Que las cosas estaban mal era evidente.
El nerviosismo, la propaganda incesante, los registros y detenciones se multiplicaban. Era tiempo de miedo, de desconfianza.
Como el control descontrolado de la calle lo tenían los más exaltados, los que valiéndose del terror imponían su ley, los que así evitaban marchar al frente, los que habían robado objetos valiosos de casas e iglesias y que necesitaban demostrar su incondicionalidad a la Revolución, los demás del pueblo vivíamos en continuo peligro, por sus arbitrariedades. Nadie estaba libre de que en cualquier momento, levantada una verdad o una calumnia, acudieran a tu casa a detenerte. Por sus mentes circulaban los fantasmas de la llamada quinta columna,1 los fascistas, los curas escondidos, los estraperlistas, no dejándolos dormir.
Una noche ya avanzada oímos llegar un vehículo a la calle.
Se detuvo unas casas más arriba, chirriaron sus frenos y se oyó que bajaban algunos hombres. Por lo tardío y por las características no dudamos ni un momento de que se tratara de unos milicianos buscando algo o a alguien. Obraban al principio en silencio, como queriendo pasar desapercibidos. En las sombras de la calle pudimos ver sus formas, alrededor de la camioneta. Brillaban los cerrojos de sus fusiles. Desde la ventana del cuarto de estar, tras las cortinas y con la luz apagada, observábamos la escena mis hermanas y Leonardo, al que habíamos llamado. Mi padre dormía.
Aquellos hombres avanzaron hacia una casa de puerta recia, con dintel de cantería labrada, antiguo, donde vivía una familia de campesinos. Dos de ellos se colocaron al frente, armando sus fusiles. Sonó siniestramente su metálico cerrojo. Los otros empezaron a llamar, primero con relativa calma, luego, conforme pasaba el tiempo, se impacientaron. Arreciaban las llamadas, aunque no hablaban ni gritaban. La dureza de los golpes indicaba que los hacían con las culatas de los mosquetones. Alguien al fin les abrió o ellos mismos lo lograron.
Se empezaron a oír gritos, chillidos de mujeres, llantos de niños.
Leonardo sudaba. Noté en su cara el terror. Se aferraba a las cortinas, hundiendo sus dedos en las palmas de las manos. Los ojos los mantenía abiertos, desmesuradamente abiertos, sin pestañear. Le agarré el brazo, apretándoselo contra mí. Le temblaba el cuerpo, como a nosotras.
Salieron, arrastrando por los brazos a un hombre. Era el tío Manolico, que así se le conocía cariñosamente en toda la calle. La mujer, que pretendía seguirlos, fue rechazada sin contemplaciones. Sus parientes o hijos la agarraron. Los gritos de la pobre eran desgarradores. Pero peor aún era oír al hombre.
—¡Vecinos, que me matan! ¿No hay quién me ampare?
Implacablemente lo llevaron al vehículo, empujándolo dentro de la caja, con violencia. Subieron rápidamente unos a la misma y otros a la cabina. Sus súplicas nos retumbaban en los oídos, se nos metían en las cabezas, con dolor. Llorábamos.
Pero nadie movió un dedo.
La camioneta arrancó ruidosamente. Se fue perdiendo poco a poco su sonido, lentamente, como si se quedase pegado a las paredes de las casas para recordarnos el horror, para acusarnos de nuestra complicidad. Por la mañana, en cualquier cuneta, encontrarían al tío Manolico con unos tiros encima, sin que nadie se responsabilizara del crimen. Sin que nadie intentase averiguar lo que pasó y sin que nadie, ni nosotros, denunciase a los autores. Era tiempo de muerte y de silencio.
La arbitrariedad se constituía en dueña y razón de los actos.
Al vecino lo habían matado y nos enteramos de ello después por hacer algún comentario sobre la honradez de algunos mandos populares.
