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Viva la revolución

Cristian Alcaraz
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaUn país imaginario gobernado por un Ejército Unificado de Liberación Nacional

El Ejército Unificado de Liberación Nacional, en el que tan pocos creyeron en sus orígenes, hace su entrada en el Palacio Presidencial. Atrás quedan años de lucha, emboscadas y camaradas muertos en los infiernos de la selva. Los últimos restos de militares fieles al dictador, atrincherados en lo alto de la escalera, son abatidos. Algunos se desploman barandilla abajo al recibir los impactos de las ametralladoras, otros caen golpeando su nuca contra cada escalón. Los bravos soldados avanzan por el segundo piso, todo ojeras y mal afeitados, tan delgados algunos que llevan atado el pantalón a la correa del fusil. Dejan atrás, con la mirada puesta sobre un único objetivo, interminables pasillos con cuadros en honor al dictador, jarrones con inscripciones en oro y armeros de otros siglos. De una patada, el joven cabecilla de los insurrectos derriba la puerta del despacho Presidencial. Acomodado en el sillón, frente a su mesa de marfil de colmillo de elefante, el dictador les mira, mordiendo un descomunal habano a punto de consumirse. Lo encuentran más viejo que en los retratos oficiales y bastante más gordo, tiene la incomprensión marcada a fuego en la cara. No pudiendo aguantarse las ganas, el cabecilla de los insurrectos lo manda fusilar allí mismo. Lo fusilarán de nuevo horas más tarde, atado a un tronco en la plaza Mayor, para que todo el mundo pueda verlo. El líder de los insurrectos cae rendido en el sillón presidencial, con la mirada perdida en un futuro de esplendor para su nación.

Decenas de familias, asomadas a sus ventanas y cerraduras desde primera hora, salen a la calle. Encerrando primero a los niños, perdiendo poco a poco la prudencia, llegando finalmente a las puertas del Palacio Presidencial. Se extiende el rumor de la caída del tirano, se vuelve el rumor comunicado oficial, deriva el comunicado en Fiesta Nacional, que se prolongará por tres semanas enteras con sus días y sus noches. Los hombres disparan al aire y gritan en tonos que rompen los vasos, las mujeres enseñan sus pantorrillas subidas a las mesas, moviendo jarras de cerveza que salpican a cuantos hay alrededor. Un reguero de gente se extiende desde el despacho presidencial hasta la plaza Mayor, bailando, bebiendo y tirando sombreros y pañuelos al aire, entremezclados soldados y campesinos, campesinos y soldados. Las orquestas tocan hasta caer exhaustas, borrachas o desmayadas, y son sustituidas por otras orquestas, que tocan a su vez hasta caer exhaustas, borrachas o desmayadas. Es difícil caminar por los parques sin pisar a las parejas que se rebozan por entre el vino y la hierba. En el delirio de las últimas horas, cientos de madres y padres llevan a sus hijos recién nacidos ante el Gran Cabecilla Revolucionario, para que bendiga sus cabezas con sus manos libertadoras. Le llevan a hombros hasta el Palacio, que tiene todas las ventanas abiertas, todas las luces encendidas, todos los aires limpios y todos los futuros nuevos y puestos en hora, le suben al despacho presidencial.

Sin tiempo que perder, rodeado de los más fieles de entre sus antiguos compañeros de armas, se dispone a emprender la reforma del país. Se desplaza en su recién estrenado vehículo oficial, explicando campesino a campesino que el terror ha terminado, que las cosas van a cambiar, que ya nada nunca será lo mismo y nunca nada será igual. Las gentes le reciben enfebrecidas de dolor viejo y esperanzas aplazadas una y otra vez, hombres duros como el roble lloran, mujeres y jóvenes delgados se desmayan. El antiguo líder de los insurrectos, nuevo Presidente de la Nación, estrecha sus manos y pasea con ellos, acepta sus comidas escasas y sus cenas moribundas, en cabañas tan humildes que parecen no existir. Le desespera ver tanta pobreza entre sus compatriotas, duerme poco y como en un abismo por las noches, amanece con fiebre y acidez por las mañanas. Semanas después, preocupado por su salud, retrasa hasta nueva orden los desplazamientos en el vehículo gubernamental, y convoca a sus conciudadanos a una última reunión frente a Palacio, desde cuyo balcón les arenga a permanecer unidos, ahora más que nunca y para siempre, luchando juntos por un único objetivo. Se le enreda la bandera nacional en la cara por un golpe de viento, perdiendo involuntariamente de vista al pueblo que le aplaude.

