Según el resultado de una de las últimas encuestas de The New York Herald, el sesenta y dos por ciento de la gente que vivía en una gran ciudad se consideraba normalmente una persona infeliz. Ya habían intercambiado algunas preguntas y respuestas de rigor cuando se lo dijo. Él había encendido un cigarrillo antes de asomarse a la ventana, el viento fresco le había golpeado el rostro como un paletazo de alerta. Ella se limitó a preguntarle si creía en las encuestas y él le había respondido que sí. Ella también, le dijo. Era un buen síntoma, pensó él, había decidido acatar el itinerario que había marcado esa primera ocurrencia para ahorrarse el tiempo que le tomaría buscar otro contacto (con tal de que no hubiera leído Le Monde de hacía dos días, se dijo, pero no era muy probable). Le comentó, sin mirarla, que según una encuesta realizada por Le Figaro, el setenta y seis por ciento de la gente llega a encontrar normalmente un espacio que le permita una expansión bastante correcta de la existencia. Ella le preguntó, sin virar el rostro, si era cierto. Creo que lo vi en el ejemplar del viernes de la semana pasada, le respondió él, si quisieras podrías comprobarlo. Es un por ciento bastante alto, le dijo ella. Él recogió aquella respuesta lacónica como una moneda que en sí misma no significa nada y sin embargo, la larga rutina del oficio le había enseñado que en esos casos lo mejor es seguir el rumbo de la inercia. Era mejor no mentirle (bastaba, pensó, que ella no hubiese leído Le Monde del jueves último). Recordó los resultados de otra encuesta de hacía menos de dos meses; el noventa y uno por ciento de la gente sólo sufre un tiempo asombrosamente limitado de la existencia, le dijo, y el setenta y dos por ciento logra superarlo sin problemas. Ella lo miró aspirar otra bocanada y él no se inmutó, sabía que no podría darse el lujo de errar una sola vez. Puedes encontrarlo en The New York Times del martes, le confirmó. Ella pareció recordarlo; sí, es eso, le dijo. Él se tragó un suspiro sordo de temor que le rebotó en el estómago (si lee The New York Times con frecuencia es posible que no haya leído Le Monde del siete, se dijo). Había aprendido a imitar la calma que requerían momentos como éste hasta lograr abolir de sus miembros la menor traza de impaciencia y confundir su cuerpo con una serenidad falsa y necesaria. A pesar de lo que pudiera creerse, le comentó esta vez, la mayor parte de la gente es incapaz de reconocer el momento en el que está experimentando una emoción de felicidad. Lo encontré en La Repubblica de la semana pasada pero no recuerdo el por ciento. Más del cincuenta y uno por ciento, le dijo ella. Él sonrió para sus adentros (si leía también La Repubblica en italiano, pensó, lo más probable es que no tuviera tiempo de revisar a menudo Le Monde). Algunos de los novatos que había cruzado en el oficio hubieran considerado una parte del terreno ganado a estas alturas, pero él se limitó a tomar otra bocanada de humo. Sabes, le dijo sin añadir ningún gesto, más del sesenta y cinco por ciento de las personas que viven después de un décimo piso tienen una tendencia a la nostalgia que se elimina apenas cambian de domicilio y se instalan en los niveles inferiores. No lo había escuchado, le dijo ella buscándole la mirada. Él dejó escapar con la boca un aro de humo que se diluyó inmediatamente en los remolinos del viento; The Washington Post, creo que del cinco de este mes, le respondió, y la vio virar inmediatamente la cara con un gesto brusco como si fuera a tenderle la mano. Pero él había trabajado más de dos décadas en lo mismo. Sólo después de ese tiempo se comienza a entrever algo debajo de las retinas renuentes que parecen flotar en los rostros de esos seres remotos, por eso la pregunta no lo tomó por sorpresa, la vio llegar: ¿Has leído el ejemplar de Le Monde de hace dos días?, le dijo ella mirándolo fijamente. Él le respondió sin perder tiempo: Dame la mano, le dijo, hablaremos mejor adentro. Sabes, le dijo ella sin moverse, según los resultados de una encuesta de Le Monde de hace sólo dos días, más del noventa y dos por ciento de la gente miente en las encuestas. Es posible, le dijo él, y extendió inmediatamente el brazo para agarrarla, pero sintió el vértigo de la mano extraviada en el aire y un instante después oyó el golpetazo allá abajo, y la curiosidad ciudadana que ya comenzaba a rodear con un asombro cálido el cuerpo destrozado.
Copyright © | Ariel León, 2006 |
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Fecha de publicación | Julio 2006 |
Colección | Complicidades |
Permalink | https://badosa.com/n271 |
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