En la ciudad, por ser de retaguardia, había siempre gran trasiego de soldados y de jefes. Aquí radicaba el Mando Operativo de algunas de las brigadas y columnas que cubrían el sureste peninsular y parte del centro. Era ostensible el buen vivir de algunos de los que detentaban altos grados, no privándose de automóvil personal, milicianos o soldados a su servicio, abundantes víveres y demás extras que gozaban por sus cargos. Vivían en casas señoriales o palacios requisados o abandonados por sus dueños. De escándalo eran las juergas y orgías que, se decía, se corrían tanto jefes de columna como comisarios políticos.
Las putas abundaban tanto como los piojos. A su vera medraban los que se habían beneficiado de los robos y requisas de palacios e iglesias. Tanto y tan bien lo hicieron que, años después y pasada la contienda, algunos de los recepcionistas de estos bienes pudieron llevar una vida honorable como dueños de importantes negocios y empresas.
Me acordaba, y así se lo conté al huésped, como al poco tiempo de proclamarse la República hubo un asalto a la iglesia que había en la calle de al lado.
La iglesia ocupaba un gran solar y era muy antigua, «gótica», me diría él. Tenía dos puertas de entrada con arcadas puntiagudas, una al mediodía y la otra al poniente, sobre todo esta última, rematada en un ventanal circular. La filigrana labrada en la piedra era de mérito, con figuras de santos adosadas a cada vano, muy finamente realizadas.
El templo tenía una nave amplia, larga y alta, sostenidas sus bóvedas por gruesas columnas que se abrían como palmeras, enlazando sus ramas y trazando una bonita malla en el techo. El altar principal, al fondo, subido en un imponente graderío de trancos muy amplios, se rodeaba de un vistoso retablo muy antiguo, donde el polvo no lograba ocultar los oros viejos que recubrían las maderas y las pinturas que se escondían tras lo oscuridad de siglos. Unas vidrieras laterales dejaban penetrar la luz que, pasada por sus cristales, se descomponía en múltiples y pequeños rayos de diversas coloraciones.
Gruesos candelabros de plata, muy ennegrecida, flanqueaban el alto altar. Completaba este espacio un atril de lectura, donde había un grueso libro, labrado y cincelado en bronce sobredorado de admirable perfección. La leyenda decía que en ese atril había leído un famoso predicador dominico, que tenía consideración de santo.
A cada lado de la nave principal discurrían otras dos naves más estrechas; y en sus costados se distribuían las capillas particulares, mandadas construir por diversas familias nobles, más o menos vistosas según los recursos de sus promotores. Había dentro de las mismas imágenes de Vírgenes, Cristos o santos, algunas de las que sacaban en procesiones, de diverso valor o mérito, pero casi todas antiguas. El acceso a estas capillas se cerraba mediante rejería en hierro, o bronce, muy logradas las más.
Los confesionarios y los bancos de madera llenaban el espacio de la iglesia, que tenía un balcón lateral en bronce y madera donde existían restos de un órgano antiquísimo.
Una permanente penumbra daba al lugar recogimiento y misterio, tan necesarios para realzar su carácter sagrado.
Un grupo numeroso de personas abrió las puertas principales, ocupó también la casa del cura, al que escarnecieron y, entrando en el recinto santo, se dedicaron toda una mañana a romper, revolver, robar y profanar altares, sagrarios, imágenes y tronos procesionales. No respetaron ni la antigüedad ni el valor histórico o artístico de las piezas ni de las tallas, cuadros o retablos. Al acabar, ebrios de destrozos, marchaban en procesión cantando soeces canciones, tocados con bonetes y vestimentas sagradas, cargando con candelabros, cálices, sillas y todo lo que se podían llevar.
Poco pudieron recuperar las autoridades.
Para rematar el deterioro, ante los hechos consumados y ante la guerra presente, decidieron emplear el recinto como almacén de explosivos y municiones.
