Ramiro Puertas era un obrero textil robusto y con cara de niño. Nos encontramos en una bar cerca de su fábrica; no puso reparos en darme una cita para el mismo día en que lo llamé. Tenía ganas de hablar, me dijo. Sentía ganas de desahogarse. Pensé que las películas de Hollywood han hecho de los detectives privados unos personajes tan indefinibles como los siquiatras y que para él yo presentaba la ventaja de no cobrarle para oirlo. Estaba ya bastante ebrio cuando llegué y no pasó mucho tiempo antes de que se pusiera sentimental y pucheroso. Él la quería, la quería muchísimo. Pero ella quería una vida distinta, siempre esperaba novedades y sorpresas. Aquel día ella sabía bien que era el día del partido, un partido importante. Lo había oido hablar de ello toda la semana, porque en el trabajo nadie hablaba de otra cosa y él le contaba todo lo que ocurría en su trabajo. Ella, en cambio, era reservada con él. Tuvo que enterarse por otros que seguía viendo al músico. Le dolió mucho, pero no podía culparla: ella estaba muerta ya y no se puede culpar de nada a los muertos. Pero el dolor estaba allí, junto al otro, el de haberla perdido así, sin razón, por una tontería. Mucho dolor, mucho dolor. Había pensado por primera vez en su vida en suicidarse..., sus amigos le hicieron entrar en razón: él no tenía culpa alguna.
—¿Cree que alguien tuvo la culpa?
—El asesino. Danos otra copa, Antonio.
—¿Sospecha de alguien?
—De quién puedo sospechar yo... Era un dulce: bonita, graciosa ¿Quién podría querer hacerle daño? Ha debido de ser un demente, un desquiciado.
La copa que trajo Antonio fue demasiado para él. Dejó caer lentamente su cabeza sobre los brazos cruzados y se puso a llorar. Coloqué unas monedas sobre la barra, le hice una caricia en el hombro y me marché.
Copyright © | Pablo Brito Altamira, 2005 |
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Por el mismo autor | |
Fecha de publicación | Diciembre 2005 |
Colección | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n256 |
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