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La noche sobre Europa

Escapando

Capítulo X

Livia Felce
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M-4 tank, Ft. Knox, Ky.  (LOC)

Llegamos en la víspera del gran día. Caminar por Venecia fue un deslumbramiento. Otro mundo.

No se veían alemanes sino soldados aliados: ingleses, norteamericanos, franceses, polacos, australianos y hasta brasileños en continuo movimiento de jeeps y camiones. El resto, canales de agua y puentecitos, lanchas y góndolas. Tropas y civiles por doquier. Encontramos un albergue y pagué para los cuatro. Por suerte nunca me había quitado el cinturón de encima; si no, se hubiera ido con mi maleta, cuando los camiones alemanes abandonaron Pordenone. Tuvimos camas después de dormir en tanto establo, zanja o campo desnudo. Al día siguiente ya hacía calor, y en la Plaza San Marcos compré unas sandalias y un short para dejar a un lado el pesado y sucio equipo que había llevado por meses. La plaza parecía una feria, se podía comprar cualquier cosa: desde uniformes hasta los codiciados cigarrillos americanos.

Al entrar a San Marcos, nos envolvió la luz sobre las cúpulas doradas. Parecía que el sol brillara adentro, en esa mañana luminosa, modificando las agrisadas y graves columnas. Como si el cielo se nos acercara tanto que pudiéramos tocarlo. De pronto se rompió esa beatitud: las sirenas comenzaron a hender el aire calmo de la oración. Las campanas se soltaron llamando, anunciando la gran noticia. Salimos, corridos por un bullicio creciente de gente que gritaba, cantaba y se abrazaba. Campanas, bocinas, todo se sumaba a esa alegría que estalló en una fiesta pública. Se había firmado el armisticio, era el 8 de mayo de 1945. Saltamos y nos abrazamos nosotros también. De los cafés brotaba la música y todos bailaban en la plaza. Bailábamos. Habíamos sobrevivido y olvidamos, por un tiempo, que en el Pacífico la guerra continuaba desde el ataque a Pearl Harbor, que en un costado de la tierra la muerte seguía cosechando víctimas, muchachos nuevos.

En la madrugada el general Jodl había firmado en Reims la capitulación de una Alemania ya vencida y humeante. Pero las ambiciones de Stalin, de pasar a la historia como el vencedor del centro del nazismo, forzaron otra capitulación el 9 de mayo. Y en Berlín. El aliado soviético empezaba a mostrar las garras.

En Europa volvía a salir el sol sobre un gran cementerio: ciudades en su esqueleto, refugiados hambrientos, seres perdidos en su soledad, locos que no podían salir del pánico. Como una gran torre de Babel, todos mezclados arañando un espacio.

Nosotros también, recién nacidos a la libertad, no sabíamos qué hacer: empezaba, seguramente, una vida más calma... pero la habíamos añorado tanto, que nos resultaba demasiado lejana. Tal vez estábamos más desorientados que antes, cuando la meta era huir.

Después de la amenaza, ahora nos dejábamos llevar como barquitos de papel en una acequia, y disfrutamos paseando en góndola, haciendo un poco de turismo. Un día tomamos un vapor y llegamos al Lido, en mar abierto. Un horizonte más vasto que el estrecho de las calles y los cielos recortados. Buscábamos una señal que tal vez nos dijera hacia dónde caminar en ese páramo amortajado en que se había convertido Europa. Nos tendimos sobre la playa como animales confiados. De pronto nos dimos cuenta de que ya no teníamos miedo, y la alegría brotó en juegos: con una camisa hicimos una pelota que nos tiramos entre saltos y corridas. Y gritamos al aire, al mar, para escucharnos vivos y yacer otra vez sobre la arena, cansados y felices. Habíamos sobrevivido. Ésa era nuestra victoria.

De regreso al albergue, Iván se dedicó a enamorar a la hija de don Pietro, el dueño. Con sus dulces y tímidos veinte años, Anna era la presa adecuada para este muchacho simpático con ganas de seducir. Iván, decidido a sacar ventaja de cualquier situación, comenzó a endulzar el oído casto de la suave veneciana. Usaba ese italiano chapurreado que había aprendido en el largo camino desde que tocamos Trieste y Motta di Livenza. Suponíamos que Anna era una de esas pocas muchachas inocentes que aún la guerra no había destruido con la miseria y la prostitución. Su padre, un hombre que tenía un defecto en una pierna, no había participado en la lucha armada, y así pudo protegerla de las penurias que sufrió la población de mujeres sin hombres. Para ella, el amor se mostraba en el rostro de un extranjero desenvuelto... y muy mentiroso. Para nosotros, Anna representaba invitaciones a comer, ahorro de liras. Pero eso ya no nos bastaba, pues habíamos tocado fondo. Entonces, Iván, siempre hábil para conseguir dinero, fue a ver a un obispo.

—Excelencia —dijo, inclinando la cabeza. Y en lugar de besar el anillo según la costumbre católica, sólo se hizo la señal de la cruz. Pero a la manera ortodoxa, al revés de los católicos romanos—. Necesitamos su ayuda, Monseñor.

—¿Son católicos?

—Somos cristianos, rezamos todos los días. Y estamos muy mal. Siempre escapando, no podemos encontrar albergue sin pagar. Tito nos corrió, no pudimos estudiar nuestras carreras. ¿Y dónde hay trabajo para estudiantes extranjeros? Le juro que siempre rezamos, vamos a misa. Y tal vez usted sea parte del milagro que pedimos.

El obispo se quedó mirándolo, pensativo. Después dijo:

—Habla bastante bien para ser... ¿de dónde?

—De Yugoslavia.

—¿Croata?

Iván calló por un momento.

—Todos —dijo por fin— somos muy devotos.

El obispo buscó entre las vestiduras púrpuras y sacó unas liras.

—Está claro que ustedes son eslavos ortodoxos —dijo, sonriente—, pero ahora somos todos hermanos.

—Gracias, Monseñor.

—De nada, muchacho. Que Dios te acompañe.

Iván logró una ayuda para nuestra subsistencia. Nada de lo que había dicho era falso, sólo que él sabía cómo teatralizar una situación, enternecer, esconder alguna verdad. Era un seductor capaz de convencer: pícaro, ingenioso, a veces quedaba atrapado en las redes que él mismo tejía.

Casi un mes de romance con Anna logró que el padre, complaciente y bonachón, aprobara la boda.

En una cálida noche de verano se celebró el compromiso. Anna, feliz, estrenó un vestido rosa, y un moño le caía sobre la espalda desde el cabello oscuro. A Iván lo vestimos entre todos, juntando prendas acordes con la ocasión. El problema era el anillo, pero él lo solucionó comprando uno de fantasía que con las luces nocturnas no delataba su humilde linaje.

