Ya estábamos en 1946. Terminaba el invierno —creo que era marzo— cuando recibí un cable que provenía de UNRA, la asociación para refugiados en París: Nadia Aranjia, la primera bailarina de la ópera de Belgrado, visitaba la ciudad para hacer unas funciones y tenía una carta de mi madre para mí; debía contactarme con ella en el teatro.
Yo emprendía el cuarto viaje con la mochila repleta de tules. Luego del pago, me quedé en Francia y tomé otro tren hasta París.
Conocía a la Aranjia de haberla admirado en nuestra patria. La descubrí inmediatamente, cuando entré a la sala de ensayos del teatro: acompañando al gran Vasiliev, su figura menuda hacía piruetas como una muñeca que flotara y cayera para volver a subir agitando sus pequeños pies. En un descanso, el pianista avisó que iría a tomar algo entre bambalinas. Me acerqué entonces a Nadia, que se había sentado en una de las primeras butacas.
—¿Eres el hijo de Danielle —me preguntó, mientras se secaba la cara con una toalla— a quien llaman Gastón?
—Sí, soy yo. Y a ti ya te conozco: te vi en Belgrado.
—Apenas tenemos un minuto —dijo, entregándome una tarjeta—. Vasiliev y yo queremos escapar, no podemos regresar al país: nuestras respectivas historias nos comprometen. Y tu tarea es precisamente organizar esa fuga. Toma la carta, antes de que aparezca el pianista, y vete. Déjame tu respuesta en la Asociación, que yo llamaré por teléfono.
Deslicé la carta en un bolsillo junto a la tarjeta, y prometí considerar lo que me pedían. El grupo de ballet había llegado a París con un pasaporte colectivo, para evitar fugas. Siempre vigilados, en su desesperación me contagiaron unos deseos que tan bien conocía.
Afuera, en la plaza frente al teatro, sofocado por la situación y ansioso por noticias de mis seres queridos, me senté a leer la carta de mamá después de no saber sobre su vida en tanto tiempo.
Lejos de las bocinas, de los circunstantes y los chicos corriendo por el césped, para mí todo era silencio. Cada palabra me retenía como si no comprendiera, leía más de una vez la misma frase. Me contaba cómo se sentían con Bob, los dos solos. Cómo iban subsistiendo con la venta de objetos de valor que todavía le quedaban y algún trabajo que mi hermano conseguía. Cómo tenía que asistir todas las semanas a las charlas del Partido Comunista, que había organizado su «escuelita de formación» en cada barrio. Casi no había con quien hablar: cualquier vecino podía ser un delator. Incluso, una tarde, la había visitado cierta comisión que la amenazó con confiscarle la casa. Alegaban que el burgués de su propietario estaba fuera del país. Efectivamente: había terminado la guerra, y Tata —el «burgués» en cuestión— no había regresado.
Todas las dictaduras hacen lo mismo, pensé. Y, a partir del vibrante relato de mamá, pude imaginar las escenas con toda precisión.
—Mañana volveremos —decía el inspector—. Así que será mejor que tenga la planta baja ya dispuesta.
—Deme dos días: estoy sola con mi hijo para mudar los muebles.
—Está bien, pero sin falta.
—Pero... ¿por qué tanta urgencia?
—Le responderé aunque usted no se encuentre en posición de preguntar ni mucho menos. Deben dejar el lugar inmediatamente porque pasado mañana vendrá su inquilino.
«Me costó predisponerme para convivir con desconocidos en mi propia casa, Gastón, aunque ya lo había soportado con el oficial alemán. Muchas cosas había perdido, no podía quedarme también sin la casa. Cuando el inspector se fue, Bob se quedó mirándome desde la puerta interior de la sala.»
—Hijo, a trabajar: entre hoy y mañana debemos vaciar la planta baja. Vendrá un inquilino.
—Pero, mamá, ¿qué pasaría si llegaran Tata o Gastón...?
