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La noche sobre Europa

Escapando

Capítulo IX

Livia Felce
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M-4 tank, Ft. Knox, Ky.  (LOC)

Nos separamos en dos grupos. Milan, Iván, Vlado, Dushan y yo nos encaminamos hacia Venecia. Los demás tomaron otro rumbo.

El padre de la novia veneciana de Milan era comandante de la resistencia en Motta di Livenza, y nos desvió hacia ese pueblo. Nos entusiasmó la idea de encontrar a alguien conocido que nos refugiara por un tiempo. Caminamos hasta el atardecer por la ruta poco transitada. A lo lejos vimos una casa rural y nos acercamos a pedir alojamiento. La buena mujer nos sonrió. Los italianos fueron muy hospitalarios durante la guerra: como todos tenían a alguien en el frente, nos veían un poco como a hijos pródigos; a nosotros, que nos habíamos convertido en desertores de la muerte. Milan nos presentó como prisioneros de guerra, fugitivos de los alemanes. Si no, ¿cómo lograr ayuda? De ese modo pudimos dormir en establos, cubrirnos con paja, comer polenta, tomar un vaso de vino. Y a seguir cruzando campos, porque los alemanes en retirada eran perseguidos por los partisanos y no queríamos caer en otra emboscada.

Llegamos a Motta di Livenza. Tocamos la campanilla de la casa. Un hombre mayor abrió la puerta.

—¿Milan? —dijo—. No puedo creer que seas tú. Creíamos que no vendrías hasta que terminara la guerra, muchacho. ¡Antonella! ¡Mira quién llegó! Vieni subito!

Ella bajó la escalera, y cuando vio a Milan se arrojó a sus brazos.

—¡Milan, qué alegría! ¡Ya no sabía cuándo te iba a ver! No te importe que llore. Todo fue tan duro, sin noticias.

—No podía escribir, allá se cerró el país. Y luego todo fue viajar hasta llegar. ¡Todo para este momento, bella Antonella!

En medio de tanta desolación, el encuentro de dos enamorados parecía algo anacrónico, una gesta de héroes de leyenda: cruzar fronteras, esquivar enemigos, sortear balas y llegar sano a ver a su dama. El andariego victorioso encuentra, por fin, a su amada.

—Vamos adentro, y... —el padre de Antonella se interrumpió, señalándonos—. ¿Son amigos?

—Sí, don Francesco —dijo Milan—, vinieron conmigo. Y, por favor —agregó—, hay que buscarles un lugar.

—Sí, ya buscaremos. Ahora, basta de dar espectáculo en la calle. ¡No ven cómo se abren las ventanas! Ah, los vecinos indiscretos...

La alegría se esparció en abrazos y nos abarcó a todos. Entramos, nos refrescamos por turno, y luego comimos lo que Antonella y su madre trajeron con prontitud. Salame, queso y pan.

Después nos alojaron en el hospital. En la vieja capilla de piedra del hospicio, el capellán ofició una misa por nosotros. Debíamos agradecer estar vivos. En la vieja iglesia de piedra enmohecida, lloré, otra vez en silencio, la distancia de mi madre y de Bob. Y de papá. Cuánto hacía que no sabía nada de ellos. La nostalgia me abatía; sin consuelo, lloraba lo amado y perdido. ¿Qué hacía yo ahí, vagabundo forzado, sobreviviendo atado a la incertidumbre? De pronto, en medio del dolor, sentí una calma, una respuesta: Dios estaba conmigo, Dios me había protegido en cada circunstancia y me seguiría protegiendo. Pero... ¿y dónde estaba Dios para los otros, los que vi caer en las montañas y valles de mi patria, o en el tren bombardeado? Quería desentrañar sus designios, su dar vuelta las vidas como guantes, tronchando algunas y cuidando otras en circunstancias agónicas. Y lo que al principio pareció un consuelo me hizo llorar por los muertos de cualquier país, por el hombre que quiere vivir en paz con sus pequeños sueños, y de pronto lo arrancan y lo tiran a las feroces máquinas de muerte. La primera máquina es cualquier ideología, atizando odios ancestrales y vomitando discursos demagógicos, hurgando en el alma de cada hombre su cuota de heroísmo para quedar tendido en un campo. La segunda es la ambición, el insaciable poder que buscan los tiranos. La guerra es un naufragio: los que sobrevivan tendrán un conocimiento que los hará distintos. Para algunos, aquellos de mirada espantada, toda cosa que vean estará teñida de miedo. Quedará muy lejos la dulzura, y la inocencia se habrá perdido. En las pesadillas, sensibles al menor roce, susceptibles de volver a doler con apenas una palabra, las cicatrices drenarán el pus de la angustia asomando bajo la piel del amor y la alegría. Y no hay cura: la memoria guarda en cada célula el registro de todo lo padecido, aun de lo que parece no recordar.