Bajamos al salón iluminado por una gran araña. Algún esplendor del pasado renacía esa noche. La larga mesa blanca abundaba en comidas que hacía tiempo no veíamos, mientras la música de Glenn Miller alegraba desde el tocadiscos y el vino chispeaba en las copas y en los corazones.

Todos se habían vestido con lo mejor que tenían. La ostentación variaba desde el viejo traje ajustado, hasta el que holgaba por la delgadez.

Esa noche Iván mostraba otro semblante. Estaba nervioso. La mentira había llegado demasiado lejos. Aunque no lo había querido, debía herir a Anna o quedar atrapado. Ella le había insistido:

—¿Por qué no nos casamos? Así tendrás dónde vivir. Aquí sobra espacio para formar una nueva familia. Cuando todo se restablezca, mi padre te va a conseguir trabajo.

—Anna —contestaba él—, no nos conocemos. Tal vez sea apresurado. Podemos equivocarnos. No quiero herirte porque me gusta tu presencia, tu modo de ser. Pero, casarnos...

—¿Qué importa el tiempo? Me dijeron que en Estados Unidos la gente se casa enseguida. Que no hay noviazgos largos, como antes. La guerra cambió todo.

—Sí, la guerra cambió todo, es cierto. También sé de prisioneros que se casaron con alemanas al ser liberados, porque ellas eran viudas y ellos no tenían adónde ir. Pero el matrimonio es algo más que la vivienda segura, Anna.

—Por supuesto, Iván, pero me dijiste que te habías enamorado de mí. Y bueno, yo hablé con mi padre. Él está de acuerdo. Ya verás la fiesta que nos prepara.

Y ahí estaban, en la fiesta.

Iván, angustiado. Ella, buscándolo con los ojos, sonriéndole.

Hasta que don Pietro dijo:

—Querida familia, amigos, hoy nos reunimos para celebrar el compromiso de Anna y este muchacho extranjero, que viene de lejos, que pasó penurias. Pero aquí lo vamos a ayudar. A los dos los separa la experiencia: mi hija no salió de casa, mientras que él viajaba sobre municiones con tal de huir. Brindemos para que los una el amor.

Todos levantamos la copa. Todos menos él, menos Iván, quien miraba a Anna como por primera vez.

Tuve que pellizcarlo para que alzara su copa. Anna pensaría que lo había embelesado. Pero yo sabía la verdad: más que embelesado por la belleza de su novia, Iván estaba atónito por la fealdad de sus mentiras.

Como un ritual comenzó el baile. Él se escurría de los tiernos brazos y se acercaba a nosotros a decirnos: «Vamos, vamos ya.» Quería escapar, pero lo contuvimos. Huiríamos todos juntos, cuando la fiesta terminase y la gente, algo embriagada, se fuera a dormir.

La fiesta se fue apagando como una vela. Los invitados partieron alegres y soñolientos, y nosotros fuimos al cuarto a preparar nuestras cosas.

—Iván —le dije—, ¿te parece justo?

—¿Y qué puedo hacer? ¿Casarme sin amor?

—Pero —dijo Dushan—, ¿por qué le dijiste que la amabas?

—Pensé que así tendríamos más beneficios, más comida.

Vlado hizo un gesto de desaprobación.

—De todos modos —dijo— tendrías que quedarte y aclarar todo.

—Sí —dije—, yo estoy de acuerdo. Tendrías que quedarte, y con el tiempo hacer que las cosas cambien. No es justo que la dejes así. Es una buena chica. Seguro que es virgen.

—¡Cómo me piden que venda mi libertad por un plato de comida!

—No seas teatral, Iván —dije—. No significa vender tu libertad, significa ser menos cruel.

—Ojalá se hubiera enamorado de mí —dijo Dushan.

—¡No me hagas reír! —Iván le sacudió una fuerte palmada en la espalda—. Mírate el físico, si eres flaco como una sardina.

—No es cuestión de físico. Es cuestión de ser honesto.

—Muchachos —dijo Vlado—, hay que decidirse ya. Yo voto porque se quede Iván y nos vayamos nosotros tres. Él vendrá más adelante, cuando la haya convencido a ella de que no les conviene casarse.

—No —dijo Iván—, mejor nos vamos juntos. Le voy a escribir una carta disculpándome. No quiero quedarme solo en Venecia. ¿Qué voy a hacer aquí?

—Está bien, escribe una carta sincera.

Buscó un papel y redactó una despedida lo mejor que pudo —un poco en italiano y otro poco en francés—. Sería dolorosa para ella, pero al menos no escaparía como un ladrón. Puso la carta sobre una mesita.

Tomamos los bolsos y bajamos la escalera con cautelosa suavidad. Sabíamos que no cerraban la puerta con llave. Caminamos en silencio. Otra vez a la intemperie.

Pensé que no podríamos volver a nuestro país, ocupado por los comunistas. Y quedarnos en Venecia sería aislarnos: salvo a Anna, no conocíamos a nadie. Teníamos que seguir viajando. Dejando atrás los puentes, llegamos a una plaza y esperamos a que saliera un camión aliado rumbo a Milán. Nos subimos y hubo que hacer transbordo en Monfalcone y luego en Mantua. Ninguno iba en forma directa, pero los camiones aliados eran el único medio de transporte del norte al sur de Italia. ¡Qué alivio cuando nos pusimos en marcha! Sobre todo Iván. Lo noté renovado, libre, y no era para menos: él mismo se había puesto el dogal, él mismo acababa de quitárselo. Y reconozco que yo también estaba en paz: ya no sentía la carga de esa molicie encubridora.

Llegamos de noche a una Milán en tinieblas. Donde nos dejó el camión, en una plaza, ahí mismo tendimos las mantas. En la mañana nos despertó la voz de un policía desalojándonos.

Y entonces nos enteramos de todo lo que había sucedido.

Cerca del lugar, en el Piazzale Loreto, hasta hacía pocos días habían colgado de los pies los cuerpos de Mussolini y de Clara Petacci.

