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La noche sobre Europa

El ataque

Capítulo V

Livia Felce
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M-4 tank, Ft. Knox, Ky.  (LOC)

La señora Rose, nuestra vecina, vino a casa a avisarme de que me buscaban los comunistas, estudiantes como yo. Su marido le pidió que nos alertara: él era nuestro profesor en la Universidad y sabía cómo pensábamos cada uno.

—¡Tienes que escapar, y pronto! —me dijo la señora—. La artillería soviética avanza sobre el límite oriental. En poco tiempo llegarán a Belgrado. ¿Entiendes?

—Sí, sí, ya me doy cuenta del juego que estuve jugando. Y tengo que seguir jugándolo. ¡No habrá libertad para nosotros, mamá! ¡No la habrá!

Mamá nos miraba azorada, sin querer entender qué sucedía. Bob se pasaba la mano por la frente, lo vi temblar.

Como Tata estaba prisionero, fui a ver a sus amigos en busca de consejo. Y supe que varios de mis compañeros de lucha ya habían escapado. Cada nombre ausente me afirmaba en la convicción de huir yo también. Sin embargo, los más viejos creían que con esconderme en un altillo por un tiempo estaría a salvo. «Los aliados», decían, «no van a permitir que se implante un régimen comunista en nuestro país.» ¡Qué ingenuos!, pensaba yo. Qué poco conocían el marxismo. Además, ¿no escuchaban la artillería soviética que acompañaba a Tito como corolario de tanta destrucción? ¿Acaso no lo había anunciado ya Stalin? No habría libertad, no habría democracia.

Un amigo de mi padre, el ingeniero Tomislav, me dijo que un tren alemán llevaría obreros «voluntarios» para trabajar en las fábricas alemanas. Como tantos ciudadanos de los países ocupados, mano de obra barata, yo, uno más, podría colaborar con el enemigo. Si aceptaba, él lograría que me incluyeran en la lista.

—Sí, muchacho, es tu salvación, aquí te van a matar. Tengo un conocido que confecciona las listas, así que incluiré tu nombre en alguna. Mira, el tren sale el 7 de octubre, a las 18:00. Prepárate, apenas faltan dos días. Lleva sólo una valija, es suficiente.

Llegué a casa, conté el encuentro. Y mamá, como una autómata, le pidió a Milka que trajera una valija. Y comenzó a prepararla. Ella elegía las prendas, las besaba. Las ponía dobladas, como era su costumbre, y yo la miraba sin terminar de entender por qué tenía que escapar, aunque lo sabía. Lo sabía muy bien, pero no lo podía creer.

Los dos días pasaron apurados. Había llegado el momento. A medida que corrían las horas, la angustia nos cerraba el pecho. Éramos tres astillas de un mismo hueso para llorar el adiós. Nos abrazábamos sin poder separarnos.

Mamá trajo un cinturón al que le había cosido monedas de oro para que usara en las emergencias. Me lo puso y se quedó con el otro que yo llevaba. Lo guardó en un cajón, y vi en ese gesto el amor de cuidar un recuerdo...

Por fin bajamos las largas escaleras. Lentamente abrimos el portón y salimos a la calle vacía. Las siluetas de mamá, de mi hermano y de su novia Vera se recortaban a contraluz. Yo caminaba por la avenida Gran Milosh hacia la estación. Ellos me siguieron unos metros, y luego, entre las lágrimas y la distancia, apenas los distinguía mientras agitaba mi mano en el aire.

Ya en el tren, cruzando el río Sava, me ubiqué cerca de una ventanilla para ver a lo lejos mis lugares queridos: la torre de la catedral Saborna, donde fueron coronados nuestros reyes, el parque Kalemegdan, verde y dorado de otoño sobre la loma en que el río Sava se une al Danubio. Me despedía también la estatua al Vencedor, desnudo en su altura; el monumento a Francia, la mejor aliada en la guerra de 1914.

En parte las terrazas salpicaban de blanco tanto verdor. Los miradores de la vieja muralla turca se aplastaban contra la tierra como pesados toneles. Adivinaba a lo lejos mi colegio; más acá la facultad de Derecho, a la que asistí hasta la invasión nazi; el Sport Club de Remo; y, sobre la otra loma, el Palacio Real. Recorriendo las primeras luces de la ciudad, imaginé mi casa: allí quedaba mi infancia feliz, años que nutrirán con eterna savia el resto de mis días. Mi estatua al goleador en el patio de los juegos, la bicicleta que usé también para encontrar a Tata después del bombardeo alemán, la alacena llena de dulces, las flores en los balcones... Vida que compartimos los cuatro. Mi padre fue el primero en partir. Ahora yo.

Las lágrimas me enturbiaban la visión distorsionando los contornos que se fundían en una bruma blanquecina. Oscurecía en la amada ciudad blanca. Ya no pasearía por sus calles, dueño y señor de sus olores, amante del paisaje, enamorado de la blancura, la nieve, el sonido de campanillas.

Dejar el lugar propio, el país de pertenencia, es uno de los mayores dolores que se puedan padecer, y del que algunos no nos curaremos nunca. Cada uno pertenece a un lugar. Si se va, lleva consigo las raíces. Y el transplante nunca es completo, uno nunca se va solo: se va con su historia, la de su país, la de sus héroes y poetas, con la sociedad que lo formó. No hay historia individual, sino recortes sensibles de una más amplia. Uno es todo el aprendizaje, desde la primera comida hasta el momento de partir: cada diálogo de cosas sobreentendidas, historias de personajes conocidos, modos y costumbres, olores y sabores, todo lo que es una forma de vida en un momento de la historia, se carga a la espalda como una mochila. Uno es la suma de eso, de lo que nunca se va del fondo de la memoria aunque parezca no estar. Como rama desgajada de un árbol frondoso, un extranjero es siempre un extranjero. Aunque se hablara una sola lengua en toda la tierra, aunque se borraran las fronteras y un solo gobierno unificara las leyes en una cultura planetaria hasta contaminar las raíces de cada país, sin embargo mi ciudad seguiría siendo aquélla, la calle donde jugué y amé, mi calle. La pertenencia a los lugares y objetos de la infancia seguirán entramados, serán lo mío. Mi lugar donde siempre querré volver.

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Copyright ©Livia Felce, 2005
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Fecha de publicaciónDiciembre 2006
Colección RSSNarrativas globales
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