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Te pasarás al otro lado

La huida

Mariano Valcárcel González
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaLa ciudad, tumbada en una colina, con sus torres, múltiples torres, enhiestas y desafiantes

No conocía la capital.

Sólo de paso, cuando bajó al Sur, tocó sus calles. De inmediato lo llevaron a la estación de ferrocarril que lo transportó a otras tierras.

Las torres de sus iglesias, de sus palacios, el propio Palacio antes Real, con sus mármoles blancos, se vislumbraban con claridad manifiesta en la diáfana mañana, ya soleada. Disfrutaba, como otra vez hiciera, contemplando un paisaje hecho para el sosiego, la meditación, la calma y no para ser enturbiado y destrozado con aquella crueldad de la que sólo los hombres hacen gala.

Apretaba en el bolsillo del pantalón las señas de la pequeña miliciana. Al conductor le preguntó por la mejor forma de llegar hasta esa dirección. Éste se sorprendió de que un oficial nunca hubiera pisado Madrid y lo miraba como a un bicho raro. Pero, condescendientemente, le indicó el camino, a la par que le hacía varias recomendaciones sobre las zonas más peligrosas en las que había de estar atento al cañón; sobre las mejores casas de citas que todavía se podían visitar especiales para oficiales; y, veladamente, sobre las posibilidades que se le brindaban en el mercado negro. Se notaba que el individuo era experto en este negocio, así como en chanchullos, trueques y demás comercios que en los revueltos mares de la guerra y necesidad se brindan a los arriesgados y hábiles timoneles. Seguro que olía el género del macuto.

El oficial atendía candorosamente tan benevolentes novedades, cumpliendo a la perfección su papel de aldeano paleto, que es lo que eran para los madrileños castizos todos los forasteros que caían por allí.

Algún alto en el camino les ayudaba a desentumecerse un poco y aprovechar cualquier ventorrillo, que milagrosamente estuviese abierto, para aclararse la garganta: el chófer con aguardiente y el otro con vino. Sin hacer ostentación de lo que llevaba en el zurrón, obsequió y compartió un poco de salchichón.

Al mediodía llegó a la ciudad.

El vehículo lo aproximó al barrio que buscaba. Con el macuto al hombro, inició sus pesquisas. Lo primero que observó era la delgadez de los habitantes, los demacrados rostros, los ojos hundidos, la expresión de sufrimiento en mujeres y niños. Las casas de aquella zona, sin embargo, no parecían estar en mal estado. Había algunas, muy pocas, alcanzadas por metralla o destruidas parcial o totalmente. Funcionaban los tranvías. Por doquier había paneles con consignas de resistencia, de ayuda a los refugiados, de solidaridad en la defensa. Abundaban las banderas y las estrellas rojas o los retratos, mayestáticamente aumentados y diseñados, de los más destacados líderes.

Con cierta cadencia, lejanamente, se oía el retumbar de los cañones, las descargas ocasionales de fusilería; más cerca, se escuchaba la caída de los obuses. Pero las gentes no se inmutaban: paraban, oían, miraban y seguían en su rutina diaria. El tiempo de asedio había curtido sus sufrimientos.

Penetró en una calle de casas bajas con sus fachadas encaladas o de ladrillo. Entre las mismas, por detrás, veía asomarse las copas de los árboles que denunciaban la existencia de patios o corrales interiores. Se detuvo para consultar la dirección. Comprobó que estaba cerca del número indicado. Llamó a una puerta de cristales, con persianas verdes. Tiras de papel engomado trataban de preservar los cristales de las roturas causadas por la caída de los obuses. Tardaban en abrir. Insistió tímidamente.

Un leve murmullo de pasos, el descorrer un pestillo y una mujer de edad indefinida, de negro absoluto, se le ofreció a la vista simultáneamente.

Apenas acertó a balbucear.

—¿Está Azucena?

—¿Azucena? —repitió la mujer no menos sorprendida y aparentemente temerosa.

—Sí, mire; conocí a una muchacha llamada Azucena hace unas semanas en la sierra y nos hicimos amigos... Me dijo que podía visitarla cuando quisiera y me dio esta dirección —la vio relajarse, aliviarse.

—Bueno, Azucena no está ahora aquí.

Ahora le tocaba a Leonardo dudar, confundido. Ella reaccionó al momento.

—Pase usted, pase. Deje ese macuto y descanse. La niña vendrá dentro de poco, cuando acabe su turno en la fábrica de munición.

—No quisiera molestarla...

—No es molestia, señor —«señor», no «camarada». No cuadraban estas formas del antiguo régimen con las actividades revolucionarias de la muchacha.

Penetró en la casa.

Un estrecho pasillo distribuía varias habitaciones. El fondo se abría el acceso al patio. Dejó el pesado fardo en el suelo y se quitó la gorra. La mujer lo dirigió a uno de los cuartos. La humedad subía por las paredes, encaladas, formando un mosaico de texturas y colores en degradación de blancos, azules y verdes. La ventana con la persiana echada contribuía a dejar la atmósfera más cerrada e impenetrable.

Leonardo se sentó en una silla, junto a una mesa redonda, cubierta con un paño bordado primorosamente. Aparte del aparador, lo que más llamaba la atención era una litografía enmarcada representando una escena del Antiguo Testamento, concretamente a Abraham sacrificando a Isaac. Juzgó que la pieza debía de ser bastante antigua. La mujer se excusó y salió.

Él pensó si no se habría equivocado. Si debió venir hasta aquí. Se sentía embarazado por la ausencia de la mujer. Disminuía su impaciente deseo, su carnal deseo. Pasó bastante rato. Estaba incómodo.

Entró la señora secándose las manos en un paño. Subió algo la persiana. Ahora le hacía daño la luz, acostumbrado ya a aquella densa penumbra. Se removió en la silla. Carraspeó.

—La niña vendrá pronto porque hace turno de mañana. Luego acostumbra a irse al local del comité de barrio o con otras chicas al centro, a alguna reunión... ¿Así que la conoció en la sierra? Sí, puede ser. A veces va con otros compañeros a visitar las trincheras para infundir ánimos a los soldados. A ella le gusta ayudar.

Él asentía estúpidamente. La verdad es que hasta ahora le había preocupado muy poco la vida que llevara la caritativa miliciana. Intuía que una cosa era lo que le contaba la mujer y otra lo que realmente hacía.

Se resignó a esperar, dado que hasta allí sólo lo había llevado el encuentro con la chica y nada más tenía interés para él. Cierto que conocía el heroísmo de la ciudad, su defensa a ultranza y su sacrificio. Cierto que le hubiese gustado visitar y conocer la capital, pero desde luego en otras circunstancias y condiciones. Además no conocía a nadie más.

Siguió un silencio incómodo.