El amo de Italia conoció la traición y la soledad, aquella noche tormentosa en que trataba de reunir a sus seguidores —apenas quedaban doce— en Valtelina. No quería caer prisionero, antes prefería una muerte heroica peleando. «He jugado, he perdido, abandonaré la vida sin odio y sin orgullo.» Clara lo amaba desde los catorce años, y se obstinó en acompañarlo hasta el final. Los alemanes, en retirada, lo acogieron en un convoy cerca del Lago di Como para esconderlo y llegar a un acuerdo con el Comité de Liberación. Pero el plan fracasó al ser denunciado por Nicola Bombacci, uno de sus ministros. Y entonces un partisano que hacía la requisa lo descubrió entre los soldados alemanes, medio dormido y con la metralleta entre las rodillas, cuando el convoy estaba por dejar la Piazza de Dongo. Ahí los partisanos fusilaron a varios fascistas. Los jefes locales avisaron a Milán que ya lo habían capturado, deseando que les quitasen esa responsabilidad, temblando por la seguridad del prisionero. Ya arrestado, lo trasladaron con la cabeza vendada para que nadie lo reconociera. La noche lluviosa y fría enturbiaba el camino y la vista al lago. Sin embargo un coche se acercó al suyo. Clara descendió después de rogar a los partisanos que la dejaran estar con él. Mussolini fue arrestado en nombre del Comité de Liberación, por la 52 Brigada Garibaldi, el 27 de abril, y transportado a una granja de campesinos a pasar la noche. La última de sus vidas. Días antes había estado deshaciéndose de papeles y documentos desde una barca en el Lago di Garda. Antes de dormir, habrán pasado por su mente las imágenes de los que condenó a morir a «hierro y sangre». Esa noche le habían arrancado la máscara, sus delirios imperiales, mientras Clara lloraba a su lado.

Por la mañana llegó el «coronel» Valerio. No era militar, sino jefe de una célula, encomendado por la sección comunista del Comité para cumplir con su misión. Ella todavía estaba en la cama, y le pidió que esperara a que se pusiera su ropa interior. Valerio obligó al conductor de un auto a llevarlos por la ruta a Como, en donde ya refulgían las bengalas norteamericanas. Tenía prisa: los vencedores lo querían vivo, y el Comité de Liberación buscaba juzgarlo en Roma. Hizo detener el auto en una curva de la ruta, frente al portón solitario de una villa. Valerio disparó, y Clara, que se adelantó para cubrir al Duce, cayó muerta. Finalmente lo ejecutó, todo según dos testigos.

Los llevaron a Milán. Más tarde, una semana antes de nuestra llegada a la ciudad, sus cuerpos serían golpeados con la furia impotente del desencanto: la devoción popular se tornó venganza, como si morir sólo una vez hubiera sido poco castigo para el Duce. El pueblo italiano escupía lo que había amado.

Después de ser echados de la plaza, buscamos un albergue. Pero caímos en la cuenta de que, juntando todo lo que teníamos, no podíamos pagar para los cuatro.

Seguimos caminando, desalentados. Pronto llegamos a una casa algo apartada, acaso una pensión. Era vieja como todas, pero tenía algo diferente que no podíamos precisar. Nos recibió quien parecía ser el dueño, un cincuentón afeminado que se puso a gritar de alegría.

—Muchachos, belli ragazzi! —nos dijo, alborozado—. Me llamo Antonio, vieni! Pasen, estaba necesitando unos muchachos como ustedes.

Nos miramos sin entender. El que pescó al vuelo a qué se refería fue Iván, siempre tan despierto.

Fare l’amore —repetía el tal Antonio, sin parar.

—Hacer el amor —aclaraba Iván, para que fuésemos poniendo las barbas en remojo.

Antonio fue directamente al grano: él nos daría de comer durante unos días, a cambio de lo que consideraba un piccolo lavoro. Debíamos atender a ciertas clientas suyas.

Nos miramos incrédulos.

Sin embargo, Iván insistió en lo conveniente del trato: comida a cambio de hacer el amor. Por el momento, no había otra opción que el hambre. Aceptamos, pero Antonio se fijó en Dushan. Lo estudió de arriba abajo, poco faltó para que le examinase la dentadura.

—Éste es molto smilzo —dijo, apenado—. Tan flaco no me sirve. Ustedes tres tienen buenos músculos —agregó, refiriéndose a Vlado, a Iván y a mí—, pero éste... —y meneó la cabeza con desaprobación.

Los tres elegidos, los tres bellos según Antonio, nos solidarizamos con Dushan:

—Él tiene derecho a permanecer con nosotros —dije—, porque juntos hemos llegado hasta aquí.

—Es flaco —dijo Vlado—, es cierto. No es deportista, y además siempre estaba curándose de algo. Pero, a pesar de todo, es un experto en sobrevivir. Le será útil, signore Antonio.

Pero el rufián no quería convencerse.

Dushan amagó despedirse. Los tres lo tomamos de un brazo y lo retuvimos, mientras pedíamos a Antonio que le asignara otra tarea.

Por fin lo meditó un poco y dijo:

—Vas a lavar la cocina y los baños en lugar de Mariella, que la voy a poner en un cuarto —y se dio vuelta, dando por terminada la discusión y haciéndonos señas de que lo siguiéramos.

Antonio nos mostró la casa. A cada paso se nos cruzaban mujeres que en pleno día iban maquilladas como para una función de teatro. Noté que todas lucían medias americanas, las preciadas prendas que dejaban los soldados.

Nos bañamos por turno en la única bañera que había en toda la casa. Luego nos dieron de comer. Mariella se ocupó de nosotros. Después de tanto viaje dormimos la siesta para estar listos para nuestro trabajo.

Nos ubicó en habitaciones separadas que daban a un hall en el primer piso, mientras que las mujeres «trabajaban» en la planta baja. La penumbra de la escalera y de los pasillos hacía irreconocible a quien ambulara por ahí, excepto a don Antonio —le habíamos agregado el «don» después de escuchar a las chicas llamarlo así—. Usaba un saco casi blanco para resaltar su presencia y custodia. Acompañaba a cada cliente hasta la puerta del cuarto que el visitante elegía. Era una especie de deidad enlazando destinos, provocando encuentros y adioses, repartiendo momentos de olvido o sórdida alegría.

La primera semana hicimos el amor apenas por un plato de comida: casi todo el dinero de las clientas iba al bolsillo de don Antonio. Eran, en general, algo maduras para nuestra edad.

Un día apareció una muchacha con un pañuelo atado bajo el mentón, al estilo de las campesinas. Tenía la mirada triste, las manos apretadas sobre el vientre y el cuerpo temeroso, curvado como un cuenco. Cuando don Antonio la hizo entrar al cuarto y nos dejó solos, me acerqué a ella. No quiso sentarse en el borde de la cama, sino en una silla. Continuó así hasta que le desaté el pañuelo. Apareció una melena revuelta y agreste, sostenida con una cinta oscura, como de duelo. Era muy joven para estar ahí. Era, también, muy bonita.

—¿Por qué vino?

—Necesito... necesito que alguien me abrace —dijo con dificultad—, que alguien me acaricie —y levantó recién la vista hacia mí—. Porque creo que voy a volverme loca. Hace dos años que llamaron a mi esposo, y no sé nada de él. Ni una carta. ¡Y ya debería regresar! Quiero sentir que está vivo... aunque sea con otro. Necesito que un hombre me bese... como si fuera él.

—¿Y por qué un extranjero y no un italiano?

—Porque después quedaría deshonrada, todo el pueblo me señalaría. Nadie sabe que vine a Milán. Ésta es una ciudad grande y cualquiera se pierde. Acá no nos conocemos: yo no sé quién es usted ni usted sabe de dónde vengo —se miró las manos—. Me llamo Rosetta —dijo.

