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La noche sobre Europa

La libertad

Capítulo XIII

Livia Felce
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M-4 tank, Ft. Knox, Ky.  (LOC)

Las autoridades que controlaban el campo me dieron un laissez-passer, un salvoconducto para ir a París. Tata, previsor, me había entregado unos ahorros. «Los gané vendiendo los cigarrillos que tu madre me enviaba», me confesó.

París. Era parte de la irrealidad de los acontecimientos que yo caminara por sus calles amplias como si fuera un paseante cuando, verdaderamente, más me sentía un gorrión sin nido.

A pesar de la austeridad en que vivían los franceses, funcionaban los lugares para turistas. Hacía poco, París había aclamado a los aliados —los franceses entraron primero, no obstante su desconfianza de que los norteamericanos les birlaran ese derecho—, y también sufrió el desborde irracional de venganzas: violaciones y mujeres rapadas como un estertor impúdico en medio de la victoria. Toda la presión de la resistencia comunista estuvo acechando el día de la Liberación para tomar el poder. La habilidad de De Gaulle lo impidió, pero no evitó venganzas y ejecuciones por odio o pasión. Intacta, París mantenía sus treinta y cuatro puentes sanos y su historia adherida en cada edificio. La bandera volvió a flamear en la torre Eiffel el 25 de agosto. La multitud festejaba en las avenidas y bordeaba el Sena bajo un sol de verano, después de cuatro años oscuros. La ciudad desbordaba de euforia.

Visité a los amigos que Tata me indicó, y también a varios profesores franceses, sin lograr ninguna ayuda: Francia debía rehacerse del colapso económico, reorganizar la administración, la sociedad, la política. Uno de esos días, después de una visita infructuosa, encontré a un compañero de la escuela y luego de la facultad: era Mladen. Nos conocíamos desde pequeños. En ese momento cruzaba la avenida de Rivoli, cerca del hotel Meurice.

Le grité a Mladen para detenerlo. Él giró sobre sus pasos y me vio. Nos acercamos contentos, abrazándonos con la alegría de recuperar parte de nuestra adolescencia, de nuestros años de liceo tan lejanos ahora.

—¿Qué haces en París? ¡Qué chica es Europa!

—¡Gastón, qué alegría verte!

— Yo también, ¡mira dónde! ¿Y qué haces aquí?

—Llegué hace un mes, y ya trabajo: estoy muy contento. —Mirando hacia un costado continuó—: ¿Sabes qué pasó en ese hotel? —comentó señalando el edificio del Meurice.

—Supe de la rendición del general alemán, pero tal vez me des más detalles.

—Ahí capturaron al general Choltitz. Había fungido menos de un mes como gobernador de París, con instrucciones de hundirse bajo los escombros de la ciudad. En cambio, desafió al Führer. Se le había dado este destino para morir, apenas contaba con un batallón disperso para controlar a cuatro millones de franceses. Además era un hombre que apreciaba el arte y lo que esta ciudad significa para la cultura. Se dice que mientras él esperaba la entrada de las fuerzas de liberación, por teléfono le preguntaba un oficial: «¿Pero... arde París?», según la orden de Hitler.

—Sí, a veces no es tarde para la reflexión. Un valiente acto de desobediencia.

—Exacto, no destruyó los treinta y cuatro puentes de la ciudad, y prácticamente en medio de un síncope firmó la rendición. Así se salvó París.

Caminamos un buen rato en silencio.

—¿Y en qué trabajas? —pregunté, curioso.

—Soy valet del embajador turco. Al principio sólo tenía dinero para comer o para dormir. Por suerte, un buen sacerdote me dio el lugar de un estudiante de teología y duermo en el monasterio ruso. Lo único que me fastidia es que tengo que madrugar para escuchar la misa. Pero antes fue peor: estuve en Núremberg. ¡No sabes lo que pasé!

—No me asusta: así como me ves, yo mismo «trabajé» en un burdel.

—¡No puedo creerlo!

—Es que no encontrábamos alojamiento —dije por toda explicación.

—Fue y es el problema de todos. ¿Sabes? Al principio cambiaba cigarrillos por cámaras Leika, y después pagaba las cámaras con la venta de los cigarrillos...

—¡Y te quedabas con la diferencia!

Mladen asintió.

—Así pude hacer plata —dijo—, pero todo se acaba. ¿A qué no adivinas, además, en qué trabajé? ¿Alguna vez cortaste cebolla, Gastón?

—No, nunca.

—Pues deberías aprenderlo. Uno nunca sabe qué necesitará hacer para ganar un poco de dinero. Conseguí un gorro de chef y me presenté en un hotel. Me hicieron una prueba: me dieron a cortar un kilo de cebolla. ¡No sabes cuánto se llora! Y después, a preparar goulash. Recordé a mi madre cuando la veía cortar carne en trocitos mientras yo hacía los deberes, y eso me salvó. Todo estuvo listo. Hasta que, en el momento de servir un banquete, la olla se me cayó al piso.

—Debiste preparar todo de nuevo.

—En absoluto.

—¿Y qué hiciste?

—¿Qué te parece que podía hacer, Gastón?

—¿Juntarlo y servirlo? —pregunté, incrédulo.