Una siniestra demencia se oculta cuando creemos vivir en paz: se están perfeccionando las más efectivas, infalibles y mortales armas. Luego, hay que usarlas. Éste es el drama. En alguna parte hay un codicioso que lo justifica.

Por eso estamos aquí, pensé.

Mis amigos terminaron la misa con los ojos enrojecidos, y creo que yo también. Luego fuimos a casa de los Ferrara, nuestros anfitriones. A pesar de la escasez y de las penurias, los italianos podían ser generosos en compartir lo que conseguían. Como en todas partes, había privilegios. Algunos disponían de más bienes que otros, algunos compraban lo que vendían los desesperados. Todo tenía un precio: al decir de alguien, menos el Papa, todo se vendía.

Como en un calidoscopio cambió el color de nuestros pensamientos. Y pudimos reír con los chistes de Iván. Se puso serio y, hablando italiano chapurreado, preguntó:

—¿Tedesco? Sí —se contestó a sí mismo, remedándome, mientras todos gritaron: ¡¡¡NO!!!!

—Cómo es posible que no sepas que «tedesco» quiere decir «alemán» —me dijo el padre de Antonella, a su vez traducido por Milan.

Ahí comenzó nuestro curso intensivo de italiano. En varios días pudimos comprenderlo y hablar un poco. Vlado, a su vez, hizo su propia imitación de cuando dirigía el campamento en Linz:

—A ver, ustedes, no tanta charla y a trabajar, ¿o son veraneantes aquí?

Era cierto, a veces hablaba así, quizá para dar la imagen a sus superiores de que tenía todo controlado.

Al terminar la cena, alegres por el vino, fuimos al hospital para dormir. Milan se quedó en la casa como huésped. Esta escena se repitió durante un mes. Hasta que una noche en que me sacaba los botines y seguíamos haciendo bromas, alguien llamó a la puerta. Fue bueno escuchar nuestro idioma, y lo recibimos con alegría.

—Buenas noches, camaradas —dijo el desconocido.

—¡Hola! —contesté—. ¡Qué sorpresa, no imaginamos a un compatriota por estos lados!

—Yo tampoco. Pero escuché nuestro idioma, y aquí estoy para ayudarlos. Tengo franco, me estoy curando de unas heridas. Y en poco tiempo regresaré a Belgrado. Mi nombre es Tomash. ¿Y el tuyo?

Cuando escuché «Belgrado» se me hizo un nudo en la garganta. Comprendí: el tal Tomash era partidario de Tito.

—Micha —mentí—. Mi nombre es Micha. —Y agregué—: Gracias, amigo, muy bueno tu ofrecimiento. Ahora descansaremos, y mañana te decimos cuándo queremos partir. Un día de sueño no nos viene mal, ¿eh, muchachos?

Iván, Vlado y Dushan sonrieron con expresión petrificada.

—De acuerdo —dijo Tomash—, mañana a la noche nos encontramos aquí y les mando un jeep para ir a la brigada. Está cerca de la frontera con Italia. Que descansen.

—Igualmente, Tomash, que te repongas.

En cuanto se fue juntamos nuestras pertenencias, que no eran muchas, y escapamos por una puerta lateral.