—¿Quiere usted algo? ¿Necesita lavarse, comer...? —inquirió cortésmente, pero sin entusiasmo, la señora.

—No, no, gracias, déjelo usted.

Leonardo sabía fruto de la cortesía, que no de las verdaderas intenciones, esas palabras. Otro largo paréntesis. Continuábanse oyendo a intervalos los obuses. Tardíamente sonaban los pasos de algún transeúnte, el motor de algún vehículo que cruzaba la calle. De pronto dos golpes en la ventana lo sobresaltaron y a continuación se oyó manipular en la puerta, abrirla.

—¡Ya estoy aquí! —una voz juvenilmente cantarina resonó en el pasillo. La mujer se levantó y se dirigió a la puerta de la habitación.

—Ya estoy aquí.

Leonardo se levantó a su vez. La muchacha asomó la cabeza. Luego entró. Aparentaba no reconocer al militar, o que tardaba en identificarlo. Se perdía...

—¡Hombre, si eres el de la sierra! —exclamó reconociéndolo al fin.

Llevaba una falda ajustada, un poco por debajo de las rodillas, una blusa de cuello con grandes picos y un suéter que le realzaba el busto. El conjunto era predominantemente de color gris. Se extrañó del atuendo, no apropiado para trabajar en una fábrica.

Azucena se acercó y le dio dos sonoros besos en las mejillas.

—¡Chico, qué sorpresa! Ya creía que no te volvería a ver... Me alegro muchísimo de verte. ¿Cuántos días tienes? —hablaba rápida y atropelladamente, con jovial agrado.

—Vengo para tres días solamente.

—¿Nada más? Bueno, pero te vas a divertir, ya verás.

—¿Es posible divertirse en Madrid?

—¡Huy, más de lo que tú te piensas! Siéntate, siéntate —se sentó ella también.

Leonardo la admiró, bien distinta de aquella miliciana embutida en el ancho mono y tocada con la gorrilla de picos. Ahora era una mujer con todos sus atributos, todas sus seducciones. Empezó a cambiar de opinión. Tal vez no se hubiese equivocado al venir. Ella le tomó una mano. Pero él se acordó del macuto y su contenido. Se levantó.

—Espera, espera... ¿Cómo andáis de alimentos? Traigo algo en la bolsa —salió al pasillo y regresó con su carga.

Fue dejando sobre la mesa el contenido. Ella callaba y miraba con cierta ironía. Pudo entender esa mirada: ¿era la forma de pagarle el favor del otro día o los que pretendía recibir en estos?; ¿todo se reducía al precio por unos servicios de prostituta...?

—He pensado que dado que aquí andan las cosas escasas no te vendría mal esto.

—No, hijo mío, que vienen muy bien, no lo dudes. ¡Tía! —llamó.

Apareció. Sus ojos se abrieron en codiciosa sorpresa, se acercó y comprobó la calidad de los productos con indisimulada ansiedad.

Pronto se preparó el festín.

Ellas comieron con cierta voracidad, que no podían contener. Cifuentes, a juzgar por lo que veía, imaginó la situación precaria por la que estarían pasando.

Una vez hubieron comido, Azucena le señaló el cuarto donde podría dormir. Tenía una cama grande y ancha, de barrotes metálicos rematados en bolas doradas. Había un armario en color nogal que hacía juego con las dos mesitas. La pared estaba empapelada con dibujo de líneas verticales de un azul desvaído. Del techo pendía una lámpara de pantalla de porcelana, decorada con florecitas. En una de las mesitas había un quinqué de petróleo. Un lavabo con palangana y jarra completaban el mobiliario.

Leonardo se quitó la guerrera y la camisa. Se lavó la cara y las manos, se quitó las botas y se tendió en la cama, sin descubrirla.

Le venció el sueño.

No sabía cuánto tiempo había pasado cuando la muchacha lo despertó.

—¡Venga hombre, ya tendrás tiempo de dormir!

La luz lo deslumbró un instante. Creyó estar en otro lugar. Luego, desperezándose, volvió a lavarse y a peinarse. La otra lo miraba divertida. Llevaba el mismo vestido anterior, pero se había recogido el pelo. Un perfume algo denso emanaba de su cuerpo. Él se vistió de nuevo. Salieron al pasillo.

—Vamos a ir hasta el centro. Verás lo que están haciendo allí los fascistas.

—¿No es peligroso?

—No más que morirse de hambre. De todas formas, te admirarás de lo que los madrileños hemos logrado hacer para superar todo esto. La gente piensa en vivir, no en morir.

—Ya habéis logrado entrar en la leyenda.

—Nada de leyendas, chato; cruda lucha por la vida, eso es lo que nos mantiene. Pero bueno, no es a eso a lo que tú has venido ni por lo que te voy a acompañar. Es porque te diviertas y nos divirtamos los dos, ¿de acuerdo?

—Por mí, fetén —chuleó.

Salieron a la calle.

Turismo bélico, pensó, turismo para hacerse fotografías al lado de los cráteres de los obuses, al lado de los edificios machacados, al lado de alguna trinchera no demasiado expuesta... Visitas de quita y pon, ocasionales, para decir luego, o escribirlo como ciertos escritores de fama nacionales y extranjeros, que habían estado en la heroica Madrid. Medallas falsas.

Unas ligeras nubes daban variedad al azul del cielo. El humo de algún incendio lo sombreaba. La muchacha lo agarró de un brazo, apretándose contra él. Sensaciones olvidadas, escondidas allá en el rincón de los recuerdos más guardados. Ella dirigía los pasos. Subieron hasta una calle principal. Aquí se veía con más nitidez el empeño destructor del enemigo. Esperaron en una parada del tranvía. Los soldados que pasaban lo saludaban militarmente. Hubiera deseado deshacerse del uniforme, pero no pudo hacerse con ropa de paisano adecuada y no había querido plantear ya el tema a la chica. Le incomodaba tener que someterse a la servidumbre que imponía el ir uniformado, aunque por otra parte reconocía que era un salvoconducto eficaz.

Consiguieron acoplarse en la plataforma de uno, lleno de carteles de propaganda bélica y política. Mientras discurrían por varias avenidas, Azucena le explicaba e indicaba las cosas más interesantes. A pesar de las protecciones, Leonardo podía entrever y adivinar la hermosura de los edificios, la coquetería de los bulevares, la belleza de un Madrid siempre sorprendente. De vez en cuando se cruzaban con algún camión militar o pasaban junto a él, lleno de soldados o arrastrando artillería, o varios, en columna, marchando hacia no se sabía dónde. No faltaban ciertos controles montados por guardias de asalto, acompañados de individuos con gabardinas o chaquetones de cuero. De todas formas, la normalidad, trágica normalidad, era la nota dominante. Aparentemente, Madrid se había acostumbrado a su accidentada forma de vivir.