—No vendrán. Por mucho tiempo no regresarán. Vamos a empezar ahora mismo. Los muebles son muy pesados, llama a tu primo Stefan.
«Resonaron mis pasos por el eco, multiplicando mi presencia en el vacío, afirmando mi soledad. El piano lo vendí, también la mesa del comedor. Subí los sillones, los cuadros que nos quedaban. Pero dejé las cortinas en las ventanas: aunque fuesen mías, quitarlas era como desnudar impúdicamente nuestra casa, nuestra historia. Ahora los salones son más grandes, y apenas un susurro quiebra este silencio frágil como una flor.
»En el primer piso vivo con Bob. Casi es mejor tener menos espacio, estar más cerca uno del otro. Tal vez, sin querer, me esté convirtiendo en su sombra, de tan pendiente que vivo de cuanto dice o hace. Él tiene poca privacidad: soy testigo permanente de sus diálogos con amigos, de sus horas de estudio, de su eterna novia —Vera, ¿la recuerdas?—. Yo sigo siendo su madre, demasiada madre para un solo hijo, quizás. Pero no puedo ser su padre ni su hermano ausentes. Por eso hablamos mucho entre nosotros, nos contamos todo lo que conversamos con personas confiables —que son cada vez menos—, o directamente comentamos lo que vemos suceder.
»Pero la esperanza del reencuentro está cada vez más lejana. Se va diluyendo con las noticias. Gastón, tú figuras en la lista de enemigos del país. Mi consuelo es saber que tanto tú como tu padre están vivos y sanos en el extranjero. Quédense allí, es preferible. Porque supe de amigos que volvieron, los apresaron y luego los ejecutaron. Los que quisieron regresar no siempre llegaron a sus casas. Otros fueron devueltos a la fuerza, engañados, puestos en trenes que arribaban directamente a las cárceles de Tito.»
—Mamá —dice Bob—, según la radio tenemos que presentarnos en el comité para el adoctrinamiento...
—Sí, ya lo sé. Por la tarde voy a ir.
—Yo no, porque a mí me dan clases en la facultad. ¿Sabes quién adoctrina en esta zona? Dragan, el zapatero.
—Ah, qué tristeza: es un buen hombre. ¿Cómo puede envenenarse así y escupir esa sarta de mentiras? ¿Qué tenemos que ver con el marxismo? ¡Si nosotros estábamos bien! Cada uno tenía lo suyo, aquí no había hambre ni miseria. En cambio, ahora todos somos pobres.
«Ahora todos somos pobres, Gastón. Nunca lo había sido, y tengo que aprender a los cuarenta años. Porque hay que aprender. El que nace pobre ya ha aprendido: todo alrededor le habla de escasez, de porciones cautas de placer, de restricciones; y, a veces, de furiosa negación. Ser pobre requiere de la mayor dignidad, la mayor fortaleza: un renunciar permanente. Anhelos cercenados en una severa constricción de los deseos. Un camino que elige la vida para moldear a un hombre en su más pura fortaleza y sobriedad. Puede ser un camino de sabiduría si no estalla antes en rebelión y rompe el cauce que lo aprisiona. Pero hay una diferencia clave entre ser pobre y ser indigente: la pobreza enseña, la indigencia humilla. Y aquí me siento ahora casi en la indigencia. Confiscaron la empresa de Louis, también la oficina: no quedan ni máquinas, ni la casa en Nis. Nadie nos debe nada. ¿Qué haré cuando acabe de vender lo que todavía nos resta? Bob quiere ser médico, y eso significa largos años para afrontar. La renta del inquilino será insuficiente. Entonces bordaré, haré guantes y carpetas. Puede ser que encuentre a quién vendérselas.»
—Mamá, tengo un problema: no quieren darme los apuntes. Estoy en la lista de Enemigos de Clase.
—Bob, nunca fuimos enemigos más que de la mentira.
