En el pueblo tenemos alacranes de los más venenosos del país. Pero si uno los deja al sol, se secan. Cuando éramos niños, Tarzán y yo los buscábamos entre las piedras y los metíamos en un frasco de vidrio con agujeros en la tapa. Si metíamos el frasco en la casa, podíamos mantenerlos vivos y darles de comer chapulines. Pero si dejábamos el frasco afuera, el calor los mataba.
Al Tarzán siempre le gustaron los animales, por eso se ganó ese apodo. Mi madre no aprobaba los animales venenosos, pero le gustaba que yo me juntara con gente como el Tarzán. Todavía somos amigos y salimos a acampar de vez en cuando. Su esposa no viene, porque le dan miedo los animales. Aunque yo sospecho que le caigo mal porque sigo siendo amigo de la Chita.
Hay que aclarar que Chita y Tarzán nunca fueron novios oficialmente. Lástima, porque los apodos eran buenísimos. Ella no era fea, pero era chiquita, chistosa, y de niña siempre andaba trepando árboles. Por eso le decíamos «la Changa», incluso cuando dejó de trepar árboles y empezó a ir a clases de gimnasia y atletismo. Pero cuando se puso de acuerdo con el Tarzán para ir a correr por las mañanas le cambiaron el apodo a «Chita». ¿A poco no es ingeniosa la raza de mi pueblo?
Pueblo chico, infierno grande. Así dicen algunos, dizque por lo chismosos que somos. El infierno igual lo íbamos a tener, con nuestro verano sofocante. En contraste, era fácil acostumbrarse al chisme. Los que nacimos ahí nos resignamos a que no se podían guardar secretos, y que más valía hacer todo lo posible por no darle a la raza motivos para imaginarse cosas. Y con la Chita y el Tarzán corriendo por ahí todos nos imaginábamos que ahí había algo.
Por las mañanas, el Tarzán iba a casa de la Chita, salía la mamá, lo saludaba y llamaba a su hija. Ella salía en camiseta y pantalones cortos que escandalizaban a los vecinos. Frente a la mamá y en plena calle se estiraban de allá pa’cá dizque pa’ calentarse, se despedían y se echaban a correr. Bajaban y volvían a subir por toda la Calzada Revolución, pues no había mucho donde hacer ejercicio sin caer en un bache o ir respirando polvo. Cuando se cansaban iban a desayunar en el Panza, o en casa de la Chita, pero con todas las ventanas abiertas para que los vecinos vieran que la mamá estaba con ellos, luego no fuera a andar la raza inventando chismes.
A veces el Tarzán se paseaba por la prepa a la hora de la salida. Y aunque uno pensaría que iba a ver a la Chita, se quedaba platicando con todas sus amigas, y nunca la acompañaba a su casa.
Un buen día el Tarzán volvió a correr solo y la Chita se metió a los aerobics. Se terminó la historia de Chita y Tarzán. A la raza no le gusta quedarse sin tema de conversación, así que empezaron a correr los rumores.
Que si al papá de la Chita no le gustaba el Tarzán, que si la Chita se cansó de esperar (ya dije que oficialmente nunca fueron novios), que si al Tarzán la que le gustaba era la Neuras… y ese último chisme se confirmó un domingo, cuando la Neuras llegó a la misa acompañada del Tarzán (seguida de cerca por sus papás, por supuesto).
La Neuras no era mucho más guapa que la Changa (ya nadie le decía Chita), pero se vestía mucho mejor. Su papá era rotario y su mamá iba con las viejas del grupo «Fe y Progreso» a molestingar a la gente pobre con clases de costura, cocina y catecismo. «Gente como uno», como diría la mamá del Tarzán.
Lo malo era que la Neuras tenía novio, ausente pero bien conocido: El Oso. También era «gente como uno», pero más progresista, porque se fue a estudiar a la universidad y nomás venía al pueblo una vez al mes. Luego empezó a venir cada dos meses y para cuando pasó lo que ahora cuento ya se había ido a pasar el verano a Europa y ni siquiera fue al pueblo a despedirse. Ay, condenado Oso, no por nada la Neuras le empezó a hacer ojitos al Tarzán.
¿O fue por eso? Porque aunque el Oso no regresó ese verano, regresaron otros estudiantes, y traían chismes de que a la Neuras le habían puesto el cuerno. Y que la otra había salido embarandales. Y que al Oso lo andaban buscando los hermanos de la otra. Y que por eso la familia lo andaba escondiendo. Eso contaba la raza. A mí nada me consta.
Pero sí me consta que al siguiente verano llegó al pueblo una que se llamaba Lorena y que decía que el Oso era el papá de su niño. Resultó ser sobrina de una de las viejas más oxidadas, la cual le dio cobijo en su casa porque en la ciudad el chisme estaba imposible. ¡Chanclas! Como si aquí la cosa estuviera mejor.
La tía la acompañó hasta casa del Oso. No estaba, por supuesto. Había vuelto de Europa dispuesto a recuperar a la Neuras, pero ella lo había mandado a volar (tras de lo cual había anunciado oficialmente su noviazgo con el Tarzán en el club Rotario). Muy triste, el Oso se había ido a Estados Unidos a trabajar con su tío. Ya ni terminó los estudios, porque con el lío que se había armado en la ciudad no se atrevió a regresar ahí.
La mamá del Oso dijo no saber nada de ese asunto tan extraño, y qué pena me da este pobre niño, pero hasta donde yo sé ése no es mi nieto, igual no lo traigan así de allá pa’cá todo sudado, pobre escuincle, se va a deshidratar con este calor, ¿ya le dieron agua? Pues hay que darle, pero no, de la llave no, no sean brutas, no le vayan a salir amibas al niño, aquí hay agua embotellada, y límpienle la cara, que parece que lo traen así de puerco nomás para dar lástima.
La Lorena y la tía se fueron muy enfadadas y nunca volvieron a buscar al Oso. Ni lo iban a encontrar, porque aplicó para su green card y se piensa quedar del otro lado. Lorena se quedó a vivir en casa de su tía oxidada y ahora es ella la que cobra las rentas y se pelea con el plomero.
Al que le salió todo bien fue a Tarzán. Se casó con la Neuras en cuanto ella terminó la prepa, y hasta invitó a la Changa a su boda. El Oso fue invitado pero por supuesto no asistió, pues no se ha vuelto a parar por el pueblo. Nunca quiso admitir lo del asunto de la Lorena, aunque ella todavía pasea por la Revolución a su escuincle con cara de osito, pa’ que la raza tenga de qué hablar. Mas ya casi nadie habla de estos asuntos. Este calor a la larga lo seca todo.
Copyright © | Georgina Wilson González, 2005 |
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Por la misma autora | |
Fecha de publicación | Enero 2006 |
Colección | El tiempo recuperado |
Permalink | https://badosa.com/n264 |
Me encantó. Disfruté mucho de la historia. Y, sobre todo, del sabroso castellano de la autora.
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