Bajaron cerca de una gran plaza. En su centro, la fuente que había estaba protegida por una pirámide de ladrillos, aparentando ser un monolito algo feo y siniestro, como un túmulo. Era Cibeles.

Azucena caminaba con rapidez, no porque tuviese prisa, sino porque ya se había acostumbrado de tanto tener que hacerlo por culpa de las bombas, de la metralla. Así lo hacían los demás también. Llegaron hasta un local con la entrada protegida con sacos terreros. Ella dijo que era un teatro.

Le explicó que allí representaban una revista muy alegre, con una famosísima vedette, que gustaba mucho. Le dijo que algún día ella también actuaría allí, que estaba en contacto con un señor que la pondría pronto a ensayar. A él no le llamó el espectáculo la atención. Aparte de algunas canciones y los pretendidos pasos de baile de un coro algo famélico, todo lo demás le resultaba chocarrero y algo burdo; sobre todo los diálogos de los cómicos, claramente inspirados en los hechos del día y dedicados especialmente al descrédito y burla del enemigo. El público, civiles y militares al cincuenta por ciento, acompañaba las procacidades con incontenibles carcajadas.

Miraba a su compañera y la veía disfrutar observando a las coristas, a las vedettes, todas necesitadas de unas buenas raciones alimenticias. Estaba claro que ella se situaba en el escenario, vestida o desvestida con esas mallas ajustadas y realizando las evoluciones pertinentes a la vez, cantando con voz chillona y estúpida.

Recordó otra función de teatro, en otro local, en otra época no lejana en el tiempo pero sí en el recuerdo... Era como si hubiesen pasado siglos, pero la memoria le punzaba, le dolía. Se sintió culpable. Pero no quería desperdiciar la ocasión que en el presente se le ofrecía. Habría que dejar atrás muchas cosas.

Al salir, cruzaron por un bulevar hasta entrar en un salón bar que pertenecía a un hotel de lujo. Los camareros aún lucían sus uniformes llamativos, como soldados de opereta. Pero allí había militares de verdad. Muchos.

La interrogó con la mirada. Ella le indicó que era un bar sólo para oficiales. Realmente eso no se podía decir, pero en la práctica lo habían delimitado para su uso exclusivo, sin apelación alguna. También le dijo que ella acostumbraba a ir al local, sola o acompañada por otras muchachas.

Empezó a comprender algunas de las verdaderas actividades de Azucena.

Decidido a enterarse de todo, más por curiosidad que por desmedido interés en la muchacha. La interrogó.

—¿Así que vienes aquí a menudo? —le sonreía hipócritamente, mientras se acomodaban en una mesa.

—¿Te molesta? —malinterpretó ella la pregunta.

—No, mujer, es que siento curiosidad por saber qué es lo que tú haces aquí en este Madrid, realmente.

Se dibujó el desencanto en su rostro y apareció, siquiera fugazmente, una expresión de alarma.

—No hago más que sobrevivir, que ya es bastante, ¿no te parece? —había cierto desafío en su mirada.

—Sí, claro.

—Mira, para subsistir en este manicomio en que se ha convertido la capital es necesario ser muy fuerte, muy fuerte... Comerse los escrúpulos, beberse las lágrimas...

—Oye, chica, perdona pero no he querido ofenderte —se avergonzó de sí mismo.

—No, ya, pero los que estáis alejados de esto no lo entendéis. Tú has traído unos alimentos y con ellos me has comprado por unos días...

—¡Azucena!

—Si es así, Leonardo, si debe ser así. ¿Qué crees que vengo a hacer aquí?: conseguir sobrevivir, eso es lo que vengo a hacer aquí. De otra manera, te mueres. En la fábrica yo estoy en la oficina. ¿Cómo crees que me libré de estar cargando cartuchos ocho horas seguidas...? Leonardo, la virtud no alimenta y los santos no son de esta época.

—Lo sé, Azucena, lo sé. Te vuelvo a pedir perdón si te he molestado. Yo no tengo derecho a meterme en tu vida ni en lo que haces con ella. No quiero que nos enfademos, ¿vale? —realmente se sintió mezquino.

Empezaba a comprender a la muchacha, tal vez demasiado.

¿Quién era él para juzgarla? ¿Había tenido escrúpulos al tomarla allá en la sierra? ¿Pensó en si ella se sentiría a gusto, en si realmente estaba o no comprándola...? Le había dado una lección.

Intentó quitarle dureza a la situación. Ella se había relajado en la silla y miraba distraídamente hacia el fondo del local, hacia la barra del bar. Allí miró Cifuentes.

—¡Renato! —exclamó.

—¿Qué dices? —le preguntó ella.

—Que ahí hay uno que conozco y muy profundamente. Es un buen amigo desde hace tiempo.

—¿Un brigadista?

—Sí, fue instructor mío. Ya ves qué pequeño es el mundo. Espérame un momento.

Se levantó y fue hacia la barra.

Tocó a Servini en el hombro. Éste se volvió sorprendido. La muchacha los vio abrazarse, sonreír, gesticular, medirse y explorarse con la mirada. En un momento dado, Cifuentes señaló hacia la mesa: el otro miró y sonrió brevemente. Vinieron hacia el rincón.

—Azucena, éste es Renato, un buen amigo de España y mío.

—Tanto gusto, señorita, es usted preciosa —la obsequió con una cálida mirada, con una amplia sonrisa y con un leve apretón de mano, mientras se acoplaba en el velador.

—Es usted muy amable, comandante.

—¡Bah, llámeme Giuseppe, que es mi nombre de persona formal! —bromeó—. ¡Camarero!, tráeme una botella del vodka ruso que tú sabes.

—¿Vodka ruso? ¿Cómo tú consumiendo tales mezclas? —se sorprendió Leonardo.

—Porque esto de estar tanto tiempo en contacto con los camaradas habitúa a cualquiera; además, es lo más abundante, barato y de calidad que se puede pedir aquí.

—¿Y aquí qué haces?

—Recoger a algunos elementos valiosos y descansar un poquito... ¿Y tú?

—Yo estoy ahí arriba —señaló por detrás de él—, guardando los bosques para que no nos los roben los alemanes.

—¿Sólo guardando árboles? —insistió con malicia.

—Sólo árboles, sólo árboles.

Miró al italiano con una súplica en la mirada. Era innecesaria. Servini tenía ese fino tacto, no exento de ironía, que caracteriza a los que han superado las pequeñeces del mundanal ruido. La chica captó el breve intercambio de miradas, comprendiendo que el otro sabía, pero callaba. Y ella comprendió a su vez que comprendía. Pero era lo normal: había conocido a tantos en su misma situación...

Sirvieron el vodka.

Era muy fuerte, quemaba. El italiano lo bebió de un trago, bruscamente, a la rusa. El español lo miró sorprendido y el otro se excusó.