Como ahora todo lo expoliable ya estaba expoliado, los que se enriquecían eran los que especulaban con los alimentos o las medicinas. Y al abandono de los campos, fomentado por los patronos y por la necesidad de hombres en los frentes, o por la falta de gestión y control de las «granjas colectivas», requisadas, se unía la dificultad cada vez mayor de transporte y racionalización de los recursos disponibles. Lo anteriormente robado se cambiaba así por garbanzos, aceite o harina.
Eran tiempos de acaparamiento, de especulación, de insolidaridad extrema.
El pueblo moría de hambre y de enfermedad. La guerra más que bajas en los frentes se cobraba los muertos en la retaguardia, entre los niños, ancianos y enfermos.
Y entre las sombras, el sol.
Al fin y al cabo éramos jóvenes con ansias de vivir. Cualquier situación era una excusa para reír, retozar. Con los días aumentó nuestra inconsciencia y nuestra confianza.
Los Camacho tenían unos terrenos de labor detrás de una antigua ermita. Así que, una madrugada, nos fuimos mi hermana Mercedes, Leonardo y yo con los vecinos, montados en una vieja camioneta que nos había prestado un amigo. Llevábamos lo necesario para comer y añadimos algo de beber. Sentados y acoplados en el cajón, entre algunos sacos de semillas, gradas y otros útiles de trabajo, traqueteando por la carretera y saltando y moliéndonos cuando penetramos en los caminos de mulas que conducían a la finca, veíamos el paisaje discurrir mientras el aire nos azotaba los rostros y penetraba en nuestros cuerpos. Nos juntábamos instintivamente.
Reíamos, cantábamos, contábamos chistes.
Blas sacó pronto una bota de vino y la pasaba regularmente entre nosotros y los de la cabina. El sol, aún tibio, nos acariciaba. Era un día espléndido. Leonardo se entusiasmaba, señalando los cerros plagados de olivares, las cañadas con su surco verde zigzagueando, las bandadas de pájaros que levantaban el vuelo ante el fragor del camión. El hijo de los vecinos le indicaba los nombres de cada cerro, cada camino, cada cortijo que se veía al pasar. Para nosotros eran tan desconocidos como para los forasteros. Aunque viviéramos en una ciudad agrícola, nuestro conocimiento del tema era más bien escaso.
Llegamos al lugar.
Bajamos del vehículo. Mientras descargaban y hacían lo que habían venido a hacer, nos sugirieron que visitásemos la ermita.
La ermita se encontraba a poca distancia, siguiendo un estrecho camino que rodeaba un cerro. Fuimos hacia ella nosotras y los dos seminaristas. Caminábamos sin prisa, tropezando a veces, sobre todo yo, en las piedras que sembraban la vereda. Reconozco que siempre he sido una patosa. El camino se hundía y bajaba con cierta pendiente hacia la iglesia, que se iba vislumbrando, primero su torre, luego sus tejados, pronto sus muros. Un perro comenzó a ladrar furiosamente. Nos acercamos con cautela. Ya nos habían advertido de que había una familia, los santeros que, a pesar de los tiempos actuales, seguían viviendo allí, cuidando de la ermita.
El edificio se veía bien conservado. Era todo de piedra, «románico», dijo Leonardo, con una puerta principal de arcos circulares concéntricos, sostenidos en cortas columnas. Apenas tenía unas rendijas laterales por donde penetraban el aire y la luz. Se veía macizo, duradero, recio. Estaba rodeado de una explanada amplia, vallada por una tapia baja, encalada. Un camino descendía hasta un riachuelo, a sus pies. Había un bosquecillo de sauces y olmos, aclarándose su densidad, conforme ascendía, en pequeños grupos de encinas.
Salió una mujer.
Llevaba un delantal oscuro de cuadros. La ropa también era oscura. Nos miraba con desconfianza. Me acerqué y le dije que veníamos del cortijo de arriba, que éramos amigos de la familia Camacho. Entonces se observó en ella cierto alivio, nos sonrió amablemente y se prestó a abrir el recinto.