—Juntarlo y servirlo. Me felicitaron. Fue una buena época: comía todo el día. Por eso aún estoy fuerte. Pero tuve que dejarlo, ¿qué iba a hacer en Núremberg? Así que vine a París, ¡la bella París! ¿Te acuerdas del profesor Bukarski?

—Sí, lo recuerdo —dije.

El profesor Bukarski entraba en el aula con las manos unidas por detrás y la mirada alta, por encima de nuestras cabezas. Todo era silencio, sólo el sonido de sus pasos lo anunciaba. Con él no se hacían las acostumbradas bromas de tirar tizas o palomitas de papel. Le gustaba hablarnos de la democracia en Atenas y del exilio: al condenado se le escribía el nombre en una valva, óstrakon, lo que implicaba perder el prestigio y la condición de ciudadano. También aseguró que, si no estábamos entre los cinco primeros en lo que hiciéramos, seríamos anodinos.

—Aspiraba a infundirnos el sentido de la excelencia —dijo Mladen—. Un buen profesor.

—Lo que el buen profesor no pudo prever —dije, con tristeza— fue que luego nos encontramos con que alguien había escrito mi nombre, el de mi padre, el tuyo y tantos más, en dicha valva.

—¿Te acuerdas, Gastón, aquella mañana en que hubo un simulacro de ataque aéreo, cuando sonaron las sirenas? ¡Cómo volamos inmediatamente al sótano del colegio! Afuera la ciudad jadeaba al ritmo de la gente que corría de casa en casa como si jugara a las escondidas.

—Sí, lo recuerdo. De los parlantes se daban indicaciones, los niños lloraban y los perros aullaban como heridos por el desamparo. Así comenzó la escuela del miedo, Mladen, con un simulacro, para terminar con el exilio. Y pensar que el profesor nos había llenado la cabeza de ideales.

—¿Ideales? —repitió Mladen—. ¿Para qué, en un mundo donde el más fuerte impone condiciones? ¿Creías que podías hacer algo contra Hitler, contra Stalin? ¡Nada! Ni siquiera arañaste el cuero de sus maquinarias. ¿Habrás matado a alguien?

—No lo sé. Unas pocas veces disparé el obús. Pero no estoy seguro de haber dado en el blanco.

—Gastón —anunció con tono de burla—, no hiciste más que tirar piedritas en un estanque. Y las utopías se fueron al fondo del agua, como esas mismas piedritas.

Lo miré detenidamente: me asombraba oírlo hablar así.

—Creo que la guerra te cambió de parecer —dije.

—Por supuesto. ¿De qué sirve el heroísmo? ¿O no sabes que la muerte es el premio de los héroes? Yo lo único que siempre quise fue vivir. ¿Qué mal hay en esto? No maté, no delaté... Sólo escapé.

Me hizo recordar las palabras de mi madre. Un desencanto me ensombrecía. Habíamos sido muy amigos con Mladen, compartimos los mismos cursos. Y él volvía a mostrarme un núcleo vital: el heroísmo de sólo vivir al día, y cada uno en la medida en que pudiera. Cada uno según la pasta de que estuviese hecho. Con lo que traía, y sobre todo con lo que soñaba. Mladen estaba contento por haber llegado hasta allí. Cambié de tema:

—¿Es cierto que los rusos están por organizar un baile?

—Buscan fondos, es a beneficio. Hay muchos que no juntan ni para comer. ¿Te espero allí? Hay que llevar disfraz.

Me causaba gracia la consigna: al fin de cuentas, todos nosotros estábamos disfrazados: pocos tenían ropa adecuada; la mayoría eran conjuntos inarmónicos que bastaban para cubrir el cuerpo.

A los dos días nos volvimos a encontrar en la fiesta.

Mladen se había puesto su ropa de valet, con un delantal verde que resaltaba sobre el traje azul. Yo me las arreglé con el uniforme de oficial norteamericano. En la fiesta, él conoció a Elizabeth, una bailarina rusa que también buscaba su camino.

Todo había sido hasta ese momento un desfiladero tétrico, con precipicios y rugidos mortales. Pero en la fiesta apostábamos por volver a empezar. Imaginábamos que en alguna parte nos esperaba un sitio donde vivir, donde amar. Parecía un delirio, sin tener nada en las manos. Pero eso era soñar. La guerra había sido una demolición; y nosotros estábamos ahí, bailando entre sus escombros.

Entre tanta gente, alguien me recomendó ir a Bruselas: Bélgica se encontraba en otra situación; durante la guerra había vendido uranio del Congo Belga y tenía dinero en cuentas bancarias en los Estados Unidos. Era el único país económicamente estable.

Me decidí, y a los dos días viajé a Bélgica. En Bruselas, por un amigo de mi padre, conseguí una beca de Suiza.

El hombre me preguntó:

—¿Qué sabes hacer?

—Nada —contesté.

—¿Sabes jugar al fútbol?

—Sí, señor.

Sacó una tarjeta y me recomendó al presidente del club Malinois.

Al día siguiente tuve una entrevista. Di una prueba y me tomó para jugar como centro derecha, en la reserva de su equipo.

Salí del club casi saltando. Ya tenía algo para hacer: un lugar en el mundo, un lugar en una ciudad, un lugar para vivir en paz.

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Copyright ©Livia Felce, 2005
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Fecha de publicaciónAgosto 2007
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