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Te pasarás al otro lado

La unión

Mariano Valcárcel González
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaLa ciudad, tumbada en una colina, con sus torres, múltiples torres, enhiestas y desafiantes

A los que destinaban al frente los adiestraban durante unas semanas.

Técnicas del uso de la bayoneta, del fusil, granadas, rudimentos de combate, las ametralladoras... Un capítulo relativamente importante era el adoctrinamiento político. Los soldados de la República debían saber qué defendían, cuáles eran sus objetivos, quiánes los amigos o aliados, lo que significaban y representaban los enemigos.

A Leonardo Cifuentes le llegó el día de la incorporación a filas.

Esta fase de la instrucción la realizaba en la misma ciudad, porque era un centro importante donde confluían varias comarcas. En la misma radicaba así mismo el Mando de una Brigada y también las oficinas y servicios necesarios para organizar la logística del frente. Allí acudían los nuevos reclutas, los reservistas llamados a filas, los soldados veteranos de baja o parcialmente fuera de servicio, los transportistas, intermediarios, comisarios o elementos destacados para algún servicio político, de abastos o humanitario. Era la ciudad, aunque pequeña, una especie de metrópoli cosmopolita, babeliana. No faltaban los días en que había algún desfile, porque entraba o salía una unidad; o un concierto de la banda militar, que todavía aguantaba los intentos de emplearla en la batalla; o la manifestación o la algarada de las diversas milicias.

Había vida y la vida atraía a los más despabilados elementos. En el mercado negro, que era realmente el oficial, se cambiaba, vendía y compraba todo género de cosas útiles o innecesarias, básicas o superfluas. Cuando la moneda no servía o escaseaba, se compraba con lo poco que iba quedando, al trueque, o incluso se ofertaban servicios personales de mujeres, hijas o hermanas.

El día en que Leonardo salió de la casa para ir al Centro de Adiestramiento fue como arrancar una piedra de su engaste. Le costó más dolor que, paradójicamente, cuando fue brutalmente sacado del seminario. Lo de antes le había supuesto un esfuerzo primitivo, de supervivencia casi animal; ahora era un esfuerzo íntimo, del alma, del afecto, del calor protector que surge de la Mujer Madre.

Jacinta, aún preparada, sentía que empezaba a perderlo, cuando apenas lo había encontrado. La amarga realidad se hacía inmediata, prestando su inevitable discurso. Los dos sabían que debían aprovechar los últimos días, a fuerza de hacerse todavía más daño.

Acostumbrado a la disciplina y a convivir en comunidad, no le fue difícil adaptarse a la situación. Como vivía en el pueblo, no tenía que quedarse a dormir. Así que se limitaba a acudir de mañana e iniciar los ejercicios de cada día. Fue agrupado a una unidad, compuesta fundamentalmente por sus antiguos compañeros, por reclutas y por algunos repescados de la reserva.

Como sospechosos de frialdad hacia la causa, si no potenciales desertores, más que adiestramiento militar que ya les aplicaban con saña lo que les destinaron fue un especial curso doctrinario. Por las tardes, en un barracón, recibían clases políticas. Un comisario, un oficial del ejército y otro de las internacionales se aplicaban a su causa con entera dedicación. El plan era sencillo: descrédito del estado anterior del país; exposición de las ventajas del presente (salvando lo de la guerra); y propuesta de mejora personal por su adicción a la causa de un estado futuro. Para ellos, los curas, los aristócratas y los capitalistas eran el origen de los males del Estado y del hundimiento y sufrimiento de la clase obrera (en lo que en cierto modo llevaban razón). La expulsión o eliminación de estas fuerzas retrógradas había permitido el resurgir del poder del pueblo, del proletariado, que, triunfante, formaba ya una República Socialista, sin clases, donde no había ni explotadores ni explotados (y sin embargo el asunto estaba bastante dudoso). Con el triunfo total republicano para lo que se necesitaba sin dudarlo su aporte y esfuerzo personal y generoso, lograrían extender el internacionalismo a todas las áreas europeas, acabando con todos los regímenes fascistas (por entonces, y con la propia colaboración posterior de la URSS, una imposible utopía).