—Pero ahora lo somos del régimen. Y todo por conocer al rey Pedro, ¿no? ¿Por haber ido al palacio?
—Así parece. Volviendo a tus apuntes, creo que tendrás que copiarlos sin chistar.
—Pero me va a llevar mucho tiempo.
—Es que no tienes otra salida. Yo te voy a ayudar. Si quieres, te dicto y harás más rápido.
«Piedras, sólo piedras en el camino para todos. Para Bob, que sigue siendo tan joven, y para mí, que me he vuelto vieja de golpe. Desde las primeras sirenas que anunciaron el bombardeo nazi hasta el último ataque aliado pasaron tres años de angustia, de intensos desgarros, como si un rayo me hubiera atravesado dejándome en ceniza. Sólo quedó un páramo en el que me veo caminando a la deriva, alerta, porque no puedo perder mi lugar. Además, no hay otro sitio para mí que esta casa, en la que al menos viviré con uno de ustedes dos hasta que la última ráfaga me lleve. Pero tengo que estar aquí, encarando una vida nueva. Soportando el azote que nos cayó desde el silencio, desde la agonía. Ahora tengo la certidumbre de la muerte diaria. Ya cada día dejó de ser un proyecto. Es sólo transcurrir. Tengo que dejar que el tiempo pase para que Bob crezca mientras yo agonizo. Él me sustentará, su presencia será mi alimento. Y todo lo demás, recuerdo. El futuro no tiene horizonte. No vislumbro más que sombras: algunas, desde el pasado, me ayudan a continuar. Por ejemplo, al volverme veo mi propio fantasma, no tan lejano en el tiempo: una madre feliz, con dos hijos y un marido amante. Pensé que así sería la vida hasta el ocaso. Tengo sobre mí el tiempo adelantado, como si me hubiesen echado encima mil años.
»No quiero que agregues dolor a este dolor, pero te conté las novedades para que se afirmen en la convicción de que no pueden regresar (Mamá había subrayado esta última frase). El amor que nos tenemos siempre cruzará los mares, el tiempo y las fronteras crueles de los hombres. Nosotros navegamos en la dimensión del sentimiento.
»Besos y abrazos de mamá y Bob, que comparten su corazón con ustedes a cada instante, como si fuera ayer.»
Las últimas palabras las adiviné entre lágrimas. Me quedé en la plaza, las manos heladas, los ojos nublados. Quienes paseaban a sus niños eran brumas desapareciendo en la niebla. A lo lejos, como una llama esfumada del atardecer, la arista de la Torre Eiffel penetraba las nubes. Y yo, abajo, me sentía como una esquirla clavada en un terrón de tierra enferma. Despojo de una vida invadida por la furia y la demencia que quise torcer con ideales tan inocentes. Quedamos así los huérfanos, los deambulantes, los refugiados que nunca quisimos serlo. Pertenecemos a una generación de máscaras, de apariencias. La guerra nos arrancó la máscara, a millones la vida, y quedamos, los que quedamos, cabalgando sobre los escombros de lo que creíamos ser. A parches debíamos ir perfilando una nueva identidad, entre la noche y la niebla que nos cubría a todos. Al fin seríamos lo que estábamos destinados a ser: cada uno iba a su propia cita con el miedo ancestral que tiene un chico a la oscuridad.
Miré la carta en busca de señas. Era la primera que recibía desde que había terminado el conflicto. Estaba fechada dos meses atrás. Nadia, la bailarina, la había escondido en el forro de su tapado —ardid conocido, pero que funcionó—. Me dejé llevar por los recuerdos, solté la nostalgia que casi se había dormido por tantas huidas. Todo volvía a renacer de la mano de Nadia, alguien de mi tierra que conocía a los míos. Sentí que todo estaba vivo de nuevo. Y me volvía a herir.