Después del esfuerzo que le costó hablar se quedó en silencio. Comprendí su angustia. Y lentamente tomé sus manos, besé sus dedos ásperos y temblorosos. Me rechazaba por momentos, y por momentos me abrazaba, quería escapar. Y, cuando la soltaba, era ella quien se acurrucaba en mi pecho. Como una paloma arrullada, lentamente se aflojó, hasta que ahogó el quejido de su nostalgia. Volvió la cabeza hacia un costado, y sentí sus lágrimas en mi rostro.

En silencio volvió a ponerse el pañuelo en la cabeza, a esconder su vibrante cabellera en la sombra. Distendida, aunque no alegre, su gesto ya no tenía la rigidez del comienzo.

—¿Estás bien, Rosetta?

—Sí.

—¿Te besé como tu marido? —dije casi sin querer, y sentí un extraño malestar, un aire apenado me subió por el pecho. Como si ella me hubiera dejado su dolor a cambio.

—No —hizo una pausa—, cada hombre es diferente —lo dijo como si acabara de descubrirlo—. Pero me ayudaste. Me siento mejor.

—Seguro que él volverá.

—Puede ser —sonrió por primera vez—. Ciao.

Salió casi en puntas de pie, tal vez para que ni se notara su presencia.

De un cuarto de la planta baja salían voces airadas, la música que don Antonio había puesto en el hall no alcanzaba a taparlas. No era la primera vez que alguna de las chicas tenía problemas con un cliente. Se abrió una puerta, y el hombre que salió a medio vestir recibió una toalla en la cabeza junto con los gritos de ella:

Io sono una puttana, ma non sono una schiava!

Cerró de un portazo. Por lo visto, para todos era difícil ganar el pan de cada día.

Cerré. Me lavé la cara como para borrar algo de lo que estaba haciendo. Tuve vergüenza, por primera vez supe lo que es bajar la cabeza: mirarme y sentirme mal. Pensé que luego Dushan, reducido a la servidumbre, se llevaría la jofaina.

Salí a la calle a esperar a los muchachos. Al aire libre respiré hondo. Sentí que recuperaba algo de mí.

Sentado bajo un árbol, a su sombra respiraba un aire más limpio que el que había en la casa. Yo no quería continuar ese comercio que me humillaba. Una arcada permanente en el estómago casi no me dejaba comer.

Una tarde, don Antonio nos había dicho en qué café se reunían los inmigrantes yugoslavos. Y hacia allí nos encaminamos en silencio. Como siempre, fuimos con expectativas. Pero acentuadas: nuestra cordura titubeaba en riesgoso equilibrio, tocaba fondo. Mal, yo me sentía muy mal.

—Yo ya no puedo ni comer —dijo de pronto Vlado.

—Reconozco —dijo Iván— que no es tan fácil la tarea que encaramos.

Dushan era de la misma opinión:

—¡Estoy harto de limpiar ollas y letrinas!

—A no desesperar, muchachos. Yo tampoco puedo continuar —dije—, pero tengo una buena corazonada.

Era habitual que, en el país que fuese, en puntos señalados uno se encontrara con algún compatriota amigo. Efectivamente, en el bar me topé con un viejo conocido de Belgrado, sentado a una mesa.

—¡Ficha! —dije, y corrí a saludarlo. Ver un rostro familiar me anclaba a la vida, me acercaba al país, me limpiaba del presente.

Hacía tiempo que Ficha vivía en Milán. Lo enteramos de nuestra situación, de nuestros dos meses en agonía. Quedó pensativo.

—Los llevaré a mi cuarto de pensión —dijo, resuelto.

Y así fue. El nuevo amigo hizo que en esa pequeña habitación agregaran camas para nosotros.

Entonces fuimos a recoger pertenencias y a despedirnos de don Antonio: el cautiverio estaba por terminar.

—Lo lamentamos, don Antonio —comenzó Vlado—, pero tenemos que irnos.

Y le explicamos cómo nos sentíamos. Nos miraba escéptico, moviendo la cabeza.

—¿Y así me agradecen —dijo por fin— la comida, el techo y el trabajo?

—De eso se trata, don Antonio —le dije—. Nos sentimos mal. No estamos acostumbrados a hacer esto por dinero.

—¡Claro, son muy finos los señoritos! ¡Pero bien que se llevan unas cuantas liras gracias a este trabajo! Hagan como quieran. Ya conseguiré otros: la guerra dejó muchos hambrientos. Tal vez no tan educados como ustedes, aunque a las mujeres les gustan los hombres como Vlado, fuerte, vigoroso —de pronto se quedó en silencio, movió la cabeza como quien empieza a comprender algo—. ¿Sabes, Gastón? —dijo, sin mirarme, y me di cuenta de que su tono ya no era sarcástico—. ¿Sabés por qué te envié a la muchacha tímida que dijo llamarse Rosetta? Porque pensé que entre todos eras el más educado, y que serías respetuoso de sus sentimientos. No me equivoqué: ella al salir me agradeció tu paciencia.

—Gracias, don Antonio. Y no se enoje —agregué—: lo nuestro no es ingratitud. Simplemente no podemos continuar. Y no queremos perjudicarlo tampoco.

Va bene. Pero... ¿no pensaron que a mis chicas tampoco les gusta acostarse con cualquier desconocido? ¿No escucharon el otro día a una que le tiró una toalla a su cliente? Claro, él le pedía cosas que para ella eran indignas. Y yo la comprendo. No les exijo que hagan todo lo que les pide el cliente. Cada uno tiene su orgullo. Éste es un trabajo difícil. Hay que complacer sin caer en la aberración.

—No habíamos pensado en eso, y es cierto: a veces las mujeres mayores vienen con fantasías que no podemos colmar.

—Muchachos, ustedes son muy jóvenes. Yo en cambio tengo hecho mucho camino. Ahora, váyanse. Ya golpearán en otra puerta. Que tengan suerte.

Y salimos. Con alivio, pero también con cierta incomodidad. El futuro era tan incierto, que por un rato no hablamos del tema.

Llegamos a la pensión en donde estaba Ficha esperándonos. Ahí recuperamos el ánimo: ya se iban borrando don Antonio y sus pasillos oscurecidos y sus mujeres pintarrajeadas andando en batones de una puerta a otra. Nos fuimos rehaciendo, recomponiendo nuestro ser deshilachado. Y no volvimos a mencionar el tema, tratamos de olvidar esa experiencia. ¡Olvidar! ¡Qué difícil es! Pero con Ficha se abría una nueva puerta. Nos distrajo llevándonos a conocer el Duomo o a pasear en los lagos artificiales. De a poco se diluyeron muestras liras, y él comenzó a ayudarnos para comer. Su «trabajo» era jugar al póquer. Siempre ganaba. Así nos sostuvo varios meses.