Leonardo logró simpatizar con el de las Brigadas Internacionales.

Era un italiano menudo, vivaracho, con un discurso caliente, envolvente, persuasivo. Era, de los tres instructores, el que más convencido estaba o, al menos, el que transmitía más convicción en sus planteamientos. Pero, en la intimidad de la charla personal, era un hombre razonable que aceptaba la polémica, la controversia, como buen heredero de las tradiciones oratorias de su tierra.

Giuseppe Servini perteneció desde su juventud al Partido Socialista Italiano, que luego se pasaría en gran parte a la Tercera Internacional (comunista).

Había conocido como dirigente de este partido a Benito Mussolini, el maestro de escuela, periodista luego y decidido belicista de la noche a la mañana. Este líder radical, por entonces, era el espejo en el que se miraban muchos de los jóvenes afiliados al partido. Cosas...

Su primera detención fue en el año veinte, en los sucesos consiguientes tras el fin de la Gran Guerra, con sus secuelas sociales en Italia, aprovechadas por los «intelectuales» del llamado Grupo de Turín, al que pertenecía, en una huelga general seguida de la ocupación de las fábricas. El movimiento revolucionario fracasó. Asistió a los debates que propiciaron la fundación del Partido Comunista de Italia y a las controversias entre socialistas y los nuevos comunistas, que debilitaron al movimiento obrero mientras en Italia surgía el fascismo. Su espíritu observador y crítico le advertía de lo enormemente peligrosos que podían ser ambos fenómenos. Pese a todo, su fe en la causa del proletariado le impidió abandonar la militancia. Con la ilegalización de los partidos políticos, menos el fascista, se inició una caza de socialistas y comunistas que llevó a la cárcel y al exilio a gran parte de sus miembros y simpatizantes; salvo los que se pasaron, para evitar males mayores, al fascio.

Se ganaba la vida de profesor adjunto en la Universidad de Roma, alternando su pasión política con su pasión por las Humanidades. Servini, acusado por algunos profesores, optó por buscar la salida del territorio, sabiendo que sería bien recibido en cualquier universidad europea, en especial la de París. Allí se dirigió. Languidecía su actividad política cuando la guerra civil se inició en España. Entonces volvió a contactar con sus antiguos camaradas y pidió marchar en ayuda de la República Española. Así llegó Giuseppe a las Brigadas Internacionales, más concretamente a la Brigada Garibaldi, formada por italianos. Así llegó a estas tierras.

Su vasta cultura se ponía de manifiesto en aquellas pláticas amistosas.

Leonardo encontraba en él al profesor que no había tenido. Claro, ameno, abierto a las críticas, propicio a las iniciativas, hábil en las soluciones. Giuseppe Servini, alias Renato, encontró con quien conversar, como cuando era profesor en la universidad. Leonardo Cifuentes ampliaba sus horas entre charlas y conversaciones.

Cuando volvía a casa, cansado, Jacinta lo esperaba inquieta. La duda empezaba a anidar en ella, quedamente solapada. Él se aseaba y bajaba al cuarto de estar o al corral en busca de la muchacha. Y le contaba lo realizado durante la jornada. Con habilidad, le ocultaba los sinsabores, esfuerzos o golpes recibidos, las humillaciones o las amenazas. Le describía a los distintos sujetos que iba conociendo, sus modales, sus manías, sus aspectos más ridículos. Lograba que ella olvidase sus tardanzas, sus separaciones, las dudas que él adivinaba.