Guardé la carta. Pensé en Nadia: había estado con mamá, la tenía fresca en sus ojos. Nadia era un puente que me unía con ella. Pensé también en su pedido: era arriesgado, pero también se había jugado por nosotros al traer una carta clandestina.
¿Qué me impulsó a aceptar tal desafío? Lo cierto es que no lo temía. Tal vez me había acostumbrado a resolver problemas, y una cierta omnipotencia, producto de mis experiencias anteriores, me daba seguridad. Además, sin saber bien por qué, me sentía obligado. Pensé en requerir la ayuda de Renard, un amigo que vivía en París. Solía visitarnos con sus padres después de la Gran Guerra —quién nos hubiera dicho que aquel tiempo sería sólo un recreo, un preludio a un horror mayor: apenas nació la nueva generación, ya estaba destinada a la muerte; pero uno vive sin saberlo, algunos sin quererlo ver en los anuncios, en los primeros síntomas—. Renard, sus padres. Cuánta gente pasó en estos años por mi vida, como si la cantidad de personajes dispersos fueran eslabones de una cadena que a su turno se empalmaban.
Mi padre me había dado muchísimos datos de gente conocida. No me costó encontrar el teléfono de mi amigo. Su casa quedaba cerca. Tomé por Champs-Élysées y anduve sin apuro hasta dar con la dirección. Renard vivía en un departamento, el mismo en que había vivido siempre con la familia. Toqué el timbre, y en un segundo él abrió la puerta.
—Hola, ¡Gastón, esto sí que es una sorpresa! No lo hubiera imaginado. Pasa, entra. Querrás tomar algo, tienes cara de frío.
—Sí, gracias, Renard. Es que estuve en una plaza largo rato y creo que me enfrié. ¿Y tus padres?
—Hace tiempo que están en la granja cerca de Orleáns, cerca del Loire. Prefieren esa vida tranquila en la campiña a este sistema de ocupación que sufrimos. Pero creo que ya estarán por volver. Por fin llegó la paz.
—Dime, Renard, necesito tu ayuda. Hay dos bailarines en París, y me rogaron que los ayudara a escapar. Los tienen bajo pasaporte colectivo, ¿te imaginas? ¿Por dónde tendría que comenzar? Quiero tu opinión, por eso vine.
—Primero, amigo, ya que te has metido en semejante albur, deberás ver al comandante de la misión de la Royal Yugoslav Army. Él te indicará mejor que nadie qué hacer y cómo hacerlo. La misión está funcionando muy bien. Puede conseguirse allí cualquier elemento: desde ropa, documentos, conexiones. En fin, todo lo que ayude a un compatriota.
—Siempre y cuando ingrese de la mano de alguien conocido...
—Exacto, Gastón: no tenemos infiltrados, todos sabemos quiénes somos. Aquí te dejo la dirección, es a pocas cuadras de Les Invalides, en la avenida de La Motte-Picquet.
—Gracias, Renard. ¡Ah, yo sabía a quien buscar! Mañana mismo iré a informarme. Y tal vez necesite tu colaboración.
—Por supuesto, amigo, en lo que pueda. ¿Y, dime, tienes dónde dormir?
—Buena pregunta. No, hoy llegué y se está haciendo de noche, algo encontraré...
—Pero, Gastón, si estoy solo. Puedes quedarte aquí hasta que decidas. ¡Qué menos podría hacer por ti, cuando tantas veces estuvimos en tu casa como si fuera nuestra!
—Gracias, Renard. En verdad es un alivio, porque no conozco la ciudad.
—Me alegro que aceptes. Ponte cómodo, quítate la chaqueta. Si quieres una camisa, tengo varias. Aunque tu talle...
—Sí, es más grande que el tuyo. La vida deportiva —agregué, alzándome de hombros—. Pero me servirá para estar aquí, así no ensucio la ropa que llevo puesta.
Después de comer un poco de arroz preparado por Renard, lavé los platos. Luego, ya cansado, fui a dormir.