Se asfixia en las reuniones de ministros al oír los informes del estado del país, se escapa para dar vueltas en círculo por los interminables pasillos con efigies y cuadros, en frenéticas carreras solitarias con el entrecejo fruncido. Se le retuerce la acidez, que se le vuelve fuego en la sangre. Una mañana lo manda todo a paseo. Las estatuas que pertenecieron al antiguo tirano, sus cuadros y alfombras y jarrones que le oprimen y no le dejan pensar. Lo sustituye por imágenes alegres y acordes con los nuevos tiempos, revolucionarias y esperanzadoras, si bien se muestra disconforme con la forma y el tamaño de su nariz en los retratos oficiales. Pasa largas horas encerrado en el despacho presidencial, entre informes que se muerden la cola y propuestas ministeriales, hace ampliar y decorar a su gusto la estancia para dormir en su lugar de trabajo. Cada día más, le parte el corazón salir a la calle, sólo se ve miseria, suciedad y quejas para las que aún no tiene respuesta. Apenas sale ya al balcón, procura evitar a sus ministros y mantiene las ventanas cerradas a todas horas del día. Por si fuera poco, la madera de la mesa donde escribe sus informes cruje, las cortinas son viejas y dejan pasar la luz, el calzado presidencial le hace roces en el talón y el meñique y la cadena del váter hace un ruido insufrible que le desconcentra y le aleja de los problemas del pueblo.

Se hace instalar un gimnasio, porque tanto dolor le deja mustio y debe estar en forma si quiere serle útil a las masas, y harto de la acidez, se manda traer a los mejores cocineros franceses, para que le mantengan en la correcta línea de alimentación. No hace uso del gimnasio salvo para pasear por su interior contemplando las máquinas de tecnología alemana y los monitores ingleses de mandíbula cuadrada que le esperan junto a la puerta, si bien a cada despertar, mirándose de perfil frente al espejo, se dice: «Mañana mismo empiezas, cabronazo, mañana a más tardar.»

Un mediodía seco, durante uno de sus frenéticos paseos en batín y zapatillas por su zona de uso exclusivo del segundo piso, escucha un ruido nuevo, una perturbación nueva, una nueva desconcentración. Parece provenir del piso de abajo, cercano a la calle, pues lo oye muy lejano. Venciéndole la curiosidad, quién será que le interrumpe, recorre estancias, atraviesa salones y baja escaleras. Observa en cuclillas patrióticas desde detrás de la cerradura de la puerta de acceso al recibidor. Decenas de manos golpean con fuerza la puerta principal. Uno de los mayordomos abre, es un grupo de campesinos con sus hijos y esposas, con sus quejas y reproches, quieren ver a su señoría a la mayor brevedad. Ingratos no representativos de una amplia mayoría nacional, se da cuenta él enseguida tras la cerradura, que aquí está él partiéndose el alma por ellos y así se lo agradecen, quejándose a la puerta de su casa y manchándole la alfombra del recibidor. Enrojecido y apretado, sube corriendo hasta su despacho, se encierra y le da un golpe a la mesa con el puño al rojo vivo, cuyo eco recorrerá estancias, removerá las cortinas y se expandirá sin demora por los confines del país.