Cálidamente la abrazaba por el hombro y le transmitía la seguridad y el calor que necesitaba. Y él se cargaba de ese mismo calor que la mujer, sin saberlo, le comunicaba. Ella se abandonaba relajadamente. Así sostenían la vigilia hasta la cena, hasta acostarse. En la casa dieron los hechos por descontados, no surgió ni controversia ni recelo. Amparados en un mutismo cómplice, los enamorados pidieron gozar en sus diálogos, en sus silencios, sin que nadie los molestase ni recriminase.

Con respecto al exterior, a las posibles habladurías, les importaban bien poco, conscientes como eran de la singularidad de sus personas, de la sinceridad de su cariño, de la inocencia de sus almas. Se crearon una cúpula que los aislaba de las miserias externas. Cuando alguien en el campamento le insinuaba lo más mínimo, Leonardo cortaba el tema de forma que no quedase duda de la improcedencia del comentario. De todas maneras, en una República donde se admitía el matrimonio civil y el divorcio y donde los tiempos imponían las relaciones ocasionales o informales, eran pocos los que se escandalizaban por estos asuntos. No obstante, el inoportuno, gracioso y obsceno no faltaba.

Servini, por su clásica formación, era todo un especialista en el análisis de las relaciones amorosas, del fenómeno continuado de la atracción, la seducción, la virginidad o la castidad. El muchacho, sincerándose, le contaba sus sensaciones y experiencias, sus dudas... Entre los dos, actuando aquél de maestro y éste de alumno, al estilo socrático, se internaban en los temas desmenuzándolos punto por punto.

—¿De dónde crees que proviene la sublimación de la castidad como virtud? —inquiría Servini.

—De la religión judaica, claramente del Decálogo, en el sexto y noveno mandamientos.

—Ésos, así formulados, como los conocemos ahora, ¿serán los mismos que dictó Moisés...?

—Yo tengo mis dudas. La ley mosaica tenía un objetivo claramente terrenal; era, al fin y al cabo, una especie de constitución, una ley marco para regular las relaciones del pueblo judío.

—Precisamente.

—Los cristianos, la Iglesia, sublimó y sintetizó aquellos mandatos en unos conceptos abstractos, generales, de acuerdo con la existencia filosófica de las categorías universales.

—¿Puedes llamar categoría universal al «no cometerás actos impuros»?

—Claro, pues queda en una prohibición tajante sobre todo lo considerado como acto sexual, sin discriminación ni matización de categorías particulares o condiciones individuales.

—Entonces, primariamente, ¿por qué Jesús siguió insistiendo en la castidad?

—Porque él seguía siendo un continuador del Antiguo Testamento. Si es cierto que pertenecía, como parece, al ala más religiosa de la sociedad judaica, pues era un consagrado, no puede dudarse de su tendencia a mantener la estructura más pura de su fe. Eso le llevó a enfrentarse a la sociedad en general y en particular al estamento religioso que detentaba el poder y el control. No nos olvidemos que los llamó muchas veces hipócritas.

—¿Creía entonces Jesús que la sexualidad era pecado?

—Aquí está mi duda, porque supo hacer ver que los pecados de adúlteras o mujeres públicas eran perdonables... Veo en esto que él sí matizaba el mandato.

—Ten en cuenta que «perdonaba», no «justificaba»...

—Sí, ya sé que es así como nos lo hacen llegar en los Evangelios; pero me surge la duda de si esa era verdaderamente su intención.

—¿Se han tergiversado los hechos o se han interpretado de otra forma? —el italiano atacaba, planteando más incógnitas, hábilmente.

—Temo que a veces es más lo primero que lo último. Y lo siento porque la fe, como tal, se tambalea ante estas cuestiones.

—Si la Iglesia ha mantenido la castidad como una de sus principales virtudes, en contra de una interpretación más abierta de los hechos de Jesús, ¿por qué sería? —y volvía a la duda metódica que llevaba a nuevas conclusiones.

