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La noche sobre Europa

La libertad

Capítulo XVIII

Livia Felce
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M-4 tank, Ft. Knox, Ky.  (LOC)

Volví a ver a mis amigos, Petar y George. Ya no éramos los tres mosqueteros: devaneos y frivolidades habían quedado atrás. El futuro era difícil, y teníamos que sacar de nosotros aquello para lo que nos estuvimos preparando. Cada uno debía dar su fruto: la espiga, espiga; el limón, limón.

En la primavera europea soplaban vientos de tormenta. No todo era florecer, aligerar la ropa, estar contentos porque íbamos progresando.

El acuerdo de los aliados para repartirse Alemania en dos y Berlín en cuatro zonas de ocupación estaba a punto de zozobrar. Tarde se dio cuenta Roosevelt de quién era Stalin: a pasos de la muerte cuando conferenciaba en Yalta, no tenía energía para enfrentar al astuto y codicioso georgiano. Una alianza enmascaraba el expansionismo soviético. Esta ventaja se la permitió la ineptitud de la política norteamericana. Tarde y con amargura lo vio Churchill. Y lo único que pudieron evitar los aliados fue darle participación en la ocupación de Japón. La URSS le declaró la guerra al Imperio del Sol Naciente una vez que el «Enola Gay» dejó caer la primera bomba atómica la clara mañana del 6 de agosto. De Hiroshima sólo quedaban unos muros de cemento y calaveras diseminadas entre las ruinas. Los mutilados sobrevivientes apenas podían comprender que de pronto había caído el infierno sobre ellos. Mientras, Truman, que reemplazaba a Roosevelt fallecido, tomaba sol en la cubierta del «Augusta» esperando la noticia. Se levantó un viento de 1.200 kilómetros por hora que devastó a miles de seres humanos, entre muertos, desaparecidos y deformes. Un hongo se elevó enorme y lapidario, subió como un rugido hacia el viento que seguiría derramando muerte. Y Truman sonreía.

Los japoneses no creían en su derrota: los norteamericanos nunca podrían matar a los cien millones de habitantes que eran. Sin embargo, un día escucharon por primera vez a Hirohito. En las ciudades y aldeas destruidas, la voz del emperador pedía por los parlantes que cesara la lucha. El pueblo lo aceptó. No así muchos ministros y generales, que optaron por el suicidio. Era el fin de la demencia. La delegación japonesa firmó la capitulación frente a los aliados; fue a bordo del portaaviones «Missouri», el 2 de septiembre de 1945, una mañana soleada. El orgullo del Japón quedó mortalmente herido, y dos ciudades conocieron la experiencia atómica.

En la primavera de 1948, Stalin bloqueó Berlín, impidiendo que llegara abastecimiento a las tres zonas aliadas: la ciudad estaba en territorio oriental, y Stalin dio por sentado que le pertenecía, como el resto de Europa por donde habían pasado sus tanques. Pero los norteamericanos establecieron un puente aéreo para aprovisionar la ciudad. Como una mecha encendida, el pánico se propagó. Los refugiados temimos una tercera guerra, y pensamos en escapar de Europa, la civilizada, la cuna del arte, la fuente de Occidente. También de la barbarie. Ya no sentíamos los pies sobre tierra firme. Nos parecía que otra ronda de muerte comenzaba. Otra demolición. Siempre se iniciaba así: un conflicto que se agranda y que abarca a cien naciones. En esta guerra habían intervenido más de cien millones de hombres, y murieron más de sesenta.

No podíamos resistir tanto espanto. Decidimos emigrar.

Fui al consulado de Sudáfrica —teníamos amigos en ese país— para tramitar la emigración. Varios de nosotros deambulamos por embajadas.

Un día, caminando por Bruselas, encontré a Mladen. Me dijo que pronto partiría para Argentina. Alentados por él, fuimos a la embajada y formulamos el pedido. El trámite que saliera primero sería nuestro destino. Y fue el de Argentina.

No sabíamos español. Íbamos a la buena de Dios, sin dinero, sin amigos, sin idioma. Dejé la universidad en mitad de la carrera. Tata, su oficina y sus amigos. Cada uno, lo que había logrado. Y abandonamos Bruselas, tan hermosa y tan cálida con nosotros. Era doloroso abandonar todo otra vez. En Bruselas hubiera terminado mi carrera de Derecho y habría empezado desde otro lugar, más acorde con mis aspiraciones de justicia: el alumbramiento de las conciencias en una tarea de modificación social. Tal vez habría podido llegar a desnudar las tramas de los acuerdos y ambiciones que mantienen al borde de la muerte a millones de personas, como juguetes de unos pocos. Ahora se interrumpían otra vez los sueños. ¿Desde dónde tendría que volver a empezar? Desde la nada. Otra vez náufrago. Otra vez óstrakon.

