está por el lugar nadie diría que no acompaña a la procesión otorgándole un rango impensable. La presencia de las fuerzas del orden le dan —el Señor lo sabe— caché y seriedad.

Más coloristas son los hábitos. Casi siempre camisetas bien lavadas. Sobresale en los desfiles una equipación de la Selección Nacional roja y gualda con su escudo y todo, junto a otra verdiblanca y un par de camisetas de Pokémon con el bicho estampado sobre el pecho. Otro héroe aunque lo sea de otro tiempo, un mártir de la PlayStation. Bendito mundo de héroes rematado por las insignias brillantes y doradas, los escuditos y las reproducciones de camafeos y medallas ya a propósito o no. ¡Qué importa el motivo! Miguelito porta una medalla mugrienta y gastada comprada en las tiendas de recuerdos del Rocío, Joselín un escudito del SAS, otro del sindicato Comisiones Obreras reclamando igualdad para las mujeres y una pegatina que espera respeto para los «pequeñines» del mar. Y así un día sí y otro también. El más serio y protocolorario es Manolito que con sus gafas recién estrenadas y repeinado para la ocasión hace las funciones de contraguía.

La procesión no tiene hora fija de salida. Toma calle cuando algunos terminan los deberes y otros se hartan de anuncios en la televisión. Se recoge después de acercarse a los veladores del bar Frasquito con sigilio y racheando, paso a paso y con toda la devoción imaginable. ¡Al cielo con ella!, reclama el aprendiz de capataz que ya imita el tono castrense de la llamada. Después de la última levantá, la marcial procesión busca los soportales y el cuarto de los contadores que sirve de capilla y casa hermandad. Mañana será otro día y a lo mejor hasta otro misterio.

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Copyright ©Manuel Bernal Romero, 2005
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Fecha de publicaciónOctubre 2005
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