A la mañana siguiente tomé el subte —un subte interminable que, como víbora de mil cuerpos, se derrama bajo la ciudad uniendo todos los barrios—, y finalmente llegué a la misión de la Royal Yugoslav Army.
—Buenos días, quisiera hablar con el comandante. Me dijeron que se lo conoce como Coronel Leonard.
Esperé unos minutos, hasta que apareció un hombre bastante joven y amable. Cuando conoció el problema, se echó a reír.
—¿Dónde está el chiste? —le pregunté, bastante incómodo.
—He sido alumno del padre de Nadia —dijo—, general del ejército.
Yo estaba de parabienes: no me resultó difícil obtener el permiso de viaje para ella y para Vasiliev. También les conseguí documentos de identidad. Nadia no quería volver a Belgrado, pues ya había sido encarcelada por la delación de alguien que la escuchó criticar al Ejército Rojo. Pasados los primeros tiempos, sangrientos e irreflexivos, la liberaron porque no encontraron causas. Pero ella ya no quería regresar. Temblaba de sólo pensarlo. Además, gracias al régimen, el orgullo de ser la hija de un general del Ejército Real se convirtió en ignominia. Recordé con amarga ironía cuando los amigos de Tata me aconsejaban esconderme un tiempo, porque los aliados no permitirían que se implantara un régimen comunista en nuestro suelo...
Nadia se alojaba con otras bailarinas en un hotel céntrico de París, y los varones en una escuela de las afueras. Regresé a casa de Renard para contarle lo bien que me había ido en la entrevista y que casi tenía todos los papeles necesarios. Organizamos un plan para llevarlo a cabo dos días más tarde, después de las funciones de fin de semana.
Llegó el lunes. A las seis de la mañana bajé del taxi, cerca de la esquina del hotel. Renard me esperaría en el auto. Sobre el asiento dejé la bolsa marinera que usaba en los viajes. Ahí estaba el uniforme de enfermera de la Cruz Roja Francesa que me dieron en la misión. Me sentía valiente, dispuesto a todo. El miedo era cosa del pasado. Todos habíamos conocido la paradoja del temor: alguien con miedo está dispuesto a enfrentar cualquier circunstancia. El miedo profundo transforma al hombre común en héroe. El miedo nos eleva de nuestra condición, nos traslada a un nivel que después contemplaremos con asombro, como si todo le hubiese sucedido a otro. Eso era lo que justamente sentía yo, a punto de inspeccionar el sitio para luego regresar por mi amigo.
A esa hora, las calles vacías aún conservaban la delgada bruma de la noche que se desliza sobre el empedrado lustroso de reflejos. Algún jeep patrullando, un motor que se esfuma... Y el resto, silencio.
Pensé que habíamos elegido bien el momento para rescatar a Nadia, pues muy pronto el panorama cambiaría: los autobuses espaciados de la noche empezarían a ronronear, y el murmullo creciente de la gente invadiría la quietud transformando a París en lo que es: un animal vivo, pasional y orgulloso de su fortaleza.
Caminé los metros que me separaban de la entrada del hotel. Un farol sobre la puerta destacaba las falsas columnas que daban aire señorial al edificio. Solamente estaba abierta una de las dos hojas del portal.
Me asomé. En la recepción no había un alma. A la izquierda, un mostrador y el tablero de llaves vacío. Me animé unos pasos en medio del silencio, y verifiqué que el corredor estaba desierto. El día anterior, los bailarines habían dado dos funciones: todos dormían.
Volví a la calle para informarle a Renard, que me aguardaba impaciente. Bajó del auto, y juntos nos encaminamos. Según nuestro plan, él entró solo e hizo sonar la campanilla una vez —temía despertar a todo el hotel—. Aguardó tamborileando sus dedos sobre el mostrador. Nadie a la vista. Yo, del otro lado de la puerta, sobre el umbral, esperaba para entrar en acción.
