Se retiraron las unidades hacia la Sierra de Guadarrama y con ellas Cifuentes.
Allí, en aquellas montañas, arropado entre bosques al frescor y al resguardo, empezó a añorar su tierra.
Más fuerte que nunca, pues sabía que la tenía a tiro de piedra. Tras los montes, le llegaba el aire, el olor de los campos de la tierra segoviana. Se tornaban vívidos su recuerdos. Pasada la cresta, podía ver con sus prismáticos la carretera que llevaba a la ciudad, ya entrevista al fondo. Aquélla era tierra enemiga, pero ¿cómo podía ser enemiga su tierra, donde él había nacido y vivido hasta su pubertad...? Todos los días subía a lo más alto y exploraba concienzudamente la llanura que quedaba abajo. Era obsesivo. Aparentaba revisar las defensas, pero su secreta intención era otra.
Los que lo conocían no dejaban de darle bromas sobre el particular. Se estaba en realidad descubriendo y ello era peligroso. Tal vez, por lo mismo, empezaron a preocuparse. Un comandante, militar de carrera, que compartía con él la habitación de la casa donde se albergaban le planteó un día el dilema.
—Mira, Cifuentes, yo sé lo que está pasando por tu mente.
—¿Qué quieres decir, Hernández? —se sobresaltó.
—Que cada día, con la excusa de comprobar los puestos y posiciones de arriba, te vas allí a mirar el camino de tu pueblo. Y eso no quiere decir nada más que lo que quiere decir...
—Comandante, es mi deber asegurar las defensas.
—Cifuentes, pasemos eso... Créeme que sé lo que tienes, confía en mí, no temas. ¿A que te ibas al otro lado? —expuso crudamente.
—Hernández, es muy peligroso lo que estás diciendo. ¿Tú crees que yo desertaría? No puedes ir diciendo eso de mí.
—No lo puedo ni lo voy a ir diciendo; pero sé, y tú también, que te pasarás al otro lado.
—Suposiciones tuyas, comandante. Mira, vamos a tomarnos esta botella de vino decomisada de un hotelito de aquí al lado, y dejemos la cuestión olvidada.
El hombre no era ni necio ni impertinente.
Se levantó y, sacando varias latas de conservas de un cajón, las abrió, disponiéndolas en la mesa.
El Comandante Hernández conocía a casi todos los militares de ambos bandos que habían pasado por la Escuela de Estado Mayor. Era oficial profesor de dicho centro, concienzudo, más teórico que práctico. Cuando entró la República acababa de ascender a capitán. Ni monárquico ni republicano, sus ideas sobre la política eran muy básicas y lineales: el Estado debía estar bien gobernado por un poder que fuese fuerte; el Ejército debía seguir las directrices del poder gubernativo, procurando que no se produjesen interferencias en sus asuntos internos en la práctica, lo que defendía era que los militares se gobernasen; y que las diferencias regionalistas se subordinasen siempre a la idea superior de España.
Asumía la simpleza de sus argumentos y no tenía intención, como militar profesional que era, de complicárselos. Al ruido progresivo de sables y los amagos de cuartelazos, oponía el peso del Honor. El Honor, con mayúscula, en un militar, decía, no podía mancharse con traiciones a una Bandera que se había jurado, en este caso la de la República. Y aunque veía que otros compañeros no compartían ese criterio, él no estaba dispuesto a modificarlo. No era un conspirador, pero tampoco un delator.
El alzamiento de los rebeldes lo pilló de permiso. Esa casualidad lo libró de tener que secundar la sublevación de Madrid, donde estaba destinado. Siguió con ansiedad y mucha tristeza los sucesos, la intentona y el descalabro de sus compañeros. Y la posterior e indiscriminada represión contra ellos.
A los pocos días, tras comprobar que en la capital se controlaba a medias la situación, se presentó en el Ministerio de la Guerra e inmediatamente fue destinado al sector de la sierra de Madrid. Llegado allí, sólo pudo estructurar una mínima línea de defensa, pugnando contra todos los elementos adversos, entre los que no eran ni por mucho los peores los ataques del enemigo, que intentaba bajar hasta la capital de España. No se pudo evitar que aquéllos se situasen de mirones en el Alto de Los Leones.
