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La noche sobre Europa

La libertad

Capítulo XII

Livia Felce
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M-4 tank, Ft. Knox, Ky.  (LOC)

Me quedé durante un mes en la barraca, acompañando a mi padre.

Con la custodia inglesa había mejorado la comida, pero no el trato a los prisioneros. Nos decían: «¿Por qué no vuelven a sus casas? Tito es una buena persona, luchó contra los nazis.» Nosotros nos mirábamos en silencio y nos apartábamos para hablar a solas. Tata me abrazaba, yo lo tomaba por el hombro. Y no podía dejar de ver alrededor una envidiosa tristeza: fuimos los únicos que gozamos de un encuentro en ese campo. Los demás quedaban más desamparados que antes, porque con la libertad llegó también una despedida: había un corte entre los compañeros que se ayudaron a vivir, a sobrevivir. Esa etapa concluía, debíamos decidir nuestro futuro. Era difícil aceptarlo, pero volver a casa significaba la muerte. Escribimos a mamá y a Bob para compartir nuestra felicidad de estar juntos y salvos. Al menos cada padre contaba con un hijo para afrontar el futuro incierto.

Un día, caminando con papá por su paisaje diario, de pronto vimos lo que me parecía un cráter.

—¿Sabes, Gastón, que los aliados bombardearon este campo de prisioneros?

—¿Cómo es posible, si son lugares que no se atacan?

—Pues, sí. Después dijeron que se trató de un error. Fue el 6 de diciembre de 1943. Era de noche, todos dormíamos en la oscuridad. Sólo refulgían las linternas de los centinelas y los focos perimetrales. Y las bombas cayeron sobre nosotros.

—¡Algunos habrán muerto dormidos!

—Sí, acertaste: les pasó a unos compañeros de otra barraca. Pero la mayoría nos levantamos con los primeros estallidos. Ardían las maderas, enrojecían las chapas y se hacían humo las pocas pertenencias. Corrimos como ratas por el campo, y los alemanes no sabían qué hacer: si controlar el alambrado para que nadie huyera o proteger sus propias vidas.

—Y tú no pudiste huir.

—Nadie escapó, hijo: ¿adónde iríamos? Ayudamos con baldes, hasta que aparecieron las mangueras del cuartel. Esta parte de la barraca recibió menos fuego que las otras, tal vez por la distancia que las separa.

—¿Y qué hicieron los alemanes con los muertos?

—Los identificaron por los lugares que cada uno ocupaba. Los enterramos sin ceremonia, no había sacerdote. Cantamos el Padre Nuestro en serbio. Los menos permanecieron en silencio.

—Y muchas barracas quedaron en pie.

—Es que las levantamos nosotros mismos. Más de un mes trabajamos. Ya ves: la barca de Caronte no necesita más que una orden equivocada para pasearse por cualquier lugar. Hijo, morir es muy fácil. El milagro es vivir.

Me quedé pensativo. Sus palabras se habían cumplido en él y en mí.

Por esos días vino de visita el obispo Nikolai, teólogo y filósofo, que también había estado en un campo de concentración con el Patriarca Gravilo. Su presencia fue un bálsamo. Tuvo las palabras adecuadas, las palabras que esperábamos para tomar fuerza y partir a donde fuese: nuestra única certeza era que no podíamos volver a nuestra patria; el resto lo ignorábamos.

El obispo era un ser iluminado. Y no sólo por la fe, sino también por haber sufrido, como el resto, el escarnio de la prisión. Pensé que su sensatez —hombre de Dios en un mundo sin Dios— me orientaría.

—Les tengo una gran noticia —nos dijo un día—: el rey Pedro los visitará.

Todos, viejos y jóvenes, trabajamos en la limpieza, en acomodar y en reparar el campo para que pareciera menos sombrío. Pero era un entusiasmo vano, tan sólo estimulado por la presencia de Pedro.

Vestido con uniforme de la aviación yugoslava, llegó acompañado por su edecán y pasó revista al contingente. Uno entre tantos, ahí estaba yo, recordando el desencanto de escucharlo pedir apoyo para la resistencia de Tito mientras luchábamos por lo que él representaba.

Pasó delante de mí, y no me reconoció. No pude decir palabra.

El rey, el obispo y los oficiales de mayor grado se dirigieron hacia el cuartel general del campo. Entonces me decidí: al romper filas, me acerqué y me presenté ante él.

—Alteza —dije—, me alegra encontrarlo después de tantos años. ¿Me recuerda?