—Ya te he dicho que con estos rusos pierde uno las buenas costumbres. Pero la verdad es que hay que beberlo así.

Él tenía también algo que ocultar, pero a diferencia del otro éste no lo sabía.

Fue en la campaña de Guadalajara.

La columna de carros contraatacaba. Los rusos tenían la intención de capturar al mayor contingente posible de italianos, incluido su material. Forzaban los tanques, provocando que varios se averiasen. Aprovechando estos fallos y la distancia que separaba a los carros rusos de sus vehículos de apoyo y de la infantería que les seguía, algunos de los perseguidos decidieron acabar con los accidentados, ya inmovilizados, y escapar de la tenaza. Con el arrojo que da la desesperación alcanzaron y destruyeron tres vehículos.

Los rusos, al darse cuenta, viraron y se lanzaron con todo su fuego contra ellos. Servini, que venía detrás en un coche blindado, llegó a la cabecera de la unidad cuando ya los italianos se habían rendido. Los estaban reuniendo a empujones y culatazos. La ira hacía espumar la boca de los soviéticos. Aullaban.

Quiso pasar a interrogar a los desgraciados, pero un oficial, que él conocía muy bien, le indicó que no hacía falta. Suponiendo lo que pretendían quiso hacer valer su autoridad y el otro, sacando su larga pistola, se la colocó debajo de la nariz esbozando una trágica sonrisa.

Situados frente a varios carros, atados en grupos de cinco en cinco, los hicieron correr perseguidos por ráfagas de ametralladora, que a veces los alcanzaban. Las cadenas de los vehículos chirriaron. Con desesperación, los desgraciados vieron cómo las pesadas máquinas se les echaban encima.

También con desesperación lo vio Servini, sin poderlo evitar.

Cuando terminó la carnicería, el mismo oficial que lo amenazaba le dio una palmada en el hombro, enfundó la pistola y se lo llevó a beber a su vehículo. Fue la primera vez que bebió hasta perder la conciencia. Cada trago era como si estuviese tragando su propia muerte, pero bebió y bebió casi con ansiedad. En su turbia mente resonaban las palabras de Jesús en Getsemaní: «Que pase de mí este cáliz.»

Desde entonces sólo podía dormir con la ayuda del vodka u otro destilado que tuviese al alcance.

Charlaron animada y jovialmente.

La chica departió con soltura, como quien está ya muy acostumbrada a alternar en reuniones, dominando ampliamente e incluso orientando la conversación hacia temas militares. Ellos se mostraron agradablemente sorprendidos.

Leonardo observó la frecuencia de las libaciones del otro, pero optó por no darse por enterado.

—¿Cuándo nos volveremos a ver, Leonardo?

—En el desfile de la victoria, Renato. Tú de general y yo de coronel.

—En Italia quisiera volver a verte, allí yo otra vez de catedrático y tú de alumno. Así debería haber sido... ¡ja,ja,ja,ja..., yo de catedrático!, ¿cuándo volveré a serlo? —contestó con amargura.

—Todo llega, hombre, no deberías ni dudarlo. ¿Tendré que ser yo ahora quien te de ánimos?

—Paradojas de la vida que nos enseñan a ser cada vez más humildes. ¡Ja!, creo que tenía que haber sido yo el seminarista y no tú.

La muchacha miró con los ojos muy abiertos a Leonardo. Éste se excusó.

—Es una historia muy vieja, pasada, muerta ya.

—Es verdad, muchacho, todo es viejo ya —se levantó el italiano con leve dificultad—. Hasta luego, camarada, que tu buena estrella te proteja. Señorita, a sus pies.

Hizo una breve reverencia y se marchó del local, lentamente y denotando cierta inseguridad. Cifuentes lo miró ir, siguiéndolo con cierta aprensión. Tenía la certeza de que el italiano estaba penetrando en un pozo del que posiblemente le sería difícil salir. La autodestrucción era su sombra.

Se levantó a su vez y dándole la mano a su pareja también salió. Había cesado todo indicio de bombardeo. Pasaron entre palacetes semiarruinados, casas alcanzadas por las bombas, tiendas protegidas de sacos terreros. Pero la gente aún vivía entre aquellas ruinas. Las sombras se hacían dueñas de la ciudad. El alumbrado público no existía por estar destrozado o por temor a los bombardeos. De tarde en tarde, un farol azulado intentaba servir de referencia. Los coches circulaban con sus faros semicegados. Los edificios no dejaban escapar ni un rayo luminoso.

Caminaban, tratando de evitar los socavones y los cráteres levantados por las explosiones. La ciudad estaba siendo destrozada concienzudamente. Lograron subir a un tranvía, abarrotado de gentes que se retiraban a sus barrios después de soportar los controles y los cacheos de la policía política; después de soportar otro día entre el peligro de ser alcanzados por la metralla, o hundirse con su edificio. Por el camino, Azucena le advirtió de algo que él ya sabía: que su tía no conocía nada de sus actividades. Le prometió no irse de la lengua.

Llegaron a casa. La tía los esperaba dormitando en la habitación de la litografía. Cenaron algo de queso con pan.

Leonardo le rogó que le negociase un poco de jabón para afeitarse y de colonia de hombre, como un favor a un compañero. Ella lo dio por hecho. Luego, con toda naturalidad, ella se dirigió al dormitorio llevándolo de la mano. La tía no dijo nada: se esfumó.

Encendieron el quinqué, porque el fluido eléctrico se cortaba por la noche. Él la observó mientras se desnudaba. Tenía un cuerpo espléndidamente formado. Sus senos eran firmes y sus caderas amplias, con un vientre liso por la dieta que, sin embargo, hacía más prominente su trasero. No se había fijado la primera vez en su belleza: ahora la saboreaba a placer. Ella se recreaba con esa contemplación: se sabía hermosa y lo deseaba demostrar; deseaba que eso fuese valorado. Y se excitaba viendo al hombre excitarse.

Se acercó a él y le quitó la chaqueta mientras la abrazaba y besaba en el cuello. Luego le sacó la camisa, después...

Cuando Leonardo despertó ya no estaba Azucena.

Se quedó un buen rato en la cama, sin hacer nada, por el mero hecho de abandonarse en la laxitud, en la relajación del saber que no tenía nada que hacer, que no quería hacer nada. Notaba el hueco que había dejado la muchacha en el colchón de lana, apelmazada ya de tantos cuerpos que yacieron sobre el mismo. Todavía podía olerla.

Su mente se había quedado también en blanco. Pensaba que pensaba que no pensaba. Un juego absurdo. Se negaba a generar cualquier otra idea. No quiso mirar el reloj.

Cuando le pareció bien, se levantó, se lavó y se afeitó.

Con sólo la camisa y los pantalones salió de la habitación. No había nadie. Avanzó por el pasillo hasta el patio trasero. Salió.