Contaba Hernández a Leonardo hechos que podían servir de argumento para cualquier película cómica, a no ser por la gravedad real de las situaciones. Le relataba, como muestra y remate y dándolo ya como mal menor, un caso curioso.
Una unidad formada por braceros de La Mancha se marchó del frente, aunque amenazaron con fusilarlos, porque era el tiempo de vendimia, prometiendo muy solemnemente volver en cuanto acabaran. Y volvieron. Cargados de barriles de vino. Se les perdonó la deserción ocasional «por la contribución al esfuerzo de guerra».
También se acordaba de las primeras acciones de Agustín González, ahora llamado «El Campesino», y que ya era general, nada menos. Lo calificaba de «poeta analfabeto», comparando así metafóricamente su energía guerrera con su aptitud teórica.
Él aquí seguía.
Ya sólo aspiraba a ver terminar la contienda y, de ser posible, continuar con su empleo. El Comandante Hernández esperaba demasiado de la vida.
En los días de calma, de tranquilidad casi bucólica, Leonardo volvió a escribir a su novia.
Pero se le hacía cada vez más lejano aquel pueblo donde estudió para cura. Poco a poco se le olvidaban ciertos detalles, algunos datos, hechos... Las cartas de Jacinta le reavivaban la memoria, le traían sensaciones pasadas, pero pronto se apagaba la luz de aquellas vistas, como la de aquel cinematógrafo de su infancia. Leonardo Cifuentes se alejaba día a día del Sur.
Una tarde recibió una cita del Estado Mayor.
Los oficiales de varias unidades se reunían para deliberar. Subió a un coche y bajó al valle. El aire fresco de la sierra le azotaba agradablemente, su perfume era intenso, libre del olor a pólvora. Le dijo al conductor que fuese despacio. Recreaba la ruta y se recreaba en la calma, ilusoria, de una historia y unos años que habían quedado muy atrás. Necesitaba no estar... Los controles que de tramo en tramo cortaban la carretera le devolvían la realidad, como una sucesión de bofetones.
La junta convocada se realizaría en una zona de viejas mansiones de campo, grandes, señoriales, construidas en granito y rodeadas de árboles frondosos y añejos. Penetraron por un corredor de gruesos castaños. Al fondo se veía una villa maciza, gris, construida de anchos bloques de piedra. Varios autos se alineaban debajo del arbolado. Un piquete de soldados guardaba el edificio y controlaba el acceso.
Sacó su gran cartera de cuero y se encaminó a la escalinata de entrada. Presentó el pase y entró. Allí estaba la flor y nata del Ejército del Centro.
Saludó a su General, que le respondió con cortés efusión. Le notó, tras el tiempo pasado sin verlo, como si varios años hubiesen transcurrido, no meses; como si el peso de lo que devenía se hubiese apoderado de él, lo estuviese devorando.
Observó cómo los oficiales de carrera, aunque fuesen jefes de operaciones o de unidades mayores, eran casi despreciados por los que surgieron de las filas populares; los cuales, sin embargo, corrían presurosos a cumplimentar a sus brillantes y geniales generales autodidactas.
Saludó a los mandos intermedios y se mantuvo en un discreto lugar, como un secundario de teatro. Sabía que se encontraba en una curiosa posición: no era oficial de estudios, pero, aunque salido de las filas de la soldadesca, no lo había sido por su adscripción a sindicato o partido político alguno, y eso lo descolocaba de unos u otros. Posición incómoda y peligrosa en tiempos tan revueltos en los que ir por libre era casi sentencia de muerte.
En el salón del palacete, amueblado, sobria pero magníficamente, con muebles de campo sólidos y robustos, se desarrolló la conferencia anunciada. El General les expuso la situación global de los frentes. Se extendió en consideraciones técnicas que ya resultaban para algunos de los presentes difíciles de digerir y se veía que trataba de evitar cualquier alusión a otras circunstancias que no fuesen estrictamente las militares. Aún así, las suspicacias se reflejaban en algunos rostros.
El panorama presentado, sin optimismo pero sin derrotismo peligroso, requería, según su juicio, mantener la presión sobre los franquistas y realizar unas operaciones de cierta envergadura que matasen dos pájaros de un tiro: aliviar por una parte el asfixiado frente de Madrid ya tremendamente debilitado en las últimas acciones y también distraer la presión que en el norte y Aragón mantenía el enemigo. Se quería contar con sectores de acción secundaria que ocultasen las intenciones de la acción principal.