Iván, inquieto como siempre, fue a ver al cónsul de Suiza para pedirle una contribución económica. Por supuesto, ya había aprendido a contar con fluidez nuestras desventuras de expatriados. También le habló de mi relación con el rey Pedro, a quien tenía interés en volver a ver. El cónsul sugirió viajar a Lago di Como y entrevistar a su par local.

De manera que, siguiendo esos planes, un día partimos. Lo hicimos en un tren que me llamó la atención: ya tenía los vidrios restaurados. ¡Los coches estaban enteros!

—Desde el primer día —dije, ilusionado—, se está trabajado en reparar esta demolición.

—¿Demolición? —preguntó Vlado.

—Europa. Hablo de Europa.

—Además —dijo Dushan—, ahora podemos viajar sin temor a los bombardeos.

Arribamos. Sobre el Lago las montañas se miraban envejecer lentamente. La belleza del lugar aquietó nuestras voces y, conmovido, agradecí lo que veía. En silencio respiramos nuestra pequeñez, nuestra taciturna miseria de ser hombres que escapan y no encuentran un lugar.

Caminamos unas cuadras buscando el consulado, contemplando de vez en cuando el paisaje, que nos infundía cierto valor: siempre la Naturaleza es dadora de asombro y fuerza.

En un caserón custodiado, y luego de mostrar los pases, me entrevisté con el cónsul suizo: hombre de modales elegantes, con esa expresión cordial y lejana de los diplomáticos que parecen solucionarlo todo. Escuchó mi relato, y al momento envió un telegrama al rey Pedro dándole una dirección en Roma, la residencia de un amigo suyo.

—Si usted puede llegar a esta casa —me dijo—, el rey le escribirá allí y reanudarán el contacto.

Salí de la entrevista con la esperanza de que solucionaría mi residencia futura, de que sabría dónde ubicarme y proseguir mi vida.

Pero los meses pasaban, nada se resolvía. Dábamos las mismas vueltas sin encontrar trabajo.

Ficha nos dijo que se iba a Roma.

—Allí funciona la Yugoslav Welfare Society —dijo—, una sociedad que auxilia a los refugiados de nuestro país.

Nos acoplamos a su idea, y nuevamente partimos en un camión aliado que iba en dirección a Forli, en el corazón de Italia. ¿Cómo conseguir alguno que fuera hasta Roma? Alguien nos indicó que nos presentáramos en un campamento del ejército polaco, fuera de la ciudad. Caminamos unos kilómetros y encontramos un departamento de transporte dirigido por una mujer, y también eran mujeres polacas las conductoras de los camiones.

La comandante nos recibió con efusión al saber que habíamos luchado en la resistencia de Mihailovich. Era la primera vez que alguien valoraba ese frente de lucha, y como homenaje nos sentó a su derecha en el almuerzo.

—¡Mujeres polacas, atención! —se dirigió a sus compañeras en francés, para que todos pudiéramos entender—. No estuvimos solas en la lucha contra los dos nefastos terrorismos. Estos cinco muchachos pelearon en el frente de Mihailovich. Sobrevivieron porque no se quedaron a esperar a Tito. Ya sabemos lo que empezó a hacer en su país, lo mismo que seguirá haciendo Stalin en el nuestro. Cerrojos para las bocas. Pero no podrán con el pensamiento, a menos que la nueva generación sea adoctrinada desde la cuna. Nuestras historias se parecen: siempre fuimos la presa codiciada del vecino más poderoso. Roguemos porque esta historia repetida dure poco. ¡Salud, hermanos!

Después de brindar, agradecí la hospitalidad de estas mujeres. Ellas habían alabado nuestra temeridad, y yo hice lo mismo con el valor de sus hombres: arriesgados pilotos de la aviación inglesa que ayudaron a la liberación de Europa en la batalla de Montecasino.

Según lo prometido, partimos al día siguiente en un camión polaco conducido por dos mujeres de mediana edad. Con ellas nos entendíamos con alguna palabra eslava que teníamos en común y por gestos. No hablaban francés como la comandante. Cuando habíamos andado unos cien kilómetros, el camión se detuvo. Bajamos a empujarlo, revisamos, sin entender qué era lo que fallaba. Y por fin tomamos una determinación. Las mujeres y Vlado, por ser el más corpulento y forzudo, esperarían a que pasara algún transporte en dirección contraria para que avisara del desperfecto. Dushan, Iván, Ficha y yo estábamos otra vez en la ruta con la esperanza de encontrar otro camión que nos acercara hacia el sur. Hacía rato que había pasado el mediodía por muestras tripas hambrientas, cuando vimos en el campo a unos trabajadores. Nos encaminamos hacia ellos.

Desde lejos distinguí el perfil y la cabeza enrulada de una mujer muy parecida a la muchacha que extrañaba al marido, la que un día había ido a la pensión de don Antonio. ¡Rosetta!, así se llamaba. ¿Sería ella?

Noté que su paso lento y el cuerpo echado hacia atrás delataban un embarazo.

Nos acercamos, y a unos metros nos miramos ella y yo.

¿Acaso...?

—¡Forasteros! —dijo enseguida como si diese un alerta.

Salieron viejos y chicos a cercarla como una empalizada. Ficha les explicó la situación y nos presentó. Todos nos miraban recelosos, y sin embargo nos señalaron el granero para descansar.

Fuimos hacia allí.

Cuando llegamos al granero, descubrimos que apenas se trataba de un poco de heno chamuscado.

—Un recuerdo de la retirada de los alemanes —explicó una anciana—. Además nos obligaron a darles comida y albergue.

Tedeschi maledetti! —vociferaba el que parecía ser su marido—. ¡Lo que han hecho, lo que han hecho! ¡Violaron a las mujeres!

Cauteloso, yo me mantenía en silencio. Sólo pensaba si la chica de cabellos enrulados no sería la tímida Rosetta. Rosetta, la muchacha en busca de ternura, en busca de su hombre ausente.

La distancia que nos separaba aumentaba mis dudas. Sentía que algo me impedía acercarme. De lejos traté de indagar en sus ojos para encontrar algún indicio... Pero no: ella miraba con dureza lo que hacía.

—María —le dijo alguien—, trae comida a los forasteros.

—No puedo —se oyó la voz desde la galería—. Estoy con los críos.

La abuela de la familia nos trajo polenta —que comimos de una cacerola compartiendo la misma cuchara— y un poco de vino: lo volcábamos sobre nuestras gargantas desde el botellón. En cuanto la cabeza tocó el piso acolchado de heno, el vino ayudó a los párpados a cerrarse. Dormimos hasta el amanecer, cuando nos apuraron las palmas y los gritos del abuelo:

—¡Vamos, arriba, que ya salió el sol y deben partir!