Le comenta su médico personal, con el lápiz temblándole entre los dedos, que debería pensar en cuidarse el creciente sobrepeso, Presidente, podría ser peligroso. Él asiente con un gesto breve y reiterativo, mirándole el reverso del cuello al médico. Qué fiel y servicial nos fue este doctor, piensa, cuánto bien le hizo a la Patria, qué sorpresa y cuánta pena que lo encontraran cuarenta y ocho horas después junto a documentos que lo implicaban en reuniones ilícitas, desfalcos, traición al pueblo y cosas peores. Tiene que mandarlo fusilar, tristeza le da siendo un médico tan bueno, que pase el siguiente a ver si éste nos sale un poquito más patriota. Los golpes de las manos en la puerta de Palacio se vuelven tan insistentes, resuenan tanto en la soledad de su búsqueda de soluciones, que tiene que encerrar a algunos de los campesinos en los calabozos y prisiones de la ciudad. Pero a las pocas semanas ya no le caben, y llegan aún más armando jaleo, se le agolpan a la entrada con sus familiares y amigos «como si fuera esto una barbacoa de domingo», tiene entonces que mandarlos fusilar, que es que le hacen tanto ruido que no le dejan pensar en cómo salvarlos.

Llegan rumores de reuniones de gentes no afines al régimen en los límites del país, granjeros que reclutan jóvenes para dificultarle aún más el hacer funcionar esta nación en ruinas. Pueblo de desagradecidos de mierda, piensa, país no representativo de una amplia mayoría nacional, que no se jugó él la vida y la de los suyos en la selva para que se la cambien ahora por tanta ingratitud, que no se parte el alma a diario pensando en cómo sacarlos a flote para que se le revuelvan a la contra. Manda al ejército a peinar los campos y las ciudades, a pegarle dos tiros a cualquiera que tenga una conducta antipatriótica, o una cara antipatriótica, o lo que sea pero antipatriótico.

Su decisión no sólo no aplaca a los rebeldes, si no que le aparecen cada vez más. Allí donde antes sólo había fieles le crecen líderes revolucionarios barbudos, se le reúnen en cabañas en campos alejados de su mano, se ponen nombre de ejércitos salvadores haciendo un uso impropio de las mayúsculas del idioma de la Patria, provocan una sangrienta guerra de guerrillas en todas las zonas abiertas del país. Y da igual a cuántos maten sus fieles soldados en los bosques, cuántas emboscadas tiendan, cuántos familiares les hagan perecer como escarmiento. Le aparecen siempre más de donde antes no los había, y se van ganando con los meses las simpatías del pueblo, que les alimenta en sus casas y les da por donde huir, aparecen folletos y proclamas en su contra debajo de todas las camas de todas las casas que ordena registrar. Tiene que fusilar a antiguos compañeros de armas, porque tanta infraestructura éstos no la consiguieron solos, qué disgusto y cuánta tristeza matar de su propia mano y de cuarenta disparos a viejos camaradas. Manda disponer a sus mejores soldados a proteger el Palacio Presidencial, máximo exponente de la autoridad de la Patria, a medida que avanza el rumor de que los traidores vencen poco a poco en pueblos y ciudades, que los traidores se hacen fuertes con el tiempo, que están llegando a las mismísimas puertas de la capital.

Una mañana, los rebeldes hacen su entrada en palacio. Los últimos restos de militares que le son fieles defienden al legítimo presidente desde lo alto de la escalera. Caen sin remedio desangrándose por entre el mobiliario y los electrodomésticos de última generación. Avanzan los infieles recorriendo estancias y pasillos, y con la mirada puesta sobre un único objetivo, derriban sin ni siquiera llamar antes la puerta de su despacho. Rojo de ira, les mira desde detrás de la mesa presidencial. Pandilla de desagradecidos que ni se dan cuenta del mal que le hacen al país, piensa, un instante antes de que el líder de los insurrectos, no pudiendo aguantarse las ganas, levante el brazo para dar la orden definitiva. Lo fusilarán de nuevo horas más tarde, atado a un tronco en la plaza Mayor, para que todo el mundo pueda verlo.

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Copyright ©Cristian Alcaraz, 2005
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Fecha de publicaciónEnero 2006
Colección RSSComplicidades
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