El plan, bien estructurado de acuerdo a una táctica militar clásica, encontró pronto la oposición de los generales y jefes de columna más proclives al protagonismo personal y político. Las disensiones fueron fuertes, pero sin tener unas bases sólidas de razonamiento, fundadas más en cuestiones de prestigio o envidia. Los planos y mapas eran vueltos y revueltos sin una finalidad provechosa.
Leonardo se asqueaba al ver cómo iban transcurriendo las cosas.
Tenía ante sí la muestra palpable de la seguridad en la derrota.
Como no se llegaba a un acuerdo previo, decidieron suspender la sesión hasta que se aportasen datos nuevos, requeridos sin duda para entorpecer la toma de decisiones.
A todos los asistentes se les pidió que no abandonasen el edificio.
El Alto Mando había dispuesto unas pequeñas distracciones para sus más queridos jefes y oficiales. En la misma sala de conferencias, retirados los mapas y planos, se dispuso una cena, para lo que en otros lugares se comía, pantagruélica. Las carnes, los vinos y las truchas de la sierra fueron consumidos con apetito voraz entre una algazara que aumentaba por momentos. Libres de correajes, sueltas las botonaduras, aquellos jefes se dedicaron a devorar y beber sin freno, sin el más mínimo escrúpulo.
Leonardo, entre un comandante de artillería y un capitán de infantería, trató de no dar la nota. Comió y bebió con cierta moderación, porque su conciencia no lo dejaba en paz. El recuerdo de las penalidades de los soldados del frente y los sufrimientos de las gentes de retaguardia le hería en su honestidad y su conciencia. Conversaba displicentemente con sus compañeros e intercambiaba inocuas impresiones sobre el acontecer y su deriva. A pesar de tener cierta dosis de vino dentro del cuerpo, era capaz de controlar sus ideas para no traicionarse con un comentario inoportuno.
Terminada la cena, entraron en el salón unos milicianos con instrumentos musicales y un nutrido grupo de milicianas. Eran miembros de las Secciones Culturales que se suponían peregrinaban por todos los frentes para llevar a la tropa algo de alegría y distracción, a veces muy impregnadas de ideología y retórica revolucionaria. Así se pasaron la guerra más de una miliciana y un escritor o poeta.
Se distribuyeron botellas de coñac. Alguna también de champán, para los jefazos. Los brindis por la República, por el Ejército y por la segura victoria fueron obligados. Se escaparon también algunos gritos a favor de los de siempre, incluyendo al camarada Stalin, que se corearon según los sectores de donde provenían, a veces con más tibieza que entusiasmo. Los amigos rusos presentes se hicieron oír en las alabanzas de su gran líder. Tal vez a alguno le interesara que allá en la URSS se supiese su adhesión, ante las noticias bastante brumosas que les iban llegando sobre procesos y fusilamientos.
Iniciada la música, cada cual se dedicó a tomarse su licor, charlar o bailar con las mujeres. Era obvio que las hermanas proletarias presentes habían sido llevadas para brindarles un rato de asueto a los heroicos soldados republicanos.
Cifuentes charlaba animadamente con el comandante de su derecha. Era un hombre incondicional de Modesto y alababa sus dotes como estratega. Hábilmente, nuestro hombre desvió la conversación hacia otros temas menos complicados. El otro provenía de Toledo. Había sido socialista, hombre fuerte en su pueblo, que cuando surgió la sublevación no dudó en organizar unos pelotones de aldeanos, militantes voluntarios, y atacar el cuartel de la Guardia Civil y también arrestar a todos los de derechas del pueblo que no se escaparon, incluyendo al cura, como era cosa natural. Alguno hubo que matar, pero aseguraba que había tratado de evitar en lo posible las venganzas que fuesen claramente personales. Su magnífica actuación, en síntesis, le sirvió para fraguarse un puesto de mando entre las tropas leales. Leonardo se libró de decirle que él también había estado perseguido por ser cura en un pueblo de Andalucía.
Una muchacha con fuerte acento madrileño se acercó a ellos. Con desenfado, tras una breve evaluación, se sentó en las rodillas de Leonardo. Le ofreció un vaso vacío en ademán de que se lo llenase. Él le escanció un poco de coñac. Se llamaba, dijo, Azucena.
