Sigue así, al acecho, las manos alzadas sobre el teclado, la derecha un poco más que la izquierda, los dedos agarrotados, retiradas las mangas del frac, revelando los gemelos dorados en los puños blancos de la camisa, el torso encorvado ante el piano, paralizado, incapaz de abalanzarse sobre el teclado.
Hace apenas unos minutos se ha estirado el frac, se ha pasado cuatro dedos nerviosos por el flequillo y, todavía entre bastidores, acolchado por un murmullo sordo, se ha asomado lo justo para ver al público de las butacas de patio abanicándose con el programa de mano. Luego se ha mirado los dedos, se ha besado las yemas, ha sonreído para sí y de pronto se ha puesto serio y ha salido al escenario. Con paso crepitante se ha dirigido hacia el piano envuelto en un aplauso tibio que ha arrancado de las primeras filas y que enseguida ha prendido por toda la sala. Se ha inclinado respetuosamente hacia el público y después se ha vuelto hacia el piano.
Los tosidos ganaban ya a los aplausos cuando, sentado en la banqueta, ha desplegado ceremoniosamente la partitura sobre el atril y ha pasado una palma cariñosa sobre la hoja levemente abombada, mientras revisaba mentalmente el nocturno que se disponía a interpretar, sintiendo casi la silueta de las notas sobre el papel pautado, la mano izquierda contagiándose del vaivén de los acordes arpegiados, los dedos índice y medio de la otra mano aleteando trinos en el aire.
Ha esperado a que se apagaran los últimos tosidos. Luego, en medio de un silencio reverencial, ha alzado las manos con parsimonia hasta la altura de la cabeza y, cuando ya los dedos comenzaban a tomar la forma de las notas del primer compás, se ha quedado así, paralizado, con un rictus de pavor en la boca, la mirada clavada en la partitura.
Una gota de sudor recorre como un diminuto caracol la frente acanalada del pianista, desciende entre las cejas, por la pendiente de la nariz y anida en la punta.
La impaciencia del público pronto sube al escenario en forma de nube de cuchicheos que amenaza tormenta. Sobre el escenario, a punto de atacar el primer compás, hay un pianista disecado. La platea es un mar de ademanes reprobatorios, los palcos en pie despiden exclamaciones de asombro. En el anfiteatro se tensan los arcos de la indignación y enseguida los silbidos cortan el aire del patio de butacas hacia el escenario, raudos como saetas. Una cabeza asoma al escenario por un extremo, pide explicaciones con la mirada, empuja imaginariamente al pianista con ambas manos, le anima a iniciar el concierto, pierde la paciencia, hace ademanes conminatorios. Alguien lanza al escenario el programa de mano hecho una bola, que es seguido de una oleada de brazos y de una catarata de programas de mano. La cabeza asomada saca un billete del bolsillo, lo hace añicos con rabia, lanza los pedazos por el aire, los pisotea.
Lo ha sabido en el mismo instante en que ahuecaba las palmas para atacar el primer compás: que en cuanto las yemas acariciaran las teclas blancas y negras y los martinetes golpeasen obedientes las cuerdas tensadas estaría atrapado: la primera tecla pulsada desencadenaría una secuencia de teclas seguida a rajatabla y él debería resignarse a no ser más que un títere en manos de Chopin, nota tras nota obligado a caminar pisando las huellas de un caminante previo, entregando al público-mobiliario ese nocturno ejecutado con movimientos de autómata, de apéndice de gramola, inmolando su albedrío en aras del goce estético de unos desconocidos, o quizás solamente en beneficio de las buenas costumbres, del puro rito social, de la exhibición de alhajas y del paseo de las mejores prendas, del intercambio de mejillas a pie de escalinata, del comentario amable y la sonrisa cómplice y de las maquinaciones de antepalco.
Por eso sigue así, las manos alzadas sobre el teclado, inmóvil, mirando la partitura pero viendo su vida tendida: una vida pautada, como una sucesión de notas atrapadas en la telaraña del pentagrama, unas notas que arman una melodía que nadie escucha.
Con paso uniforme, uno, dos, tres guardias uniformados hacen su entrada en escena transportados en una alfombra de ovaciones. El pianista no forcejea. Mientras lo sacan del escenario, todavía le oyen murmurar: «Chopin, muerto; yo, vivo...»
Copyright © | Javier Martín, 1998 |
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Fecha de publicación | Noviembre 2005 |
Colección | Fabulaciones |
Permalink | https://badosa.com/n248 |
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