El fresco de la umbría húmeda le agradó. Un gran olmo daba sombra a todo el patio, situado en su centro. Unos pequeños arriates, adosados a las paredes, estaban llenos de rosales y celindas. Su perfume lo llenaba todo. Un entramado soportaba una escuálida parra, joven. En un rincón había un pequeño cobertizo. El suelo tenía una zona cementada y otra tierra muy apisonada. Todo estaba limpio y ordenado. Le agradó.

Pensaba en la muchacha y en donde vivía. Sabía que no era una simple miliciana salida de los fondos del proletariado. Allí no había padres gritando, chicos en cantidad, suciedad y miseria. No cuadraba. Entró otra vez en la vivienda y deambuló sin meta fija. Se metía en las habitaciones y husmeaba en ellas sin alterar el orden observado. También dentro se percibía limpieza, incluso en la pequeña y casi mínima cocina.

Al volver al dormitorio abrió el armario. Tenía una luna en el interior, tras la puerta. Se observó de cuerpo entero. Con el pantalón caqui y la camisa de igual color, algo arrugada, con el tono de la piel bronceada que tantos días de sol serrano le habían regalado, con el pelo echado hacia atrás, pegado bien al casco craneal donde se apuntaba una levísima e incipiente caída. Se observaba la señal que le había quedado en el labio, fruto de la paliza que recibiera tiempo atrás, allá en el Sur... Recordaba y no quería recordar.

Los vestidos de la muchacha se hallaban colgados allí. Alguna ropa interior, que acarició ligeramente, dos faldas, varias blusas, un vestido de cuerpo entero, un abrigo grueso y largo de paño. En el suelo varios pares de zapatos y zapatillas. Abrió un cajón. Había más ropa doblada con olor a naftalina. Algo le sorprendió... En el fondo, bien doblada, había una camisa azul marino de corte militar. Era una camisa falangista. Lo comprobó porque llevaba sobre un bolsillo el yugo y las flechas bordados. Cerró rápidamente.

Salió apresuradamente del cuarto, todavía sorprendido por el descubrimiento. En el mismo momento alguien abría la puerta de la calle. Se sobresaltó. Era la tía. Venía la buena mujer con un cestillo.

—¡Tanto rato para casi nada, cuándo se acabará todo esto! —se lamentó.

—Buenos días.

—Buenos a medias. Para poder coger un poco de aceite se tiene que estar una toda la mañana en la cola. Y ya no se llega a tiempo para el pan o lo que te puedan dar. Menos mal que Azucena, por sus amistades, puede apañar mejor el asunto, ¡ah, y usted, desde luego!

—Yo lo hago con mucho gusto.

—¿Ha tomado usted algo?

—No, me acabo de levantar.

—Pues espere en el cuarto de estar y le calentaré un poco de malta.

Paseó brevemente por el pasillo mientras su cabeza le daba vueltas a lo que había visto. Buscaba alguna explicación lógica y podía encontrar miles, pero le ganaba la idea de que la chica era una infiltrada.

Tenía muchas amistades, demasiadas tal vez, entre la clase militar. Ella confesaba ir bastantes veces a aquel bar de oficiales. Sabía muchas cosas sobre el tema y preguntaba aún más, ¿no lo había demostrado la tarde anterior...? Hasta Giuseppe se había asombrado. Tenía acceso a la fábrica de armamento, a sus planes e informes por trabajar en las oficinas. Si quisiera utilizarlo todo en contra de la República podría hacerlo. ¿No lo estaría haciendo ya?

La tía salió con una taza humeante y se la sirvió en la mesa camilla del cuarto de estar.

—¿Es usted la tía de Azucena por parte del padre o de la madre? —preguntó para iniciar un breve sondeo.

—Por su padre. Soy la hermana de su padre.

—¿Es que no vive aquí? ¿No tiene madre?

—No viven. Azucena es huérfana. Por eso la tengo en mi casa. Yo soy viuda.

—Lo siento.

Decididamente sentía que no servía para ejercer labor policial, para disimular las intenciones buscando el fallo del descuidado interlocutor. Se despreció a sí mismo. Decidió dejarlo. ¿Qué le importaba...? Además, ¿tenía fundamentos para sospechar nada? ¿Qué quería decir una camisa en estos tiempos...? Podía ser del marido de la tía o vaya usted a saber de quién en realidad. Decidió tomarse la malta con toda tranquilidad de conciencia.

—Señora, ¿podría usted hacerme un favor?

—Diga usted.

—Si tiene tiempo, ¿puede lavarme alguna ropa interior que he traído? Es que no sé dónde llevarla —estaba bastante azorado y sentía morirse de vergüenza.

—No se preocupe usted. Déjela en el cobertizo del patio, en la pila.

—Muchas gracias. No sabe usted el apuro que me da, pero...

—¡Que estamos para eso! Tenía que habérmela dado antes, en cuanto llegó.

Fue al dormitorio y tomó el lío de ropa que tenía envuelto en unos papeles y lo llevó a la pila. Luego se arregló y salió a la calle.

No sabía dónde ir. Llegó a la misma parada donde había tomado el tranvía. Decidió dar una vuelta, sin destino. Volvía a recorrer la ruta de la tarde anterior, pero no se bajó en el mismo sitio: lo hizo al final del trayecto, porque vio que todos los que quedaban se bajaban.

Estaba muy cerca de las líneas del frente, incrustadas en las afueras de la ciudad. Pensó ir para allá, por curiosidad, pero decidió no hacerlo. A ningún soldado le gusta que vengan otros en plan mirón a hacerle la visita y, luego, pues adiós, mientras ellos pasaban el día y la noche metidos en la incómoda trinchera. Que supieran lo que había detrás de esos visitantes no justificaba el que necesariamente se les ofendiera.

Al deambular, dubitativo, llamó la atención de unos de los servicios de orden público. Se le acercaron dos hombres de paisano, demasiado evidentes, sin embargo, como para que él no los detectara. Los dos llevaban mascota ladeada, al estilo del gánster de película. Le pidieron fuego. Se excusó, asegurando que no fumaba, y al instante pensó que eso excitaría más su interés: «Un bicho raro este tío que no fuma», pensarían. Mientras lo examinaba uno de frente, el otro lo rodeó disimuladamente. La mano derecha del de atrás desaparecía dentro del bolsillo de la americana.

El de su frente se identificó como del Servicio de Información. Le pidió la documentación. Como había previsto tal contingencia se había echado encima todos los documentos oficiales que lo podían identificar, incluyendo sus nombramientos. Lo revisó todo minuciosamente. No movía ni un músculo de la cara. El cigarro, apagado, le pendía del labio. Al entregarle el papeleo, le preguntó cuál era el motivo de su visita a la capital. Pensando que en realidad carecía de permiso oficial, con aplomo se inventó una llamada telefónica del General y que, ya despachado el asunto, el mismo jefe le sugirió se tomase unos días de descanso. Trató que sonara verosímil.