Ella se interesó por cada uno, sus nombres, sus unidades, sus lugares de origen... Mientras sonreía y les hablaba, sus dedos acariciaban la nuca de Cifuentes. Éste notaba el calor de la mujer en sus piernas, sentía sus finos dedos cómo exploraban su cuello, cómo penetraban en su espalda causándole un placer indescriptible. La conversación era una mera excusa. Estrechó con el brazo libre la cintura de la muchacha. El comandante abandonó la posición sin plantear resistencia alguna.
Los vasos de licor se apuraban con presteza. La chica le contó los padecimientos en la capital cercada, pero él le cerró la boca con un dedo puesto en sus labios. No quería saber de tristezas ni de padecimientos: ahora era la época del placer. Abrazó a la muchacha y la besó. No sabía por qué lo hacía, pero se sentía llevado de un deseo irreprimible, incontrolable. No pensaba y sí olvidaba.
En la sala se repetían estas mismas escenas. Los que aún no continuaban bailando estaban abrazados a sus parejas, algunas ya iniciando la marcha en busca de otros lugares más discretos. El ambiente se tornaba irreal, el humo enturbiaba la atmósfera que se hacía cada vez más opaca bajo la tenue iluminación. La música, desafinada y mustia, se perdía como se perdían las formas, los cuerpos... Seres irreales huidos de su propio bochorno, trataban desesperadamente de luchar contra la realidad que los acabaría venciendo.
Había cerrado la noche.
El cielo estrellado estaba claro y limpio. Una brisa breve mecía las ramas del arbolado, generando un suave rumor. Hacía fresco. Algunos sonidos vagos, imprecisos, se esparcían por los montes. Militar y miliciana salieron, abrazados, al pórtico. Lentamente, hundiéndose el uno dentro del otro a cada paso, a cada momento, se dirigieron hacia el coche. Se instalaron en los asientos posteriores, de cuero, del vehículo. Un insoportable deseo, frenético, los envolvió. Se amaron sin medida, sin trabas. Cuando saciaron sus cuerpos, apaciguadas sus almas, volvieron a la villa. Buscaron algo de comer bajando a las cocinas. Luego, de acuerdo, subieron a la planta superior. Leonardo prefería no pensar, no recordar, quería disfrutar del momento, atrapar aquellos instantes maravillosos. Cual los discípulos de Jesús en el Monte Tabor, él solo quería quedarse allí.
Se le había borrado completamente la ruta de vuelta al Sur.
Encontraron una habitación en las buhardillas con una cama milagrosamente en estado disponible. Allí se metieron.
Había entrado ya la mañana cuando bajaron. Casi nadie quedaba allí. Un ayudante le pasó la cartera indicándole que allí tenía las nuevas órdenes, decididas por el Mando. Buscó al conductor, que estaba con los soldados de guardia, y le dijo que preparase el vehículo. Azucena le pidió que bajase a Madrid: le dio su dirección. A la ligera, sin convicción, Leonardo le aseguró que bajaría.
Mientras ascendía las rampas de la sierra, pasaba revista a los hechos.
El cinismo de los demás le calaba hondamente, destruyéndolo. A la vez, se sentía culpable y justificado. Por ese lado de lealtades y sacrificios a la causa, ya andaba más que sobrepasado, en una actitud próxima al peligro de la deserción.
A pesar de haberse despedido de la miliciana sin propósito alguno de volver a verla, lo cierto es que, transcurridos unos días, sintió que se despertaba en él la necesidad de encontrarla de nuevo. El instinto sexual, el imperio necesario del deseo, reavivado después de la separación de Jacinta, le generaban unos incontrolados anhelos de reencuentro con la mujer que había recientemente gozado. Se sentía irascible, inquieto, incapacitado de concentrarse fríamente en sus obligaciones. La proverbial sensatez de Leonardo Cifuentes se perdía en un laberinto de desatinos, fantasías y ansiedades. No se podía quitar de la memoria, de la sensación de cada palmo de su cuerpo, aquellos momentos de placer pasados en el gozo de la muchacha.
Empezó a maquinar la forma de largarse a Madrid.