—Disculpe, oficial, pero tengo la mente tan llena de recuerdos...

—Soy Gastón. Yo iba a su palacio con mi hermano Bob. Hacíamos deportes, paseábamos por los bosques, custodiados por el edecán Milos...

—¡Ah, sí... ahora lo recuerdo! Es que hemos cambiado tanto en cuatro años.

—Sí, Alteza, nos han pasado muchas cosas. Demasiadas. Y si no lo considera una impertinencia, quisiera saber si usted tiene algún proyecto para los que no vamos a regresar a casa. Usted conoce mis ideas, desde luego.

—Sí, por supuesto. Dele una dirección a mi edecán, y nos mantendremos en contacto. Ya le diré algo que le sea de utilidad. Fue un gusto verlo. Saludos a Bob.

—Se lo diré. Gracias, Alteza. Hasta siempre.

El protocolo y el programa nos interrumpieron, y nos estrechamos las manos. En su entusiasmo, todos le demostraron afecto. Y comprendieron que un rey nunca puede caer prisionero: los reyes escapan. Más tarde, la cortesía de una visita reparará el desencanto de la huida, y su sola presencia sana y salva justifica la deserción. A la distancia, todo se idealizaba, se borraba lo desagradable y aparecían como virtudes hasta nuestra forma vehemente de hablar, la pasión terca con que defendíamos una opinión, nuestro sentido del valor y cierta arrogancia de pensar a veces que el mundo terminaba en unas pocas manzanas a la redonda. Pero ésta no era más que la forma externa de nuestra expresión, la apariencia. El centro, lo coagulante de nuestra historicidad, estaba en la derrota de Kósovo. En este tema todos coincidíamos. Aquella derrota frente a los turcos hace seiscientos años, aquel desastre que conmemoramos siempre, sirvió para sacar de nuestro pueblo el heroísmo que aflora en las situaciones de opresión. Frente a la tortura y el vasallaje, perder la dignidad es otra forma de morir.

Después del almuerzo, cuando en la sobremesa se habían colmado las ansiedades y la charla fluía casi alegremente, el obispo sacó una carta de su bolsillo. Se levantó y desdobló la hoja.

—Esta carta —dijo— es de un compatriota, uno de nosotros. Podría haber sido escrita por cualquiera de los que estamos aquí. Escuchen: «Estimado hermano obispo Nicolai: aquí somos sólo hombres compartiendo la prisión y, tal vez, el mismo fin. No sé si Dios está más cerca de usted que de mí, pero en este momento usted y yo estamos más cerca que antes. Sabe, como yo, que nuestra resistencia perdió treinta mil hombres por combatir el paso del contingente alemán que nos cruzaba para hacer la campaña en África. Ahora quedamos los que caímos prisioneros y no fuimos ejecutados en el momento. ¿Por qué? No lo sé. Las sinuosidades del destino cambian estrategias para un mismo fin. Y ahora estoy aquí sin mi cruz, que siempre llevaba al cuello. Fue lo primero que me arrancaron durante una redada, en el sótano donde programábamos sabotajes al convoy alemán de Rommel. Nuestros logros pueden parecer pequeños mordiscos lanzados a una fiera indomable, pero no nos acostumbramos al fracaso y persistimos en buscar nuestro lugar. Siempre estuvimos ocupados: primero, seiscientos años bajo los turcos; luego, sometidos por el Imperio Austro-Húngaro, y ahora los nazis. Después vendrá Tito y flamearán la hoz y el martillo. Se repite nuestra larga historia. Para arrancarnos todo este pasado es que luchamos. Sin embargo, el mundo nos abandona y condena. Pareciera que para los serbios ortodoxos no quedara espacio, que les socavaran el país. Quién sabe en qué terminaremos. ¿Quedarán valientes para defender nuestro suelo, para defender un trozo de tierra en donde vivir? Ya cerca de la muerte, no tengo más que incertidumbres. ¡Si al menos todo esto sirviera para afianzarnos como país! ¡Si al menos la muerte de tantos compatriotas sirviera para lograr la ayuda de los poderosos libertarios de este siglo! Pero parece que no entramos en la mesa de las negociaciones: Yugoslavia es tierra de paso, de Oriente a Occidente y de Norte a Sur. Es como un camino que debe estar deshabitado, una tierra despejada, sin gente que la defienda porque nació ahí. El gran mirador del pasado es hoy nuestro parque Kalemegdan, erigido sobre la ceniza de cuarenta incendios hasta que nosotros lo reconstruimos por última vez. Desde que la ciudad se llama Belgrado, hace más de mil años, la hemos perdido y recuperado y vuelto a perder. ¿Cuándo conoceremos la libertad que tanto buscamos? Parece un designio de pérdida. A pesar de todas las calamidades, los serbios persistimos en nuestro ideal a través de los siglos. Y yo entre ellos me considero una migaja —porque no soy más que eso—, en este diabólico destino de muerte y destrucción sobre el mapa de Europa. Desde que los turcos empalaban a nuestra gente, o los croatas mandaban cadáveres serbios flotando por el río Sava, hasta los alemanes, que nos arrean en las aldeas como ganado al matadero, no sé qué otra tortura puede programar el destino para borrarnos de la tierra. Mi suerte está echada, mi hora se cumplirá. Y la acepto: sabía a qué me exponía y por qué lo hacía. La libertad tiene un precio muy alto. La vida en esclavitud es lo mismo que la muerte, y la muerte es libertad para quien no puede respirar como esclavo. Si alguna vez va a mi aldea, si ve a los míos, dígales que siempre los amaré desde el cielo prometido. Obispo: ayude a mi alma con sus oraciones. Firmado: Marko.»