Tímidamente golpeamos en lo del signore Francesco. Después de la sorpresa y en plena medianoche, Milan nos acomodó en el altillo.

Él se quedó en el pueblo con su novia. Nosotros, por la mañana, caminamos hacia el sur, otra vez por los campos perfumados. De pronto y sin aviso una ráfaga de ametralladora cruzó sobre nuestras cabezas. Cuerpo a tierra, nos escondimos entre los yuyales. ¿Quiénes eran? ¿Los partisanos? ¿Los alemanes en retirada? Nunca lo supimos. Nos escondimos entre las matas y no percibimos peligro. Todo era silencio, espacio y sol.

Avanzamos. Estuvimos varios días sin comer, mordiendo algún pasto y durmiendo a la intemperie —al menos, las noches eran más tibias—. Al principio el hambre es arañazos en el vientre, hasta que el dolor se va adormeciendo y una languidez ocupa su lugar. Ante la sed insoportable, cualquier arroyo nos servía la abundancia de sus nieves derretidas. Empezaba la primavera, y el sol ablandaba los terrones para que aparecieran los brotes: otra estación en la memoria circular del tiempo.

Mientras, comenzaba la gigantesca ofensiva soviética sobre Berlín. Era abril. Abril de 1945. Dos millones y medio de hombres al ataque del último bastión del nazismo. Eisenhower, por su cuenta, sin consultar a los aliados, resolvió que los soviéticos tomaran Berlín (no era para él un objetivo importante: Hitler no se encontraría ahí, sino en Berchtesgaden). Sin embargo, debajo de la Cancillería, a ciento treinta escalones bajo el nivel del piso, un refugio fortificado como pequeña ciudadela era el escondite del Führer, ahora un viejo de pelo gris, encorvado y tembloroso que escupía espuma en momentos de furia. Días antes del fin, seguía condenando a quienes le aconsejaban un pacto o la rendición. La muerte era la única solución para esa ceguera demencial. Y todos debían morir, incluso el pueblo alemán, por no saber defender a Hitler y a Alemania. Los aliados debían encontrar tierra arrasada. Ni una fábrica ni agua ni nada que les pudiera servir para reedificar el país. El pueblo alemán no merecía vivir después de la derrota. No fue obedecido: la gente quería sobrevivir. Con todo, la población, herida y hambrienta, refugiada en los túneles del metro, murió ahogada. Por orden de Hitler se abrieron las compuertas del canal para evitar que los rusos usaran ese camino en su avance hacia el centro de Berlín. Los que escaparon a la superficie, murieron en el fuego incesante que enrojecía las calles: caían obuses y lluvias de cascotes sobre cadáveres aplastados, restos de autos, residuos de armas y edificios. Y entre tanto infierno colgaban, ahorcados, los soldados alemanes que huían de una lucha perdida. Un cartel les pendía del pecho: «Muero por cobarde». Sus compañeros los fusilaban por traidores, mientras los mensajes de Göbbels prometían la victoria. Muchos jerarcas se suicidaron, otros escaparon. Cuando los soviéticos acechaban apenas a cien metros del Führerbunker y Berlín ardía, en las primeras horas del 29 de abril Hitler se casó con Eva Braun. Los testigos fueron Göbbels y Bormann. Luego, con su secretaria, en un ambiente irrespirable por el polvo de las explosiones que se filtraba en los respiraderos, redactó dos testamentos. En el político ordenó que lo que quedara del pueblo alemán siguiera odiando a sus enemigos, los judíos. En el personal donaba sus bienes al partido; y, si no existiera, al Estado. En cuanto a sus obras de arte, fueron legadas a un museo en Linz. También pidió que sus cuerpos fueran quemados. Con parsimonia se despidió de todo el personal que lo acompañaba. Les dio veneno, que no todos tomaron. Algunos pasaron la noche bailando y bebiendo champagne. Como la última cena que se da a los condenados, disfrutaron embriagados haciendo el amor como un final latigazo de vida. Al día siguiente, después de almorzar, Hitler se suicidó con su mujer, Eva Braun. Su chofer consiguió doscientos litros de gasolina para quemarlos en el jardín; en lo que fue el jardín. Sus cenizas se confundieron con las ruinas que provocó. Así, en cenizas, terminó todo.