Dejamos la granja con un trozo de pan en la mano, mientras María —o Rosetta, quién sabe— daba de comer a las gallinas y los chicos sacaban agua del molino.

Yo la miraba: su recuerdo me entristecía, y también su presencia. Ella atendía a las gallinas sin volver la espalda. El viejo arreglaba la cerca con cara triste mientras nos despedía:

Ciao, bambini. Cuidado con los tedeschi.

Nuestras manos quedaron en alto para saludarlo y agradecerle.

Suponíamos al camión polaco y a Vlado ya en camino hacia Roma, adelantándonos. Nosotros, en la ruta, éramos como un símbolo del destino, al igual que millones de personas desparramadas por los caminos en forzosa peregrinación.

Era la tarde. Un camión, también conducido por mujeres polacas, se detuvo ante nuestras señas.

Subimos sobre bolsas y cajones para la última parte de nuestro viaje. Pasamos por Rimini, Ancona. Bordeábamos la costa adriática frente a la orilla hermana, la que yo acostumbraba visitar en el verano con mi familia cuando el tiempo y la libertad, su natural desenvoltura, eran nuestros. Eso había sucedido hacía mucho, del otro lado del mar, en momentos en que nadie podía imaginar el horror. Dejamos atrás el paisaje y el recuerdo.

El camión cruzó el territorio italiano para llegar a Roma de noche.

Iluminada como una joya antigua, bella y eterna, Roma es una secreta mujer amada que sólo se revela a quien sabe conocerla. A quien la busca por sus callecitas y sus fuentes, a quien se pierde en una curva creyendo que sabe adónde va. Los focos alumbraban los monumentos para resaltar su eternidad. Las ruinas no eran tales, sino testimonios del pasado glorioso del Imperio, de la República, de los Césares. Pero ahora iluminaban también la victoria, el fin de la guerra. Con su luz celebraban a los sobrevivientes.

Hacía calor, y los negocios y bares estaban abiertos. Todo en una falsa plenitud, una ilusión de bienestar en el bullicio de las calles, en el rumor de la gente. Lo peor había pasado, y los aliados intentaban normalizar la vida cotidiana. No faltaba pizza. Había comida en latas, había chocolates. Y además vino, que cautelosamente los bodegueros habían protegido en sus cubas. Pero la escasez aún persistía.

Dormimos en el albergue polaco. Al día siguiente, después de despedirnos de nuestras conductoras, fuimos a la calle Corso Trieste, a la Yugoslav Welfare Society. Subimos la escalera hasta el último piso de un edificio oscuro. Al abrir la puerta, entramos en otro mundo: rostros conocidos, amigos de la facultad, compañeros de la resistencia, el ex profesor de gimnasia del rey.

Entre abrazos y gritos de alegría, se abalanzó la memoria sobre mí en el empaste de las emociones. Como si fuera ayer, volví a sentir la pertenencia, las cosas dejadas atrás por un ideal que me desorientó sin darme un punto de llegada.

En las semanas siguientes, yo también fui de la concurrencia. Ficha decidió seguir solo, se perdió en Roma. Él mismo había sido el de la idea de que la Society nos amparara. Pero intuí que la había propuesto para nosotros, sin querer participar de ese encuentro con el pasado. Se manejaba con el juego, y para eso se bastaba solo. En cuanto a Iván, que había rechazado a Anna, la bella veneciana, se fue a vivir con una mujer que conoció en un bar mientras tomaba un café. Comenzaron a charlar y simpatizaron. Ella era viuda, de su edad. Buscaba a alguien para compartir la vida. Iván aceptó: no lo ataba ningún vínculo, todo estaba a su favor. Temporalmente resolvía un problema vital: la vivienda. Me lo relató contento de cómo se habían dado las cosas. Lo que no tomaba en cuenta era que seguramente debería trabajar duro para rehacer su vida, sus ingresos y a Roma también. ¿Vlado y Dushan? Se alistaron en el ejército norteamericano, por ropa y comida.

Yo quedé solo, pero con viejos amigos: al reencontrarlos, recuperé mi pasado. Con George nos pusimos a revivir travesuras de nuestra juventud en Belgrado, como la noche en que cantó y recitó por horas.

—¿Recuerdas, Gastón? Nos habíamos reunido unos cuantos aprovechando que tu mamá estaba en Nis.

¿Cómo no recordarlo? Era el tiempo de la ocupación, había toque de queda y nadie podía salir. Ya alegres, no queríamos interrumpir la fiesta: al anochecer volvería el inquilino alemán que nos habían impuesto. Como el piano estaba en la planta baja, se nos ocurrió llevarlo al primer piso, al cuarto de Bob y mío. Entre todos lo subimos, en un esfuerzo sólo estimulado por la inconsciencia y el licor.

—Arriba seguimos cantando y tocando hasta el alba —dije—. Luego, en la mañana, una vez que el alemán se fue, lo volvimos a bajar.

—Y cuando tu mamá regresó —dijo George, sonriente—, nos encontró con cara de sueño...

Buscamos con George la dirección del amigo que, según el cónsul, recibiría la correspondencia del rey Pedro para mí. Pero no: el hombre había partido, y nadie sabía nada de él ni del rey ni de ninguna carta. Tal vez el mensaje real nunca llegó. Tal vez se perdió en el desorden general.

No era fácil encontrar alojamiento. Anduvimos entre las ruinas históricas y las recientes, en busca de un lugar donde dormir. Lo hallamos en casa de dos señoritas mayores.

Se trataba de dos hermanas solteronas que subsistían como podían: preparaban comida para un bar, cosían, daban clases de matemáticas. La posguerra había traído la reubicación de cada persona, en su lugar o en otro: cuñas que se deslizan hasta encajar en las muescas apropiadas.

Quemé las últimas monedas en el alquiler. Nos conformamos con una comida gratis en la Society. A los pocos días, cuando se acabaron mis recursos, me dispuse a empeñar unos gemelos de oro, regalo de Pedro Segundo. Pero no podía encontrarlos por ninguna parte. Recordé cierta noche en Milán. Al entrar yo en la habitación que nos dio don Antonio, salieron de allí dos muchachas. Las reconocí enseguida: esa misma mañana las había visto coqueteando con Iván y con Dushan. Ellos no estaban en el cuarto —excepto cuando hacíamos el «trabajo», siempre andábamos en grupo—. Lo primero que vi fue mi mesa de luz revuelta. En aquel momento no le di importancia: el orden de nuestras escasas pertenencias no era prioritario.

Ése, pensé, fue el día en que me los robaron. Las chicas habían cobrado bien su «jornada laboral», habían ganado mucho más de lo que don Antonio les pagaba.