Todos quedamos en silencio. Un silencio de duelo.

—Amigos —siguió diciendo el obispo alzando el papel—, este hombre murió dos días después de hacerme llegar esta carta. Inclinado sobre una fosa, le dispararon en la cabeza.

El obispo se sentó.

La tristeza acurrucada entre los párpados vio la luz, y lloramos: Marko nos representaba. Llorábamos también por nosotros y por todos los Marko que perdimos en nuestra historia.

El obispo se puso de pie, hizo una oración, cantamos el Padre Nuestro y nos bendijo para que el resto de nuestras vidas fuera menos salobre.

Me acerqué. Taciturno, él me sondeó con los ojos, hasta que me resultó incómodo sostenerle la mirada. Nunca sabíamos si él veía algo más que lo visible, si se había olvidado de a quién estaba mirando, si navegaba por pensamientos ajenos al destinatario de la mirada. Tal vez mis ojos eran para él sólo un punto de apoyo: querría ir más lejos, bucear en otro lugar —mi alma, quizá, o recuerdos atados a una presencia—. Yo no lo sabía.

Miré mis manos para cortar ese flujo penetrante que me socavaba la pregunta última: ¿por qué estaba ahí, en qué me había equivocado para haber ido a parar a ese sitio? Porque algo había hecho mal. Sí, yo era otro Marko, vivo aún en un lugar impensado. En vez de estudiar derecho y diplomacia en mi país, vagaba como una hoja arrancada de un cuaderno apenas comenzado a escribir, interrumpiendo bruscamente el relato. Variaba el argumento cada día y no por mi imaginación, sino por los acontecimientos que me atropellaban y me descarriaban desde hacía tres años.

Y ahí, delante del obispo, yo esperaba un consejo. Su mirada calma y penetrante, su silencio, le daban una estatura moral de padre sabio. Al fin apoyó su mano en mi hombro. Y me dijo, como si hubiera leído mi pensamiento:

—Cada uno tiene su camino. En cualquier lugar de la tierra y en todos está Dios. No sé si fue mejor escapar que quedarse. También son valientes los que soportan el yugo de la dictadura. También son heroicos los que deben callar en la servidumbre que impone un déspota. A veces es inútil morir por una causa, y viviendo mansamente se sirve a Dios y a los seres queridos.

Besé su cruz y me retiré. Sentí la reprimenda por lo que había hecho y vivido, por salir de mi patria. Todo era un error, como si hubiese derramado el tiempo en una ciénaga que no deja vestigio de lo que devora. Además yo tenía muchas heridas: la pérdida de mi familia, de mi tierra, de mis anhelos. ¿De mis ideales también? No, los ideales no los había perdido: de algún modo saldrían a la luz. Siempre asoman en las actitudes, en las pequeñas elecciones.

