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Un suceso lamentable

Ricardo Mena Cuevas
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Bertrand Russell, en un pasaje que no le merece («On History», Philosophical Essays, 1966), sostiene que «sólo el pasado es inmutable y que sólo lo muerto existe plenamente, dada su desvinculación del Tiempo». Entiendo que Russell se equivoca, ya que la experiencia demuestra que todo pasado remembrado, vive merced a un presente que lo recuerda y, por tanto, tergiversa. No declararé que mi historia es fiel reflejo de lo ocurrido, por tanto, ni pretenderé decir que he sido imparcial y objetivo, pues ello implicaría desconocer mi naturaleza, e ignorar que la posesión de una conciencia implica la imposibilidad de la omnisciencia. Los hechos ocurrieron, y como hechos históricos ya son inmutables; no así su exposición y recreación, donde interviene esa imaginación que es «la gran unificadora de la humanidad», como declaró el desprendido George Santayana en su momento (Interpretations on Poetry and Religion, 1900).

Hace un año, el destino obligó a un hombre a identificarse, como, en algún momento de la vida, todos somos llamados a hacerlo. Volvía de su trabajo cuando le asaltaron en una esquina lacerantes gritos de pánico; arrojado en la escena del latrocinio, lo hirieron aquellos odiosos ojos del agresor que arrastraba a aquella mujer indefensa hacia las tinieblas de un portal de pesadilla. En el instante infinito de aquel momento desgarrador, la hombría de aquel hombre pugnó por cumplir con su destino, que hubiera sido la lucha y (casi con total seguridad a tenor del resplandor de aquel puñal) la muerte; prefirió vivir, aun bajo la forma del otro, del cobarde. Se dijo que se marchaba en busca de ayuda. La mujer desapareció sin dejar rastro a la zaga del olvido.

Dos meses después se enfrentó decididamente al espejo que duplicaba a su vil suplantador; seguro que masculló que aquel cobarde no merecía la existencia, por lo que no temió, esta vez, afrontar el destino y dispararle en la cabeza. Aventuro otra hipótesis menos grata en aras de la completitud: que el disparo lo efectuó el otro, el cobarde, para librarse de los remordimientos que le causaban los recuerdos del aguerrido y honesto; el hecho de que el espejo ensangrentado se desgarrase en dos, posibilita, metafóricamente, ambas teorías.

La prensa, al día siguiente, declaró que un hombre de cuarenta años se había suicidado debido a una depresión, lo cual, aunque no es falso, sí supone, en mi opinión, ofrecernos la fatuidad de una común causa próxima (i.e. la depresión por la que se quitó la vida), sin haber bosquejado, siquiera mínimamente, la sorprendente y más insondable causa eficiente (i.e. recuperar su identidad frente al suplantador). Aquel hombre, acepto lo absurdo de la paradoja, se quitó la vida, pero no se suicidó. Fue un homicidio premeditado y vengativo, sin duda; un suceso lamentable que se habría evitado, huelga decirlo, si hubiera sido capaz de olvidar que había huido aquella noche deshonesta.

No cabe duda que muchos hombres, si no olvidaran sus infamias, no se enfrentarían a los espejos: no se reconocerían.

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Copyright ©Ricardo Mena Cuevas, 2007
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Fecha de publicaciónJunio 2007
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