Ahora sólo contaba con el anillo regalado por mamá al terminar el liceo: mirándolo antes de desprenderme de él, recordé el acto de fin de curso, hecho feliz que ahora me parecía muy lejano. Fue uno de los últimos acontecimientos de una vida corriente formada por sucesos comunes que luego serían fragmentos del pasado, estampas para armar. Tata estaba sentado en la primera fila, entre las personalidades de la ciudad. Mamá, a su lado —era muy sensible en esa época—, se secaba las mejillas de vez en cuando. Luego se hizo la reunión en casa, con la numerosa familia, para festejar que el primogénito había cumplido una etapa. Esa costumbre era como un rito de madurez, se suponía que el joven Gastón ya era un hombre. Veo que nuestra generación vivió en una ficción perfecta, jugábamos a ser: Tata a ser intendente, empresario importante. Mamá, a ser la señora del intendente. Mi hermano y yo, a ser estudiosos, deportistas, simpáticos. Cuando cayeron las primeras bombas sobre Belgrado, el intendente fue un prisionero más, y la señora del intendente comenzó a desguazar la casa. Y los hijos del intendente dejamos de ser simpáticos... Todo se asienta en la fragilidad.

Ese anillo, más que una joya para mí, llevaba recuerdo añadido. Con dolor me lo quité en el negocio de compras y lo puse sobre el mostrador. Sentí que los objetos pierden su significado cuando pasan a manos ajenas. Desmigajados de ternura, se desnudan de la intención adherida, del motivo que los originó: ya dejan de ser símbolos, recuerdos de momentos en los que la vida cursaba su andar generoso para reducirse a cosas.

El comerciante me pagó un dinero que se iba a escurrir, como todo dinero, acuosamente.

Pero no sólo me empañaba la tristeza. En uno de los almuerzos en la Fundación reconocí a un famoso jugador de fútbol de mi país, alguien a quien había admirado: Dragan. Después de encontrarnos varias veces y entablar cierta amistad, un día puso en mi bolsillo varios napoleones de oro.

—Tú sabías que me hacían falta —dije, conmovido. Y casi no tuve tiempo de abrazarlo: se fue corriendo, como quien comete una travesura.

Fui a una plaza a comprar ropa, ya que siempre vestía el short que había comprado en Venecia. Elegí un uniforme del ejército norteamericano, al que le agregué, para identificarme, el escudo de la Royal Yugoslav Army, que bordó una de las dueñas de la casa en la que vivía. Gracias a ese uniforme pude comer gratis en las cantinas de los ejércitos aliados y viajar en el transporte militar. Me bastaba con mostrar mi credencial de refugiado, que apenas miraban. Uno de los directores de la Fundación, amigo de mi padre, me encomendó la tarea de autorizar y supervisar a los nuevos refugiados; se trataba de los jóvenes que habían desertado de Yugoslavia para no apoyar la movilización de Tito, quien quería tomar Trieste. Recurrían al lugar, que hacía las veces de comité nacional anticomunista. Fueron muchos los que escaparon a última hora, y para mí abundó el trabajo. Me vivificaba hacer de anfitrión. Pocos sabemos lo que es estar en tierra desconocida y buscar un refugio o un plato de comida. El primer encuentro con un compatriota es casi como encontrar a la madre. El primer contacto es el idioma. Luego el paisaje. Los recuerdos. Entonces uno se va acomodando, hallando su cauce, haciendo su propia ruta con manos amigas que dan el primer impulso.

En uno de los almuerzos, un capitán del Ejército Real Yugoslavo se sentó frente a mí. Hombre joven todavía, algo macilento y de mirada triste, las penurias lo habían marcado con profundas arrugas. De su altura bajaba una languidez que se dispersaba en movimientos lentos. Acababa de llegar con otros oficiales.

—¿De dónde viene? —pregunté por cortesía.

—Onsnabrück.

La cuchara que sostenía mi mano cayó sobre el plato. No podía creer lo que había dicho.

—¿De Onsnabrück dijo?

—Onsnabrück —repitió, calmo.

Lo miré como a un fantasma. Él seguía tomando la sopa.

—¿Conoce al ingeniero Louis Lazar?

En la espera de su respuesta, el tiempo se alargó. Desapareció la comida de mi vista. Sólo sus ojos y el movimiento de sus labios fijaron mi atención. Sentí que de ese hilo de palabras dependía mi vida.

—Sí, lo conozco —dijo con lentitud, como si esculpiera las palabras en piedra—. Vivimos en la misma barraca.

Con efusión me levanté, le alargué mi mano:

—Permítame presentarme —dije—, soy el hijo del ingeniero Louis.

Él se quedó atónito. Después, saliendo de su ensimismamiento, dijo:

—¡Pero, por Dios! ¡Justamente lo estoy buscando a usted! Su padre me pidió que averiguara sobre su paradero. Él pensaba que se había quedado en Austria. ¡Es sorprendente!

Di la vuelta a la mesa y nos abrazamos como dos hermanos que no se ven en mucho tiempo. Lo palmeé con alegría. Ni él ni yo podíamos creer lo que estaba sucediendo. En ese momento sentí un alivio, la liberación de un agobio. El laberinto había terminado. Una luz alumbraba la salida. Roma fue el punto de arribo de un largo peregrinaje.

—Todos los caminos conducen a Roma —dijo el capitán, y aquel viejo lugar común me sonó a un axioma revelador: para mí, era cierto.

Compartí mi alegría con los muchachos del almuerzo. Le presenté al presidente de la Fundación. Expresábamos nuestro asombro ante la tremenda casualidad. Las circunstancias dibujan cruces definitorios en el camino de los hombres: las llegadas, los adioses, los nacimientos, las muertes. ¿Es uno quien busca con todo su deseo la concreción de algo, o es una trama ya diseñada por la que debemos andar? La realidad del encuentro me maravilló. Terminé creyendo que siempre estuve protegido.

El capitán Sasha, así se llamaba, había venido a Roma para averiguar qué planes tenía la Yugoslav Welfare Society para los oficiales que no querían volver a su país después del armisticio, qué propuestas tenían para ellos.

Sus compañeros de viaje preferían quedarse en Roma. Él en cambio decidió regresar a Onsnabrück: no tenía dinero para pagar una pensión, y en el campo podía permanecer hasta que los aliados decidieran.

Me las ingenié para viajar con él. Yo ocupé el lugar de uno de los que se demoraban en Roma. En la Fundación me dieron una credencial con el nombre de teniente Rista.

—¿Antes de partir quiere conocer Roma, capitán?

—Sí, con gusto. ¿Cómo haremos?

—Primero iremos a Caracalla a ver Aída. Mi amigo George sacará las entradas. Y pasado mañana seguiremos hacia el sur. ¿Qué le parece?