Yo no estaba muy de acuerdo con el obispo. Asumir la mansedumbre, la obediencia… ¿no significaba, acaso, apoyar al que se rechazaba? ¿No significaba ser cómplice del enemigo contra el que se había luchado? Esa actitud de sometimiento era más propia de quienes, por ingenuidad tal vez, no se habían embarcado en la lucha. Como los amigos de mi padre, que habían aconsejado que yo me escondiese en un altillo hasta que pasara el peligro; o aquel capataz que aseguró en el tren que debíamos quedarnos en casa bien callados. O sea: cerrar los ojos, cerrar la boca y dejar hacer. No éramos mansos los expatriados, y los que morían por sus ideales, menos aún. Los héroes no eran mansos, eran rebeldes. Pero yo, tan sólo rebelde, no calzaba la medida del héroe. Pensé en mi madre. Ella se había visto forzada a la mansedumbre: ¿cómo hubiera podido sobrevivir a la intemperie, entre ruinas, corriendo con un chico de la mano? En realidad, ella quedó allí como un centinela que nos guiaba desde lejos.

De todos modos, me consolé pensando que aquél había sido un día diferente. Después de las despedidas, entre charlas alegres, sentimentales y vítores al rey, fue oscureciendo sobre el campo. Cuando su coche partió, Tata me tomó por el hombro y me llevó a la barraca.

Nos sentamos en su camastro, sobre la colcha de piel. Le acaricié el pelo aplastado, diciéndole en voz baja:

—¿Qué haremos, Tata? ¿Tienes alguna idea?

No vaciló:

—Sí —dijo, resuelto—: tú irás a París a ver a los amigos que nos visitaban en casa, los que emigraron hace años. Ellos podrán conseguirte una beca para estudiar. Y yo… yo ya veré qué hago. Toma esta hoja, ya te copié las direcciones anotadas en mi libreta. Búscalos, haz lo posible. Francia siempre se va a recuperar.

Guardé la hoja y preparé mi bolso, bastante más liviano ahora: casi todo lo había traído para él. Dormí esa última noche con la certeza de que podíamos contar el uno con el otro. Que ya nada nos separaría sino momentáneamente, hasta que decidiéramos nuestro futuro.

Por la mañana desayunamos en el comedor con sus otros compañeros, que ahora tenían mejor aspecto que cuando yo había llegado. Al menos se los veía más prolijos. Pero ya la visita real había concluido, y tal vez sus ánimos siguieran con las mismas incertidumbres: hombres solos, desarraigados, en tierra extraña, sin ilusiones. Cada vez que alguno partía, los que quedaban se sentían más huérfanos. Lo veía en sus rostros cuando nos oían hablar a Tata y a mí. Sasha se acercó a despedirse, y le propuse que fuera a Roma y se quedara en la Fundación. Me dijo que lo pensaría.

Mi padre me acompañó hasta el portón. Tratamos de estar alegres: esto era parte del proyecto de una nueva vida. Nos abrazamos como en el día del encuentro, pero más calmos, aunque me dolía dejarlo en ese lugar esperando mis noticias. Lo abracé nuevamente y di media vuelta y corrí, porque no soportaba verlo entre las mallas del alambrado diciéndome adiós. Giré la cabeza sólo una vez, seguí corriendo hasta que no pude más.

Mirando a través de la ventanilla del tren el paisaje ondulado del campo, las lomas graciosas como senos juveniles, pensaba en la mansedumbre de la tierra puesta al servicio del tiempo, del clima y del hombre. La tierra toma lo que le dan, y siempre devuelve vida: frutos para más vida. Es nuestra vieja madre tierra, ultrajada, destrozada por guerras que riegan su piel fértil con sangre humana como si fuera el abono requerido. Y no lo es. Frente a esa mansedumbre, somos sanguinarios: la furia nos empuja a matar. La bestia cavernaria sale feliz dentro de un uniforme, amparada en una orden, como si la estrategia de las naciones se basara en una competencia por ver quién mata más. Del mayor asesino es la mayor victoria. Y también el poder. Esta certidumbre me arrinconó contra mis pensamientos pasados, aplastándolos, deshaciéndolos como si fueran de harina. Envidié al Gastón del pasado, con esos ritos que conformaban mi alma y me dejaban seguro, sin angustia. Ahora veo que nuestra vida fue un baile de disfraces, con trajes alquilados. De pronto nos pidieron que devolviéramos la ropa. El baile terminó.

Me sentí agrietado, la garganta estrujada en un nudo, mientras miraba tras el vidrio discurrir arroyos que no repiten su paso y alumbran los pastos cercanos. Quería ser pasto, quería ser agua que corre y no animal que escapa. Yo no había sido manso y ya era tarde para serlo. No había regreso. Volver era morir, ser víctima propiciatoria de un déspota, inútilmente.

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Copyright ©Livia Felce, 2005
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Fecha de publicaciónJulio 2007
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