Penetramos en su interior.
Estaba oscuro y fresco. Apenas veíamos nada. Al fondo se vislumbraba una lucecita tenue. Aunque hablábamos bajo, nuestras voces retumbaban sonoramente. Siguiendo a la guardesa, nos acercamos al altar. Encendió una lámpara. Lo que se veía con nitidez era un Cristo crucificado muy delgado y moreno, sangrante, con pelo natural. Muy espeso. Era el Patrón del pueblo, al que llevaban de romería para quedarse en el mismo durante los meses del verano. Luego era devuelto a su ermita en otra romería menor. Ahora no salía de aquí, pero su propia lejanía lo había resguardado del vandalismo. Lucía con intensidad todo el tormento y el dolor en su expresión desgarrada. Estaba encerrado en una hornacina, rodeado de flores.
Se subía por detrás al camarín, donde las paredes tenían multitud de exvotos y promesas, materializados en figuritas de cera, plata y otros materiales, representando las causas que motivaron las promesas y las ofrendas. La muestra era un tanto morbosa y el intenso olor a cerrado, a cera y a viejo producían una sensación de angustia y claustrofobia, de vértigo.
Pedí salir de allí de inmediato. Leonardo quedó dentro, con Blas.
Respiré fuerte en el patio. Los esperamos sentadas en el pretil de la valla, charlando con la mujer. Estaban allí desde hacía muchos años. Los llamó para ser los santeros un párroco que los conocía. La cofradía del Patrón les había estado pagando unas pesetas. Tenían gratis casa, luz, agua y el terreno contiguo, donde cultivaban verduras y hortalizas. Ahora no les pagaba nadie, pero se defendían con lo que cultivaban y lo que podían vender en el mercado negro. Nadie se había metido con ellos y ellos no querían saber nada de nadie. Y el Cristo podía estar seguro de que estaba bien cuidado.
El sol en lo alto apretaba.
Cuando terminaron la visita, iniciamos el regreso al cortijo. Los dos conversaban sobre las características del Cristo, sobre la antigüedad aproximada, también sobre el estilo de la ermita, su forma, su conservación. Como le habían preguntado a la ermitaña la historia de aquel Crucificado, ahora la comparaban con otras que ellos conocían de otros lugares, incluso de las de sus propios pueblos. Nos venían a decir que casi todas estas historias eran las mismas, con sus ligeras variantes o cambios.
En resumen, estas historias venían a decir lo siguiente:
Un Cristo o una Virgen eran encontrados enterrados o en lugares ocultos por un pastor o algún agricultor, raras veces lo hacía algún personaje de mayor categoría, y nunca los podían mover de aquel sitio; o cuando lo hacían, desaparecían para reencontrarlos en el mismo sitio. Y nos contaban los casos que ellos sabían.
Llegados al caserío, nos esperaban con unas brasas preparadas donde estaban guisando, en una gran sartén, unas migas. Nosotras nos pusimos inmediatamente a aderezar una pipirrana.2 Ni platos ni vasos hacían falta, pues comeríamos del mismo perol y beberíamos, los que pudiesen, de la bota de vino. Nada más hacía falta. Comimos en perfecta armonía. Nosotras poco, bien es verdad. Ellos comieron y bebieron a placer, con ganas. Así, todos alrededor de la comida, bajo el portón de la casa, quedábamos muy alejados de los conflictos que desangraban nuestras tierras. Parecíamos un animado grupo de romeros pasando su jornada campestre.
Tras el almuerzo, procuramos dejar limpias las sartenes y lebrillos, mientras los hombres buscaban acomodo a la sombra, echándose para descansar.
La pesadez de la digestión se hacía más notoria en la tarde bochornosa. La luz y el calor del sol, aún atemperado por ciertas nubecillas, inundaban todo el espacio, acosándonos.