Ante las ruinas de Caracalla, parecía que los focos del escenario borraban los espectros escondidos entre los baños termales del emperador. Beniamino Gigli era el dios esa noche: subiendo hasta los arcos y columnas milenarias, todo lo envolvía su dulce voz fraseada y tersa. El mundo lo admiraba a pesar de haber sido el cantante favorito de Mussolini, de lo cual no era culpable. Todos lo amaban: en los pueblos solía cantar gratis para quienes no podían pagar la entrada al teatro.

Salimos entonados por el arte, como si una sacudida nos hubiera arrancado de la realidad. Llegados a la pensión invitamos al capitán Sasha, quien no tenía donde dormir.

La mañana soleada nos auspiciaba un hermoso día hasta Nápoles. Viajamos en un jeep con un oficial norteamericano que nos hizo de guía. Paseamos por siglos de historia. Por las piedras que todo lo sobreviven, aunque tengan estampadas cataclismos naturales o humanos.

Mientras viajábamos por la ruta, a veces entorpecida por las rugosidades de los bombardeos, el mar asomaba en parches azules. Hasta que nos invadió la costa marina de suave aroma salado y espumosa puntilla.

El oficial señaló un punto distante, hacia el sur. Dijo:

—Por ahí entramos.

—¿Por Sicilia?

—Sí, fue bastante fácil. No hubo casi resistencia, porque nos esperaban por Grecia.

—La acostumbrada tozudez de Hitler... —dijo Sasha.

—Exactamente. Y esa terquedad esta vez trabajó para nosotros. Hitler no creía que Sicilia sería el blanco elegido.

—¡Pero, Grecia! —dije—. A ustedes les hubiera resultado imposible cruzar el mar minado de submarinos alemanes.

—Por supuesto. Eso fue genial: obra del Servicio de Seguridad inglés.

Y entonces el americano nos relató cómo había sido burlada la expectativa de Hitler gracias a un oficial fantasma. El mayor William Martin, que había muerto en Londres de pulmonía en 1943, portaría documentos secretos para hacer creer a los alemanes que el punto de ataque no sería Sicilia. Se pidió permiso a la familia. Mientras se elaboraba el plan, el cuerpo del Mayor esperaba en una cámara frigorífica. A sus pertenencias se añadieron ciertos documentos: una carta al general Nye; otra al general Alexander, comandante en África, en la que se indicaba dos posibles objetivos: uno, Grecia; y el otro, Cerdeña. El mensaje decía que sería bueno que le enviaran «sardinas», con el mismo Mayor, porque eran escasas. La similitud de esta palabra con el nombre de la isla Cerdeña —Sardinia en inglés—, les sugeriría a los alemanes el lugar del ataque aliado. También se le agregaron al difunto cosas comunes, cotidianas: la foto de una chica, una carta de amor —varias veces doblada, para dar una idea de cuánto la había releído—, una factura de la compra de un anillo de boda, una ficha de farmacia con su peso, un reloj, billetes viejos de autobús, llaves y boletos de teatro de la noche anterior en Londres. El cuerpo fue dejado por un submarino cerca de Huelva, como si hubiera caído de un avión inglés que tomaba esa ruta hacia África. La enfermedad de la que murió el mayor Martin le había llenado los pulmones de agua.

—¿Y qué importancia tenía que los pulmones contuvieran agua? —pregunté.

—Es que si hubieran elegido algún «mensajero» fallecido por otra causa, el estado de sus pulmones haría sospechar que había muerto antes de caer al agua.

—Esto hubiera sido la evidencia...

—Sí —continuó—, del engaño.

—¿Y cómo se organizó esta estrategia?

El 19 de abril de 1943, el submarino Seraph, previa ceremonia fúnebre, empujó al mar, con el chaleco inflado, al Mayor Martin, en su misión para la guerra. Además, a cierta distancia flotaba un bote vacío.

—Fue una operación minuciosa, como les cuento. Y dio resultado. El cuerpo llegó a la playa española y fue entregado al cónsul inglés, quien ordenó su autopsia. El pronóstico fue el previsto: muerte por inmersión. Martin fue enterrado con todos los honores militares, mientras desde Londres se pedía la devolución «urgente» de los documentos: él los llevaba en el portafolios negro que le habían sujetado a la muñeca.

—Increíble —dijo Sasha.

—El agente de espionaje alemán hizo copia de los papeles y avisó a sus superiores. El éxito de la operación se vio en los hechos, cuando los nazis reforzaron sus fuerzas en Cerdeña y en Grecia.

—Por lo tanto —acoté—, Sicilia quedó desguarnecida.

—Así es, y desembarcamos cómodamente con Patton y Montgomery a pocos kilómetros. Recuerdo que, días antes, el Duce nos había amenazado: cualquier aliado que pisara la isla sería barrido hasta el mar. Pero, cansados de nuestros bombardeos, los italianos no pelearon. Y avanzamos sin bajas. Esto desarticuló el régimen fascista, debilitado ya por las luchas internas. Y en pocos días ocupamos la isla —el americano hizo un silencio, sonrió—. La gente nos vitoreaba.

—Luego vino Messina —dije.

—Messina. Fue una carnicería inútil. Y, más que un destrozo, un sacrilegio. Pero la bóveda donde se conservan los restos de San Benito se salvó.

Seguimos viaje, alucinados con los artilugios y estrategias de los servicios secretos que habían burlado al Führer. El capitán Sasha estaba admirado por el acopio de noticias: él, entre las rejas del campo, sobrevivió en la rutina.

Nos despedimos de nuestros amigos de la Fundación, a punto de partir al encuentro de Tata. Dejamos Roma en un tren que iba hacia Bologna, para después transbordar a Verona. Luego, un avión aliado nos llevó a Salzburgo, que no había sido tocada por la guerra.

Hicimos allí una escala, aprovechamos para conocer la ciudad de Mozart. El verano florecía en las plazas que bordean el río truncado por puentes. Era fácil contagiarse, sentirse bien: las mesas multicolores en las veredas y la música y la gente viviendo como si fuera feliz.

Luego tomamos otro avión hacia Frankfurt, vía Pilsen, en la frontera entre Alemania y Checoslovaquia. Pernoctamos cerca del aeropuerto en una casa de familia, y al día siguiente continuamos viaje a Núremberg. Y de ahí, en tren a Hannover.

Entonces, después de tres días, Onsnabrück.

Desde Roma venía preparándome para el encuentro con Tata.

Imaginaba nuestros abrazos, y cambiaba de pronto la imagen para evitar las lágrimas. Tres días de viaje, entre aviones y trenes, matizaron el trayecto, ese largo camino que la ansiedad aumentaba. Habían pasado cuatro años sin vernos. Con escasas noticias, con suposiciones a veces amargas; sin embargo, también con un fondo de esperanza que nos mantenía vivos: a mí, por ser joven. ¿Y a él?

Creía conocer a mi padre, pero son las situaciones límites las que nos revelan lo que en verdad somos.

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Fecha de publicaciónMayo 2007
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