Acudimos en cuanto estuvimos listos.
Un sargento, tres camilleros y yo al mando. Empujando aquel carretón con ruedas, que había servido para trasladar a tantos desgraciados (y que seguiría sirviendo, para catástrofe de todos, aunque yo no lo sabía). Corrimos calle abajo, traqueteando, vibrando el maldito carro-camilla en las piedras brillantes, lisas de la calzada.
Nos habían comunicado que cerca del mercado un grupo de hombres estaban maltratando, apaleando, a un pobre religioso.
Algunas personas quedaban aún con el suficiente coraje, o viso de humanidad y de vergüenza, para tratar de evitar o mitigar en lo posible el baño de sangre que paulatinamente iba en aumento. Las autoridades locales ni podían, ni sabían, ni querían responsabilizarse de unos hechos que avergonzarían en otros tiempos o épocas, quizás en otros países.
De todas maneras era más seguro permanecer al margen, no enfrentarse con las turbas, con las minorías fanáticas, ebrias de poder, del poder real de la fuerza. Las autoridades sabían que de ello dependía su posición, posición que, en los tiempos que se avecinaban, podía ser su seguro de vida. Y así, sin dar la cara, sin arriesgarse, nos utilizaban a nosotros para lograr lo que ellos oficialmente no eran capaces.
Confiábamos en que nuestros uniformes se impusieran sobre los descamisados, por un último reflejo de respeto hacia aquello que significaba «mando». Al fin y al cabo, su vida, la vida de aquellos desharrapados, había sido un continuo obedecer y agachar la cerviz, humillarse aún antes de que el cacique, el señorito, el patrón, amagasen el latigazo, el despido o la denuncia a la Guardia Civil.
La calle se desbocaba cuesta abajo y era difícil controlar la camilla. A ambos lados de los camilleros el sargento Suárez y yo aumentábamos el paso, al ver allá en lo bajo la escaramuza. Esperábamos llegar con el tiempo de rescatar la vida del infeliz.
La calle estaba sola, con esa soledad que da el peligro. Ni en las puertas ni en las ventanas se veía a alguien. Cerradas. Pero sabíamos que no lo estarían tanto como para no ver, paso a paso, lo que sucedía en el exterior y en qué pararía aquello.
Aún se hacía más ancha de lo que era.
Los cinco pertenecíamos a la Brigada Local de la Cruz Roja.
Éramos soldados voluntarios, que habíamos entrado en la Institución siendo muy jóvenes. Mayoritariamente, de acuerdo con las ordenanzas, se nutría este voluntariado de albañiles, peones y, en general, obreros manuales. Gentes sencillas y sin apenas cultura, pero que sentían en su interior el afán de hacer algo por los demás, fuera de la vigente ola de demagogia, de violencia arbitraria y sin sentido. Nos unía un amor desmesurado al Instituto, un sentido estricto de la disciplina y el orgullo de vestir el uniforme de soldado voluntario de la Cruz Roja. Paradójicamente, íbamos a enfrentarnos a hombres de nuestra misma clase, de nuestro mismo orden social. Bien es cierto que yo había llegado a oficial por algo que me convertía en cierto modo superior a los otros. Era un trabajador especializado, un linotipista, lo que me confería una reconocida categoría cultural. Realmente yo me sentía superior y con la suficiente dote de mando como para dirigir a mis hombres, dirigir la Brigada. Y así se me reconocía.
Al hombre lo tenían arrinconado en el quicio de una puerta.
Derribado en el suelo, era incapaz de una mínima defensa, salvo esa postura fetal que adoptamos en las ocasiones de mayor peligro. Las patadas y los culatazos eran administrados a discreción por cinco hombres, dos con mono de miliciano, que intentaban arrancarlo de allí. Una fuerza irracional, de conservación primaria, lo mantenía adherido a la piedra del escalón, al batiente de la puerta, con una asombrosa energía. Era una fiera, un toro ya malherido que se niega a morir, a dejarse arrastrar, y se arrima al burladero buscando la protección de una madre invisible. Contribuía más a dar esta sensación su sotana negra, arrugada, rasgada y llena de polvo.
—¡Bueno, apartaos que ya se hace cargo de él la Cruz Roja!