Después de unos minutos —y ya eran las seis y cinco— vi, asomándome, que aparecía un hombre. Se abrochaba la chaqueta y ensayaba un gesto amable en la cara soñolienta.
—Buenos días, señor —le dijo Renard—. ¿Podría usted informarme el precio de una habitación doble?
—Según. Hay de 60 francos y de 80 con baño propio.
—¿Es necesario reservarla?
—Es preferible, tenemos mucha clientela.
—Sí, claro: están en muy buen lugar, cerca del metro y de la Torre Eiffel. —Y continuó Renard, como pensando—: ¿Así que 60 y 80 francos? Sin comida, ¿no?
—Sólo desayuno —aclaró el conserje—. Para comer hay restaurante a la carta.
—¿Tiene hora, por favor?
—Sí, señor, ya son las seis y diez
—¡Qué barbaridad, diez minutos de retraso!
—¿De qué habla, señor?
—Disculpe, yo me entiendo. ¿Podría usted, entretanto, ser tan amable de mostrarme el salón comedor?
—¡Pero a esta hora!
—Es que mi familia quiere homenajearme con una fiesta de cumpleaños antes de mi regreso a nuestra embajada en Tailandia. Un banquete multitudinario. Todo el mundo oficial vendrá a su hotel.
La expresión de ogro del hombre se transformó en la de un niño bueno y sonriente. De inmediato cruzó el hall y encendió la luz del salón contiguo.
—¿Qué le parece a su excelencia? —dijo volviéndose a Renard con el más amable de los tonos.
—Humm... No está mal.
—¡No está mal! —dijo el conserje, encantado, como felicitándose a sí mismo.
—Bien espacioso, y bien dispuesto todo... —Renard miraba con insistencia hacia la escalera.
Entonces se oyó la voz de Nadia, que se despedía de alguien, y mi amigo y cómplice se alejó del conserje y vino hacia la puerta.
—¡Ya sale! —me dijo, por lo bajo.
Pero el hombre lo siguió, desconcertado.
—¡Qué es esto!
—Entre otras misiones —aseguró Renard con paciente voz de misterio—, de las cuales me es vedado darle ningún tipo de información, el servicio secreto de mi país me encomendó mudar a mi hermana a la embajada: mañana, a primera hora, esta excelsa bailarina actuará frente a una delegación del sultanato de Argelia.
Yo apenas podía contener la risa.
La excelsa bailarina bajaba arrastrando dos valijas. Renard fue hacia el auto, ceremonioso.
—¿Quién es este caballero? —dijo el conserje, señalándome sorprendido.
Renard se detuvo. Y con toda la naturalidad del mundo dijo:
—Es nuestro jefe del Departamento de Mudanzas, que ha tenido la deferencia de ofrecerse como porteador de los bultos de la artista.
Me acerqué a Nadia para tomar el peso que llevaba con dificultad. ¿A quién se le ocurre, pensé, escaparse con dos valijas como si fuera de turismo? En ese momento el conserje giró sobre sus pies mientras apagaba las luces. Y atinó a decir:
—¿Quién va a pagar, señorita?
—El comisario polít... —empezó a decir Nadia, pero Renard la interrumpió.
—Mañana mismo —dijo—, cuando nuestra Gerente de Festividades se acerque a cerrar trato por el salón, se le abonará todo. Y con creces: veo que mi hermana ha sido perfectamente atendida, caballero.
El conserje no pudo decir palabra, de tan emocionado. Hizo una breve inclinación de cabeza y volvió a entrar al hotel.
El taxi estaba a unos metros con el motor encendido, listo para arrancar. El chofer abrió la puerta y puse las valijas adelante. Nosotros nos sentamos atrás. Renard, flamante diplomático, aún seguía en su papel: con maneras de dandi le ordenó al chofer que partiese, y el auto arrancó a toda velocidad.
Cuando le contamos el ardid, Nadia lanzó una carcajada.