Afuera, los soviéticos violaban miles de mujeres y rapiñaban desde fábricas hasta bienes personales, para que en el futuro las generaciones recordaran el poder del soldado rojo. «Cierra tu corazón a la piedad», les dijeron en la arenga previa al ataque. Fue un final apocalíptico, digno de quien encendió la hoguera.

Stalin fue el verdadero beneficiado. Salió victorioso de la conferencia de Yalta cuando se enfrentó a un Roosevelt moribundo, sostenido por su médico para que resistiera las entrevistas, y después de haber sido obligado a hacer un viaje que lo agotó: Stalin, por miedo a volar, impuso que la conferencia se realizara en Crimea. Churchill también cedió, y apenas defendió a Francia; pero el resto fue aceptado: todo lo que haya sido liberado por la bandera roja será rojo, pidió Stalin. Dio falsas promesas de elecciones y democracia: palabras para contentar a los aliados. Churchill y Roosevelt se fueron conformes de la entrevista, habían registrado lo que ya estaba en los hechos. Los políticos desmemoriados cantaban la misma canción que el otro ángel exterminador.

Por fin, al llegar a Treviso, nos alojamos en una quinta. Pudimos lavarnos después de tanta tierra y transpiración; con la ropa pegada a la piel, parecíamos mendigos. Además comimos jamón, salame, queso. En la vida errante, el festín se alternaba con el ayuno, el hambre con la gula, el miedo con la protección en algún granero, la tierra oscura y fría de la noche con un lecho de paja o lana. Dormir bien nos fortalecía para continuar.

El próximo destino era Mestre. Por la ruta que habíamos retomado, siempre hacia el sur, un puente roto nos cortaba el paso; los maderos colgaban lánguidos en cada ribera.

Me senté a ver discurrir el agua. Y pensé cómo el arroyo trae la enseñanza del canto. El arrullo líquido mueve el silencio. La desmesura de la creciente arrasa como un guerrero y confunde la tierra, anegando los campos convertidos en charcos y estanques morosos. En verano ocupará su acostumbrado caudal, atará un ciclo con otro en la bisagra de las estaciones, obediente al llamado de la naturaleza.

Me incorporé. Buscamos el paso más angosto y cruzamos con las botas al hombro. Al llegar a la mitad del arroyo, ya no sentíamos los pies: el agua bajaba helada de la montaña. Iván empezó a cantar. Su voz invitaba a la vida, a forzarnos a seguir. Llegamos a la otra orilla chapoteando en los bordes tranquilos de los pastos, y acampamos bajo unos árboles. Comenzamos a masajearnos los pies hasta sentirlos vivos de nuevo. Ellos eran nuestra salvación. Gracias a ellos hicimos gran parte del camino. Y ahora estaban heridos, castigados. Los curamos con lo poco que teníamos: unas vendas, algo de crema. Descansamos apoyándolos sobre el tronco de los árboles. Con una fuerza sanadora que parecía brotar de la tierra misma, se entibiaron poco a poco. Y luego volvieron a andar, a llevarnos en el destierro por esa tierra de mil caminos sin más brújula que el instinto de optar por alguno.

En Mestre, como en todos los pueblos, trabajaban los viejos y las mujeres. Desde el sendero nos atrajo el aroma de una panadería. ¡Bienvenidos pasteles y panes! Y corrimos a comprar. Comimos hasta hartarnos y llevamos para el viaje. Por fin, apareció el ómnibus que nos transportaría a Venecia. Dormimos los cuatro, sirviéndonos de almohada uno al otro, enmadejados de brazos y cansancio, de sueños perdidos, de destinos por estrenar.

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Fecha de publicaciónAbril 2007
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