Penetré entre el grupo dando órdenes, intentando imponerme desde el principio. Hice ostensibles las insignias de oficial y el brazalete blanco con la roja cruz en el centro. Enfrascados como habían estado en rematar al infeliz, no se habían dado cuenta de nuestra llegada, aún cuando el carretón hacía un ruido infernal. Se paralizaron, entre la sorpresa y el estupor. Había que aprovechar esos instantes.
Tenía sangrando la cabeza, con una gran raja en el lugar donde se marcaba la tonsura. Habían dado en el blanco. Con aquella señal, poco ocultable, todos los curas serían localizados fácilmente. La cara apenas se la pude ver, oculta entre los hombros y llena de sangre. Me agaché y lo agarré por la sotana. Con energía tiré de él para incorporarlo.
Suárez se arrimó a mí, tratando de ayudarme y, a la vez, protegerme de posibles reacciones de los facinerosos. Otro de los camilleros, mientras los compañeros colocaban la camilla, charlaba con dos de los sujetos. Seguramente los conocía, aunque no estaba yo para pararme en esos detalles.
En todos los momentos en que las masas se desbordan —siempre que los violentos toman la iniciativa—, es inevitable que personas que en su devenir cotidiano no serían capaces de una mala acción —ni siquiera de pensamiento—, se dejen arrastrar en el torbellino, unas veces inconscientemente, otras con la conciencia de arrimarse a los que en esos momentos llevan la voz cantante para salvarse, diluirse y pasar desapercibidos y no ser tachados de colaboracionistas o flojos o, por esos mismos motivos, demostrar que, en cuestión de ser algo, ellos lo son como el que más. Seguramente alguno de los que ahora hablaban con el camillero Martínez, conocidos de él, trataba de justificarse ante lo injustificable.
Esta relajación nos sirvió para subir al cura a la plataforma de la camilla y taparlo con una manta. Al iniciar la salida uno del grupo, dándose ya cuenta de que perderían la presa, intentó bloquearnos. Pero ya tenía la partida perdida pues los demás, saciados sus instintos unos, avergonzados los más, no secundaron su movimiento.
—¡Venga, iros a casa que esto ya se ha terminado!
Empujé de lado al matón y salimos con paso rápido cuesta arriba. En lo alto de la calle un cielo gris, de claridad intensa, recortaba las torres de las iglesias nítidamente, con una limpieza de líneas y una precisión que solo en los días de tormenta, en los momentos anteriores y luego después de descargada, se podían ver.
Como el valle.
Aquel valle esplendoroso, pleno de olivares, de viñedos, de campos de cereal, de cortijos. Conjunto de masas y de colores de variedad infinita entre el amanecer y el ocaso. Sólo la contemplación de aquel trozo de tierra, ínfimo en un mapa, pero un mundo completo para los que allí habitábamos, era suficiente para despertar, en las tardes sosegadas, múltiples sensaciones, impresiones, pensamientos.
No podía yo menos que preguntarme sobre los sucesos que acaecían. ¿Cómo habíamos podido llegar a esto?, ¿qué clase de infortunio había caído sobre nosotros para merecer tanta desgracia? No he sido fatalista en mi vida y mi racionalidad siempre me forzaba a buscar una explicación más lógica, sencilla o afortunada de los acontecimientos tanto personales como externos a mí. Llegaba a la conclusión, por otro lado amarga, de que el error de los políticos nos había conducido a la triste situación actual. Pues luego de haber superado las graves crisis de principio de siglo, después de haber contemplado cómo Primo de Rivera enderezaba el país generando un programa populista —que se encargaron de aligerar los de siempre— luego de que descargadas todas las culpas de los males en la cabeza de Alfonso XIII y la tan ansiada República llegara... ¿qué habíamos conseguido?
Ahora declarábamos en voz baja y con añoranza la bonanza de los tiempos que en nuestra comarca se generaba trabajo para todos. La construcción del ferrocarril, los nuevos regadíos, la mejora de las vías, el fomento de la instrucción pública, ¿dónde quedaban ya? El desinterés de los nuevos poderosos, la lucha de influencias, la arremetida de la reacción,1 que siempre vivió a costa de la miseria general, el partidismo zafio, negro y no negado, solo para recibir las consignas de afuera y aplicarlas a rajatabla en perjuicio de todos. Eso nos llevaba sin remedio al caos actual y futuro.