Blas dormía bajo la camioneta. Leonardo, arrimado a la pared, meditaba. Los otros se habían metido entre unos castaños que rodeaban una pequeña alberca. Cuando terminamos las mujeres la tarea, nos quedamos junto a la casa, en el muro resguardado del sol.
Le expliqué a Leonardo que la romería consistía en venir hasta la ermita, a pie generalmente, comer y beber hasta hartarse y por la tarde acompañar al Cristo hasta el pueblo. Mucha gente regresaba francamente borracha, haciendo y diciendo mil disparates, a veces bastante groseros. Así que los del pueblo más que esperar la imagen peregrina lo que se esperaba y causaba el espectáculo era la venida de esta turba soez, a la que se llamaba «los del Santo Borracho». Coincidimos en apreciar que tenía poco de religiosa tal costumbre.
Caía la tarde cuando volvimos.
El sol iba pintando de cárdenos, violetas, pardos y grises los cerros, las nubes, el cielo. La camioneta, roncando profundamente, ascendía hacia la ciudad cuando apenas algunas lucecitas se atrevían ya a encenderse.
Mis hermanas convencieron a Leonardo para que saliese con ellas. Apañándole una chaqueta de mi padre y una gorra, lo llevaban al taller de la modista en algunas de las tardes. Yo me moría de celos, quedándome en casa, pensando en lo que estarían haciendo allí con él todas aquellas mozicas,3 robándome su compañía, gozando de sus palabras y apostura. Maldecía a mis hermanas por hacerlo, pero no me atrevía a reconvenirles delante de él, por temor a su enfado.
Me contaban mil cosas que pasaban, los juegos, los chistes, las ocurrencias de alguna de esas frescas sin vergüenza ni pudor, que descaradamente se le insinuaban, provocándolo. Me escocían las palabras, pinchándome en lo más hondo de mi ser, alimentando en mí el rencor y la envidia. Además me daba cuenta del placer que él encontraba en aquellas tardes, en aquellas visitas. Le encontraba un extraño rubor, un brillo indefinido en su mirada. Hablaba excitado de lo sucedido, pero aparentando no darle importancia.
Procuraba volver. Si no lo hacía una semana, incitaba a mi hermana Mercedes preguntándole por qué no lo llevaba, si es que se habían enfadado con él, si ya no lo querían...
La afición por mi hermana era demasiado patente, o al menos así me lo parecía. Traté de que el tiempo que estaba en casa fuese sólo para mí. Lo acosé como una loba en celo. Lo espiaba cuando estaba en su cuarto leyendo, lo vigilaba cuando se afeitaba o peinaba frente al espejo del lavabo, lo seguía en el corral, venteaba su olor en la cama; aun su nombre, si hubiese podido, me lo hubiese quedado.
Como no había servicio ni aseo dentro de la vivienda para adecentarnos, utilizábamos un barreño de latón. Sabía que él se lavaba, porque subía los cubos de agua hasta su habitación, algunas veces, en el crudo invierno, calentados en la lumbre de la cocina.
Aquella vez no pude contenerme.
Sabía que se estaba aseando, tranquilo, canturreando como era su costumbre cánticos que eran gregorianos, según nos decía. Quedamente subí las escaleras. Con lentitud, conteniendo el aliento, me dirigí a su cuarto. Con infinita precisión, procurando no hacer el menor ruido, ladeé por un lado la cortina que servía de puerta, sólo lo suficiente para que mi ojo pudiese ver lo de adentro. Allí, metido de pies en el barreño y mirando por la ventana, se encontraba Leonardo, hermoso, brillante y resplandeciente. Alto, más alto aún que vestido. Me complacía mirarlo y me excitaba.
Él se enjabonaba metódicamente. Se frotaba. Observé que al llegar a la entrepierna se detenía. Instintivamente miré su sexo, su miembro. Al recrearse en eso, al frotárselo cada vez más delicadamente, con cierta cadencia, empezó a erguirse y aumentar de volumen, adoptando una postura de desafío, de amenaza. Se me estremecían las carnes y alterada me fui a mi cuarto.