Los otros dos se miraron. Aparentemente se habían tragado la bola. Por último le pidieron la dirección en la que se alojaba. La dio. La apuntaron en un pequeño bloc de notas. Tan silenciosamente como aparecieron, se alejaron. Los vio subir a un coche y marcharse.

Pasó cerca del Palacio Real, ahora debía de ser Presidencial en excedencia.

Desde allí veía las zonas arruinadas por tantos ataques infructuosos, por tanto bombardeo indiscriminado. A su alrededor no encontraba más que signos de violencia. Optó por volver con Azucena, calculando que ya estaría a punto de llegar a su casa. Tardó en encontrar la parada del tranvía. Varios oficiales esperaban. Saludó militarmente. Observó que casi todos eran militares de salón, de oficina, de retaguardia. Alguno destacaba por el exceso de pulcritud en el uniforme: parecía un figurín y olía a tumbar a masaje de afeitado. Recordó al practicante que le realizara las curas, tan engomado como este petimetre.

El sujeto observó que era examinado y a su vez él constató la piel curtida del recién llegado. No había duda de que era un veterano del frente. Le sonrió tímidamente.

—¿Está usted de permiso?

—No, sólo de paso.

—Pues lo siento porque le hubiese indicado un lugar donde alojarse cómodamente, si es que no lo hubiera tenido.

—Eso está bien, que los que conocéis todos los trucos de la retaguardia nos ayudéis a los que venimos de los frentes —ironizó Leonardo.

—Los veteranos se lo merecen todo. Aquí nos debemos todos a su esfuerzo. El hacerles la estancia más agradable no es más que nuestra obligación...

—Efectivamente, y ahora que lo dice usted, camarada, le voy a pedir un pequeño favor que sé que me lo va a cumplir. Mire, necesito para otro jefe, compañero mío, estas cosillas, veamos, apunte usted, apunte... —y ante la estupefacción del otro le dictó una lista de productos que convertirían a cualquier oficial del frente en el hombre mejor dotado de su división—. Me dice la oficina en que está y mañana temprano pasaré a recogerlas, porque usted madruga, ¿verdad?

—Sí, señor, sí —al pobre le reventaban los capilares del sofocón que estaba pasando.

Llegó el tranvía y subieron. El otro se bajó antes que él, saludándole apresuradamente.

Cuando llegó a la casa ya estaba allí la muchacha. Le preguntó por sus correrías. Al contarle lo del control de la policía ella se mostró nerviosa, más porque había dado su dirección. Le pidió que tuviese cuidado, que cada día los servicios de orden, los servicios secretos y de la checa, estaban más y más bajo el control de los comunistas, obedientes no a los mandos oficiales sino a los agentes soviéticos. Él tachó de exagerados los rumores sobre el particular, pero ella le aseguró que sabía de lo que estaba hablando.

Para cambiar de tema le contó lo que le había hecho al joven oficial, describiéndoselo con todo lujo de detalles. La chica se retorcía de risa. Precisamente le enseñó unas pastillas de jabón y dos frascos de colonia. Los metió en el macuto y él no quiso preguntarle cómo los había conseguido; pero jocosamente le indicó que le presentaría el joven petimetre, porque si él le había conseguido tanto con sólo una orden, cuánto no conseguiría ella con sólo mirarlo tiernamente. Ella le dio un beso de premio.

Después de comer se acostó un poco. Igual que el día anterior, pero ahora no tenía sueño. Pensaba en los dos sujetos que lo habían abordado y en las palabras de la chica. Sabía que toda precaución era insuficiente, que la situación de la República no permitía bajar la guardia ante el enemigo, que aprovechaba cualquier oportunidad para debilitarla. No se borraba de su cabeza la camisa azul que había visto.

Escuchó alguna vez rumores, habladurías que se negaba a admitir totalmente, sobre la represión que ejercían los elementos policiales de la capital. Se decía ciertamente que los hilos los manejaban los agentes mandados desde Rusia y sus secuaces de acá, más preocupados por el control y la anulación de los políticos disidentes que en la caza de elementos de la quinta columna.

Pasado un rato en estas cavilaciones oyó un fuerte golpe, rotura de cristales, pasos precipitados y voces de hombres. Se levantó de un salto y se puso la camisa. Cuando pretendía salir de la habitación dos guardias de asalto penetraron rápidamente, encañonándolo con sus metralletas. Uno se le echó encima y lo lanzó contra la pared gritándole que se estuviese quieto. Otro agente de paisano, con chaqueta de cuero, entró. Se acercó y le preguntó nombre y grado. Le pidió la documentación. Prefiriendo callar prudentemente, se aprestó a ejecutar lo que se le demandaba: no tenía nada que ocultar y cuantos menos impedimentos pusiese más pronto podrían dejarlo en paz. Entonces averiguaría qué estaba pasando, aunque empezaba a temer que lo que pasaba él ya lo sabía.

El de paisano terminó de revisar los papeles y le pidió disculpas. No obstante le sugirió se pusiese la guerrera por lo que pudiera suceder. Penetraron otros agentes, llevando bien agarrada a Azucena. Estaba levemente despeinada, señal de un frustrado intento de resistencia y llevaba la blusa algo abierta, sin el suéter. Tenía la mirada brillante y dura. No hablaba. Ni lo miró. En presencia de los dos, se dedicaron a registrar toda la habitación, sacaban ropas y las arrojaban sobre la cama, tiraban de los cajones completamente y desparramaban su contenido por el suelo.

Pensó protestar del modo de actuar de los policías, pero a la sola intención de hacerlo le ordenaron agriamente que se callara. Y apareció la maldita camisa azul.

La satisfacción se les reconocía en los rostros, se la mostraron a la muchacha, la llamaron fascista y agente de la quinta columna. Siguió el destrozo. En un fondillo de una mesita apareció un carné de la Falange. Era la prueba definitiva.

Un valentón le dio a ella una tremenda bofetada. Leonardo no pudo contenerse y se lanzó contra el sujeto. Lo agarraron a tiempo porque el otro giraba ya la boca de su arma dispuesto a utilizarla. El jefe ordenó que se estuvieran quietos y se situó al lado del militar. Le invitó a acompañarlos.

Salieron todos de la casa.

En un coche metieron a las dos mujeres. En otro subió Leonardo con el jefe del grupo. Un tercer vehículo los escoltaba. Iniciaron la marcha a toda velocidad. Él no conocía aquellas calles. Penetraron en un edificio bien protegido de sacos terreros y nidos de ametralladora servidos de guardias.

Se bajaron en el patio interior.