—Por dominio de las mentes y de los cuerpos y por congruencia doctrinaria. Me paro en esto último que puede ser la clave de todo. Si se montó un dogma sobre la Virgen, declarándola Inmaculada, no sólo sin pecado sino también sin conocimiento de varón, sin desear ni hacer el acto sexual, desterrando de ella toda sombra de sexualidad pecaminosa, fue para hacer congruente su maternidad divina sin la intervención humana... Se excluía así, tajantemente, cualquier posibilidad de acto carnal. Jesús sólo podía ser el Hijo de Dios.

—Me llevas al terreno de la fe, sin pruebas...

—Ésa es la base de todo el sistema. Se exige fe, sin pruebas ni evidencias.

—¿Lo crees correcto? ¿Crees a estas alturas que se puede mantener tal exigencia?

—A la religión se le puede dar una dimensión primaria, donde el sentimiento, la emotividad y la vivencia íntima sean la base viva de la fe; o se la puede sobredimensionar, tratando de justificar y explicar lo inexplicable. Cuando sucede esto último es cuando se crean las teorías más absurdas, más inverosímiles, montando estructuras filosófico-teológicas realmente aberrantes.

—¡Ajá! Tú defiendes una religiosidad quietista, intimista, «visionaria»... Eres un hereje —socarroneaba el italiano.

—Soy un hereje expulsado a la fuerza y a pesar de la Iglesia.

La catarsis generada en estos coloquios hacía bien a ambos.

A veces, incluso paseaban por el pueblo, donde el profesor decía encontrarse casi en su tierra: tales recuerdos le traían los palacios, las fachadas renacentistas del más puro estilo. Se detenían, admiraban las proporciones, los remates, las molduras de los edificios. Servini le contaba a Leonardo las influencias, las semejanzas con las obras de su tierra. Hablaba de anécdotas de tal o cual genio, pintor o arquitecto, allá en la Roma, en la Florencia, en la Venecia de los siglos quince o dieciséis. Se apreciaba el amor y la nostalgia de aquella Italia que lo perseguía.

Paradójicamente el internacionalista era un nacionalista nostálgico.

Cifuentes llevó a Servini a la casa.

Un domingo lo invitó a comer, contando con el consentimiento y permiso de sus anfitriones. Se presentó de paisano, con lo que causó cierto desencanto entre la concurrencia. Jacinto esperaba verlo llegar de uniforme, para alardear de ello ante vecinos y parroquianos de la taberna; y ante las hijas, porque el uniforme siempre imponía cierto sabor romántico.

Giuseppe se mostró educado, cortés, afable. Buen comunicador, logró captarse la atención y el respeto de los presentes. Pronto se le perdonó el no acudir uniformado. La sobremesa fue sencillamente agradable. Antes de despedirse quiso dejar un mejor sabor de boca; quiso dar una buena noticia.

—Para que mis amigos, en especial quien yo me sé... —añadió con picardía— estén tranquilos, les diré que he hecho unas gestiones en la Comandancia de la Brigada —la expectación se hizo patente, nadie hablaba— y he logrado que mi amigo Leonardo esté propuesto para nombramiento de sargento y que se olviden de sus antecedentes.

—¡Hombre, Renato, eso se dice antes! —le gritó jocosamente Cifuentes.

—¡No, no! Lo he querido dejar para hoy. Cuando termines el periodo que ya se acaba, pasarás a una columna del frente del Centro, calmado por ahora. No he podido hacer más por ti —se disculpó.

—Tú ya haces bastante con tu amistad. Te debo mucho —se emocionaba Leonardo.

Todos empezaban a emocionarse.

Jacinto carraspeaba, su hija mayor salió de estampida, las otras no sabían qué hacer. Cortaron por lo sano, sacando una botella de coñac que Servini había aportado. Bebieron los caballeros. La velada terminó con la presencia de Blas Sobrino, que se unió al corro y a las libaciones.

El italiano, contento, volvió a su residencia cantando una sonata típica de su tierra. Lejos de discusiones doctrinarias, de conflictos entre camaradas, de las luchas por el poder, había encontrado en la velada el sabor del pueblo auténtico.

