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La clienta

Pablo Brito Altamira
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El 3 de mayo se presentó en mi oficina una mujer que se identificó como Alicia Moreno y dijo ser la hermana de la difunta. Vivía en la capital y se había enterado del asesinato de Lucía a través de la policía. Le habían dicho que lo más probable era que el homicidio fuera la obra de un vagabundo, ya que la zona donde habían encontrado el cadáver era reducto de vagos y maleantes, pero ella quería dar con el culpable y la policía no tenía intenciones de reanudar las pesquisas.

—Mi especialidad es localizar a personas vivas —le dije—, no podré recobrar a su hermana.

—Pero su asesino está vivo.

—Puede que sí, pero será difícil probar que cometió el crimen... No hay arma del delito, ni huellas...

Tendría a lo sumo veintiocho años y era sumamente atractiva. Sentada en la butaca frente a mi escritorio, con un sencillo pero elegante tailleur azul claro, sus ojos del mismo color brillaban y me miraban fijamente. No había en ellos nada intencionalmente seductor, pero transparentaban una decisión y un aplomo que por sí solos la hacían atractiva.

Iba a continuar con mi intento de que desistiera de la investigación y aceptara tomarse un trago conmigo cuando dijo:

—Además, no creo que la haya matado ningún loco callejero.

—¿Sospecha de alguien?

—No exactamente, pero hay algo raro..., lo intuyo.

Volví a sentarme y abrí el informe que el teniente Francis de homicidios me había hecho llegar por fax poco antes de que la joven se presentara a la cita.

Después de hojearlo un momento le respondí:

—Todo indica que su hermana llegó al lugar del crimen por accidente. Se dirigía a su casa, olvidó el bolso, el taxista la dejó en medio de la calle y no tuvo más remedio que caminar por una zona peligrosa.

—Aun así —respondió Alicia. Todo es tan banal, demasiado banal. Todos tienen coartada, nadie es responsable... Mi hermana no era una mujer banal; ni siquiera creo que fuera capaz de cometer una insensatez como la de ponerse a caminar por los muelles a esa hora.

—¿Cree que el taxista mintió?

—No lo sé. Quiero que usted investigue.

—Puedo hacerlo, pero es muy probable que llegue al mismo callejón sin salida que la policía y que usted pierda su dinero.

—El dinero no me importa.

Su expresión era decidida e inflexible. Abrió su cartera con dedos ágiles y sacó una chequera, que colocó sobre mi escritorio. Después sacó un sobre y extrajo de él una hoja de papel doblada que desplegó frente a mi.

Me quedé mirándola sin decir nada. Era un diagrama circular con símbolos y líneas de colores de los que uno ve en libros de astrología.

—Es la carta astral de Lucía —dijo.

—No veo qué relación...

—No me importa si usted no cree en la astrología o si le parece una superchería. Lo que cuenta es que yo sí creo... y si uno analiza con cuidado la carta natal de mi hermana y los tránsitos de la noche en que murió es fácil llegar a la conclusión de que el crimen fue premeditado.

—¿Por los astros o por el asesino? —pregunté con una sonrisa que esperaba ser más amable que burlona.

Se levantó y tomó un cigarrillo de los míos, que estaban sobre el escritorio.

Después de encenderlo ella misma se dirigió a la ventana y me habló desde allí, mientras contemplaba el paisaje urbano de una tarde gris y sucia. La escena me recordó un filme policíaco de los cuarenta del que había olvidado el título y los protagonistas.

—Si quiere hablar de cosas más terrenales explíqueme el tajo en el cuello. El informe forense dice que parece haber sido realizado con un bisturí. Y otra cosa ¿Para qué desplazó el asesino la cabeza?

Encendí yo también un cigarrillo y me dirigí al mueble que sirve de bar. Serví dos whiskies y le ofrecí uno sin preguntar nada, una intuición me había dicho que no lo rechazaría y así fue.

—Coincido con usted en que el asunto es...

—Macabro —completó ella.

—No me hubiera atrevido a decírselo, pero coincido con usted. ¿Y a pesar de ello quiere remover esos escombros? ¿No es mejor olvidar?

—Sólo olvido cuando comprendo. Soy escorpión.

No tenía suficiente dominio del tema para encontrar una réplica apropiada, opté por agregar licor a mi vaso y dije:

—Si sirve para que usted pueda culminar en paz su duelo, lo intentaré, pero no le prometo nada.

Giró sobre sí misma y me ofreció una sonrisa en la que se sentía una mezcla de agradecimiento y alivio. El contraluz la favorecía; me dije que a mí también me favorecían las estrellas, si es que ocuparse de mí era para ellas un pasatiempo que consideraban divertido.

Comencé al día siguiente con una visita al músico.

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Copyright ©Pablo Brito Altamira, 2005
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Fecha de publicaciónDiciembre 2005
Colección RSSNarrativas globales
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