Entrando por la estrecha calle donde teníamos nuestra sede pudimos aflojar el paso y respirar, tratando de sosegarnos. Sudaba. La Cruz Roja, llamada también Casa de Socorro, pues esa función municipal ejercía, estaba albergada en un antiguo palacio de los que tanto abundaban en la ciudad, de portada renacentista, del arquitecto Vandelvira, serena y bella en su traza y hechuras. Sus piedras areniscas, de un dorado clásico, estaban arruinadas por la humedad y los elementos. El esplendor adivinado, que aún se sobreponía a la adversidad, luchaba denodadamente por no perder la belleza de sus atlantes, la filigrana de sus escudos, la proporción de sus líneas, comidas y perdidas por el desmoronamiento, el maltrato, el tiempo.
Había sido la morada de los miembros de un linaje local, enriquecido con el comercio de Indias, que perdida la descendencia directa a la segunda generación se decidieron, tal vez para justificar los pecados cometidos allá en el Nuevo Mundo, en ceder el inmueble a una orden religiosa de las muchas que desde aquellos siglos inundaron nuestra España para mal de nuestro progreso. Acostumbrados como estamos a arreglar un mal con otro peor, la Desamortización del XIX nos llevó a cambiar monjas —tan limpias y cuidadosas ellas— por soldados de caballería. Cuando, en la Dictadura del general gaditano, el Ayuntamiento se hizo cargo del edificio, poco quedaba para que cayese desmoronado. Sólo la fachada —como tantas fachadas de un pueblo acostumbrado a solo eso, fachadas— mantenía a duras penas su porte. De tan noble como era se negaba a caer, sin previo aviso, sobre los transeúntes que a diario pasaban por su frente. Una urgente obra y remodelación del caserón permitieron que se le destinara a Casa de Socorro y que la Asamblea Local de la Cruz Roja se instalase en el mismo. Por cierto, la Asamblea, ahora, se había transformado en Comité.
Ya nos esperaba el practicante, José Sepúlveda, que estaba de guardia. Le practicó las primeras curas con presteza, sabiendo que en un tiempo sería imposible trasladarlo al hospital. Por ello, confirmado que todo era mal de traumatismos externos salvo rotura del brazo izquierdo, sin lesiones aparentes de carácter interno o al menos de gravedad extrema, se instaló al sujeto en una de las camas preparadas para estas ocasiones y en estos días de revolución, confusión y desgracia.
Pocas cosas eran respetadas ya.
De esas pocas, la Cruz Roja tenía el suficiente prestigio, ganado heroicamente, para ser considerada como una isla, una tierra de refugio no violable. Ello nos permitía estar a salvo de visitas, requisas, investigaciones y asaltos. Más aún, de violencias con nuestro personal y con los que se encontrasen bajo nuestro techo. Se habían utilizado nuestros servicios por lo unos y por los otros.
Los fascistas, los caciques, los considerados enemigos del pueblo, a veces buscaron refugio personal o de bienes en nuestros locales, hasta que lograban trasladarse a zona segura; o por ser demasiado impacientes, ser pescados en la calle. El poder socialista del pueblo, los rojos, sabían de nuestra disposición para ayudar. Nos usaban de tapadera para salvar a los que ellos no podían directamente. También servíamos para recoger, de cualquier cuneta, en los amaneceres húmedos y fríos, el cadáver de algún ajusticiado en un paseíllo2 nocturno.
Nos manteníamos en guardia, un retén al mando de un oficial o suboficial, permanentemente. Eran días de agitación y miedo.
Con las manos húmedas, secándoselas cuidadosamente, entró Sepúlveda en el cuerpo de guardia. Allí estábamos charlando los que habíamos salido a la calle y el ordenanza Paco. Paco vivía con su mujer en el edificio y cuidaban del mismo. Cuando, como en estos tiempos, había gente permanentemente, su mujer hacía la comida para todos. Lo comido por lo servido —según Paco—. Eran unas excelentes personas.
—¡Bien le han dado, pero no tanto como hubieran querido! —dijo Sepúlveda—. Le he tenido que dar veinte puntos en la almendra,3 en la misma diana. El brazo se lo rompieron a la altura del codo, mala cosa de arreglar si no se hace bien. Se lo he inmovilizado pero hasta que el cirujano no lo vea en el hospital no sé si podrá tener el brazo otra vez en condiciones. Lo demás son magulladuras, cardenales y esollones4 sin importancia, pero dolorosos. Como es muy joven, hará encarnadura rápidamente.
—¿Pero no es un cura? —preguntó el camillero Luis.