—Renard es un actor nato —aseguré, riendo yo también.
—De cualquier modo —dijo él, pensativo— toda espera siempre es larga.
Por fin llegamos a su departamento. Al cerrar la puerta, ella lo abrazó y después a mí —y me pareció que se detuvo más tiempo sobre mi pecho—. De pronto giró, se descalzó y empezó a bailar, diciendo:
—¡Gracias, mil gracias, muchachos! ¡Ya soy libre!
Hizo una reverencia, como un final de acto, y Renard se apresuró a tomarle la mano para concluir la pequeña función. Desde la puerta la miré.
—¡Ya soy libre! —repitió, riendo.
—Falta un tramo todavía —le contesté, pero sentía que lo peor ya había pasado. Los dejé preparando café y partí en busca de Vasiliev, mi segunda misión de aquella jornada de rescates.
El encuentro con el gran bailarín sería en el andén de cierta estación de subte en las afueras de París. Como Vasiliev no podía salir con valijas pues sospechaban de todos, yo le había dado instrucciones de que se pusiera dos calzoncillos, dos camisas, un chaleco, el traje, el piloto y medias en los bolsillos.
Llegó a la estación poco después de mí. Lo vi caminar por el andén a largos trancos, volviendo la cabeza de vez en cuando. Más corpulento, transpiraba por el calor, el exceso de ropa y la emoción. Su corazón acelerado se calmó al verme, y juntos subimos al primer tren que se detuvo. Luego cambiamos de andén para ir hacia el centro, hacia la misión militar que le daría albergue hasta la mañana siguiente en que tomaríamos el tren a Bruselas.
Lo dejé en compañía del coronel Leonard, que acudió a recibirlo. Volví a casa de Renard para encontrarme con él y Nadia. Pero mi amigo ya no estaba allí.
—No sé, decidió dejarnos solos —dijo Nadia, y noté intención bajo la simulada displicencia.
Pasamos horas recordando los lugares amados, hablando de amigos, de mi casa. Su padre y el mío habían nacido en la misma ciudad, Nis. Nuestro encuentro se alimentó de recuerdos, masticábamos el pan de la nostalgia, compartíamos la misma situación y la misma ola furiosa nos empujaba.
Se nos ocurrió que sería mejor dejar el departamento y alojarnos en un hotel. Nadia salió de la casa vestida como una enfermera de la Cruz Roja; yo, disfrazado con mi uniforme norteamericano. El paso firme era lo más importante, la mirada alta y segura. Y, por supuesto, el francés impecable que los dos hablábamos desde la infancia —ella desde cuando fue becada por la reina María de Yugoslavia, madre del Pedro Segundo, para perfeccionarse en el Instituto Preobrayenskaya de París, y yo en casa con Antoinette.
Fuimos a un hotel cercano a la estación: luego de pasar la noche, esperaríamos la salida del tren. En la habitación estuvimos solos en la intimidad del diálogo y del amor a primera vista. Las palabras añoradas, dichas en nuestro propio idioma, volvían cargadas de sensaciones no sólo físicas, también volcaban su música en nuestros oídos y nos parecían nuevas. Ninguno sabía cómo era el otro, qué le gustaba o qué no; si era friolento, goloso, iracundo o tolerante y si tenía sentido del humor. Pero en ese momento lo único que nos ataba era un objetivo inmediato: ser libres. Así, por metas cortas, saltos breves, nos enlazamos los dos desconocidos que éramos. Qué haríamos después con la libertad no lo sabíamos aún.
En la estación, agitada como siempre, nos encontramos con Renard y Vasiliev. Renard dejó en el piso las dos valijas que restaba traer, y nos abrazó. Tensos, tomábamos conciencia de que era una despedida importante, de que ya no nos volveríamos a ver.
Vasiliev miraba ansioso el reloj: faltaban pocos minutos para que el tren partiera. A veces los momentos importantes se condensan en fracciones de tiempo inmedibles, como un suspiro.