La gente era en realidad así, sencilla, veraz, amable. Tantas definiciones y teorías sobre el proletariado, su sustancia, su esencia y motivaciones, sus características... y todo se reducía a lo más simple. Una comida en familia, el calor humano que presta seguridad, un techo donde cobijarse, una casa caliente. El proletariado no era más que eso y no necesitaba más que eso para ser feliz. Y se reía de los que, como él, intelectuales alejados de la simpleza, se proponían salvarlo de los enemigos y aún de los amigos.

Servini cantaba una tarantela. Y también él se reía.

El ascenso prometido se cumplió.

Antes de salir del pueblo, Leonardo Cifuentes era suboficial del Ejército Republicano. Prolongaría algo más su estancia para completar su básica formación militar.

A Jacinta le sonaba a gloria, más tiempo de permanencia con el amado. Como era lógico, las relaciones casi platónicas, tiernas, de los enamorados fueron pidiendo un ritual más terreno, más carnal, más de acuerdo con lo que los cuerpos reclamaban.

Repugnaba a Leonardo la consideración de traición a la confianza puesta en él por el dueño de la casa; pero no podía olvidarse de aquella frase dicha en un momento de inhibición de los miramientos y de los respetos. Al fin y al cabo, si no lo hacía lo estaban pensando todos como ya hecho: daría igual guardarse o no.

Jacinta era consciente de sus deseos, y de lo que sabía.

Jacinta sabía que todo se consumaría tarde o temprano. Consecuente con ello, por su nivel moral, no quería forzar a Leonardo, precipitarlo a algo de lo que quizás se arrepintiese o sintiese escrúpulos. Quería que cuando llegara a ella estuviera plenamente convencido.

Todo ocurrió sencillamente.

Una tarde el muchacho llegó cansado. En su habitual rato junto a ella le comentó, contra su costumbre, que había tenido un percance, nada grave desde luego, pero que le había dejado mal sabor de boca.

A uno de los seminaristas lo habían encarcelado. Él sabía que era un sujeto difícil, integrista recalcitrante. No se había adaptado a la situación. Poco prudente, aprovechaba cualquier momento para demostrar su enemiga a los rojos, a la República y a los que, decía, eran unos deicidas. Fue amonestado reiteradamente y señalado para llevarlo directamente a primera línea. Al final el comisario político lo mandó detener. Al ir a visitarlo, como compañero, le insultó y le gritó en la cara que era un traidor, que se había pasado a los rojos, que era un apóstata maldito... Entristecido, le contaba el caso a la muchacha mientras ésta, suavemente, le pasaba la mano por el pelo.

Le agarró la cara y lo besó dulcemente. Él contestó al beso, algo más bruscamente. Se abrazaron y se besaron en un suspiro común.

Al ir a acostarse él se retrasó. Dejó que los demás marcharan. Ella hizo lo propio. Sin hablar, cogidos de la mano, subieron las escaleras y penetraron en el dormitorio de Leonardo. Se sentaron en el catre. Juntos. Se besaron y abrazaron profusamente, con inexperiencia pero con fuego, con pasión. Aquella noche completaron un ciclo. Encontraron las respuestas a tantas preguntas, a tantas sensaciones inconcretas, a tanta inquietud difusa. Conocieron el secreto de la Humanidad. Se resistían a abandonar, a separarse en la mañana. Nunca le costó tanto levantarse a Leonardo. Eran interminables las caricias, los besos. Era interminable el deseo.

Nadie les dijo nada.

A partir de aquella noche, Jacinta no durmió más con sus hermanas. Se sintió mujer de su marido y como tal se empezó a comportar. Le indicaba lo que debía hacer, qué tenía que ponerse, cuándo asearse... Las acciones más corrientes tenían que ser supervisadas por ella, en realidad como siempre, pero de tal forma que Leonardo comprendía la intencionalidad concreta de ella, su dirección. Él volvía así al seno materno. Le resultaba cómodo dejarse proteger. Sabía que tenía resueltos todos y cada uno de los mínimos asuntos que se presentasen en la vida doméstica, sin tener que preocuparse por ellos.