Tomamos el tren para París, en viaje a Marsella, de donde salía el barco «Campana» para Buenos Aires. Antes, nos despedimos de París, de la ciudad de cielo amplio y monumentos palaciegos con techos de pizarra. Nos despedimos de su encanto sobrio y romántico, que penetra como imagen inolvidable. Vimos el Sena por última vez y lamentamos no poder comprar una postal.

Marsella. Caminábamos por sus calles esperando la hora de embarcar, cuando nos saludó alguien de sonrisa amplia y dientes perfectos: era Victoria, que junto a su marido y una hija pequeña también viajaba con el mismo rumbo. Subimos con tristeza al barco: otro desgarro en tan pocos años. Desde el muelle, la ciudad se alejaba como una masa compacta y pareja. La bruma iba envolviendo los perfiles y flotaba algodonosa, elevándose a la distancia. Las sirenas penetraban el aire del mar y revolvían los corazones ansiosos por conocer el lejano puerto de arribo.

Mladen me había dicho que allá, en Buenos Aires, la vida sería más fácil. La guerra no llegaba hasta esos confines de la geografía. Buenos Aires era un lugar distante; tal vez una parte del mundo que ofrecía refugio porque tenía pocos habitantes, pero no sabíamos nada más. La vida nos transplantaba toscamente, nos ponía en otro suelo, nos provocaba para ver qué hacíamos para sobrevivir. Para ser inmigrante hay que tener algo de conquistador, cierta fortaleza para afrontar el riesgo, intuición y mucha suerte. Pero lo más importante: verse obligado a abandonar lo que se ama, y ésa es una cicatriz a fuego que no hay distancia que cure.

El barco era para inmigrantes. Cuchetas. Comida común. Todo para la misma gente: la de los refugios, la de los comedores de la Cruz Roja y los pobres evadidos de la muerte; para nosotros, arrojados a la ventura bajo el mismo sol que nos vio en días mejores, cuando nuestro perro Jacky nos lamía las manos al llegar a casa. O los amigos, que venían de improviso para cantar, tocar el piano o escucharme desafinar con el saxo. Todas las melodías del pasado eran nuestra melodía. Todos los chispazos del recuerdo eran nuestro bagaje. Siempre estábamos partiendo. No había llegada. No había puerto. Uno siempre busca y parte: hacia la experiencia, hacia uno mismo. Hasta verse con otros ojos. Cuando lo que queda es un poco de pena por uno mismo, por lo que no fue, por lo que soñó sin saber si estaba habilitado para ese sueño. Cuando lo que queda es una profunda tristeza por lo que todavía se ama.

Entonces aparece la figura distante y protectora de una madre que nos dio caricias y consuelo cuando algo nos apenaba. Ella ahora quedaba tan lejos, tan sola como yo, pactando cada día la fuerza justa para arribar a la noche y entregarse al pequeño olvido del sueño. Su última carta aseguraba que «todo está en orden». ¿Qué era «en orden», cuando todo se había roto en mil pedazos? Decía que le gustaría comprarse un tapado, pero que estaba fuera de su alcance; que Bob ya se había recibido de médico, pero que apenas ganaba porque era empleado del Estado; que la delgadez le sentaba bien.

Tal vez, pensé, algún día pueda regresar a ver lo que quedó de mi país. Además del lonjazo del tiempo, Belgrado sufrirá por el cambio de las ideas. Las ciudades responden, como los rostros, a los pensamientos de quienes las habitan. La ciudad irá cambiando de piel.

Mientras, uno se quedó anclado a una imagen que ya no existirá. ¿Valdrá la pena confrontar un día el recuerdo con la realidad, cuando el recuerdo está envuelto en la niebla y muchos recién salimos de una larga noche?

Por ahora dejamos para siempre otro país, una parte de la vida. Quedó cada padre con un hijo en continentes distantes. Como si un terremoto hubiera partido la tierra. Como si una grieta profunda no dejara ver la otra orilla.

FIN
Agradecimientos

A Marcelo Di Marco y Nomi Pendzik, primeros lectores del manuscrito, a quienes agradezco los consejos y atinentes aportes en la etapa de corrección de la novela.

L.F.
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Copyright ©Livia Felce, 2005
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Fecha de publicaciónEnero 2008
Colección RSSNarrativas globales
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