A las mujeres las condujeron a empujones, rodeadas de agentes, por unas escaleras hacia abajo. A él le indicaron que pasara a una sala y esperase. La estancia tenía un banco adosado a la pared y nada más. La ventana estaba condenada y tapiada desde fuera. Una tenue bombilla daba luz. Las paredes, desnudas, daban la impresión de pertenecer a alguna clínica u hospital. Tenían algunas manchas ocres, como restregadas y con signos de haber sido muy lavadas.

Mientras esperaba, pensaba en la forma de sacar del embrollo a la muchacha. ¿Qué podía decir en su defensa?, ¿qué podía exigir en su beneficio...? Cierto que al no haber comentado nada con ella no podía saber lo que ella contaría, ni tampoco cuáles eran los hechos concretos de los que se le podría acusar; pero determinó hacer todo lo posible por su libertad. No se le ocurrió que él mismo podía estar comprometido y encontrarse en serio peligro.

Oía pasos tras la puerta, botas recias y contundentes. Se levantó. Abrió dicha puerta. Frente a la misma había un guardia, que le indicó que esperase. Se empezó a intranquilizar, a considerarse ya un prisionero también. La espera se hizo larga, pesada. Nada sabía y nada se le decía. Sólo pasos, rumores, algunos gritos que no sabía identificar. Recordaba las habladurías, creía que infundadas, mejor creerlas así, pero...

Entró el sujeto que mandaba el grupo.

—Usted disculpe pero ha sido necesario hacerle esperar. Acompáñeme.

—¿Qué ha pasado con las mujeres?

—Venga conmigo y se le aclararán las cosas.

Caminaron por un pasillo angosto, lleno de puertas, plagado de guardias que se movían rápido en todas direcciones. Alguna vez pasaban llevando entre dos a cualquier sujeto. Leonardo observó que los que así eran paseados llevaban señales de haber sido golpeados; incluso sangraban. No esperaba nada bueno.

Penetraron en un despacho algo amplio. En el centro había una mesa llena de papeles y legajos. En un rincón otra mesa pequeña con una máquina de escribir. Por la pared se extendía un armario fichero. Y presidiéndolo todo un gran retrato del Presidente.

La cara del Presidente manifestaba estar al tanto de lo que allá sucedía, de lo que sucedía en toda España, y la cara no podía manifestar más desencanto y tristeza, hasta, tal vez, arrepentimiento. La cara del Presidente era la cara de la República.

Había dos hombres dentro. Uno estaba sentado a la máquina y el otro tras la mesa grande. Éste se levantó y extendió la mano cordialmente.

—Soy el Comisario Jefe de esta brigada de seguridad. Perdone las molestias, pero no tengo más remedio que hacerle algunas preguntas.

—Usted dirá.

—Está usted de permiso, ¿verdad?

—Realmente de permiso oficial no; pero me he ausentado de mi sector con la aquiescencia de mis compañeros al mando. Sólo por tres días.

—Algo irregular, ¿no?

—Bueno, no es lo que oficialmente se debe hacer, es cierto, pero lo vienen haciendo así hasta los soldados rasos. Ya es costumbre.

—Mala costumbre que impide que en el Ejército se consoliden la disciplina y el orden..., pero vamos a lo nuestro. ¿Por qué les dijo a los agentes esta mañana que tenía autorización expresa del General?

Se sorprendió. Así que sabía todo lo que les había dicho a aquellos dos de la mañana. Convenía andarse con pies de plomo y aparentar cierta seguridad y, sobre todo, sinceridad.

—Porque si les decía que no estaba autorizado, con toda seguridad sospecharían y me detendrían, o al menos me empezarían las molestias, y yo trataba de evitarlo. Al fin y al cabo no tengo nada que ocultar, aunque el asunto sea algo irregular.

—¿A qué vino a Madrid?

—A pasar unos días de descanso simplemente. Tenga usted en cuenta que no me había tomado uno desde hace bastantes meses, ni lo había pedido. Y había bajado aquí sólo por cuestiones del frente. Es la primera vez que puedo decir que visito realmente Madrid.

—¿Por qué se alojó en esa casa?

—Porque era la única dirección que conocía.

—¿Cuándo conoció usted a esa muchacha? ¿Es usted pariente o amigo...?

—Amigo..., más bien un conocido —rectificó—. La conocí en una reunión del Estado Mayor que hubo en la sierra.

—¿Qué hacía ella allí?

—Pues estaba con un grupo de milicianos y milicianas que se encargaron de amenizar la velada posterior.

—¡Ya!, ¿cree usted que sólo fue a eso?

—No tengo por qué creer otra cosa. Además, yo no observé ninguna actuación sospechosa.

—¿No sabe usted que esa persona es una espía del enemigo fascista? —le disparó a quemarropa.

Leonardo quedó un instante perplejo y mudo. Se temía lo peor y lo peor estaba ya allí. Miró al Comisario intentando averiguar sus pensamientos, intentando encontrar la trampa que se le tendía. Pero el otro se mostraba impasible, como si lo dicho fuese un saludo rutinario.

—Obviamente no sabía que era una fascista ni que trabajaba para el enemigo allí arriba. Eso lo debieron saber ustedes y no dejarla seguir. Usted me tendrá que presentar pruebas contundentes.

—¿Cree usted que la hemos detenido por capricho? —se revolvió el funcionario—. ¿Cree que no la hemos seguido, que no sabemos de sus actividades...? De todas formas, usted no es quién para recibir cierta información ni quién para exigirla.

—Pero ustedes no pueden actuar a su arbitrio. Deben y tienen que explicar sus actuaciones. No se pueden negar o esconder datos que quizás supongan la cárcel o la libertad de una persona.

—Desde luego, y eso se hace en los tribunales. Pero no es tiempo de esperar a los tribunales, hay que actuar con diligencia, no olvide que estamos en guerra y nos jugamos mucho. Por respeto a su grado y a su historial militar, que he tenido tiempo de consultar, he decidido informarle del asunto, no se complique con vanas pretensiones —había cierto tono de amenaza en su voz.

—Señor Comisario, yo sólo quiero y pretendo que si esa muchacha ha realizado actividades contra la República existan pruebas. Y no me diga que una camisa y un carné pueden ser pruebas definitivas.

—Usted mismo escuchará su confesión. Ahora, haga el favor de acompañarme.

Salieron hasta la puerta, bajaron por unas escaleras hasta el patio. Le hizo subir a un auto negro, concienzudamente cuidado y limpiado.

Ya era casi de noche. Le extrañó que iniciasen la marcha sin haber visto a Azucena, tal y como le había prometido el policía. ¿La habrían trasladado a otro lugar?

Se desplazaron por una avenida castigada por la guerra, saliendo hacia las afueras. Pararon en un hotelito con un coqueto jardín anterior. Penetraron en un comedor reducido, amueblado con gusto. Varias mesas estaban dispuestas con manteles y cubiertos.