—¡Qué va, es un aprendiz de cura! Es del seminario —dijo Sepúlveda.
—¿Del seminario?, ¿qué hacía en la calle?
—Ya me extraña, ya, que con estos tiempos revueltos, y más cuando se la tienen jurada, sean capaces de asomar las narices —expresó Suárez, alias «el Tizne».
Entonces Martínez, que había permanecido callado desde que levantamos el vuelo con el herido, nos inició en lo sucedido:
—Se avisó en el arrabal que por la mañana habría un asalto al seminario, buscando fascistas. Para no perder el tiempo algunos escalaron las tapias traseras y, desde dentro, abrieron las puertas. La marea de gentes arremetió contra todo lo que se puso a su alcance. Empezaron a agarrar curas. Pero, en vez de entregarlos, los arrojaron por las ventanas. Como los del seminario vieron lo que estaba sucediendo, no pensaron sino en escapar por donde pudieran. Mi vecino Juan Manuel, el que habló conmigo, viendo la cara que ponían las cosas intentó irse, pero dos perros muertos lo agarraron para que persiguiera a un escapado. Como la sotana negra lo delataba fácilmente, aunque corría bastante, lograron localizarlo. Dispararon al aire, pues la intención era pillarlo vivo. Y hasta el lugar en que lo vimos lo llevaron arrastrándolo y golpeándolo.
—¿Entonces hay una carnicería en el seminario? ¡Por eso nos dijeron que se preparaba algo para hoy! —exclamé entre asco e indignación.
—¿Cómo no nos han llamado desde allí? —preguntó Suárez.
—Posiblemente porque aún no han terminado la faena. Cuando queden sólo los cadáveres, entonces nos llamarán para recogerlos. Ese infeliz puede decir que ha tenido suerte —dijo el practicante.
Salió el conserje y volvió al punto con su mujer. Nos dijo que el herido dormía tranquilo, aunque se quejaba intermitentemente. La buena señora venía con los ojos enrojecidos: la juventud del seminarista la había enternecido.
—¡Es que no hay derecho a encebarse5 con estos críos, que ellos no han hecho nada!, ¡si al menos cogieran al obispo...!
Salí al patio. Respiré hondo.
Me era incomprensible lo que estaba sucediendo, lo que sucedería. Por más que lo pensaba no encontraba más que sinrazón, miseria y esperpento en el estado en que vivíamos. ¿Era esto la sociedad igualitaria que nos habían prometido? ¿La sociedad justa? ¿El poder de los trabajadores se traducía en las acciones más innobles, más violentas y viles? ¿La búsqueda de los enemigos de la República se limitaba a matar a los infelices, a quemar las iglesias...? ¿Y los políticos vendidos a los caciques, corrompidos hasta la médula? ¿Y los terratenientes de la comarca, aquellos que habían abusado de su poder secándole provecho a la miseria del pueblo? ¿Y los comerciantes que acaparaban sin escrúpulos las pocas subsistencias de que disponía la población? ¿Dónde estaban, cuándo los colgaban?
Desde luego no era así como se había prometido la regeneración del país, ni así como la llevarían a cabo. Vislumbraba, aún sin certeza, que estos males acabarían con el régimen, que eran los que allanaban el camino al triunfo reaccionario. Y lo temía.
Pero me callaba. Estas reflexiones las hacía para mí. Era peligroso en tiempos así expresarse con sinceridad ante cualquiera. Callar, no ver ni oír, aunque se le cayese a uno el alma de vergüenza.
Sin darme cuenta encaminé mis pasos hacia la habitación donde dormía el joven.
Abrí la puerta. En la oscuridad sólo el rectángulo de la luz de la puerta abierta permitía ver algo. Daba directamente sobre la cama. Entorné el batiente. Me fijé en la cara del chaval, morada en diversas zonas, con un labio reventado, hinchado, que le daba un aire canallesco. Una venda le cubría toda la cabeza, hasta casi las cejas, manchada de sangre. Tapado hasta el cuello, se adivinaba un cuerpo bastante desarrollado, no precisamente débil o frágil. Su respiración era acompasada. Sólo al intentar moverse se le marcaba un gesto de dolor intenso. El olor a alcohol y a yodo era profundo, mareaba.
Salí.
Copyright © | Mariano Valcárcel González, 2006 |
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Fecha de publicación | Agosto 2007 |
Colección | Narrativas globales |
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