Hasta entonces, aunque tuvo la oportunidad, no le había interesado. Ahora que lo necesitaba imperiosamente, no se le ofrecía la ocasión de marcharse para allá. El sector estaba en calma; la no nacida operación de diversión ni se volvió a plantear; tampoco era previsible una acción enemiga, porque tenían todos sus efectivos concentrados en el Levante y Cataluña. ¿No era posible pasar unos días, un fin de semana, en la compañía de Azucena...?
Hasta que no consiguió que el Comandante Hernández se ofreciera a cubrirle la retirada, no paró de insinuárselo, recordárselo, pedírselo muy suavemente. A éste, que seguía divertidamente las maniobras declaradas de su compañero, le encantaba prolongarle el sufrimiento, aun a sabiendas de que al final lo dejaría ir. El comandante no tenía por el contrario ninguna gana ni intención de volver a aquel Madrid de locura. Seguir olvidado allí, en la sierra, era para él un premio que no cambiaría por ningún ascenso o reconocimiento público. Le agradaba aparentar no darse cuenta del estado por el que estaba pasando Leonardo, como si no lo comprendiese. Sin embargo, también era de su agrado el que se diese un descanso, el que reaccionase al fin y al cabo como cualquier otro hombre de su edad, en la plenitud de sus facultades y del uso de sus instintos. Y, además, se le enfriarían las ideas, intuidas por el veterano militar, de pasarse al otro lado.
—Comandante, ¿puedes quedarte solo durante tres días, sí o no? —le apremiaba Leonardo.
—Sabes que nos la jugamos. Supongamos que aparecen por Los Leones los italianos de Barbaeléctrica, ¿qué haría yo solo para contenerlos?
—Leche, no seas aguafiestas. Ni que ahora no supieras cómo encarar una mala situación. Si en eso ya eres un experto. Además, déjate de tonterías, porque tendrían que traer hasta aquí a los italianos más o menos a la velocidad de la luz.
—Ya, ya... ¿y si viene Miaja en persona a revisarnos? ¿Cómo justifico tu ausencia?
—No me jodas más Hernández y dime si cuento contigo o no.
—Me la juego, me la juego por tu culpa... Anda que si aparece nuestra señora Pasionaria...
—¡Cállate ya, bendita sea!
—Está bien, pero sólo tres días te doy. El lunes a media mañana, a lo sumo, te quiero aquí. Ésa es la primera condición.
—Concedida.
—La segunda es que me negocies jabón y colonia.
—Lo intentaré.
—No, lo harás o no vuelvas, que ya me encargaré yo de dar parte de tu deserción.
—Bien, seguro, seguro...
—¿Lo tienes todo dispuesto ya?
—¿Qué he de disponer si no es el largarme en el primer transporte que baje?
—Algunas veces te quedan restos del pardillo que fuiste. Mira, para ir a Madrid lo mejor es llegar con algo metido en el zurrón, así se te abrirán todas las puertas. ¿No sabes lo que están pasando? Y no me refiero al asedio militar, sino a las necesidades de los civiles.
—Sí, oigo a los soldados que llegan de allí.
—Pues entonces ¿cómo quieres que esa chica se eche en tus brazos...? En Madrid sobran oficiales de todas las armas y clases: lo que falta es comida. Por eso un oficial con comida es más que un general.
—Visto desde un punto tan prosaico como el que me muestras, eso que dices suena a lógico.
—El único, hijo, el único punto que hoy nos vale. Te convencerás por ti mismo.
Leonardo, atendiendo a las recomendaciones de su compañero, procuró realizar algunas visitas a los pueblos donde sabía que los campesinos guardaban víveres en abundancia. Entre amenazas, algunas ofertas y ciertos trueques, pudo hacerse con una buena hogaza de pan serrano, varias chacinas, tocino y un excelente queso. Aprovechando un camión que volvía de vacío, inició la bajada de la sierra.
Podía contemplar la zona que los nacionales ocupaban, controlando el acceso a Madrid por la Moncloa. Allí habían quedado detenidos, definitivamente empantanados, tocando una ciudad que se les negaba tercamente, reciamente, valerosamente. El símbolo de la República era Madrid. Si caía, todo estaba irremediablemente perdido. Para los dos bandos era una llama viva, un faro.
Copyright © | Mariano Valcárcel González, 2006 |
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Fecha de publicación | Junio 2008 |
Colección | Narrativas globales |
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