El Comisario pidió la cena. Se excusó al pedir lo mismo para el militar pero, argumentó, la escasez obligaba a ciertas renuncias. De todas formas la comida era excelente y aún se podía disfrutar de un buen vino para acompañarla. En el transcurso de la velada, le describió el seguimiento realizado. Le aseguró que ya sospechaban de la muchacha desde hacía bastante tiempo. Les infundió sospechas por su excesivo interés en los asuntos militares. Investigaron su vida, sus familiares...

Descubrieron que era hija de un capitán golpista que fue muerto en los primeros momentos del asalto al Cuartel de la Montaña. A su madre la detuvieron por sospechosa de sedición y también murió en la Cárcel Modelo. Así que la chica se había ido a vivir con su tía, viuda de un héroe de Marruecos. Con unos antecedentes así había que reconocer que era lógica toda sospecha.

En su interior, reconocía Leonardo que tan lógico, como que lo contrario hubiera sido casi alta traición a la memoria de los suyos. ¡Y cuántos no habría así, emboscados esperando el momento de la venganza!

Siguieron sus pasos, sus reuniones. Localizaron al enlace por el que enviaba los datos que recogía. Lo aprehendieron y le sacaron al tipo toda la información, que no opuso mucha resistencia. Pretendían desmantelar la quinta columna de la ciudad. Así que con todos los hilos en la mano se fueron a por ella. Daba la triste casualidad de que se encontrase él por medio.

Todo lo que el hombre le relataba era perfectamente verosímil, así pudo ser. Lo reconocía, pero se negaba a darse por vencido, a dejar a la muchacha en esa situación tan difícil en la que sin duda estaba en juego su vida. Buscó ciertas excusas, tanteó otras posibilidades que a él mismo ya le sonaban a hueco y sin sentido. El otro lo miraba irónicamente, expresando con su gesto la imposibilidad de tales esfuerzos por justificarla.

Disparó.

—¿Usted la quería?

—Me agradaba, sí, me agradaba. Tenía maneras, estilo...

—Sí que los tenía. Tenga en cuenta que era una muchacha con cultura, de buena familia, como se decía antes —no había ironía en su voz, pero sí algo más...

Leonardo se extrañó de pronto, estaban hablando de ella como si ya no existiese, como si se hubiese perdido para siempre. Y se abrió a la certeza. Espantosa certeza.

—Le doy un consejo que debe valorar adecuadamente, por su interés. Olvídese de ella, olvídese de este desgraciado asunto que no debe manchar su hoja de servicios. Quédese si quiere o mejor márchese a su unidad, pero como si no la hubiese conocido.

—Yo quisiera comprobar personalmente el caso, ver si existe posibilidad de error.

—Le aconsejo que no lo haga, porque ya está sentenciada.

Miró a aquel hombre. Observó la frialdad de su rostro y la contundencia de su mirada. Creyó detectar una leve amenaza, tal vez sutil, pero en realidad muy concreta. No invitaba a más discusiones, menos todavía a insistir en un tema que ya daba por zanjado.

Había oído cosas sobre lo que estaba pasando, sí, cosas terribles. Siempre creyó eran propaganda para desacreditar al gobierno legítimo. Ahora sabía que el mal existía, apenas lo vislumbraba, pues su presencia era demasiado difusa, pero se hacía palpable en aquel hombre atildado y de inmejorables modales. El mal se anunciaba no en lo que hacía sino en lo que decía y en cómo lo decía. Y se concentraba en sus ojos.

Al regresar, el coche lo llevó hasta la casa que habían asaltado. Ya era noche cerrada.

—¿Qué es esto? —preguntó extrañado.

—Pues que aquí tiene usted sus cosas. Puede dormir en la misma.

—¿Pero... y las mujeres...? —se atrevió por última vez a insistir.

—Eso es un asunto que a usted ya no le compete. Le ruego que no insista. Márchese mañana temprano. ¡Ah!, y no intente remover el caso, porque tendría la desgracia de salir perjudicado, muy perjudicado —la amenaza se concretaba, se reafirmaba.

Cerró la portezuela del coche y marchó.

Cifuentes quedó anonadado, en el dintel, observando al vehículo alejarse con rapidez.

Entró en la casa, ¿qué iba a hacer? No tenía dónde ir ni a quién recurrir. Pensó en el amigo Servini, pero no sabía dónde se alojaba, ni siquiera si continuaba en la ciudad. Se echó en la cama, después de retirar lo que habían amontonado en la misma. Observó el desorden. Era cruel verlo así todo, habiendo conocido con cuánta meticulosidad estaba anteriormente colocado.

Todo se trastocaba.

No pudo conciliar el sueño. Recordaba lo que había visto y se espantaba al pensar lo que le podían estar haciendo a la muchacha. No esperaba compasión. Ni siquiera sabía en qué lugar la tendrían, pues con seguridad la habían sacado del primero. Se revolvía intranquilo y angustiado en la cama sin poder calmarse. La impotencia lo consumía. Pensaba en las palabras del policía. Ahora comprendía su exacto significado. También comprendió con claridad que lo había alejado para poder hacer con la chica y su tía lo que quisieran, impunemente y sin testigos molestos. Dio por seguras sus muertes.

A la mañana tenía bien decidido lo que debía hacer.

Buscó en los cuarteles un vehículo que marchara a la sierra. Encontró un camión de carabineros que marchaban para allá. Se alojó en la cabina con el oficial que los mandaba.

El Cuerpo de Carabineros era uno de los pocos organizados con los que había contado desde el inicio la República. Paradójicamente uno de los golpistas, Queipo de Llano, era Inspector General del Cuerpo cuando se alzó en Sevilla. Pagaron al finalizar la contienda su fidelidad, cuando los vencedores los disolvieron.

Fue charlando de cosas intrascendentes con sus compañeros de desplazamiento, más por cortesía que por ganas de hacerlo. Porque él iba concentrado en un tema que podía marcar definitivamente su vida. Tuvo toda la nefasta noche para pensarlo y madurarlo.

Se pasaría a los franquistas y volvería a su tierra.

En lugar de presentarse ante Hernández se desvió hasta las rampas de Navacerrada. Allí esperó la noche. Protegido por los frondosos pinares fue deslizándose por las líneas del frente, tratando de aparentar, si algún soldado lo observaba, que estaba estudiando el terreno, vigilante. Traspasó la vertiente y se fue deslizando hacia abajo, hacia tierra segoviana. Con el conocimiento del terreno que tenía le fue fácil aprovechar los repliegues y vaguadas sin que le vieran pasar las líneas propias y las avanzadas franquistas.

Leonardo Cifuentes tomó finalmente la ruta del norte.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2006
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Fecha de publicaciónJulio 2008
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