Fue espaciando las charlas con Renato. De todas formas, éste marchó al poco de la ciudad. La despedida fue intensa, emotiva. Se habían descubierto en medio de un clima hostil, poco propicio. Habían construido una isla donde el diálogo, la dialéctica, el argumento en pro o en contra se esgrimía con lógica, convenciendo por su rotunda verdad no por el imperio de la fuerza o del mando. Pusieron en práctica utópica lo que la práctica diaria de su entorno y de la época les negaba. En otras circunstancias, hubieran formado parte de la pléyade de intelectuales que florecieron en los años anteriores a la catástrofe.

El contraste otra vez con la dura realidad, zafia y soez, llevó a Leonardo al retraimiento, al estricto cumplimiento de las órdenes sin concesiones a la iniciativa, al destello personal. Se tornó un tanto huraño.

Sólo salía de su intimidad cuando llegaba a casa. La convivencia con su nueva familia lo enriquecía. El contacto cálido, suave y seguro de su mujer lo confortaba. Sabía que era un mundo feliz que pronto, muy pronto, acabaría.

Le dieron tres días de permiso antes de incorporarse a su unidad en el frente.

Como hombre con estudios, aunque por lo general en el Ejército Republicano eran vistas con recelo, estaba destinado a la Plana de mando. Relativamente cubierto de los peligros.

Superaron, con afán de no mostrarse tristes, estos tres días. Amándose locamente, compartiendo comida, cama, padre, madre, hermanas... Ocultaron bajo una capa de alegre actividad la dura separación que les aguardaba, tal vez para siempre. Se ocuparon del equipaje, ligero equipaje, con detalle y mimo. Alguna ropa, mudas, útiles de aseo, el jabón, escaso jabón que se podía obtener material muy preciado, la comida para el viaje y para cubrir las primeras necesidades.

Cada cual en la casa aportaba lo que podía, como si de un hijo o de un hermano se tratara. Pequeñas cosas que en tiempos difíciles, de carestía casi total, eran tremendamente valiosas.

Llegó el día.

Cifuentes, con uniforme y el equipo completo, se aprestó a salir de la casa. Aquella casa que había sido su segundo hogar, a la que llegó sin esperanza, sin presente ni futuro, desahuciado casi. En ella había vivido momentos intensos, únicos. Allí conoció el valor de la familia, del cariño, de la pasión. Entró en ella muchacho y salía hombre.

Se despidió en primer lugar de la madre. Los profundos ojos de la mujer destilaron una lágrima mientras le apretaban la mano sus dedos sarmentosos y atrofiados. Cifuentes no habló nada, no podía. Luego una a una besó a las dos hermanas, que no podían contener un quedo y ligero llanto. Él les dijo palabras ligeras, intrascendentes, de ánimo. Jacinto Gómez lo esperaba en el cuarto de estar. De la forma más compuesta posible, esforzando entereza que no sentía, el buen hombre lo abrazó apretando con palmadas en la espalda. Enronquecido, le deseó suerte.

Jacinta esperaba en el portal.

Allí quedaron los dos solos. Maquinalmente le arreglaba el correaje, le cerraba la botonadura mientras le recitaba con voz insegura y tenue una salmodia de consejos maternales sin mirarle a la cara. Deseando no prolongar el tormento, Leonardo la atrajo hacia sí, murmurándole promesas de cartas, seguridades, despedidas. La miró fijamente a los ojos, ojos de un mar tenebroso, y la besó rápidamente.

Apretando las mandíbulas salió por fin a la calle. Él mismo cerró la puerta.

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Fecha de publicaciónAbril 2008
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