Me sentía confusa.
Por un lado no me podía creer lo que había hecho, por el otro lo que había visto. ¿Cómo había sido capaz de espiarlo? ¿Cómo me atreví a descubrir sus secretos? ¿Qué clase de mujer era yo que no tenía vergüenza...? ¿Había perdido el pudor y sería como esas malas mujeres que no tenían reparos en desear a los hombres? ¿Y qué pensaría él si lo supiera...?
¿Y él, qué hacía él?
¿Era posible que fuese como los demás hombres? ¿Así que, pese a su vocación, tenía deseos y cometía actos impuros? ¿Y se complacía en hacerlos...? Su persona idealizada por mí se tambaleaba. ¿No era capaz de vencer sus tentaciones, sus atroces pasiones?
¿Qué me diría él si yo se lo reprochase? Claro que esto era absurdo, pues decírselo era reconocer que yo lo espiaba. Y a su vez me lo podría echar en cara.
Permanecí en mi dormitorio recostada en la cama, con el rostro oculto entre la almohada. Su canto se había detenido. Pensé por qué. Al poco volvió a canturrear, como si tal cosa, como si no hubiese sucedido nada. Como si todo fuese lo más natural del mundo. No sabía si odiarlo o perdonarlo, si aborrecer su impureza o comprender su fragilidad.
Lo oí salir con paso firme, pararse frente al espejo, seguro que para peinarse, bajar las escaleras. Empezó a llamarme. Sabía que buscaba en las habitaciones de abajo, en el corral. Me compuse un poco y me precipité en su busca.
—¿Qué pasa, Leonardo? —me temblaba la voz.
—¿Dónde te metes? Te estoy llamando y no respondes.
—Es que estaba arriba, arreglando un poco la cama a mi madre —mentí.
—Se ha quedado en mi cuarto el barreño con el agua de lavarme, si la quieres utilizar para baldear el corral ahí la tienes. La ropa interior la he sacado a la pila.
—¡Seguro que me has salpicado todo el piso y ahora lo tendré que fregar! —le regañé bruscamente.
Le hubiese regañado más, le hubiese pegado allí mismo. Sentía necesidad de desahogarme con él, de culparle de ser el motivo de mis malas acciones, de mis malos pensamientos, de los deseos que empezaban a anidar en mí.
—Dame el trapo y te lo seco todo.
—¡Anda, cállate ya y no digas tonterías!
Di media vuelta y salí con el cubo y el trapo de fregar. Allí se quedó, plantado.
Desde aquel día mis noches fueron un tormento.
No me podía quitar de la mente su imagen, sus acciones. Se me excitaban los deseos. Se me excitaba el cuerpo. El calor de mis hermanas no contribuía precisamente a mitigar el ardor que me consumía. Los sueños me asustaban aún más. Eran de una concreción y de una realidad sorprendentes. En ellos, su imagen de carne y hueso, desnuda, avanzaba y me abrazaba, desnudándome a su vez. El placer que yo sentía era indescriptible, brutal. Me despertaba sobresaltada, sudorosa, jadeante. Pero me quedaba, como si de un perfume se tratase, el placer sentido, esa sensación excitante y olorosa, inolvidable.
Comprendí que el sexo no podría evitarlo. Que una vez manifiesto su poder era imposible detenerlo, ocultarlo, apagarlo. Era un fuego inextinguible.
Y con mi tormento, comprendiéndolo y admitiéndolo, también empecé a comprenderlo a él.
Siendo un hombre, metido en una casa donde habitaban tres hembras, llevado al trato de otras más, todas jóvenes o no tan jóvenes, pero con sus cuerpos saludables y deseables, ¿qué pensamientos, qué tentaciones invencibles no podía tener...? Lo que hacía, pues, era lógico.