Nadia, Vasiliev y yo nos acomodamos en un compartimento con una monja y una niña. El tren empezó a moverse.
—Un camino nuevo —dijo Vasiliev. Y los tres comprendimos la plenitud de esas palabras.
Al rato, el inspector ferroviario y un oficial francés nos pidieron los papeles. Todo estaba en regla. Los aliados todavía reconocían nuestro Ejército Real. Vasiliev, de origen ruso, pero al igual que tantos, ciudadano yugoslavo, figuraba como soldado que volvía al campo de ex prisioneros de guerra. Nadia aparecía como enfermera en vacaciones. Viajamos hasta que llegó la noche. El tren iba parando en todas las estaciones, y a cada ronda de inspección se nos aflojaban las rodillas. Miramos tras el vidrio el último cartel francés, Lille. Parecíamos indiferentes, pero saltábamos por dentro. Cuando el tren arrancó de la vieja estación de paredes agrisadas, nos abrazamos los tres: lo habíamos logrado. La monja dejó su rosario para preguntarnos qué nos sucedía: del silencio habíamos pasado a la alegría y a los besos y abrazos.
—Ya el tren no se demorará hasta tocar tierra belga en Tournai —dije, y la respuesta la habrá dejado un tanto confusa, pero no insistió.
Tournai. Y cerca de dos horas más tarde, el lugar de la libertad.
Al día siguiente, ya en Bruselas, nos enteramos: toda la prensa parisina había publicado el secuestro de dos primeros bailarines de la ópera de Belgrado. Figuraban sus nombres y sus trayectorias.
Les alquilé a mis secuestrados habitaciones en un hotel, y yo volví con Petar.
Copyright © | Livia Felce, 2005 |
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Por la misma autora | |
Fecha de publicación | Noviembre 2007 |
Colección | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n274-17 |
Es un placer encontrar de nuevo el inicio de una novela luego de haber disfrutado los magníficos cuentos que has publicado en Badosa.
He tenido la gran suerte de leer relatos de la señora Livia Felce y realmente estoy encantado con la lectura y esa forma tan profunda de contar esa historia de ese joven en La noche sobre Europa me fascinó. Sólo pude leer hasta el capítulo IV, pero espero publiquen pronto más capítulos pues estoy deseoso de continuar con esos relatos verídicos sobre ese joven y sus periplos en busca de sus ideales. Gracias por tan gratificante lectura y hasta pronto,
(Opinión sobre el capítulo V.) Es muy interesante la descripción de los sentimientos de todos esos personajes. Siga, va por el buen camino, aunque sobre decírselo...
Hace un mes, leyendo a San Juan de la Cruz, encontré entre sus versos místicos este final de estrofa: «se dexa maltratar en tierra ajena / el pecho de el amor muy lastimado» y se me ocurrió que con inmensa ternura pintaba el sufrimiento de quien se veía separado de Dios, pero que ese sentimiento era también el de tantos seres que emigran por guerra o por hambre y se dejan maltratar en tierra ajena con el pecho del amor muy lastimado. Me propuse entonces escribir un relato y usarlos de epígrafe.
Hoy leí su novela, ya conocía sus relatos breves,y me atrapó desde la primera línea hasta el final del capítulo 10 (Éste era el último capítulo publicado en el momento en el que se recibió esta opinión). Le confieso: ya no siento la necesidad de construir mi narración: estoy seguro que encontré esos versos para regalárselos a usted (a pesar de no ser míos) como agradecimiento por la emoción transmitida.
La historia que narra la Sra. Felce es tan real tantas veces que parece que es un poco un pedazo de cada vida... Me hace reflexionar y aprender del personaje.
La señora Livia Felce es dueña de un estilo propio y ameno. Sus relatos están formados por pinceladas cromáticas, plasmando un cuadro de la vida real.
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