Al variar mi modo de pensar, variaron también mis actitudes. Al variar mis actitudes, cambió mi forma de contemplarlo y comprenderlo. No era el ser perfecto que concebí, pero tampoco el monstruo de vicio y perversión que había imaginado. Se había humanizado, acercado a mí. Ahora me podía permitir el lujo de perdonarle sus ocasionales faltas.
Lo citaron en el hospital para revisarle el codo.
Allá se fue acompañado por mi padre, que a todos los efectos constaba como responsable de su persona. Cuando volvieron, él traía el semblante hosco, preocupado.
—¿Qué ha pasado? ¿Tienes peor el codo?
—Al contrario, que lo tengo demasiado bien —contestó.
—Que van a echarle mano —terció mi padre.
Me quedé parada, helada.
—¿Lo van a encarcelar? —el miedo me salía por la boca.
—No tanto, pero lo llevarán al frente.
Él no decía nada.
Lo miré directamente a la cara, ansiosa de creer que no era verdad, que no lo confirmase. Se dio cuenta de mi angustia. Creo que por primera vez captó perfectamente mi interés por él. Por primera vez podía asomarse a mi sentir, directa y valientemente. Reaccionó, intentando suavizar la situación.
—Bueno, no me llevan ya; y tampoco quiere decir que tenga que ir al frente directamente. Como el brazo está perfectamente, pero necesita reponerse, me dejan un mes más. Luego tendré que presentarme en el centro de instrucción. Y cuando esté, cuando estemos preparados todos, pues entonces nos repartirán por los regimientos. Así que todavía tengo para rato aquí.
Y me dio, delante de mi padre, un leve azote.
Reí y salí corriendo hacia la cocina. Alegre. Todavía no se marchaba, lo podría tener, ver, sentir unos meses. Quién sabe si al fin podría... Me sentía ligera.
Me esmeré en la cocina.
En la mesa puse una botella de vino que mantenía oculta a mi padre. La sorpresa fue mayúscula. Me preguntaron el por qué de tanto rumbo y derroche. Les respondí que era un día de fiesta por las buenas noticias. Mi padre me miraba pícaramente, satisfecho y feliz. Mis hermanas estaban entre sorprendidas y picadas.
Con el vino se desataban las lenguas: la alegría y el buen humor recorrieron la mesa. Bromeábamos con lo guapo que iba a estar vestido de soldado, en lo valiente que iba a ser y que tenía que llegar a general, que eso ahora estaba fácil. Olvidábamos la prosaica y terrible realidad que nos cercaba, formando en su contra un cerco de fantasía, de deseos imposibles.
Mi padre bebía más de la cuenta. Leonardo también. Nosotras, que no estábamos acostumbradas, sólo tomábamos un poquito, pero suficiente para notar los efectos. El brillo de nuestros ojos se hizo más intenso. Las risas descontroladas iban en aumento. Nos acercábamos al peligroso terreno de los despropósitos, de lo irrefrenable. Aunque nos aproximábamos al precipicio, el mismo peligro nos atraía. No puedo recordar cómo sucedió, pero de pronto oímos a mi padre decir algo.
—¡Anda, gachón, que no te estarás tú tirando a alguna de éstas!
Se cortaron en seco las risas.
Por un momento miramos sorprendidas a mi padre, a Leonardo. Éste se había puesto blanco. Estaba con la boca abierta, no sabiendo qué decir.
—¡Pero padre!, ¿qué dices? —saltó Milagros, echándose a reír a carcajadas.
Y todos empezamos otra vez a reír como locos. Pero todos lo mirábamos y nos mirábamos. Era como si de pronto se hubiese abierto de par en par una puerta. Por ella penetró la cruda realidad, tan deseada, de la existencia de los deseos.
Copyright © | Mariano Valcárcel González, 2006 |
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Por el mismo autor | |
Fecha de publicación | Febrero 2008 |
Colección | Narrativas globales |
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